—Aún no me has pedido el favor del todo, todavía ignoro en qué consiste, exactamente. Y qué particulares son esos, qué particulares particulares. —Y al repetir en voz alta esa expresión de la joven, no pude evitar acordarme de Wheeler y su recitado sobre los monarcas y los individuos privados: '¡Qué infinito sosiego de corazón deben los reyes perderse, que los hombres particulares disfrutan! ¿Y qué tienen los reyes que no tengan también los particulares, salvo el ceremonial, salvo la general ceremonia?'. Le habían brotado aquellas citas sin esfuerzo de memoria, y en cambio yo aún desconocía su procedencia.
Fueron así dos preguntas las que hice entonces, aplazando el resto. Pero al aplazar nunca se sabe si ya está uno renunciando, porque en cualquier instante —es decir, siempre— puede no haber más mañana ni más después ni más más tarde, sí, eso es posible en cualquier instante. Pero oh no, no es cierto: siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el veneno, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y difamando y contando aunque ya no oigamos ni respondamos, y hayamos callado. Callar, callar. Es la gran aspiración que nadie cumple. Nadie, ni aun después de muerto. Es como si nada hubiera dejado de resonar jamás desde los comienzos, ni siquiera cuanto ya no podemos reconocer ni rastrear los vivos, que quizá viven, vivimos, alertados e inquietos por innumerables voces cuya procedencia ignoramos, de tan remotas y sofocadas, o será ya cavadas tan hondo. Quizá sean los débiles ecos de las existencias no anotadas, cuyo grito hierve en su pensamiento impaciente, desde ayer o desde hace siglos: 'Nacimos en tal lugar', exclaman en su infinita espera; 'y en tal otro morimos.'
'We diedat such a place.'
Y también cosas peores.
Íbamos a veces los cuatro o los cinco juntos, y hasta podíamos ser seis o siete en alguna ocasión, cuando Tupra convocaba también a Jane Treves o a Branshaw o a ambos, con los que sí coincidí ya más tarde, o incluso a algún otro informante o guía esporádico externo, según el ambiente o el territorio. Eran rachas, yo creo, durante las cuales Tupra se sentía festivo y multitudinario y deseoso de acompañamiento, no tanto de compañía cuanto de acompañamiento, de escolta o séquito o quizá de manada, como si quisiera probar un sentimiento de pertenencia, experimentar de manera tangible y ruidosa la sensación de formar con nosotros un equipo o un grupo o un cuerpo, y poder decir eso a menudo, 'nosotros'. Varias noches y días mi sensación al respecto fue la de constituir más bien una banda, o una cuadrilla algo taurina. Yo intuía que esa inclinación gregaria se correspondía con temporadas en las que él huía de Beryl o Beryl de él, si es que era ella. Pero tanto daba quién fuese: en las que ninguna mujer concreta se dejaba acaparar bastante ni por consiguiente lo distraía en sus ratos más libres o más sociales o diplomáticos o preparatorios de sus terrenos y evoluciones, o bien en las que él andaba esquivando la amenazadora excesiva concreción de alguna.
Eran sólo intuiciones. Tupra no solía hablar mucho de sus aspectos personales, o no a las claras ni narrativamente (era muy raro que él impusiera un relato, casi ni una anécdota completa; y en cambio estaba más que dispuesto a escucharlos), lo hacía sólo con vaguedades y sobreentendidos y a base de frases sueltas que, sin su deliberación aparente, aludían a experiencias pasadas suyas de las que gustaba extraer leyes y deducciones, o más bien inducciones y reglas de comportamiento y carácter probables, si es que no seguros y ciertos a sus ojos absorbentes y apreciativos que de un solo vistazo abarcaban la totalidad de un recinto o de un local lleno de gente, un restaurante, una discoteca, un casino, unos billares, un elegante salón de fiesta, un vestíbulo de gran hotel, una recepción real, una ópera, un
pub,
una cancha de boxeo, un hipódromo, y si no fuera una exageración flagrante, diría que hasta un estadio de fútbol, Stamford Bridge, el del Chelsea. Algo tan reducido como el escenario de una cena fría no es que lo abarcaran sus ojos pálidos, es que lo penetraban y desmenuzaban y vaciaban en un instante (conmigo incluido), eso resultaba para él un juego de niños.
Eran intuiciones, suposiciones, imaginaciones mías; por su parte él desprendía fragmentos y soltaba fogonazos aislados de su vida anterior en forma de sentencias y adagios, o de aforismos involuntarios a veces, o casi le salían originales proverbios. Así que uno iba atando cabos, que sin embargo siempre se le aparecían a la postre sueltos, por bien que los hubiera asido y perfecto que fuera el nudo que con ellos hubiera hecho, como si en su caso las zonas de sombra crecieran cada vez que uno lograba discernir el ascua de cualquier deslavazado periodo o insignificante episodio de su existencia, o como si cada mínimo alumbramiento sirviera para mejor apreciar la vastedad de lo que permanecía a oscuras, o en turbiedad, o en difuminación, o aun deforme, de la misma manera que sus pestañas tan largas y envidiadas por las mujeres enturbiaban o difuminaban siempre la intención última de sus contemplaciones, casi flotantes de tan sostenidas, y el verdadero sentido de sus miradas, que eran nítidas y halagadoras y cálidas, sí, pero difícilmente descifrables. No era extraño que receláramos un poco los hombres de aquellos ojos tan acogedores, pero también tan decorados.
Podíamos estar asistiendo a una actuación, por ejemplo, de una cantante melódica en uno de los relucientes pero anticuados clubs nocturnos a los que a veces le gustaba arrastrarnos para apaciguar los aturdimientos previos y darnos una transición de sosiego antes de mandarnos ya a casa, todos sentados —o los que aguantáramos, los más noctámbulos, o los que él retuviera más a su lado— a una mesa cercana a la pista o al escenario. Y con las tupidas pestañas apuntando hacia la artista, Tupra murmuraba de pronto: 'Las mujeres que cantan en público están muy expuestas y siempre son víctimas de quienes las guían; esta se derrumbaría ahí mismo, como un saco, si el hombre que cada noche le conduce los pasos y la sube a esa tarima le diera la espalda y se le alejara, no digamos si se le pusiera en contra. Bastaría un soplo suyo maligno para que ella se cayera al suelo y no quisiera ya levantarse'. Durante unos segundos yo dudaba si hablaba con saber concreto, si acaso estaba enterado de la dependencia suicida de aquella mujer respecto a alguien de rostro o nombre por él conocidos (saco de harina, saco de carne, en ellos se clavan la bayoneta y la lanza, en uno hay dolor y sueño y en el otro nada). Y si me atrevía a un tanteo ('¿Los conoce, Mr Tupra, a esa mujer, a ese hombre?' O quizá ya habíamos pasado a Bertram), entonces dejaba claro que no era ese el caso o no por fuerza, y que se limitaba a aplicar al día las enseñanzas de su pasado: 'No hace falta que los conozca en persona', respondía sin apartar las pestañas de la cantante, esto es, manteniéndome el perfil sin volverse, y con tono de ligera lástima o sólo teórica; 'yo sé bien cómo son, él y ella, los he visto por docenas, desde Bethnal Green hasta El Cairo, en todas partes'.
Eso me daba una idea, o varias; las más incontestables, que había pisado Bethnal Green y no poco, ese barrio deprimido del Este, y que había estado en Egipto, no probablemente de turista. También era inevitable pensar si habría sido alguna vez representante de una mujer artística y se estaría refiriendo a sí mismo y a una antigua pupila sumisa. Pero eso lo descartaba en seguida, no me parecía el tipo de hombre protector ni vigilante ni exactamente dominante, quiero decir con responsabilidades estables, y todas esas actitudes implican tenerlas. 'Habrá asistido a ese drama, a ese esquema', pensaba, 'aunque sea nada más dos veces: en Bethnal Green y en El Cairo.' Yo intuía o sabía (intuía al principio y después sabía) que si le preguntaba directamente o intentaba que se centrara en un suceso determinado, él no haría caso y lo rehuiría, no tanto por resultar misterioso cuanto porque rememorar lo aburría, sin duda no comprendía a esas personas que disfrutan contando lo que han vivido y ya conocen de sobra, desenlace incluido, y menos aún a esos escritores narcisistas de diarios que no acaban de zafarse nunca de sus jornadas vencidas, y las reiteran con fiorituras.
Así que no trataba de sonsacarlo ni de arrancarle ulteriores explicaciones a sus dictámenes, era inútil, si venían venían solas y acaso varias noches más tarde, y a lo sumo me permitía gastarle una broma leve: '¿Y las que bailan en público, Bertram? ¿Están igualmente expuestas?'. Tupra tenía humor, o al menos aceptaba el mío. Me miraba de reojo rápido, se mordía el interior de un carrillo para no dejar escapar media sonrisa, y tendía a seguirme la chanza, o eso me parecía, porque nada era en él transparente, ni seguro, ni descontado: 'No, Jack, las bailarinas lo están mucho menos, ten en cuenta que moverse protege, lo arriesgado es estarse quieto, te hace más vulnerable. Eso a menudo lo ignoran quienes huyen o se esconden, dejan que el miedo se aproveche de ellos, en vez de aprovecharse ellos del miedo'. Tenía la habilidad de empalmar sentencias de forma que la segunda se desviaba de la primera, la tercera de la segunda y así hasta que se cansaba de todas o prefería el silencio un rato. Con él era difícil, por tanto, ahondar en ningún asunto, a menos que hiciera él las preguntas y fuese quien buscara un fondo. '¿Cómo se aprovecha uno del miedo?', caía yo en la tentación de su desvío. 'Entiendo que se refiere al miedo propio.' A lo que él contestaba: 'El miedo es la mayor fuerza que existe, si uno logra acomodarse a él, instalarse, convivir con él con buen temple, y no pierde las energías luchando por ahuyentarlo. En esa lucha nunca se gana del todo; en los momentos de aparente victoria se está ya anticipando su vuelta, se vive bajo amenaza, y entonces se sufre parálisis y es el miedo el que se aprovecha. Si uno lo consiente, en cambio (es decir, si uno se adapta, si se acostumbra a que esté ahí presente), posee una fuerza incomparable con ninguna otra y puede aprovecharse de él, puede usarlo. Sus posibilidades son infinitas, mayores que las del odio, la ambición, la incondicionalidad, el amor, el afán de venganza; son desconocidas. Una persona con el miedo asentado, activo pero incorporado a su vida normal, un miedo diario, es capaz de proezas en verdad sobrehumanas. Eso lo saben las madres con hijos pequeños, la mayoría. Y lo sabe cualquiera que haya estado en una guerra. Pero tú no has estado en ninguna, ¿verdad, Jack?, has tenido esa suerte. Eso significa que tu formación será siempre incompleta. Habría que mandar a las madres a las batallas con sus niños cerca, a la vista, a mano; llevan el miedo puesto, es permanente; no habría combatientes mejores que ellas'. Si yo le preguntaba en qué guerras había él estado o participado, era seguro que nada me diría, no las mencionaría; y si le pedía que me ampliase sus consideraciones sobre la perfecta formación de un hombre o sobre la fiereza de las madres con críos, lo más probable era que diera por concluida la charla. Llegaba siempre un momento en que sus desvíos no alcanzaban senda, sino tan sólo maleza o arena o ciénaga. Incluso podía llevarse entonces el índice a los labios, y a continuación dirigirlo hacia la cantante con gesto de implícito reproche a mi cháchara, como pidiendo para su arte el respeto que él le había negado minutos antes, al hablar primero, aunque hubiera sido en un murmullo, y ojo no le hubiera quitado.
Al principio de cada racha sociable (le duraban dos o tres semanas), nos convocaba a cenas o a veladas de itinerante farra con pretextos laborales. 'Quiero que me acompañéis todos a una reunión importante', decía, o a su modo semiautoritario nos ordenaba. 'Me interesa que demos una impresión de núcleo compacto, casi intimidatoria, sabéis, ante una gente con la que debo entenderme.' 'Os ruego que estéis atentos a estos comensales de hoy, haced que se sientan cómodos y se distraigan, pero no dejéis de observarlos, porque os preguntaré acerca de ellos más tarde, será mejor para nosotros cuantas más opiniones tenga.' No solía explicar más apenas, ni en qué consistía el interés o el asunto ni quiénes eran exactamente los individuos con que nos mezclaba, la mayoría británicos con algunos extranjeros sueltos de tarde en tarde, o no tan espaciados si cuento a los americanos y si vuelvo a pensarlo. A veces, sin embargo, resultaba patente qué o quiénes eran, bien por el desarrollo de las conversaciones, bien por tratarse de personajes famosos, tanto como Dick Dearlove o casi. Tupra tenía relaciones increíblemente variadas para ser un solo hombre, si es que lo era en efecto, porque yo lo oí llamar por diferentes nombres o más bien apellidos según el sitio y la compañía y las circunstancias. Al ver que mi sorpresa podía resultar delatora la primera vez que el
maitre
de un buen restaurante se dirigió a él ante mí como 'Mr Dundas', optó por avisarnos o avisarme antes, cada vez que no fuera a ser él mismo íntegramente. 'Aquí soy Mr Dundas', nos advertía. 'Hoy soy Mr Reresby, tenedlo en cuenta.' 'Se me recuerda más como Mr Ure, en esta zona.' Este último hube de pedirle que me lo deletreara, con su pronunciación no fui capaz de pillarlo, es decir, de imaginarlo escrito, en sus labios sonó como 'Iuah', imposible para mí adivinar su ortografía. Todos eran apellidos llamativos, tirando a anticuados, raros (quizá vagamente aristocráticos o aproximadamente escoceses a mis oídos), como si Tupra, ya que renunciaba al suyo, no estuviera dispuesto a prescindir además de la originalidad nominal que lo acompañaba desde su nacimiento, si es que aquel Tupra finlandés, ruso, checo, turco o armenio era tan antiguo en su vida como creía Wheeler. Debía de desagradarle sobremanera la idea de llamarse, aunque fuera un rato, algo confundible o indiferente, que es lo que buscaría la mayoría, en principio, al usar un nombre falso: no sé, Gray, Green, Grant o Graham, por excluir los Brown, Smith y Jones tan gastados.
Por lo general permitía que nos comportáramos con naturalidad social, y sólo en ocasiones especiales nos indicaba algo más preciso que mostrarnos estudiosos y mantenernos bien despiertos, por ejemplo nos encomendaba realizar un determinado sondeo o sonsacamiento; pero entonces no solía llevarnos a los cuatro o más juntos, sino sólo a los más apropiados para cada trabajo, o incluso nada más que a uno, a mí, a Pérez Nuix, a Mulryan o a Rendel, yo fui a solas con él unas cuantas veces y hasta en un par de viajes al extranjero, pero supongo que eso nos caía a todos de vez en cuando. Sí podía pedirnos que estuviéramos solícitos, o que halagáramos o casi cortejáramos a una persona concreta, nos designaba a Rendel o a mí para esas tareas de coba cuando eran mujeres las que planteaban problemas de aburrimiento y queja (esposas de lastre o amantes de aire, con ellas Mulryan no daba buen rendimiento), a Pérez Nuix o a Jane Treves si había que alegrarle el humor y la vista a uno de esos varones que se deprimen y aun se enfurruñan cuando no hay presencias femeninas en torno a una mesa o en una pista de baile (quiero decir presencias ante las que ellos puedan contonearse con conocimiento previo y tuteo, o el equivalente inglés de esto último).