Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
Bajamos los peldaños de dos en dos, de tres en tres, corriendo el peligro de caernos y rompernos la cabeza, pero supongo que, a esas alturas, estábamos hechos a todo y conseguimos salir indemnes de aquel descenso suicida por la magna escalera imperial. No quería preguntar cuánto tiempo nos quedaba para no preocupar a los niños pero no serían más de veinte o veinticinco minutos y estábamos aún tan lejos de la salida que ni con el doble llegaríamos. Apreté el paso e, inconscientemente, los demás me imitaron. Cruzamos la explanada, atravesamos el túnel de la primera muralla, saltamos las gruesas barras de bronce que mantenían abierta la gigantesca puerta erizada de púas, superamos el corredor intermedio, pasamos también el segundo túnel de la otra muralla y, por fin, dejamos atrás el inmenso portalón de las aldabas con forma de cabeza de tigre. Habíamos salido del palacio sepulcral. Ahora sólo teníamos que correr como locos hasta el pozo.
Por desgracia, un nutrido grupo de sicarios de la Banda Verde con antorchas en una mano y cuchillos en la otra no estaba de acuerdo con la idea.
—¡Oh, no, no! —gemí con toda el alma. Estábamos perdidos. Nos acercamos unos a otros como si eso pudiera salvarnos las vidas. Pasé un brazo sobre el hombro de mi sobrina y la atraje hacia mí.
Aquellos estúpidos asesinos nos contemplaban desafiantes. El que parecía el jefe, un tipo alto, de frente rasurada y rasgos mongoles más que chinos, dijo algo con tono desagradable. El maestro Rojo le contestó y vi que la cara del líder cambiaba de expresión. El maestro Rojo siguió hablando, repitiendo muchas veces las palabras
cha tan
y
bao cha
. Yo no sabía lo que querían decir pero parecían surtir efecto. El grupo se miraba, desconcertado. El maestro seguía repitiendo, cada vez más alterado, aquellas
cha tan
y
bao cha
mezcladas con el nombre del anticuario en su versión completa, Jiang Longyan, y en su versión de cortesía, Da Teh, y también le escuché mencionar repetidamente la palabra
Kungchantang
, el nombre del Partido Comunista Chino. Deduje que les estaba contando que aquel lugar iba a explotar en unos pocos minutos, que el anticuario era un comunista a quien habían ordenado destruir el mausoleo del Primer Emperador, que, si nos quedábamos allí, moriríamos todos sin remedio y que ya no quedaba mucho tiempo para eso. El jefe de los matones dudaba pero algunos miembros del grupo parecían nerviosos. El maestro Rojo seguía hablando. Ahora parecía que suplicaba, luego que explicaba, después que volvía a suplicar y, por fin, supongo que por agotamiento, el líder de los sicarios hizo un gesto brusco con el brazo indicando que podíamos irnos. Algunos de sus hombres empezaron a vociferar, muy alterados. Nosotros aún no nos habíamos movido. El jefe gritó, chilló y, de pronto, dijo algo con voz tajante y caminó hacia la puerta de las aldabas. Lo único que a él le interesaba era el mausoleo y a nosotros, afortunadamente, no nos quería para nada.
—¡Vámonos! —exclamó el maestro Rojo echando a correr.
Sin decir ni media palabra, salimos lanzados tras él a toda velocidad. Lo extraño fue que un pequeño grupo de sicarios empezó a seguirnos. Yo estaba aterrorizada. ¿Iban a matarnos? Entonces, ¿por qué algunos de ellos nos adelantaban y hasta nos dejaban atrás?
Llegamos al final del muro pintado de rojo y torcimos a la derecha. Corríamos y corríamos. Ahora éramos muchos huyendo en dirección al pozo. Seis o siete sicarios, al parecer, habían dado crédito a la explicación del maestro y habían optado por salvar sus vidas. No es que lo sintiera por los que se quedaban, pero siempre le agradecería al jefe que hubiera tenido el detalle de no matarnos. La caza que se inició en Shanghai y que, por lo visto, acababa de terminar, sólo había sido para conseguir la información sobre el mausoleo, verdadero objetivo de la familia imperial de Pekín y de los japoneses, los dos patronos de la Banda Verde. Así que ahora sólo debíamos preocuparnos por salir rápidamente de allí y dejar de pensar en todo lo demás. Hasta cierto punto, había sido una gran suerte que aquellos tipejos hubieran decidido acompañarnos en la huida porque con sus antorchas iluminaban el camino y podíamos movernos con más seguridad y, aunque el maestro Rojo llevaba su Luo P'an y hubiera conseguido llevarnos hasta el pozo, yo, que sabía lo que era correr a oscuras, agradecía ver el suelo que tenía delante y no andar chocando contra las gruesas columnas negras que estaban por todas partes.
Nos separamos definitivamente de las murallas que rodeaban el palacio en el preciso momento en el que hubiera jurado que se cumplía el plazo de dos horas y media que nos había dado el anticuario antes de hacer explotar aquel lugar. Cuando me di cuenta, noté que me debilitaba y supe que se debía al miedo. Ahora escapábamos con tiempo prestado y deseé que la dinamita y las mechas del anticuario hubieran fallado y que su plan se hubiera ido al garete. Resoplaba como un fuelle y empecé a sentir una punzada de dolor en el costado derecho. No iba a aguantar mucho más. O aparecía pronto el pozo o me dejaba caer allí mismo. Ya ni siquiera me entraba aire en los pulmones y esa sensación siempre había sido la pesadilla de mis neurastenias, el horrible final de mis crisis de nervios.
—¡Vamos, tía, siga! —me dijo mi sobrina, cogiéndome por un brazo y tirando de mí.
Fernanda. Tenía que seguir por Fernanda. Si yo me quedaba allí, ¿quién cuidaría de ella? Y, además, estaba Biao. Tenía que ocuparme de Biao. No podía rendirme. Si tenía que morir, que fuera porque ese loco de Lao Jiang hacía explotar el mausoleo y no porque yo me resignara a esperar sentada a que lo hiciera.
Y así, llegamos a la rampa. Aquella hermosa rampa hecha con ladrillos de arcilla blanca me hizo soñar con seguir viva al día siguiente y al otro y al otro... No cabía ninguna duda de que algo había salido mal en el sexto nivel. Algo había fallado y los sicarios de la Banda Verde terminarían encontrando a Lao Jiang y a sus explosivos. No sabía si lo sentía o no. Sólo podía pensar en aquella preciosa, preciosa rampa en la que ya estaba poniendo el pie. ¡Qué cansada me sentía y qué optimista, qué feliz!
Ascendimos atropelladamente. Los matones que habían huido con nosotros no tenían el menor reparo en propinarnos empujones y codazos para obligarnos a dejarles pasar incluso en mitad de aquellas estrechas plataformas. Estaba claro que nuestra manera de correr les había confirmado la veracidad de la historia del maestro Rojo y, ahora que veían la salida, se mostraban desesperados por llegar a la superficie. Lo único que nosotros pedíamos era que, en una de ésas, no nos tiraran al pozo, de modo que, cuando alguien te golpeaba en la espalda con la intención de hacerte caer, lo mejor era apartarse, pegarse a la pared y cederle el paso. Así fue como consiguieron llegar los primeros a una robusta escala de cuerdas de cáñamo que colgaba desde el exterior hasta la plataforma en la que Biao y yo habíamos caído. Los sicarios empezaron a subir por ella dándose puñetazos unos a otros, tironeándose de las ropas, empujándose... Observando en lo alto el pedazo de cielo y la luz dorada de media tarde que se colaba a través de aquel círculo que significaba la salvación, caí en la cuenta de que, en cuanto llegásemos arriba y aquellos brutos descubrieran que el mausoleo no explotaba, vendrían sin piedad a por nosotros. Que el plan del anticuario hubiera fallado —como parecía haber sucedido—, significaba que volvíamos a estar en peligro. Debíamos encontrar alguna manera de defendernos y así se lo dije al maestro Rojo en voz baja. Él asintió. Sin embargo, quiso tranquilizarme:
—Sólo son siete,
madame
—susurró, confiado—, y no llevan armas de fuego. Podré con ellos. No se preocupe.
Le creí sólo a medias, pero bastó para hacerme sentir un poco mejor. Por fin, pudimos ascender nosotros por la escala.
Fernanda y Biao fueron los primeros. Mientras esperaba, recordé la explosión de dinamita que había abierto aquella tolva en el lugar donde antes se encontraba un Nido de Dragón. Sonreí con amargura. En aquel momento no había podido entender por qué Lao Jiang, un viejo y respetable anticuario de Shanghai, llevaba explosivos en su bolsa. ¡Qué ciegos habíamos estado!
Cuando llegué arriba, los niños estaban tirados en el suelo, agotados.
—¡Arriba! —les grité—. Esto aún no se ha terminado. Hay que alejarse de aquí.
Los animales continuaban en el mismo lugar donde les habíamos dejado. Parecían nerviosos pero en buenas condiciones. Los sicarios de la Banda Verde pasaron junto a ellos, corriendo hacia sus propias monturas que pacían tranquilamente cerca del montículo.
Y entonces fue cuando ocurrió. Primero sentimos un ligero temblor en el suelo, algo casi inapreciable que fue subiendo de intensidad hasta convertirse en un terremoto que nos hizo trastabillar y caer. Los caballos se encabritaron y relincharon angustiados mientras las mulas rebuznaban enloquecidas y daban patadas al aire y saltos como yo no había visto dar nunca a un cuadrúpedo. Una de ellas rompió las riendas y, soltando el bocado, se alejó al galope para ir a caer de mala manera poco después. El suelo se agitaba como un mar embravecido; varias olas, y digo bien, se alzaron en la campiña y nos sacudieron como si fuéramos barquichuelas a la deriva, haciéndonos rodar de un lado a otro mientras gritábamos desesperados. Se escuchó, de pronto, un rugido sordo, un fragor que procedía del fondo de la Tierra. Así debían de sonar los volcanes cuando entraban en erupción pero, por suerte para nosotros, no se abrió ningún cráter; al contrario, el suelo, que parecía de goma, se hundió como si fuera a formarse una tolva gigante; luego, ascendió otra vez formando una suave colina y, después, recuperó su nivel. Todo cesó. Los sicarios y nosotros dejamos de gritar al mismo tiempo. Sólo los animales continuaban armando jaleo pero se fueron tranquilizando hasta quedar inmóviles y silenciosos. Una calma terrible se apoderó del lugar. Era como si la muerte hubiera pasado por allí y nos hubiera rozado a todos con su manto para, luego, alejarse y desaparecer. El mundo entero se había quedado callado.
Miré a mi alrededor buscando a mi sobrina y la encontré junto a mí, boca abajo, con los brazos extendidos hacia arriba, sacudida por pequeñas y silenciosas convulsiones que bien podían ser llanto contenido como espasmos de dolor. Me acerqué más a ella y le di la vuelta. Tenía la cara llena de tierra y pringosa de lágrimas que formaban un barrillo blanco en tomo a sus ojos. La abracé con fuerza.
—¿Están bien? —preguntó el maestro Rojo.
—Nosotras estamos bien —fueron mis últimas palabras antes de echarme a llorar desesperadamente—. ¿Y Biao? —balbucí al cabo de poco, soltando a Fernanda y buscando al niño con la mirada.
Allí estaba, levantándose del suelo, sucio, mugriento e irreconocible.
—Estoy bien,
tai-tai
—susurró con un hilillo de voz.
Los de la Banda Verde, a cierta distancia de nosotros, también se iban incorporando poco a poco. Parecían asustados.
—Maestro —gimoteé, intentando hablar con coherencia—. Dígales a aquellos tipos que el mausoleo del Primer Emperador ha sido destruido. Pídales que transmitan a su jefe de Shanghai, a ese maldito
Surcos
Huang o como demonios se llame, que esta historia se ha terminado, que Lao Jiang ha muerto y que el
jiance
y el «cofre de las cien joyas» han desaparecido. Dígaselo.
El maestro, levantando la voz en mitad de aquel pesado silencio, les soltó un largo discurso que escucharon con indiferencia. Hubieran podido demostrar un poco de gratitud por haberles salvado la vida prestando algo de atención, pero se limitaron a montar en sus caballos.
—Dígales también —le pedí de nuevo— que nos dejen en paz, que ya no tenemos nada que puedan querer.
El maestro repitió a gritos mis palabras pero los sicarios ya cabalgaban en dirección a Xi'an y ninguno volvió la cabeza para mirarnos cuando pasaron a nuestro lado. Querían largarse de allí y eso fue exactamente lo que hicieron.
—¿Nos hemos librado de ellos? —preguntó entre hipos y lágrimas mi sobrina.
—Creo que sí —repuse pasándome las manos por la cara para limpiarme los ojos y contemplar, no sin alegría, cómo se alejaban dejando en el aire una nubecilla de tierra.
—Y, ahora, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Biao—. ¿A dónde vamos?
El maestro Jade Rojo y yo nos miramos y, luego, contemplamos el solitario y frondoso montículo que, en mitad de aquella gran campiña encerrada entre el río Wei y las cinco cumbres del monte Li, continuaba señalando, como había hecho durante los últimos dos mil doscientos años, el lugar donde había estado el impresionante mausoleo de Shi Huang Ti, el Primer Emperador de la China. Nada parecía haber cambiado en el paisaje. Allí arriba todo seguía igual.
—Maestro —dije—, ¿le apetecería pasar unos días en Pekín?
—¿En Pekín? —se sorprendió.
Metí las manos en los bolsillos exteriores de mi chaqueta y las saqué llenas de piedras preciosas y de pequeños objetos de jade que brillaron bajo la luz crepuscular.
—Tengo entendido —le expliqué— que existe un gran mercado de antigüedades en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida y como, además, es la gran capital de este inmenso país, seguro que encontraremos muchos compradores dispuestos a pagar un buen precio por estas hermosas joyas.
Cuando llegamos a Pekín en el expreso procedente de Xi'an, la ciudad atravesaba una de sus habituales tormentas de polvo amarillo procedente del desierto del Gobi y el viento, un viento que no cesó ni un momento mientras estuvimos allí, provocaba desagradables remolinos en todas las avenidas, paseos y callejuelas de la ciudad. Ese dichoso serrín amarillo que lo sepultaba todo se metía en los ojos, en la boca, en los oídos, en la ropa, en la comida y hasta en la cama. Además, hacía muchísimo frío. Las gentes llevaban orejeras velludas y caminaban enfundadas en unos enormes abrigos de piel que les hacían parecer osos polares y los árboles sin hojas, de ramas yermas, terminaban de darle a la capital imperial un aspecto triste y fantasmal. No era una buena época para visitar Pekín.
Fernanda y yo recuperamos, al fin, nuestra condición de occidentales para lo cual tuvimos que adquirir, con el dinero que nos quedó después de pagar los cuatro billetes de ferrocarril —dinero que yo traía conmigo desde Shanghai—, ropas femeninas adecuadas en las tiendas del llamado barrio de las Legaciones, una pequeña ciudad extranjera dentro de la gran ciudad china, fuertemente protegida por ejércitos de todos los países con presencia diplomática (aún no se habían olvidado los cincuenta y cinco días de terror vividos durante la famosa sublevación de los bóxers de 1900). Ataviadas otra vez como mujeres europeas y después de acudir al salón de belleza para arreglarnos el pelo, que nos había crecido mucho durante los tres meses y pico de viaje, pudimos buscar alojamiento en el Grand Hotel des Wagons-Lits, de anticuado y señorial estilo francés, con cuartos de baño, agua caliente y servicio de habitaciones. Para que Biao y el maestro Rojo fueran admitidos en el barrio de las Legaciones, donde a todas luces estaban más seguros, tuvieron que hacerse pasar por nuestros criados y dormir en el suelo del pasillo del hotel delante de la puerta de nuestra habitación. El acusado régimen colonial de aquel barrio nos obligaba, para no llamar la atención, a tratarles en público de una manera despótica y despectiva que estábamos muy lejos de sentir, pero no pensábamos quedarnos en Pekín más tiempo del necesario. En cuanto vendiéramos los valiosos objetos del mausoleo, nos marcharíamos.