Read Todo bajo el cielo Online
Authors: Matilde Asensi
¡Con razón veía yo tanta casilla! ¡Trescientas sesenta y una, nada menos! Habría que inventar once piezas nuevas de ajedrez para poder jugar en un tablero semejante.
—¿Y cuántas piedras tiene cada jugador? —preguntó Fernanda, sorprendida.
—El blanco, cien y ochenta, y el negro, que es quien empieza siempre las partidas, cien y ochenta y una. —Eso de que no supiera contar bien en castellano era culpa, sin duda, de la educación que recibía en el orfelinato de Shanghai—. Bueno, el Wei-ch'i no tiene muchas reglas. Es muy fácil de aprender y muy divertido. Sólo hay que ganar terreno. La manera de quitárselo al contrario es eliminando sus piedras del tablero y para eso se deben rodear con piedras propias. Esa es la parte difícil, claro —sonrió envalentonado, enseñando unos dientes muy grandes—, porque el enemigo no se deja, pero una vez que una piedra o un grupo de piedras ha quedado cercado, está muerto y se elimina.
—Y como ese espacio está rodeado —comentó pensativamente mi inteligente sobrina—, sería absurdo que el perdedor volviera a poner piedras dentro.
—Exactamente. Ese terreno pertenece al jugador que hizo el cercado. De ahí viene el nombre del juego, Wei-ch'i. Wei, como ha dicho Lao Jiang, significa «rodear», «cercar».
—¿
Y ch'i
? —quise saber yo, curiosa.
—Ch'i es cualquier juego, Ama. Wei-ch'i, pronunciado así, como lo acabo de decir, significa «Juego del cercado».
A poca distancia de nosotros, el señor Jiang y Paddy Tichborne sostenían otra conversación mucho menos pacífica que la nuestra.
—Pero ¿y si juegan negras? —preguntaba Paddy, enfadado y con las mejillas y las orejas tan rojas como si estuvieran en carne viva.
—No pueden jugar negras. La leyenda dice que es el turno de las blancas.
—¿Qué leyenda? —inquirí levantando la voz para que me hicieran caso.
—¡Ah,
madame
! —repuso Tichborne, volviéndose hacia mí con afectación—. Este maldito tendero asegura que la partida que tenemos a nuestros pies es un viejo problema de Wei-ch'i conocido como «La leyenda de la Montaña Lanke». Pero, ¿cómo puede estar seguro? ¡Hay doscientas ochenta y dos piedras en el tablero! ¿Acaso podría alguien recordar exactamente la posición de cada una? Y, aunque así fuera, ¿de quién sería el próximo movimiento, de las piedras blancas o de las piedras negras? Eso podría cambiar completamente el resultado final de la partida.
—A veces, Paddy —silabeó Lao Jiang sin perder las formas—, pareces un mono que grita porque le pica algo y no sabe rascarse. Sigue dándote cabezazos contra la jaula a ver si los golpes te alivian la comezón. Escuche,
madame
, una de las más famosas leyendas del Wei-ch'i, que todo buen jugador conoce
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, cuenta que, alrededor del año 500 antes de la era actual, en una gran montaña situada en la provincia de Chekiang, y dése cuenta de que volvemos a encontrar una nueva pista relacionada con el artesano Wei y con el mensaje del Príncipe de Gui, en esa montaña de Chekiang, repito, vivía un joven leñador llamado Wang Zhi. Un día subió más de lo acostumbrado buscando madera y encontró a un par de ancianos jugando a Wei-ch'i. Como era un gran aficionado, dejó su hacha en el suelo y se sentó a ver la partida. El tiempo pasó rápidamente porque el juego estaba resultando muy interesante pero, poco antes de que terminara, uno de los ancianos le dijo: «¿Por qué no te vas a casa? ¿Piensas quedarte aquí para siempre?» Wang Zhi, avergonzado, se puso en pie para marcharse y, al recoger su hacha, se sorprendió al ver cómo el mango de madera se le deshacía entre los dedos. Cuando volvió a su pueblo no pudo reconocer a nadie y nadie le conocía a él. Su familia había desaparecido y su casa era un montón de escombros. Asombrado, se dio cuenta de que habían pasado más de cien años desde que salió en busca de leña y de que los ancianos eran, sin duda, un par de inmortales de los que habitan secretamente en las montañas de China. Pero Wang Zhi había retenido la partida en la memoria. Como buen jugador que era, podía recordar todos y cada uno de los movimientos. Lamentablemente, no había visto el final, así que ignoraba quién había ganado pero sí sabía que el siguiente movimiento le correspondía a las blancas. Esta leyenda se conoce como «La leyenda de la Montaña Lanke», porque
Lanke
quiere decir «mango descompuesto», como el mango del hacha de Wang Zhi. El esquema del juego ha sido reproducido en numerosas colecciones antiguas de partidas de Wei-ch'i y es exactamente el que tenemos aquí representado con ladrillos.
—¿Y en estos últimos dos mil quinientos años nadie ha conseguido resolver el problema? —preguntó Fernanda con aparente inocencia.
—¡Ahí quería llegar yo! —dejó escapar Paddy con una risotada—. Además, Lao Jiang, ¿cuántas veces has visto el famoso diagrama Lanke
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como para estar tan seguro de que es éste?
El señor Jiang apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre un grupo de ladrillos negros.
—Muy pocas, es verdad —admitió sin moverse—. Una o dos, a lo sumo. Pero, igual que conozco la leyenda, sé que la montaña Lanke de la historia se encuentra en la actual Quzhou, antigua Xin'an, provincia de Ghekiang. Sospecho que, bajo nuestros pies, se oculta un escondrijo Ming construido al mismo tiempo que las murallas y la puerta Jubao. Todos los Ming debieron de conocer su existencia y utilizarlo para sus fines. Cuando el Príncipe de Gui le entregó a su amigo el médico Yao el segundo pedazo del
jiance
, la coincidencia de nombres con el emperador que inventó el Wei-ch'i debió de recordarle que existía este lugar y por eso le mandó aquí. Probablemente le informó de los ladrillos que debía mover, aunque eso no lo cuente el documento que encontramos en el «cofre de las cien joyas».
—Y, ahora, ¿qué hacemos? —pregunté.
—Pensar,
madame
—me contestó Paddy—. Este juego puede ser endiabladamente sutil, como los propios chinos.
—Pero, señor Tichborne —protestó Biao con una voz que le cambió a grave de repente—, si no tiene ninguna dificultad.
Y mientras el niño carraspeaba para aclararse la garganta, Lao Jiang recorrió en dos zancadas la distancia que les separaba y le sujetó por el pescuezo. Lo cierto es que tuvo que levantar el brazo para hacerlo ya que Biao era tan alto como él.
—Demuéstralo —le exigió, dirigiéndole hacia el centro del recinto. Pequeño Tigre parecía más pequeño que nunca, el pobre.
—¡Perdón, Lao Jiang, sólo decía palabras necias! —chilló acobardado y, luego, empezó a rogar y a suplicar en chino de tal manera que, aunque no le podíamos entender, sabíamos perfectamente lo que estaba diciendo.
—No hables nunca si no vas a ser capaz de cumplir lo que digas —le amonestó el anticuario, soltándole. Biao se vino abajo y murmuró algo inaudible—. ¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Si le toca jugar a las blancas... —murmuró el niño con un hilillo de voz—. Yo..., yo no sé quién va a ganar la partida, pero el siguiente movimiento de las blancas debe ser, a la fuerza, eliminar las dos piedras negras que están en
jiao chi
entre la esquina suroeste y el lateral sur.
—¿
Jiao chi
? —repitió Fernanda. El acento chino de la niña no era malo del todo.
—En
atari
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, en jaque... —intentó explicarle Paddy Tichborne sin mucho éxito—. Cuando la próxima jugada amenaza con capturar piedras que están rodeadas por todas partes menos por el lugar que va a ser cerrado...
—¡Déjalo, Paddy! —exclamó Lao Jiang—. No podemos perder más tiempo. Biao tiene razón. Mira.
Pero Paddy, educadamente, ignoró al anticuario.
—Lo que quería decir es que las piedras que están a punto de ser cercadas están en
jiao chi
, es decir, que van a morir. Eso no significa el final de la partida, naturalmente. Sólo que esas piedras en concreto van a ser retiradas del tablero.
—Y, tal y como decía Biao —concluyó el señor Jiang arrodillándose muy cerca del muro sur del túnel, justo en frente de las escaleras por las que habíamos bajado—, estas dos piedras negras están, efectivamente, en
jiao chi
y voy a retirarlas de la partida en este mismo instante.
—¿Cómo las va a sacar? —me sorprendí—. Esas piedras..., quiero decir, esos ladrillos llevan ahí seiscientos años.
—No,
madame
—me recordó el anticuario—. El médico Yao estuvo aquí en 1662 o 1663 por orden del último emperador Ming. Si no nos hemos equivocado, sólo hace doscientos sesenta años que los quitaron y los volvieron a poner.
—Además, la argamasa de los chinos —terció Paddy, condescendiente— se fabrica, desde hace miles de años, con una mezcla de arroz, sorgo, cal y aceite. No será difícil de quitar.
—¡Pues sus construcciones han resistido muy bien el paso de los siglos! —comentó Fernanda con una sonrisa irónica. ¿Era impresión mía o la niña estaba más delgada? Sacudí la cabeza para deshacerme de la ilusión óptica: la ropa china engañaba mucho.
Para entonces, Lao Jiang estaba raspando los bordes de los ladrillos con el mango de su abanico de acero. El polvillo resultante formaba una nubecilla gris iluminada por un rayo de luz del mediodía que se colaba oblicuamente a través del lúgubre agujero de las escaleras. Todos le observábamos en silencio, atentos a cualquier cosa que pudiera suceder.
Y los ladrillos se soltaron. No hizo falta escarbar mucho. Estaba claro que ambos formaban una sola y alargada pieza (estaban unidos por sus lados más cortos) colocada sobre una tabla de madera carcomida que no resultó difícil de sacar. Una vez retirada y aunque nos tapábamos la luz intentando mirar todos a la vez, descubrimos una especie de
bishachu
como el del despacho de Rémy, muy hondo y de paredes perfectamente lisas talladas en el granito del subsuelo. Paddy acercó una vela y vimos, al fondo, una vieja caja de bronce cubierta de óxido verde, idéntica a la que sacamos del lago de Yuyuan en Shanghai, y una especie de cilindro metálico con adornos de oro pálido que, según Lao Jiang, era un estuche Ming de documentos que podía valer una fortuna en el mercado de antigüedades. Curiosamente, sacó primero el estuche que, aparte de ser realmente precioso, no contenía nada en absoluto. La caja de bronce, por el contrario, sí. Ahí estaba nuestro segundo fragmento del
jiance
, con sus viejos cordones verdes y sus seis tablillas de bambú. No veía con mucha claridad pero me pareció que, desde luego, allí no había caracteres escritos sino gotitas de tinta sin sentido aparente. Lao Jiang, en cambio, soltó una exclamación de alegría:
—¡Ya tenemos la parte del mapa que faltaba!
—Deberíamos salir —comentó Paddy, incorporándose con un quejido—. Aquí no hay suficiente luz. ¡Oh, mis rodillas!
—Pongamos todo esto en su sitio —continuó el anticuario—. Primero, la madera y, luego, los ladrillos. Echaremos los residuos de la argamasa en las juntas. No quedará igual pero, en unos días, con la humedad, apenas se notará.
—Salgamos, por favor —insistió el periodista—. Estoy muerto de hambre.
De pronto, la luz que entraba por la escalera desapareció. Inconscientemente, todos nos volvimos a mirar pero las velas no iluminaban aquella zona, que quedaba en la penumbra. Lao Jiang le entregó la caja de bronce a Paddy.
—Apárteme —susurró—. Vayan a aquella esquina.
—¿La Banda Verde? —tartamudeé, obedeciendo.
Pero el anticuario no tuvo tiempo de responder a mi pregunta. En menos de un segundo, diez o quince maleantes con cuchillos y pistolas se habían colado en el túnel y nos amenazaban entre gritos histéricos y gestos agresivos. Un pensamiento terrible cruzó por mi mente: eran demasiados. Esta vez, Lao Jiang no iba a poder con ellos. Un solo disparo terminaría con cualquiera de nosotros en un instante. No les costaría nada. El cabecilla chillaba más que ninguno. Con paso rápido se dirigió a Lao Jiang y me pareció entender que le exigía la caja. El anticuario permanecía tranquilo y hablaba con él sin alterarse. Los demás nos apuntaban. Noté que mi sobrina se pegaba a mí. Muy despacio, para no provocar un percance, levanté el brazo y se lo pasé por los hombros. Lao Jiang y el chino seguían conversando, uno a gritos y el otro en voz baja. Por el costado izquierdo noté que Biao también se me acercaba buscando protección. Hice el mismo gesto con el brazo libre y apreté a los dos niños contra mí para calmarlos. Lo más extraño de todo era que yo no tenía miedo. No, no estaba asustada. En lugar de ahogarme y tener palpitaciones, mi mente se puso a funcionar con rapidez y lo único que me preocupaba era que a Fernanda y a Biao les pasara algo. Les notaba temblar, pero yo estaba fuerte y me sentí muy bien por ello. ¿No me había angustiado durante años la idea de la muerte? ¿Cómo era, pues, que ahora que la tenía delante me daba exactamente lo mismo? Mientras el anticuario y el sicario seguían dialogando me di cuenta de cuánto tiempo de mi vida había perdido preocupándome por la llegada de ese momento que estaba viviendo y lo más gracioso de todo era que me sentía más viva que nunca, más fuerte y más segura de lo que me había sentido en los últimos años. ¡Si hubiera podido volver atrás y contarme a mí misma lo poco que valía la pena preocuparse por morir! Distraída con estos alegres pensamientos no me había dado cuenta de que el anticuario había dejado de hablar con el sicario y se dirigía a nosotros:
—Échense al suelo en cuanto se lo ordene —nos dijo tranquilamente y, luego, siguió conversando con el cabecilla que, como el resto de sus compañeros, parecía un simple culí descamisado. Todos llevaban calzones de lienzo azul sucios y raídos y todos tenían la cabeza rapada y una expresión fiera en el rostro. Supuse que alguno de ellos habría participado en el asesinato de Rémy.
—¡Ahora! —gritó de pronto. Los niños y yo nos lanzamos hacia el suelo y, por la masa de carne que noté contra mi cabeza deduje que Paddy se había puesto delante para protegernos. Pero no tuve tiempo de pensar mucho más. Una salva de disparos retumbaron en el túnel y las balas empezaron a chocar contra los muros muy cerca de nosotros. El eco del lugar hacía que aquello pareciera una delirante exhibición de fuegos artificiales. Biao temblaba con grandes sacudidas, así que le estreché más fuerte contra mí. Si íbamos a morir, que fuera juntos. De pronto, un espasmo terrible, acompañado de una exclamación, zarandeó el cuerpo del irlandés.
—¿Qué le ocurre,
mister
Tichborne? —grité.
—¡Me han dado! —gimió.
Solté a los niños e intenté levantar la cabeza con mucha precaución para ver cómo estaba el irlandés pero las balas rayaban el aire cerca de mis oídos, así que no tuve más remedio que volver a esconderme detrás de la gran barriga del herido. Afortunadamente, para entonces las detonaciones empezaron a menguar y muy poco después, habían terminado. Reinó de pronto un gran silencio.