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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (20 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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Es posible que yo no dijera palabra también por mi abatimiento, a medida que se sucedían las escenas me sentía más encogido, disminuido, anquilosado ('Sigue, sigue soñando, con muerte y hechos sangrientos'), como si la faceta del mundo que se me estaba mostrando estuviera expulsando a las otras, a las habituales, no sólo a las risueñas y alegres sino también a las anodinas y neutras, a las indiferentes, a las rutinarias, que son —sobre todo éstas— nuestra salvación y esencia. Esa es la facultad del veneno, se infiltra y lo contamina todo. El abatimiento era por acumulación, sin embargo, porque a la vez me daba cuenta de que nada de lo que allí desfilaba me producía, a pesar de todo, tanto ni tan dañino efecto como lo que había tenido lugar ante mis ojos sin la mediación de una pantalla, en el lavabo de los minusválidos. No es lo mismo la violencia que está al lado y se respira y mancha que la que uno contempla proyectada, por mucho que la sepa real, no ficticia, la televisión no salpica, solamente nos asusta. Y de vez en cuando me volvía a la cabeza la pregunta de Tupra, la que me había hecho en el coche antes de ponernos en marcha y lo había llevado a decidir que nos trasladáramos a su casa, 'Por qué no se puede ir por ahí pegando, matando. Es lo que has dicho'. Semejante tontería, no hay nadie que no lo sepa, cualquiera puede contestarla. Pero a la luz de lo que él me enseñaba ('Pesen estas visiones sobre tu alma; caiga tu espada sin filo y ruede tu escudo; quítate el yelmo y suelta tu lanza'), yo seguía sin encontrar más respuestas que las tontas y pueriles, las heredadas y nunca alcanzadas, las consabidas y vacuas, las que ha aprendido todo el mundo y tiene listas para soltarlas sin haberles dedicado un pensamiento propio, ni el más mísero y distraído, ni habérselas cuestionado: porque no está bien, porque la moral lo condena, porque la ley lo prohíbe, porque se puede ir a la cárcel, o al patíbulo en otros sitios, porque no se debe hacer a nadie lo que no quiero que a mí me haga nadie, porque es un crimen, porque hay piedad, porque es pecado, porque es malo, porque la vida es sagrada, porque resulta irremediable y no tiene vuelta de hoja y lo hecho no se deshace. Pero era seguro que Tupra me había preguntado más allá de todo eso.

Vi más ráfagas, tal vez no debo contarlas, las vi peor, más confusas, encabalgadas casi, Reresby aumentó la aceleración, también él tenía que dormir, podía estarle entrando sueño aunque sonaba muy despierto, quizá se unía por fin a mis deseos de acabar ya cuanto antes, yo quería terminar con la fiebre, mi dolor, la palabra, el baile, la imagen, el veneno, el sueño, al menos por aquel día o por aquella larguísima noche, las cosas que comprometen o inculpan al final no son variadas, sexo singular, sexo violento, sexo adúltero o meramente irrisorio, palizas, consumo de drogas, algo de tortura, crueldad y sadismo, corrupciones, sobornos, estafas y delaciones y deudas, conspiraciones fallidas y traiciones descubiertas, homicidios improvisados y asesinatos previstos, poco más queda, casi todo se reduce a eso y también están las matanzas, vi otro ametrallamiento, este masivo, de civiles de un país africano, una veintena de mujeres y hombres y niños y ancianos, cayeron a cámara rápida como si fueran fichas de dominó y así no parecía tan grave ni tan siquiera cierto, ejecutado por soldados o tiradores negros pero ordenado por un oficial blanco de uniforme, no sé si reglamentario o de semifantasía, quizá era un mercenario entonces que más tarde se habría reincorporado a su Ejército, ha habido ingleses, sudafricanos y belgas que han hecho el viaje de ida y vuelta, y creo que también franceses. De ser así, a ese militar europeo lo tendría Tupra bien cogido, lo habría dejado ascender, hacer carrera, seguro que no lo había avisado de la existencia de la grabación ni lo había denunciado, estaría a la espera de verlo encumbrado, en su nación, en la OTAN, para entonces pedirle un favor inmenso, o más bien obligarlo a hacérselo, por la fuerza de la imagen.

Y por fin paró, quiero decir que recuperó la velocidad normal para una secuencia concreta y con ella el sonido, hubo de rebobinar un poco para pillarla desde el principio.

—Aquí está —dijo—. Esto es lo que quiero que aún veas antes de volver a casa. Fíjate bien, y cuando estés en la cama piensa en mí y piensa en ello.

Como todas las demás, fue una escena corta, en eso no había mentido aunque la visita se hubiera hecho eterna, casi todas estaban montadas en aquel DVD sin apenas preámbulos, interesaba la brutalidad, el delito o la farsa, no lo que hubiera antes ni lo que viniera luego, sino lo aprovechable tan sólo para chantajear al filmado. Había tres hombres en una especie de cobertizo, al fondo se vislumbraba alguna cola de animal fustigando, probablemente de vaca o de buey, en el suelo había paja esparcida, me imaginé el olor de allí dentro. Los dos hombres de pie tenían atado al tercero, sentado en una silla de enea, con las manos a la espalda y cada pie amarrado a una pata, naturalmente a las delanteras. Había puesta una cassette o una radio, se oía una melodía que reconocí parcialmente, mi memoria musical tan fiable: Comendador se había aficionado a las canciones locales durante su estancia en la prisión de Palermo tras ser detenido en aquella aduana por culpa de la gota de sangre que le asomó en mala hora o en buena por una de sus fosas nasales y levantó las sospechas de un carabinero con ojo crítico o deductivo, que le echó literalmente los perros que huelen la cocaína. Me había mandado un par de cedes de regalo, uno de Modugno y otro de un tal Zappulla, y estuve casi seguro de que era la voz de éste la que sonaba en la vaqueriza a volumen alto, entonando una canción que figuraba en mi disco, recordaba algunos tíulos, era ‘
I
puvireddi’
o
'Suspirannu’, o "Luntanu,
o
'Bidduzza,,
o
'Moro pe ttia’,
bonitas, gratas, algo horteras en su melancolía, las había escuchado con insistencia gusto durante un periodo mío melancólico algo hortera, aquel cobertizo debía de estar en Sicilia, también me lo hizo pensar la
lupara
que uno de los centinelas llevaba colgada al hombro con una correa, la escopeta de cañones recortados con la que allí se ha cazado y quizá aún se caza, y se han ajustado cuentas y tal vez aún se ajustan, al otro individuo le asomaba un pistolón enfundado bajo la axila, la chaqueta echada sobre los hombros con garbo, las mangas vacías y las de la camisa arremangadas, en la muñeca un reloj grande cuadrado, apoyada una mano en el respaldo de la silla del prisionero, más grueso y mayor que ellos, que eran jóvenes y delgados, y los tres movían los labios siguiendo la letra del canto, se la sabían de memoria todos y la canturreaban a la vez que Zappulla, y aunque cada uno lo hacía por su cuenta, por así decir, absorto, aislado, como para dentro y no a coro, resultaba curiosa esa sintonía que les permitía compartir algo momentáneamente, como si no fueran dos guardianes y su cautivo o dos verdugos y su víctima y a ésta no la aguardara algo malo, y las colas de los animales, al fondo, parecían moverse al mismo son, los seres vivos del lugar recóndito en extraña e incongruente armonía, el hombre de la
lupara
incluso se balanceaba levemente sin levantar los pies del suelo, sólo le bailaban las piernas y el torso con la escopeta de dos cañones, al cadencioso ritmo de
'I puvireddí’
o de
"Moro pe ttia’,
'Los pobrecitos' o 'Muero por ti' en dialecto.

Esto duró pocos segundos, porque en seguida se abrió la puerta —se entrevió la hierba, un campo ameno— y entraron otros tres sujetos que tras de sí la cerraron, y el que iba al frente y mandaba era Arturo Manoia. Allí estaba con sus gafas de violador o de funcionario que se subía con el pulgar constantemente aunque no se le resbalasen, vi que también lo hacía estando así, de pie y activo, ocupado, con su mirada casi invisible a causa de los grandes cristales y de la excesiva movilidad de sus ojos mates de color café con leche, como si tuviera dificultades para fijarlos más allá de unos segundos, o aversión a que se los escrutaran. Lo reconocí al instante, acababa de verlo durante toda una velada inolvidable y ni siquiera aparentaba menos años, sería una grabación reciente o era un hombre sin edad y que a diferencia de su mujer no cambiaba, allí estaba con su mentón invasivo, con su barbilla demasiado larga que no llegaba a convertirlo en prognato pero tal vez sí en un
bazzone.
Con su disposición general para la represalia. Nada más conocerlo había pensado que la ejercería a la menor provocación o pretexto y aun sin necesidad de ellos, que sería un individuo irascible aunque con fama de ponderado, porque la cólera no la dejaría salir casi nunca. Pero también había pensado que las pocas veces que le aflorara debían de ser temibles, 'no para presenciarlas'. Y ahora, cuando ya me había despedido de él y lo había perdido de vista en persona, al final de la noche, inesperadamente, me tocaba asistir a una, a un ataque de ira suyo en pantalla. Lo sentí como una maldición y lo supe nada más verlo aparecer en el vídeo, con su traje y su corbata, por la puerta del cobertizo. Me preparé, me hice el propósito de no apartar la vista ni tapármela, pasara lo que pasara. Quería demostrarle a Tupra que a lo largo de su sesión ya me había endurecido, o había creado ya en mi interior el antídoto contra su veneno; o la resistencia al menos.

No se interrumpió la música cuando entraron los tres nuevos, ni siquiera se bajó el volumen, así que oí poco de lo que Manoia le decía al maniatado y todavía comprendí menos, me pareció que el acento meridional lo tenía exagerado o bien que mezclaba el dialecto con el italiano. Pero le hablaba con fiereza, con indignación, con desprecio, con su voz hiriente ahora elevada, agitando las manos y soltándole alguna torta que otra de pasada, como si formaran parte de la gesticulación tan sólo, subrayados de sus increpaciones, sopapos casi involuntarios o por él inadvertidos, eso sólo puede ocurrir cuando el abofeteado ya no vale nada y se lo ha cosificado. El otro contestaba lo que podía, él sin duda en dialecto porque no le entendía palabra, eran frases entrecortadas, abortadas por la catarata incesante y veloz de Manoia, no quise fijarme en el prisionero apenas, cuanto menos lo individualizara menos me importaría lo que acabase ocurriéndole, algo horrible iba a ocurrirle, era seguro, la situación lo pedía y además la escena figuraba en aquel DVD escogido y montado, de episodios ruborizantes o atroces sin paja, me fijé pese a todo, por la costumbre, era un hombre relleno, con boca de piñón en una cabeza grande, pelo muy corto pajizo y rizado, ojos saltones, piel curtida de pequeño hacendado que aún recorre a pie los campos, bien vestido en un estilo aldeano, no más de cuarenta años. Por fin Manoia paró la cascada —pero no la ira—, o hizo una pausa breve, y a continuación le entendí una cosa:
'Tappa-tegli la bocca',
les ordenó a los secuaces, aunque sonó más bien como
'Dabbadegli la bogga',
con sus consonantes sonoras donde debían ser sordas, y quizá lo entendí a posteriori por las imágenes, al ver cómo el del pistolón y el de la escopeta le metían dos paños en la boca al cautivo, uno tras otro, casi a presión, cómo cupieron, y le ponían encima una buena tira de cinta adhesiva, de oreja a oreja, sin dejarle toser libremente como necesitaba, se le enrojeció e inflamó el rostro, los ojos parecieron a punto de salírsele de las órbitas durante unos instantes, los carrillos hinchados como con flemones, los paños eran a cuadros rojos y blancos, quizá servilletas de una
trattoria,
por encima de la cinta asomaban puntas y por debajo, qué habría hecho tan garrafal o tan grave, delatar como Del Real, traicionar, acobardarse, fallar, huir, quedarse dormido, no parecía un mero enemigo, podía serlo, tal vez alguien había muerto por culpa suya, un agente del Sismi a quien aún no tocaba, si Manoia era del Sismi. Este se sacó entonces algún objeto del bolsillo de la chaqueta, no pude verlo, era corto, una navajita, una cucharilla, una lima puntiaguda y metálica, un lápiz.
'Adesso vedrai’
le dijo, 'Ahora verás', eso sí sonó claro pese a la canción que continuaba. La cabeza del hombre sentado le quedaba a la altura del pecho, de los brazos. Se aproximó más a él, sólo precisó un par de pasos, y con lo que quisiera que llevara en la mano efectuó dos movimientos rápidos sobre su cara, el ademán era de dentista antiguo que se dispone a arrancar una muela por las bravas, uno y dos, y se los arrancó, ya lo creo, de cuajo, no las muelas, se los hizo saltar como quien saca con el cuchillo de postre los huesos de dos melocotones partidos, o pepitas de una sandía, o unas nueces de sus cáscaras por fin abiertas tras el forcejeo, y yo hube de cerrarlos pese a mi propósito, qué remedio le queda a uno, procuré no tapármelos con la mano para que a Tupra le cupiera la duda de si los aguantaba abiertos, mientras Zappulla cantaba y yo captaba tan sólo un vocablo suelto de vez en cuando,
‘sfortúnate', 'mangiare', 'cerco', soffro', 'senza capire’, ‘'malate’,
'desdichadas', 'comer', 'busco', 'sufro', 'sin entender', 'enfermas', insuficientes para adquirir sentido aunque uno siempre puede dárselo a todo, desdichadas las cuencas de mis ojos vacías, me obligan a comer servilletas o paños, busco salvarme y sufro mutilaciones, sin entender la crueldad de estas bestias enfermas...
'E quando son le feste di Natale',
eso no ayudaba en modo alguno pese a ser lo más largo que captaba mi oído, porque oír seguía oyendo, y también los inhumanos bufidos de incredulidad y desesperación y dolor, que no gritos, no podía haberlos con los incrustados paños a cuadros, y en cambio ya no veía, algo era algo, aunque intentara hacerle creer lo contrario a Reresby y quizá lo lograra.

Y en resumen, tuve miedo ('Ojalá pudiera olvidar lo que he sido o no recordar lo que debo ser ahora'). Miedo de Manoia y miedo de Tupra y también vagamente de mí mismo, que me mezclaba con ellos ('Sí, ojalá pudiera no recordarlo, lo que debo ser ahora'). Tupra detuvo la imagen, la congeló con el mando, ya me había inoculado hasta la última gota de su veneno y además por los ojos, como dicta la etimología. Supe que la había parado porque dejé de oír sonido. Los abrí, me atreví a mirar, por suerte el momento helado era uno en que la espalda de Manoia tapaba la cara del hombre ya ciego.

—Has visto bastante —dijo Tupra—, aunque la escena aún no termina: nuestro amigo insulta algo más a su víctima y a continuación la degüella, te ahorraré ver eso, es mucha sangre. Así que él podía haberse ahorrado a su vez lo que has visto, ¿por qué añadiría ese sufrimiento previo a quien iba a matar de todas formas, a los pocos segundos? —Esto lo dijo sinceramente intrigado y como deplorándolo, y como si a ese porqué le hubiera dado ya muchas vueltas sin jamás penetrarlo—. No lo comprendo, ¿y tú? Jack, ¿lo comprendes? Jack.

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