Trinidad (62 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Conor dejó caer los brazos. «¡Oh, Señor! —gritaba interiormente—. ¡Oh, Señor, y cuánta razón tiene!» Pero se le acercó por detrás y volvió a cogerle los hombros.

—Si lo que quieres es tierra, niña, en Nueva Zelanda hay toda la que necesites, y allá está Liam que os ayudará a poneros en marcha. Pero salid de aquí mientras os quede una posibilidad.

—No, Conor. Esta granja quizá no haya sido bastante para hombres como tú, pero sí lo ha sido para tres generaciones de Larkin… ¡Y por la Santa Virgen que yo soy tan Larkin como cualquiera de nosotros…!

Conor le hizo dar media vuelta y le encerró la cara entre las manos.

—¿Te expondrías por esto a perder tu amor?

—¿Cómo no comprendes que no todo el mundo es como tú, que no tuviste miedo de huir hacia las tinieblas de lo desconocido? Yo no tengo tu cabeza para aprender, ni tu encanto para cortejar, ni tu fuerza. Yo soy, sencillamente, una antigualla. Amo hasta el último rinconcito de nuestra casa. Es mi lugar. El mundo de más allá de Ballyutogue me asusta. Quiero arrimar nuestra casita a mi alrededor todas las noches, quiero envolverme en ella.

Conor rozó la mejilla de su hermana con los labios, la abrazó con fuerza un momento, y luego regresó al pueblo, solo.

Al cabo de un momento apareció Myles. Los enamorados estuvieron un momento inmóviles, interrogándose en silencio.

—Lo he oído —dijo el muchacho.

—Sí, lo has oído —murmuró ella.

—Es posible que Conor tenga razón. Si pudiera ir a Derry y trabajar allí unos años, y aprender un oficio, y ahorrar algún dinero, luego podría volver acá y ser alguien.

—No —respondió la muchacha—, nadie regresa jamás a Ballyutogue.

—Oh, Jesús —replicó Myles—, la situación en mi casa es desesperada. Ahora me toca a mí el turno de emigrar. Mis hermanos de América me han enviado el pasaje. No puedo quedarme ya más. La única perspectiva que me queda, Brigid, es convertirme en un Rinty Doyle. Sé que tampoco soy fuerte como Conor, pero no quiero ser mozo de nadie. ¿No lo ves, chiquilla, que tengo que marcharme?

La muchacha sintió la cabeza vacía y casi se derrumbó sobre la piedra, crispado el rostro, mientras la expresión de locura volvía a enseñorearse de él.

—Pienso hablar con Conor —dijo Myles—. Pienso irme a Derry con él y aprender. Si estoy en Derry no tendré que cruzar el charco…, podré verte de vez en cuando.

—¡Oh, Myles! —exclamó ella llorando—. Myles, Myles, Myles…

—Ya verás. Saldremos de esta situación. En un año, o dos, quedará aquí algún campo libre, y tendré dinero para comprarlo. Ya verás.

Cuando Conor salió de la casita, Tomas dormía. Poco después, despertó. La visión le había quedado limitada a percibir unas vagas sombras y un dolor lacerante en el pie izquierdo le hacía sufrir horrores.

—Conor…

—Conor estará un rato fuera —respondió Dary—. Yo estoy aquí contigo, papá.

—Ah, ¿eres tú, pequeño Dary?

—Sí. ¿Me ves, papá?

—Pues, claro que te veo —mintió Tomas—. Es que tengo arena en los ojos. —El dolor le perforaba la pierna como si le hubieran marcado con un hierro al rojo blanco—. Dary —gimió—, ¿querrías ir a buscar al padre Cluny? Tengo que hablar con él.

—Sí, papá.

Mientras el muchacho salía corriendo, Tomas Larkin reunió sus últimas fuerzas y metió la mano bajo el colchón, en busca de la botella de
poteen
.

Conor regresaba a la casita en el mismo instante que el doctor Cruikshank saltaba del caballo. Los envejecidos vecinos se acercaban poco a poco, con callado miedo, porque si era cierto que Tomas Larkin había fallecido, la hora de partida de todos ellos quedaba señalada con terrible claridad. En la sala todo el mundo estaba de rodillas, rezando en voz baja.

Finola, Dary y el padre Cluny se apiñaban junto a la cama. Conor y el doctor Cruikshank divisaron la botella simultáneamente. El doctor la cogió de un zarpazo, cruzando penetrantes miradas con Conor. Cuando el médico salió de la habitación, Conor se fue al establo.

Ian Cruikshank se reunió con él al cabo de unos momentos, le dio una palmadita en el hombro y ambos salieron de la casita y anduvieron hasta el riachuelo, más abajo del pueblo.

—¿Cuánto durará? —preguntó Conor.

—Horas, o acaso un día, o dos.

—¿Qué ha pasado?

—Él sabía que beber licor había de serle fatal. Se lo advertí hace algún tiempo, y luego se lo volví a recordar. Pero… sospecho que se guardaba una botella.

—¿Por qué no trató de encontrarla?

—Creo conocer a Tomas.

—¿De modo que le ha permitido que se mate? —se enfureció súbitamente Conor.

—¿Puedes resistir lo que voy a decirte, muchacho? —respondió el médico.

Conor dio unos pasos atrás, temblando.

—Esta mañana, tu padre se ha quedado ciego. Ahora he de volver a su lado y amputarle el pie.

—Perdóneme, doctor Cruikshank —gimió Conor.

—No te inquietes, muchacho. Procuraré que sufra lo menos posible.

Conor se quedó allí, vacilando; luego echó a andar, sin rumbo, tambaleándose, cayó de rodillas, doblegado por la pena, y vomitó sobre el sendero.

—¡Papá! —lloraba, atormentado—. ¡Papá!

Tomas Larkin, el hijo de Kilty, estuvo dieciséis días en coma. Todo Inishowen se estremeció. Los vecinos del pueblo y muy particularmente Fergus O'Neill se sentían enfermos de espanto al tener que hacer frente a la vida sin Tomas Larkin, cuyo poderoso corazón se negaba a pararse, como en una protesta por lo que su dueño había hecho contra sí mismo.

El día decimoséptimo, el gigante se desplomó.

11

Con el paso de los años, Caroline Hubble parecía volverse más adorable. Ya no muy lejos de los cuarenta años, poseedora de una elegancia exquisita, durante dos lustros había detentado el mecenazgo cultural del Ulster occidental, con Hubble Manor como centro de todas las actividades. Los Hubble no dejaron nunca de ser objeto de toda clase de habladurías, diciéndose que la humanización de Roger en cuanto a la vida social había sido la sutil obra maestra de su esposa, y la domesticación de Caroline, la obra maestra del marido. Se decía que eran una pareja mágica, una sola mente actuando a la vez en dos cuerpos que estaban en total y constante comunicación.

Dentro de los estrechos límites de la buena sociedad irlandesa no faltaban jocosas insinuaciones sobre sus largas visitas a lugares exóticos, ni murmullos sobre consumo de opio y otros excesos muy alejados de los horizontes puritanos del Ulster. Las murmuraciones crecían y se derramaban acerca del pabellón de caza que los Hubble tenían en los montes Uris, del que se decía que estaba dispuesto como una fantasía erótica, y algo se susurraba de cierto aposento escondido de la casona, adornado con doseles y profusión de espejos. La vida pública de la pareja seguía siendo un cuadro perfecto mientras la vida privada encerraba un elemento místico que hechizaba a la gente.

Roger se había parapetado en el puesto de mayordomo de la vida política del Ulster occidental. En la esfera de las empresas, pugnaba incesantemente por reducir la extensión de terreno arrendado para convertirlo en pastos o dedicarlo al cultivo del lino o de otros productos que sirvieran de primeras materias para el complejo fabril. Una serie de arreglos interfamiliares con Weed fueron identificando las pertenencias de uno y otro, de manera que llegó a ser difícil distinguir dónde empezaba lo de Hubble y terminaba lo de Weed, y viceversa. Todas las operaciones que realizaban estaban calculadas cuidadosamente de acuerdo con el plan magistral trazado para separar al Ulster de las otras tres provincias de Irlanda, por si las exigencias de liberación de los irlandeses se hacían imperativas.

La unión de Roger y Caroline produjo dos herederos varones: Jeremy, que pasó a ser el vizconde de Coleraine al ascender Roger a conde, y Christopher, nacido un año después que su hermano. Eran distintos y complementarios, la realización de los sueños de su abuelo. Jeremy, niña de los ojos de sir Frederick, era madera del viejo tronco, un jefe entre los muchachos, que luego sería un jefe entre los hombres. Ya desde el comienzo, Christopher dio muestras de poseer la mente estudiosa de su padre; de manera que, sumando sus aptitudes, formarían una combinación perfecta para dirigir el imperio familiar.

Resuelto el problema de tener herederos, el voraz apetito de expansión de sir Frederick se moderó. En adelante se trataría de consolidar las posesiones, dirigir el plan trazado para el Ulster y entrenar bien a los nietos. Sir Frederick emprendió la campaña ideada para ascender a la dignidad de par. Se estructuró el programa adecuado: sir Frederick sostuvo las obras benéficas convenientes, asistió a las conferencias apropiadas, sirvió en las juntas recomendables y prestó los servicios públicos más pertinentes.

Ya se veía como barón de Holywood, o acaso vizconde de Holywood. No, ni siquiera esto último quedaba fuera de sus posibilidades. Un muy merecido escaño en la Cámara de los Lores, postre final, homenaje sobradamente ganado. Oh, sí, runruneaba Weed satisfecho. Caroline se había desenvuelto muy bien a su lado, había hecho de su matrimonio un brillante triunfo, y Roger era para él lo mismo que un hijo.

La restauración de Hubble Manor había costado cerca de seis años. Llegó a ser un hogar que recibía los plácemes de todo el mundo, mediante un gasto que se calculaba había sobrepasado las trescientas mil libras esterlinas.

Sin embargo, quedaba todavía un terrible lunar, la cancela de hierro labrado del Long Hall. Al continuar incompleta, se convertía en un hueso de contención, en un reto constante. En dos ocasiones distintas trajo Caroline sendos maestros herreros de Italia y Alemania. El italiano no supo desentrañar el misterio de la cancela y abandonó después de varios meses de tormento, desahogándose en frenético arrebato. Cuando éste se marchó del Ulster, dejando tras de sí una estela de maldiciones, Caroline encontró a Joacim Schmidt, que tenía fama de ser el primero de Europa en restauraciones. La cancela se negó a confiarle sus secretos y se burló de sus metódicos ataques de lógica histórica. Al marcharse el alemán, vencido y moviendo la cabeza, Caroline sintió la tentación de quitarla y sustituirla por una de madera labrada. Pero esto habría sido aceptar la derrota, y la obstinada terquedad heredada de su padre le exigía algo muy distinto.

Gary Eagan, el aprendiz nuevo, metió la cabeza dentro del despachito de Conor, muy abiertos los ojos, de asombro, e hizo un gesto seco con el pulgar, indicando la fragua.

—Explícate, Gary —dijo Conor.

—Ahí fuera hay una gran dama. Ha venido en coche, con cochero y lacayo, de veras que sí, y pregunta por usted.

—Bien, hazla pasar.

En la fragua se impuso una boquiabierta detención del trabajo mientras lady Caroline Hubble se levantaba la falda, para no ensuciársela en el negro suelo, y cruzaba a paso vivo.

—¿Señor Larkin? —preguntó desde el umbral.

—Sí —respondió el herrero, poniéndose en pie y paseando una mirada por el atiborrado espacio—. Gary, sube a mi cuarto y baja una silla para la dama; una limpia. —Ofrecía ya la mano, pero la retiró, para no manchar la de la mujer.

La silla llegó en manos de Gary, ayudado todavía por un par de herreros; pero en el despachito no había espacio suficiente. Conor miró a su alrededor irritado.

—¿Le importaría que nos fuésemos a la taberna de Mick Blaney? El exceso de cosas que tengo aquí me está echando a la calle.

—En modo alguno.

Mientras acompañaba a Caroline, saliendo de la fragua, el trabajo se interrumpió de nuevo. Conor se detuvo en la puerta.

—¡Que no es el cumpleaños de O'Connell! —gritó.

Luego, en la taberna, pidió un cuartillo de Derryale y un vaso de jerez para la dama.

—Me gustaría hablarle de un trabajo —dijo ella—, pero primero permita que me presente.

—Sólo el tonto del pueblo ignora quién es usted. Lo cierto es que en una ocasión yo la saludé personalmente, pero no creo que usted se fijase en mí.

—¿De veras? ¿Dónde?

—En el festival de Shakespeare del año pasado. Mi fragua figuraba entre los pequeños patrocinadores, como figura también entre los de los conciertos y de la temporada de ópera.

—Oh, magnífico. ¿Y asiste regularmente?

—Sí, asisto. No me perdería un concierto. Y por la cara que pone usted imagino que se está preguntando qué hace un herrero en una sala de conciertos, ¿no? Es un hecho bien sabido que san Patricio, un romano que vivía en Inglaterra, fue enviado a Irlanda como esclavo por los que saqueaban nuestras costas. No tan conocido, pero igualmente cierto, es el hecho de que también Shakespeare hizo un viaje a Irlanda antes de emprender su carrera, a fin de aprender el buen uso del idioma inglés. Desde que el
shanache
me explicó esta verídica historia, sentí mayor interés por Shakespeare.

—Adelante, pues, Larkin —alentó Caroline, riendo—. Es usted terrible.

—El caso no está en cómo la conozco yo a usted, condesa, sino en cómo me conoce usted a mí.

—Vi el balcón que hizo para Andrew Ingram como regalo de cumpleaños, y también me enseñaron algunas otras cosas hechas por usted.

—Ah, fue Andrew. Debí suponerlo. De manera que ahora quiere que vaya a Hubble Manor y vea si puedo hacer algo en relación con la cancela aquella de Long Hall…

Caroline sonrió, sacudió la cabeza y le amenazó con el índice.

—Bueno, condesa, en cierto modo usted pertenece al público y, por mi condición de herrero, las anécdotas sobre la cancela han llegado a mis oídos. Me estaba preguntando cuándo se decidiría a descender hasta el fondo de la barrica y vendría a verme.

Caroline se irritó. Una cosa era mostrarse amistosa con los artesanos, y otra que éstos olvidaran el puesto que les correspondía, y se veía claramente que a ese joven le divertía el dilema en que ella se encontraba.

—Dígame, señor Larkin —atajó con intencionada sequedad—, ¿es siempre tan atrevido?

—Sólo cuando tengo algo que un cliente ansía con toda el alma. Ya sabe, no sería humano si no me llenara de satisfacción ver que usted ha tenido que buscar aquí precisamente, en Derry, en el mismo Bogside, lo que no ha podido encontrar en toda Europa.

Caroline acarició la idea de bajarle los humos y marcharse. Por otra parte, había tratado lo suficiente con artesanos para saber que se empeñaban en defender sus derechos artísticos. Aunque nunca había considerado que un católico irlandés pudiera pertenecer a esta categoría, la maldita cancela la había obsesionado años enteros. En realidad no creía que ese Larkin fuese capaz de hacer lo que Joacim Schmidt no hizo, pero habiendo llegado a este punto, había que realizar un último intento.

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