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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (58 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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—¿Y cómo salió usted de eso? —le pregunté para complacerlo.

—Tuve suerte. Como tu padre. Como cualquier superviviente de cualquier guerra. Me condujeron en una lancha hasta el Hotel Adámico, en el puerto de Vigo, y allí me interrogaron dos oficiales de las SS. —'Siempre los hoteles convertidos en comisarías o cárceles', pensé, 'como aquel de Alcalá de Henares en el que torturaron a Nin, y quizá lo desollaron vivo'—. En 1935 yo había pasado parte del verano en Baviera, en un campamento de las Juventudes Hitlerianas, por razones… digamos biográficas que no vienen al caso. Al enterarse de ello, y comprobar que era verdad y que sabía de lo que hablaba, me invitaron a cenar con ellos. Eso me salvó la vida. Se hicieron consultas al Gobierno de Burgos, y, según tengo entendido, fue Franco en persona quien dio la orden de que se me perdonara la vida y solamente se me expulsara. Tras algunas triquiñuelas para obtener los permisos de salida, me llevaron al puente internacional de Tuy para cruzar a Portugal. Ese fue el trayecto más lento, quiero decir el más largo de mi vida, a pie con mi maleta llena de libros. Dos ametralladoras alemanas me apuntaban por la espalda para que no me desviara del camino, y enfrente tenía guardias portugueses armados. Y el río Miño a mis pies. Me pareció tan ancho, quizá lo era. Así que ya ves, pese a lo nefasto que fue para la historia de tu país y de tantísima gente, para la mía personal Franco resultó decisivo. Una paradoja, ¿no? Una paradoja un poco fea para mí, lo reconozco. Poco halagüeño en un sentido, deberle la vida a la clemencia de quien no la tuvo con casi nadie. Como hombre provinciano e ignorante que era, supongo que le impresionaban los extranjeros cultos. —Rió brevemente su propia y pequeña malicia, yo también se la reí por cortesía. Luego añadió—: Pasé por vuestra Guerra, no más, como te dije: aún utilizo con precisión las palabras. Ninguna de mis dos estancias duró mucho tiempo, y ninguno de mis nombres tendría por qué figurar en el índice onomástico de los libros sobre la contienda. No son cosas demasiado dignas de contarse, las que hice allí, y aun así su relato resulta ridículo ahora. También lo resultaría el de mis actividades posteriores, ya durante nuestra Guerra, aunque algunas fueran más vistosas o más dañinas y de mayor importancia objetiva. Tenía razón Toby en lo que te dijo hace años: los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, se asemejan irremisiblemente a la mentira, a la presunción, a la fábula. Creo habértelo ya dicho: a mí mismo me parecen ficticios, o casi fantasiosos, episodios que yo he vivido. Me cuesta creer, por ejemplo, mi función de custodio, acompañante, escolta y hasta espada de Damocles de los Duques de Windsor en el verano de 1940. Ese fue uno de mis primeros 'encargos especiales', según el término del Who's Wbo, ¿recuerdas? Hoy lo veo como un sueño. Y que fuera en el extranjero contribuye sin duda a ello.

Lo recordaba perfectamente, como cada palabra de las que allí había leído a instancias suyas. Y también entendía su sensación: 'But that was in another country...'.

—¿Los Duques de Windsor? —le pregunté—. ¿Se refiere al ex-Rey Eduardo VIII y a su mujer divorciada por la que abdicó, aquella americana fea, Wallis Simpson? —Como casi todo el mundo, había leído sobre la pareja supuestamente apasionada y visto fotos de ambos en revistas y libros. Ella, si no recordaba mal, tenía una figura enjuta, un peinado como el del ama de llaves de Rebeca de Hitchcock y unos labios muy finos de tipo sangriento. Un estilo de mujer opuesto, cómo decir, al de Jayne Mansfield—. ¿Espada de Damocles? ¿Cómo espada?

—No era tan fea —me contestó Wheeler—. O bueno, sí, pero tenía algo inquietante en persona. —Dudó un instante—. Supongo que esto puedo contártelo, al fin y al cabo fue una misión inocua, —La palabra que empleó en inglés fue 'harmless', literalmente 'sin perjuicio' o 'sin daño'—. Aunque suene también como embuste. Me encargaron que los escoltara desde Madrid hasta Lisboa, y que allí me asegurara de que embarcaban como estaba dispuesto rumbo a las Bahamas. Quizá recuerdes que él pasó allí la Guerra, como Gobernador de esas islas, fue una manera de tenerlo lejos del conflicto, lo más posible con decoro. Ambos habían atravesado una etapa embarazosa, digamos germanófila, de hecho habían visitado a Hitler de incógnito, se rumoreaba, antes del 39, claro. El rumor carecía de fundamento, pero en todo caso se temía como a la peste que pudieran caer en manos nazis. Que los secuestrara la Gestapo y se los llevara a Alemania, desde luego, pero también que ellos desertaran. Que se pasaran, vaya. Churchill era muy desconfiado, y no descartaba que, si un día nos invadían como al resto de Europa, los alemanes repusieran en el trono al antiguo Eduardo VIII como monarca títere. Así que a mí y a un oficial naval de la NID (poca escolta en realidad, cuando lo pienso: hoy sería inimaginable) —conocía aquellas siglas: Naval Intelligence División— nos entregaron sendas pistolas y nos insinuaron que hiciéramos uso de ellas al menor riesgo de ir a perder a los Duques de mala manera, fuera por su voluntad o sin ella.

—¿Uso contra los propios Duques? —lo interrumpí—. ¿Contra un ex-Rey? ¿O contra la Gestapo? —Sí que sonaba a embuste, todo aquello, aunque seguramente no lo era.

—Contra la Gestapo no hacía falta decirlo, aunque no habría habido mucho que hacer, me temo. Entendimos que contra los Duques, claro. Mejor muertos que en poder de Hitler.

—¿Entendimos? ¿Nos insinuaron? —Me habían sorprendido esas fórmulas—. ¿Quiere decir que no se lo ordenaron a las claras?

—Era una manía en el MI6, hablar con sobreentendidos. Pero uno aprendía pronto a descifrarlos, sobre todo si había estado en Oxford. No sé si seguirán la costumbre ahora. Lo que nos dijeron fue, más o menos: 'Bajo ningún concepto deben caer en manos enemigas. Sería preferible tener que llorarlos'. —La expresión inglesa que empleó fue '... to mourn them' que también podría traducirse como '… guardar luto por ellos'. La verdad es que yo habría entendido lo mismo que él y que el oficial de la NID con el que había compartido responsabilidades. Y a él se refirió a continuación, en tono divertido, casi jocoso o de chismorreo—: ¿Sabes quién era el Capitán de Fragata que me acompañaba, por cierto? —Dijo 'Commander', que, si no me equivoco, en la Marina española se corresponde con ese rango.

—Bueno, no —contesté—. Cómo podría saberlo.

—De hecho no lo ha sabido nunca casi nadie. Ni sus biógrafos. —Llamó entonces—: ¡Estelle! —Y rectificó automáticamente: había un testigo, aunque yo fuera de confianza y ya lo hubiera oído llamarla en alguna ocasión por el nombre de pila—. ¡Mrs Berry! —La señora Berry se asomó al instante, andaba por allí cerca todo el rato, a su servicio siempre—. ¿Podría traerme el pasaporte del Marino de Chocolate, por favor? Ya sabe dónde lo tengo. Quiero enseñárselo a Jacobo. —'The Chocolate Sailor' eso fue lo que dijo literalmente—. Ahora verás, no te lo esperas, te va a hacer mucha gracia. —Y cuando al cabo de unos minutos reapareció la señora Berry y le entregó un documento (la oí subir y bajar la escalera, hasta el último piso), me lo mostró con una expresión casi infantil de tímido orgullo y añadió—: Mira.

Era un salvoconducto o 'Pasaporte de Correo Diplomático', según se leía arriba del todo, emitido por el Embajador británico en mi ciudad natal y válido sólo para un desplazamiento a Gibraltar y regreso a Madrid, con fecha del 16 de febrero de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, y luego renovado y válido para viajar a Londres vía Lisboa, con fecha de diez días después. 'Por los presentes se ruega y requiere, en el Nombre de Su Majestad', rezaba el texto caligráfico, 'a cuantos corresponda, que permitan al señor Ian Lancaster Fleming, con despachos a su cargo, pasar libremente sin obstáculo ni impedimento, y que le brinden toda la ayuda y la protección de que pueda tener necesidad.'

—Ya veo —dije sin alharaca—. Ian Fleming. —Mi falta de sorpresa pareció decepcionar un poco a Wheeler. Él no sabía que yo había cotilleado las dedicatorias que el creador de James Bond le había puesto en los ejemplares de sus novelas ('To Peter Wheeler who may know better. Salud!'), y que la amistad o el trato entre ambos, por tanto, no me pillaba enteramente de nuevas. 'Así que compartieron aventura juntos', pensé—. Así que compartieron aventura juntos en España, cuando él aún no escribía. Qué increíble. —Esto último lo añadí para animarlo.

—Este pasaporte es del año siguiente. Me lo dio más adelante, cuando ya se había hecho famoso, en recuerdo de nuestra estancia en Portugal, más que en España. Permanecimos anclados a la frivola pareja de junio a agosto. Mrs Simpson, quiero decir la Duquesa, no estaba dispuesta a partir hacia su exilio, como lo veían ellos, sin su guardarropa, su mantelería y sus sábanas reales, su plata y su porcelana de mesa, que debían llegarle desde París, vía Madrid, en ocho Hispano Suizas fletados por el multimillonario Calouste Gulbenkian, un viaje azaroso en aquellos días. (Curiosamente, por cierto, aquel fue el año en que Gulbenkian, armenio de origen, fue declarado 'Enemigo por Decreto' —dijo 'Enemy under the Act', supuse que significaba algo así—, perdió por ello la nacionalidad británica y se hizo persa; de modo que cuando ayudó a los Duques no sé si era aún amigo o ya enemigo.) Así que hubo que aguardar en Estoril, a cuyo casino nos veíamos obligados a acompañarlos todas las noches Ian Fleming o yo o más frecuentemente los dos, por la seguridad. No es raro que en las novelas de Bond aparezcan tantos casinos, desde los años veinte conocía bien los de Deauville, Le Touquet, luego Biarritz, le encantaba jugar, sobre todo al bacarrá, lo cual era una verdadera suerte porque la Duquesa se divertía más con él. (Aunque no ganaba mucho nunca e incluso perdía, era un jugador conservador, de apuestas bajas, no como su personaje.) En cuanto al Duque, al menos tenía algo de conversación. Tuvimos un trato aburrido pero cordial: había estado aquí, en Mag-dalen, de modo que siempre me quedaba recurrir a contarle chismes de Oxford cuando ya no sabía cómo entretenerlo. Los escuchaba con estupefacción, sobre todo los sexuales, con un punto de ingenuidad tal vez fingido. Pero no sabía reír. Un hombre soso y quizá no muy listo, pero agradablemente mundano y desde luego educado: al fin y al cabo, no se puede negar que venía de buena familia. —Y Peter rió de nuevo su pequeña broma—. Por fin, un día, conseguimos que la pareja real embarcara sana y salva, con la plata y la porcelana y las sábanas, en un destructor británico amarrado en el Tajo, y con alivio los vimos alejarse por el Atlántico, rumbo a las Bahamas. Entonces nos separamos, Ian Fleming y yo, y no volvimos a encontrarnos hasta bastante después. Él fue asistente personal del Contraalmirante Godfrey, y también tuvo mucho contacto con Hillgarth y con Sefton Delmer, creo que habían estado juntos en Moscú y que colaboró con él en el juego negro del PWE... —'The black game' dijo. Yo le había oído a la joven Pérez Nuix la expresión 'black gamblers' una vez, o había sido 'wet gamblers' quizá, me había hecho imaginarme a tahúres en todo caso. Aquellas siglas no las conocía, PWE. Pero no quería interrumpir a Wheeler—. Nos perdimos la pista, claro, durante la Guerra era lo normal, uno iba de aquí para allá, a donde lo destinaran, y se despedía de cada persona con plena conciencia de que lo más probable era que no la volviera a ver. No por el azar, sino por la fácil muerte. Del uno, del otro o de los dos... Me pasaba con Valerie cada vez que me iba y le decía adiós… Cada vez que me iba... —La voz le había ido menguando hasta casi quedarse en un hilo, al decir estas últimas frases: seguramente se había cansado de hablar. No siguió. Apoyó los dos brazos en el bastón cruzado sobre los del sillón, como si hubiera realizado un esfuerzo con ellos y necesitara reposarlos. Lo vi fatigado y con la mirada un poco ausente—. La propaganda negra de Sefton Delmer, eso fue —añadió absorto, y luego volvió a callar. Quizá había recordado demasiado. Mecánicamente al principio y animadamente después, sí, pero todos los recuerdos llevan a otros y siempre hay un momento en el que se llega a uno triste, antes o después, a una pérdida, a una nostalgia, a una infelicidad de las que no se inventan. La gente se queda entonces con la mirada baja o perdida, y deja de hablar, se calla.

—No sé quién era Sefton Delmer, Peter —le dije—. Tampoco lo que es el PWE.

Levantó la vista, la fijó en mí, aún con cansancio. Con extrañeza también. Me dijo:

—¿Por qué estamos hablando de esto? No sé de dónde ha venido, lo he olvidado. —También yo lo había olvidado, esa era la verdad—. ¿Y por qué no me cuentas nada tú? A algo habrás venido hoy, sin avisar, ¿no? Estoy encantado de verte, pero dime, ¿por qué has venido así hoy?

Tenía razón. A Wheeler se le escapaban pocas cosas aunque su cabeza pudiera no ser la de siempre y atendiera menos al exterior y estuviera desarrollando una especie de locuaz ensimismamiento (suponía que cuando estaba solo un ensimismamiento a secas). Sí, a algo había ido yo a Oxford, a algo había ido yo aquel domingo desterrado del infinito hasta su casa junto al río Cherwell, cuyo rumor sosegado o lánguido se oía muy débil desde donde estábamos, pero se oía, recordaba lo que le había atribuido mi pensamiento cuando se adormeció por fin, ya muy tarde, la noche en que había conocido allí a Tupra en el transcurso de una cena fría: 'Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más'. Había ido a contarle a Wheeler lo que me había pasado o más bien lo que había hecho —en realidad no me había pasado nada: eran otros quienes de verdad habían salido perdiendo—, y a preguntarle si él podía haber previsto algo así cuando me introdujo en el grupo al que había pertenecido. Es decir, hasta qué punto sabía dónde me estaba metiendo con sus oficios de intermediario y a qué riesgos me sometía. Él debía de estar al tanto de las consecuencias que podían tener los informes y del uso que se les daba a veces, un uso inmediato y practico, en mi caso criminal y despiadado. Si en tiempos de relativa paz el resultado de uno de ellos era un homicidio y una detención de escándalo, la muerte de una persona inocente y la ruina de otra inducida a ser culpable, probablemente durante la Guerra, cuando el grupo se había creado y no habría mucho margen para comprobaciones y habría que tomar decisiones raudas, la interpretación de personas o la traducción de vidas o la anticipación de historias habría provocado la eliminación de gente y desastres y calamidades. Aunque además hubiera contribuido a evitarlas, de eso no me cabía duda. Tal vez Wheeler se hubiera visto entonces en alguna situación parecida a la mía de ahora, y él no era un desaprensivo, así hubiera esparcido en su día brotes de cólera, y de malaria, y peste, ese no era el que yo conocía. Tal vez no hubiera muerto uno solo, sino muchos, por causa de sus palabras, y acaso quienes no debían. Pero, de haberle sucedido eso, siempre habría tenido el consuelo, la justificación, el pretexto de estar en guerra. Yo no los tenía.

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