Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
—Como siempre, Elvira, su pensamiento negativo va demasiado rápido. ¿Acaso no recuerda que nosotros tenemos el mapa de Sai Wu, el jefe de obras? Lo preparó para su propio hijo, Sai Shi Gu'er, así que ¿duda, acaso, de que en el tercer pedazo del jiance están las soluciones para salir airoso de cualquier trampa que proteja la tumba?
El Viejo Yin de mi Caldero Duradero me impedía confiar ciegamente en las palabras de Lao Jiang. Desasosiego y nerviosismo. ¿No eran ésos los términos que definían mi temperamento, según el
I Ching
? Pues no podía quedarme tranquila, confiando en el amor de Sai Wu por su pobre hijo huérfano, después de oír lo de los arcos, las ballestas y los artificios mecánicos. No, señor, no podía. Y, además, aún no teníamos el tercer fragmento del
jiance
, lo que me recordó que no sería bueno perder más tiempo comiendo si no quería que Ming T'ien se me escapara de nuevo.
—¿Es ya la hora del Mono? —pregunté en chino, limpiándome los labios con un pañuelo y poniéndome en pie.
El anticuario sonrió.
—Se está convirtiendo usted en una auténtica hija de Han, Elvira.
También yo sonreí.
—Creo que no, señor Jiang. Tratan ustedes demasiado mal a sus mujeres como para que sea una condición deseable. De momento, prefiero seguir siendo europea, pero no niego que su idioma y su cultura están empezando a gustarme.
Pareció ofenderse pero me dio igual. ¿No afirmaba él que el mundo estaba cambiando y que debíamos impedir que las viejas ideas ahogaran a las nuevas? Pues quizá debería aplicar sus grandes pensamientos políticos a la situación desfavorecida de la otra gran mitad de la población de su inmenso país.
—Sí, ya es la hora del Mono —gruñó.
—Gracias —exclamé saliendo a toda prisa por la puerta del comedor en busca de un nuevo par de sandalias—. ¡Biao, vamos!
Me sentía contenta mientras el niño y yo corríamos por las calzadas de piedra y subíamos y bajábamos las interminables escaleras de Wudang cubriéndonos con nuestros paraguas de papel. Sin darme cuenta, le había dicho a Lao Jiang una gran verdad: la cultura china, el arte chino, la lengua china me gustaban muchísimo. Me resultaba imposible mantener la actitud de los extranjeros que habitaban las concesiones internacionales, encerrados siempre en sus pequeños grupos de occidentales sin mezclarse jamás con los nativos, sin aprender su idioma, despreciándolos como ignorantes e inferiores. Aquel largo viaje por un país agonizante dividido entre partidos políticos, imperialistas, mafias y señores de la guerra me estaba aportando tantas cosas que iba a necesitar mucho tiempo para asimilarlas todas y sacarles el partido que merecían.
Pero aún me alegré más cuando, desde la distancia, vi a la anciana y diminuta Ming T'ien sentada en su cojín en el pórtico del templo. Como la última vez, sonreía mirando al vacío, contemplando unas montañas que sus ojos no eran capaces de apreciar y un cielo encapotado y lluvioso que no podía ver. Pero, sin duda, era feliz. Cuando nos oyó llegar, adivinó que éramos nosotros.
—
Ni hao
, Chang Cheng —dijo con aquella vocecilla rota con la que me había llamado «pobre tonta» la última vez. Sin duda, que ahora me nombrase por mi nuevo apodo de «Gran Muralla» indicaba lo muy rápido que circulaban las noticias por el monasterio.
—
Ni hao
, Ming T'ien —respondí—. ¿Cómo estás hoy?
—Pues esta mañana me dolían un poco los huesos, pero después de hacer mis ejercicios taichi me he encontrado mucho mejor. Gracias por interesarte por mi salud.
¡Cómo no le iban a doler los huesos! Estaba tan encogida sobre sí misma, tan doblada y retorcida por la edad, que lo extraño era que aún pudiese practicar taichi.
—¿Recuerdas que te enfadaste conmigo el otro día porque fui tan ignorante que no supe adivinar que lo más importante de la vida es la felicidad?
—Claro.
—¿Y es la felicidad lo más importante para un taoísta de Wudang?
—Así es.
—Entonces, para un taoísta de Wudang, ¿qué sería lo más importante después de la felicidad?
Ming T'ien, haciendo honor a su nombre
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, resplandecía de satisfacción ante mis preguntas. Quizá nunca hubiera tenido discípulos y le encantaba la idea o, por el contrario, los había tenido y echaba de menos su antigua condición de maestra, el caso es que su pequeña cara arrugada ya no le permitía sonreír más.
—Imagínate que en este momento eres muy feliz —repuso—. Siéntelo dentro de ti. Eres tan feliz, Chang Cheng, que tu deseo principal sería...
¿Mi deseo principal? ¿Cuál sería mi deseo principal si yo fuera feliz? Sacudí la cabeza con desolación. ¿Qué era ser feliz? No podía reproducir a voluntad un sentimiento que desconocía. Había vivido momentos alegres, apasionados, divertidos, emocionantes, eufóricos... y todos ellos se hubieran podido calificar como felices, pero no tenía ni idea de lo que era exactamente la felicidad. Así como la tristeza y el dolor duraban el tiempo suficiente como para reconocerlos y poder definirlos, la felicidad era tan efímera que no dejaba el rastro necesario para seguirle la pista. Podía imaginar algo parecido si creaba una mezcla de sentimientos (alegría, pasión...) pero hacer eso era remendar un descosido para salir del paso. Bueno, de cualquier modo, si yo fuera muy, muy feliz, lo más probable es que deseara prolongar ese estado el mayor tiempo posible ya que la característica principal de la felicidad era, precisamente, su escasa duración.
—Pues tú misma te has dado la respuesta —repuso Ming T'ien cuando le resumí mis cavilaciones—. Cuando eres feliz, anhelas la longevidad, porque una vida larga te permite disfrutar más tiempo de esa felicidad que has alcanzado. Yo tengo ciento doce años y he sido feliz desde que emprendí la senda del Tao hace ya más de cien.
¡Por el amor del Cielo! Pero ¿qué estaba diciendo aquella mujer? Por un momento, sentí que le perdía todo el respeto.
—Seguro que tú piensas mucho en la muerte —añadió.
—¿Por qué estás tan segura? —repliqué desafiante, conteniendo a duras penas el enfado.
Ella soltó una risita pueril que me exasperó. No quise mirar a Biao para que el niño no creyera que le estaba dando vela en aquel entierro.
—Ahora, vete —ordenó Ming T'ien en ese momento—. Estoy cansada de tanto hablar.
Debía de ser costumbre nacional terminar las conversaciones de forma tan abrupta (con lo ceremoniosos que somos los occidentales para despedirnos quedando bien), así que lo mejor era acostumbrarse a esos jarros de agua fría que usaban para echarte de los templos, palacios y cuevas de Wudang. No valía la pena tomárselo a mal. Recogí mi palmo de narices y me incorporé para marcharme.
—¿Puedo volver a visitarte? —le pregunté.
—Tendrás que hacerlo, al menos, una vez más, ¿no es cierto? —repuso, cerrando sus malogrados ojos y adoptando, como el maestro Tzau, aquella actitud de silenciosa e impenetrable concentración que parecía indicar que ya no estaba allí.
Me quedé de piedra. ¿Sabía Ming T'ien por qué la visitaba y por qué le hacía aquellas preguntas sobre los objetivos de los taoístas de Wudang? Si era así, la cosa se complicaba. Yo, que creía estar consiguiendo una información importantísima de una fuente tan discreta y acertada, resulta que había sido descubierta. Entonces, ¿por qué no darme directamente la solución completa? ¿Por qué Ming T'ien se empeñaba en facilitarme sólo uno de los ideogramas en cada conversación? Aquello era una manera de prolongar innecesariamente nuestra estancia en Wudang, aunque también era cierto que, con aquellas lluvias, salir de allí resultaba un tanto arriesgado. Bueno, arriesgado sí, pero no imposible, de modo que dosificar la información sólo nos hacía perder el tiempo. Tenía que decírselo a Lao Jiang.
Pero cuando se lo conté, sentados ambos en la habitación de estudio, el anticuario no mostró demasiado interés. Nunca había sentido una gran fe por Ming T'ien. Él quería pruebas tangibles e irrefutables, y por eso seguía empecinado en leer antiguos volúmenes taoístas escritos en la época del Primer Emperador —como aquél sobre
Feng Shui
que hablaba acerca de la armonía de los seres vivos con las energías de la tierra—. Mi preocupación no le afectó, como tampoco mi alegría por haber conseguido el segundo ideograma del acertijo del abad. Le parecía muy lógica la conclusión y estaba de acuerdo en que podíamos tener ya la mitad del problema resuelto: primero la felicidad y luego la longevidad, pero nada de lo que había leído había corroborado todavía la exactitud de tales suposiciones, así que continuaba escéptico.
—Y, ¿no le parecería más lógico —le pregunté— leer libros escritos por monjes que vivieron en este monasterio y que, en algún momento, pudieron mencionar los objetivos de sus vidas?
—Cree que utilizo un criterio equivocado en mis lecturas, ¿no es cierto?
—No, Lao Jiang, creo que debería ampliarlo. Si usted lee obras sobre
Feng Shui
será por algo, pero dudo que pueda encontrar ahí lo que buscamos.
—¿Quiere saber por qué lo hago? —replicó con sorna—. Pues verá, el Primer Emperador creía en el
K'an-yu
tanto como cualquier chino que se precie. Todos los hijos de Han, pero sobre todo los taoístas, pensamos que hay que vivir en armonía con el entorno y con las energías del universo y, por eso, estamos convencidos de que, según el lugar donde construyamos nuestra casa o coloquemos nuestra tumba, las cosas nos irán bien o mal. La salud, la longevidad, la paz y la felicidad dependerán en buena medida de nuestra relación con las energías que tenga el lugar elegido para vivir y con las que circulen por el interior de nuestra casa, nuestro negocio o nuestra tumba, porque también los muertos necesitan ser enterrados en un lugar con energías beneficiosas para que su existencia en el más allá sea feliz y plácida. ¿Cómo cree que se construyeron todos estos templos y palacios de Wudang? Antiguos maestros geománticos estudiaron la montaña minuciosamente para encontrar las mejores ubicaciones.
¡Ahora lo entendía! El
Feng Shui
era la razón por la cual, desde que había llegado a China, todas las edificaciones me habían parecido tan exquisitamente armoniosas. Lo increíble era que hubiera una ciencia milenaria dedicada sólo a eso. Los celestes eran muy peculiares, desde luego, pero esas rarezas les habían acercado a la belleza de una manera desconocida para nosotros, los occidentales. ¿Sería también ése el motivo de que sus muebles estuvieran dispuestos siempre simétricamente en las habitaciones?
—Sin embargo, aún hay otra razón para estudiar estos antiguos libros de
Feng Shui
—siguió diciendo Lao Jiang—. El Primer Emperador tenía un auténtico ejército de maestros geománticos trabajando para él. Según dice Sima Qian —y puso la mano sobre el volumen que me había estado leyendo a mediodía—, todos sus palacios, que eran muchos, se construyeron conforme a las leyes del
Feng Shui
y es evidente que su tumba también. Como los emplazamientos correctos presentan unas características fácilmente reconocibles a simple vista, he creído que deberíamos tener claras ciertas nociones de
Feng Shui
para cuando llegue el momento de localizar el monte Li y el mausoleo.
—Pero eso ya nos lo dirá el tercer fragmento del
jiance
.
—¿Y si no lo conseguimos? —farfulló—. Podemos equivocarnos en la combinación de los ideogramas, ¿no lo ha pensado? Tiene usted tanta fe en esa anciana, Ming T'ien, que ni se le pasa por la cabeza que podamos fallar. —Se recogió el borde de la túnica en un pliegue sobre las rodillas y suspiró—. De todas formas, voy a hacerle caso. Como el sirviente que me trae los libros no tardará en venir, le pediré que se lleve todos estos volúmenes de
Feng Shui
y que me traiga obras escritas por los monjes de Wudang.
Biao y yo teníamos algo de tiempo libre hasta la hora de la cena, así que le pedí al niño que posara para mí y le hice un retrato rápido que le dejó fascinado. No me salió todo lo bien que hubiera deseado, entre otras cosas porque la luz era pésima y, sobre todo, porque el niño no paraba de resoplar, rascarse las orejas o la cabeza, acercarse a mirar y hacerme preguntas.
—Me gustaría aprender a dibujar,
tai-tai
—comentó girando la cabeza hacia la puerta por donde entraba la luz.
—Tendrás que estudiar mucho —le advertí mientras dejaba que mi muñeca oscilara para bosquejar las crenchas de su pelo—. Díselo al padre Castrillo cuando regresemos a Shanghai.
Él me miró, preocupado.
—Pero..., ¡si no quiero volver al orfanato nunca más!
—¿Qué tonterías estás diciendo?
—No me gusta el orfanato —rezongó—. Además, soy chino y tengo que aprender las cosas de aquí, no las de los
Yang-kwei
.
—No me gusta que utilices esa expresión, Biao —protesté; el orgulloso nacionalismo de Lao Jiang estaba dando también sus frutos en el niño—. Creo que ni Fernanda ni yo merecemos que nos llames «diablos extranjeros». Que yo recuerde, no te hemos ofendido en nada.
El se azaró.
—No hablaba de ustedes,
tai-tai
, hablaba de los agustinos del orfanato.
Preferí cambiar de tema y continuar dibujando.
—Por cierto, Biao, ¿y tu familia? Nunca te he preguntado por ella.
La cara de Biao se contrajo en una mueca extraña y comenzó a mordisquearse el labio inferior con nerviosismo.
—Discúlpame —le rogué—. No tienes que contarme nada. —Su cuerpo larguirucho parecía querer encogerse hasta desaparecer.
—Mi abuela murió cuando yo tenía ocho años —empezó a explicar con la mirada fija en la puerta—. Yo nací en Chengdú, en la provincia de Sichuan. A mis padres y hermanos los mataron durante los disturbios de 1911, cuando el doctor Sun Yatsen derrocó al emperador. Los vecinos nos quitaron las tierras y expulsaron a mi abuela, que consiguió salvarme escondiéndome en una cesta de ropa y embarcando de noche en un sampán hacia Shanghai. Vivíamos en el Pudong. Mi abuela pedía limosna y yo, en cuanto aprendí a caminar...
Se detuvo unos instantes, inseguro. No podía imaginar lo que iba a decir a continuación pero la mano con la sanguina se me quedó flotando en el aire sobre la libreta de dibujo.
—Bueno, como todos los niños del Pudong, en cuanto aprendí a caminar... tuve que trabajar para la Banda Verde, para
Surcos
Huang —murmuró—. Fui uno de sus correos hasta que el padre Castrillo me encontró.