Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
— Vayamos al río – dijo Jorge, — allí tendremos aire puro, ejercicio y tranquilidad, el constante cambio de paisaje nos ocupará el cerebro – incluyendo la reducida cantidad de materia gris que Harris posee – y el duro trabajo nos dará apetito y sueño.
— Eso si que no – protestó Harris. — ¿Hacer cosas que aumenten tu propensión a dormir? ¡De ninguna manera! Seria muy peligroso... Sin contar que no comprendo como vas a poder dormir más, partiendo de la base de que sólo hay veinticuatro horas en un día, y si en realidad has de dormir más que ahora casi valdría la pena que te murieses; tu familia se ahorraría los gastos de patrona.
A mí me pareció una buena idea eso del río, a Harris también le pareció bastante aceptable, y ambos dijimos que esa sugerencia no estaba mal; claro está que un espíritu susceptible hubiese advertido en nuestras voces algo así como un retintín que insinuaba cuanto nos sorprendía que Jorge hubiese demostrado tanta inteligencia, pero como los espíritus susceptibles brillaban por su ausencia no hubo el más leve comentario.
El único a quien no complacía el nuevo plan fue a Montmorency, que jamás supo apreciar los atractivos del Támesis.
— Eso está bien para ustedes, muchachos – decían sus vivaces ojuelos. – A ustedes les gusta, pero a mi no. No tengo nada que hacer en el río... contemplar el panorama no es mi debilidad, tampoco fumo. si veo una rata no van a pararse mi honor, y si me duermo... no dejarán de moverse por el bote a riesgo de tirarme al agua... Si quieren que les diga mi opinión...¡todo esto es una solemne tontería!...
No obstante, como había tres votos en contra de uno, la moción fue unánimemente aprobada.
Discusión de planes. –Las delicias del camping durante el buen tiempo. –Ídem en noches lluviosas. –Se llega a un acuerdo. –Las primeras impresiones que se tienen sobre Montmorency. –Se le cree demasiado bueno para este mundo, más estos infundados temores se desvanecen rápidamente. –Se aplaza la reunión.
Sacamos los mapas, poniéndonos a discutir planes, y decidimos que el próximo sábado saldríamos de Kingston. Harris y un servidor bajarían por la mañana al río, llevando la barca a Chertsey, y Jorge, que no podía abandonar la City hasta la tarde (a Jorge le paga una importante casa de banca para que duerma de diez de la mañana a cuatro de la tarde, excepto los sábados, que lo despiertan a las dos), nos encontraría allí.
¿Acamparíamos al aire libre o dormiríamos en la posada? Jorge y yo sugeríamos lo primero. ¡Qué cosa más deliciosa y patriarcal! Los dorados rayos del sol poniente van desapareciendo lentamente de los corazones de las sombrías nubes, los pájaros, silenciosos cual niños tristes, cesan en sus trinos y sólo el quejumbroso quejido del murciélago y el áspero graznido de las lechuzas rompen el sepulcral silencio en torno al lecho de las aguas, donde el doliente día exhala sus últimos suspiros. A ambos márgenes del río, en los oscuros bosques, el ejército espectral de la noche, las grises sombras, se deslizan silenciosamente para perseguir la vacilante retaguardia de la luz y pasan con pasos quedos, invisibles, sobre las trémulas hierbas y a través de los cañaverales. La noche, acomodada en su sombrío trono, dobla sus negras alas sobre el mundo que oscurece, y desde su reino fantasmal, iluminado por el pálido resplandor de las estrellas, reina en medio del mayor silencio. Entonces llevamos el botecito hacia algún tranquilo rincón, armamos la tienda, preparamos y comemos una frugal cena; luego se cargan y encienden las pipas y se inicia en tono menor una agradable conversación. (En las pausas de nuestra charla, el río, jugueteando debajo de la barca, narra extrañas consejas y secretos, cantando quedito la canción que ha cantado durante tantos siglos y seguirá cantando durante otros miles de años antes que su voz se vuelva áspera y cascada, una canción que nosotros, los que hemos aprendido a amar su mudable rostro, los que tan a menudo nos hemos acurrucado en su amplio regazo, creemos comprender, aunque no somos capaces de traducir en palabras aquello que escuchamos ensimismados. Y nos sentamos allí, a sus orillas, mientras la luna, que también le ama, se inclina para besarle con ósculo fraternal, rodeándole con sus plateados brazos, y le vemos deslizarse siempre cantarino, siempre susurrante, al encuentro del mar.)
Y nosotros, muchachos vulgares, nos sentimos extrañamente pensativos, no tenemos ganas ni queremos hablar; de pronto, prorrumpimos en una suave carcajada, y levantándonos, hacemos saltar las cenizas de nuestras apagadas pipas, nos damos las buenas noches y dormimos arrullados por las rumoreantes aguas y los árboles que murmuran bajo los guiños de las estrellas. Soñamos que el mundo vuelve a ser nuevo, tan joven y dulce como antes de que siglos de preocupaciones y angustias surcaran su rostro de arrugas; antes que los pecados y las locuras de sus hijos envejecieran su amante corazón; tan joven y dulce como en aquellos días, ya lejanos, cuando cual una madrecita joven nos amamantaba con su pecho; antes de que las astucias de la artificial vida de la civilización nos hubieran alejado de sus amantes brazos y las envenenadas burlas del “que dirán” nos avergonzaran de la vida sencilla y del sencillo hogar donde la humanidad nació hace tantos miles de años.
No se como fue, pues generalmente suelo guardarme para mí estas reflexiones, pero se me ocurrió expresar todos estos pensamientos en voz alta, y, cuando más entusiasmado estaba, la brusca voz de Harris me interrumpió:
— ¡Bravo, muchacho!...¡Muy bonito, muy bonito!... pero, ¿y cuando llueve?.
No hay manera de hacer reaccionar a este chico; carece del menor sentido poético y nada le hace vibrar; nunca “llora sin querer”, y si sus ojos se llenan de lágrimas, seguro es que ha comido cebollas crudas o bien a puesto demasiada salsa Worcester en su carne.
Si uno se encontrase a la orilla del mar, en una bella noche de luna, y se le ocurriera decirle:
— ¿Oyes, Harris?... ¿Son, acaso, las sirenas que cantan bajo las ondulantes olas, o son dolientes espíritus que entonan cánticos en torno a los blancos cadáveres aprisionados por las algas?
— Ya sé lo que te pasa, muchacho – diría Harris cogiéndole del brazo. – Te has resfriado tontamente... ¡Anda, ven...! Conozco aquí cerca un lugar donde se consigue un poco del mejor whisky escocés que hayas probado en tu vida... Verás como te rehaces en seguidita...
Harris siempre conoce un “lugar aquí cerca” donde encontrar algo maravilloso perteneciente al ramo de la bebida, y estoy seguro de que si lo encontrásemos en el paraíso — ¡suponiendo que esto pueda ser! – inmediatamente nos saludaría diciendo:
— ¡Encantado de verte, muchacho! He encontrado un estupendo lugar aquí cerca donde se encuentra un néctar de primerísima clase...
Sin embargo, en este caso, por lo que se refería a acampar, su punto de vista, eminentemente práctico, llegó oportunamente, pues acampar en tiempo lluvioso no resulta muy agradable que digamos.
Son las últimas horas de la tarde, uno está empapado de pies a cabeza, hay casi dos palmos de agua en el bote, todo está húmedo, se encuentra un lugar en la orilla no demasiado fangoso, se saca la tienda y a montarla se ha dicho. La lona está mojada, pesa horrores, y se enrolla en torno a la cabeza, volviéndonos locos; la lluvia no para de caer; resulta difícil montar una tienda de campaña en tiempo seco, pero cuando llueve... ¡el trabajo se convierte en uno de los siete trabajos de Hércules! Uno llega a creer que su compañero, en lugar de ayudarle, se limita a hacer el tonto, y en el preciso momento en que la parte que se corresponde está bien montada, pega un tirón, echándolo todo a rodar.
— ¡Oye, tu...! ¿Qué estas haciendo? – pregunta uno indignadísimo.
— ¿Y tu...? – responde el otro — ¿Se puede saber en que te entretienes?
— ¡No tires, hombre!...¿No ves que lo tienes mal puesto, pedazo de animal?
— ¡Que está bien, idiota!...— grita el otro a su vez. — ¡Deja ir tu lado...!
— ¡Te digo que lo tienes mal puesto! – aúlla uno, deseando poder pegarle una buena paliza, y, frenético, da la cuerda un tirón que arranca todas las estacas del otro.
— ¡Grandísimo imbécil... !– uno le oye murmurar para sí.
Entonces, con salvaje ímpetu quita el otro las estacas que uno había colocado tan cuidadosamente. Esto, como es natural, es causa de que broten sentimientos poco fraternales; uno deja el martillo en el suelo y va en busca del otro a decirle lo que piensa de todo esto; al propio tiempo el otro también se vuelve para explicarle su punto de vista, y se siguen el uno al otro, dando vueltas maldiciéndose mutuamente, hasta que la tienda cae al suelo, convertida en un montón de lonas y estacas, y entre las ruinas un par de voces indignadas mascullan:
— ¡Ya está...! ¿Estarás contento, eh?
Entre tanto el tercero que hasta ahora achicaba el agua del bote – habiéndose mojado toda una manga, — profiriendo denuestos en voz baja, quiere saber a que condenado juego nos hemos estado dedicando y por qué la endemoniada tienda de campaña aún no está montada. Finalmente, de una manera u otra logramos fijarla, desembarcamos las provisiones y equipaje, y, como es inútil soñar en encender una hoguera, se utiliza el fogón de bencina.
El principal componente de la cena es “agua de lluvia”; el pan contiene dos tercios de agua, el pastel de carne está lleno de lo mismo, la mermelada, mantequilla, sal, y café son una especie de sopa de nuevo estilo que, francamente, no resulta del todo apetitosa. Después de cenar, intentamos fumar, mas el tabaco está tan húmedo que no hay manera de encender la pipa; felizmente hay una botella de néctar que alegra, o embriaga, según la dosis, y esto devuelve el suficiente interés hacia la vida para inducirnos al bien ganado reposo, que de todo puede tener el nombre menos de reposo.
Uno sueña que, súbitamente, ha recibido la visita de un elefante, de correctas proporciones, que se ha sentado sobre su pecho, mientras un volcán que está en plena actividad le ha arrojado al fondo del mar, acompañado del elefante pacíficamente dormido. Se despierta con la idea de que algo terrible ha sucedido; la primera impresión es que ha llegado el fin del mundo, luego uno recapacita que esto no puede ser, sólo debe tratarse de ladrones y asesinos o de un incendio, y se expresa esta opinión de la forma más enérgica y elocuente posible, sin embargo, nadie acude en su auxilio, y uno siente como miles de personas le están dando patadas mientras otras cuantas más intentan estrangularle cobardemente. Por lo visto hay alguien más en peligro, se oyen sus ahogados gritos debajo de la cama, y decidido a vender cara su vida, uno lucha frenéticamente pegando a diestra y siniestra, con brazos y piernas, sin cesar de gritar esténtoreamente; finalmente, algo cede y se encuentra con la cabeza al aire libre.
A un par de metros de distancia descubre la figura de un bandolero, medio desnudo, que aguarda el momento de asesinarle; uno se dispone a una lucha de vida o muerte, cuando a su cerebro llega la idea de que se trata de Jim.
— ¡Oh...! ¿Eres tú? – dice uno, reconociéndole
— Si... – responde, frotándose los ojos. — ¿Qué ha ocurrido?
— ¡No sé...! Parece como si esa endemoniada tienda se hubiera derrumbado... Oye, ¿y Bill...?
Ambos levantamos la voz llamando a gritos a Bill, la tierra se estremece fuertemente, la voz ahogada que se oyó momentos antes, vuelve a resonar desde las profundidades de la tienda:
— ¿Queréis hacer el favor de apartar los pies de mi cabeza?
Y Bill, convertido en un monigote enlodado, hace su aparición, lleno de violentos instintos y convencido de que todo ha sido premeditado.
A la mañana siguiente estamos positivamente afónicos – la humedad de la noche no acostumbra a ser saludable – y en un estado de ánimo bastante irritable que a la hora del desayuno se traduce en enérgicas si que también poco corteses palabras.