Todo bajo el cielo (12 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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Fruncí el ceño intentando concentrarme y captar la dimensión de lo que el señor Jiang acababa de decirme, pero resultaba difícil siendo europea e ignorante de la historia y la mentalidad del llamado Imperio Medio. Desde luego, la China que yo apenas conocía, la de Shanghai, con su modo de vida occidental y su amor por el dinero y los placeres, no me parecía que fuera a levantarse en armas contra la República para regresar a un pasado feudal bajo el gobierno absolutista del joven emperador Puyi. Sin embargo, era razonable pensar que Shanghai resultaba la excepción y no la norma de la vida china, de su cultura y de sus ancestrales costumbres y tradiciones. Con toda seguridad, fuera de aquella ciudad portuaria y occidentalizada existía un inmenso país del tamaño de un continente que todavía seguía anclado en los viejos valores imperiales, pues tras más de dos mil años de vivir de una determinada manera resultaba muy improbable que las cosas hubieran cambiado en apenas una década.

—Lo entiendo, señor Jiang. Y deduzco de sus palabras que esa posibilidad se ha vuelto real en estos momentos por algo relacionado con el «cofre de las cien joyas», ¿no es así?

Paddy Tichborne se levantó torpemente de su asiento para coger otra botella de whisky escocés del mueble-bar. Yo terminé de un sorbo mi té, que ya estaba tibio, y dejé la taza en la mesa.

—Precisamente,
madame
—aprobó, satisfecho, el anticuario—. Ha tocado usted el último punto, y el más importante, de mi exposición. Ahora es donde la madeja se enreda de verdad. La leyenda del Príncipe de Gui cuenta que, la noche antes de que el rey de Birmania entregase a Yongli y a toda su familia al general Wu Sangui, el último emperador Ming invitó a cenar a sus tres amigos más íntimos, el licenciado Wan, el médico Yao y el geomántico y adivino Yue Ling y les dijo: «Amigos míos, como voy a morir y con mi muerte y la de mi joven hijo y heredero termina para siempre el linaje de los Ming, debo haceros entrega de un documento muy importante que vosotros tres deberéis proteger en mi nombre a partir de hoy. La noche en que fui entronizado como Señor de los Diez Mil Años juré que, llegado un momento como éste, destruiría un importante
jiance
que contiene el secreto de la tumba del Primer Emperador y que ha estado en poder de mi familia durante mucho tiempo. No sé cómo llegó hasta nosotros pero sí sé que yo no voy a cumplir mi juramento. Es preciso que, algún día, una nueva y legítima dinastía china reconquiste el Trono del Dragón y expulse de nuestro país a los usurpadores manchúes. Así pues, tomad.» Y, cogiendo el
jiance
y un cuchillo —continuó narrando el señor Jiang—, cortó los cordones de seda que unían las tablillas de bambú haciendo tres fragmentos que entregó a sus amigos. Antes de separarse para siempre, les dijo: «Disfrazaos. Adoptad otras identidades. Id hacia el norte dejando atrás los ejércitos del general Wu Sangui hasta que alcancéis el Yangtsé. Esconded los pedazos en sitios distantes entre sí a lo largo del cauce del río para que nadie pueda volver a unir las tres partes hasta que llegue el momento en que los Hijos de Han puedan recuperar el Trono del Dragón.»

—¡Pues sí que lo puso difícil! —exclamé, sobresaltando a Tichborne, que se había quedado de pie, con el vaso nuevamente lleno en la mano—. Si nadie más sabía dónde habían escondido los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui, sería imposible volverlos a unir. ¡Qué locura!

—Por eso era una leyenda —asintió el anticuario—. Las leyendas son hermosas historias que todo el mundo considera falsas, cuentos para niños, argumentos para el teatro. A nadie se le hubiera pasado por la cabeza ponerse a buscar tres fragmentos de tablillas de bambú de más de dos mil años de antigüedad a lo largo de la orilla septentrional de un río como el Yangtsé que tiene más de seis mil kilómetros de longitud desde su nacimiento en las montañas Kunlun, en Asia central, hasta su desembocadura aquí, en Shanghai. Pero...

—Afortunadamente, siempre hay un «pero» —apostilló el irlandés, antes de sorber ruidosamente un trago de whisky.

—...lo cierto es que la historia es verdadera,
madame
, y que nosotros tres sí que sabemos dónde escondieron los pedazos los tres amigos del Príncipe de Gui.

—¡Qué me dice! ¿Lo sabemos?

—Así es,
madame
. Aquí, en este cofre, hay un documento inestimable que relata la conocida leyenda del Príncipe de Gui con algunas diferencias significativas respecto a la versión popular. —Extendiendo el brazo derecho, el anticuario puso la mano con la uña de oro sobre la edición miniaturizada del libro chino y lo empujó hacia mí, separándolo del resto de objetos que había extraído del cofre al principio de nuestra conversación—. Por ejemplo, menciona con toda claridad los lugares que el príncipe indicó a sus amigos para que escondieran las tablillas y, ciertamente, la elección presenta una gran lógica desde el punto de vista de los Ming.

—Pero ¿y si es falso? —objeté—, ¿Y si se trata simplemente de otra versión de la leyenda?

—Si fuera falso,
madame
, ¿qué otro objeto de este cofre habría motivado un viaje desde Pekín de tres eunucos imperiales? ¿Y qué otra cosa podría animar a dos dignatarios japoneses a presentarse amenazadoramente en mi tienda acompañando a
Surcos
Huang? Recuerde que Japón todavía tiene en el trono a un emperador poderoso e incuestionado por su pueblo, que ha demostrado en múltiples ocasiones su disposición a intervenir militarmente en China para apoyar una restauración imperial. De hecho, durante años ha facilitado millones de yenes a ciertos príncipes leales a los Qing para mantener ejércitos de manchúes y mongoles que siguen hostigando a la República sin descanso. El interés del Mikado se centra en convertir a ese tonto de Puyi en un emperador títere bajo su control y apoderarse así de toda China en una única jugada maestra. No le quepa ninguna duda de que sacar a la luz la tumba del primer emperador de China sería el golpe definitivo. Puyi sólo tendría que atribuirse el hecho como una señal divina, decir que Shi Huang Ti le bendice desde el cielo y le reconoce como hijo o algo así para que los centenares de millones de campesinos pobres de este país se arrojaran humildemente a sus pies. La gente, aquí, es muy supersticiosa,
madame
, todavía creen en hechos sobrenaturales de este tipo y puede estar segura de que ustedes, los
Yang-kwei
, los extranjeros, serían masacrados y expulsados de China antes de que pudieran preguntarse qué estaba pasando.

—Sí, pero, señor Jiang, se olvida usted de un pequeño detalle —protesté, sintiéndome algo ofendida por el hecho de que el anticuario hubiera utilizado la expresión despectiva
Yang-kwei
, «diablos extranjeros», para referirse también a mí—. El cofre procedía de la Ciudad Prohibida, usted me lo dijo. Lo adquirió su agente en Pekín después de aquel primer incendio en el palacio de la Fundada Felicidad. Lo recuerdo porque me gustó mucho el nombre, me pareció muy poético. Lo cierto es que todo eso que usted dice que Puyi podría hacer con ayuda de los japoneses, teniendo el cofre en su poder, ¿por qué no lo ha hecho ya? Si no me han informado mal, Puyi perdió el gobierno de China en 1911.

—En 1911,
madame
, Puyi tenía seis años. Ahora tiene dieciocho y recientemente ha contraído matrimonio, lo que le ha proporcionado la mayoría de edad que, de no haberse producido la revolución, hubiera significado el fin de la regencia de su padre, el ignorante príncipe Chun, y su ascenso al poder como Hijo del Cielo. Pensar en la Restauración hubiera sido absurdo hasta ahora. De hecho, durante estos años ha habido algunos intentos que han quedado reducidos siempre a ridículos fracasos, tan ridículos como el hecho mismo de que cuatro millones de manchúes quieran seguir gobernando a cuatrocientos millones de hijos de Han. La corte Qing vive en el pasado, mantiene las viejas costumbres y los antiguos rituales detrás de los altos muros de la Ciudad Prohibida, sin darse cuenta de que ya no hay lugar para Dragones Verdaderos ni Hijos del Cielo en este país. Puyi sueña con un reinado lleno de coletas Qing
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que, afortunadamente, no regresará. Salvo, claro está, que ocurra un milagro como el descubrimiento divino de la tumba perdida de Shi Huang Ti, el Primer y Gran Emperador de China. El pueblo sencillo está harto de las luchas por el poder, de los gobernadores militares convertidos en señores de la guerra con ejércitos privados, de las disputas internas de la República y no hay que olvidar tampoco la existencia de un fuerte partido de promonárquicos que, alentados por los japoneses, los Enanos Pardos, simpatiza con los militares porque no les convence el actual sistema político. Si une usted,
madame
, la reciente mayoría de edad de Puyi, que no esconde sus grandes deseos de recuperar el trono, con un próximo descubrimiento del sagrado mausoleo de Shi Huang Ti, verá que las condiciones para una restauración monárquica están servidas.

El anticuario Jiang me sobrecogió con sus palabras pero, sobre todo, por el ardor que ponía en ellas. Sin darme cuenta, quizá le miré más intensamente de lo que el decoro permitía. Si mi primera impresión de él fue la de estar delante de un auténtico mandarín, de un aristócrata, ahora estaba descubriendo a un chino apasionadamente entregado a su raza milenaria, afligido ante la decadencia de su pueblo y de su cultura, y lleno de desprecio hacia los manchúes que gobernaban su país desde hacía casi trescientos años.

Tichborne, que hasta entonces había estado bastante callado, ocupado en rellenar su copa para volverla a vaciar rápidamente y que, por falta de equilibrio, hacía algunos minutos que se había apoyado contra una de las paredes de la sala, soltó una estruendosa risotada:

—¡Puyi debió de llevarse un gran susto cuando descubrió que, por culpa del inventario de tesoros que había ordenado, el cofre que le iba a dar el trono se le había escapado de las manos!

—Ahora estoy más seguro que nunca —terció el señor Jiang— de que los Viejos Gallos que vinieron a mi tienda contrataron a la Banda Verde y buscaron el amistoso apoyo del consulado japonés cuando descubrieron que no era tan fácil recuperar el documento con la verdadera historia del Príncipe de Gui.

—¿Y qué vamos a hacer? —inquirí, angustiada.

El irlandés se separó de la pared sin dejar de sonreír mientras el anticuario entrecerraba los ojos para examinarme con atención mientras me preguntaba:

—¿Qué haría usted,
madame
, si, en sus actuales circunstancias financieras, pudiera conseguir unos cuantos millones de francos...? Y fíjese que digo millones y no miles.

—Y yo, además de hacerme inmensamente rico —farfulló Paddy, tomando asiento de nuevo en su butaca—, conseguiré el reportaje de mi vida. ¡Qué digo! ¡El libro de mi vida! Y nuestro amigo Lao Jiang se convertirá en el anticuario más reputado del mundo. ¿Qué le parece, Mme. De Poulain?

—Sin embargo, lo más importante de todo, madame, es que impediríamos el regreso al poder de la dinastía manchú, evitando una catástrofe histórica y política a mi país.

Millones de francos, repetía mi mente, cansada ya a esas horas de la noche. Millones de francos. Podría liquidar las deudas de Rémy, conservar mi casa de París y mantener a mi sobrina, dedicándome sólo a pintar durante el resto de mi vida sin verme obligada a dar clases por ochenta miserables francos al mes. ¿Qué debía de sentirse al ser rico? Hacía tanto tiempo que contaba desesperadamente las monedas para hacer milagros con la comida, los lienzos, las pinturas y el queroseno que no podía ni imaginar lo que significaría tener millones de francos en el bolsillo. Era una locura. Pero tampoco había que olvidar la parte arriesgada de la empresa:

—¿Y cómo esquivaremos a los eunucos de la Ciudad Prohibida? No..., en realidad, ¿cómo esquivaremos a los sicarios de la Banda Verde, que son los peligrosos?

—Bueno, hasta ahora lo hemos hecho bastante bien, ¿no es cierto,
madame
? —sonrió el señor Jiang—. Váyase a casa y espere mis instrucciones. Esté preparada para salir en cualquier momento a partir de esta noche.

—¿Salir...? ¿Salir hacia dónde? —me alarmé de repente.

El anticuario y el periodista intercambiaron una mirada de complicidad, pero fue Paddy quien, con lengua de trapo, expresó la idea que les había pasado a ambos por la cabeza:

—Los tres pedazos del
jiance
se encuentran escondidos en tres lugares que fueron muy importantes durante la dinastía Ming, dos de los cuales están a muchos cientos de kilómetros Yangtsé arriba. Tendremos que viajar hacia el interior de China para llegar hasta allí.

¿En barco...? ¿Otra vez metida en un barco durante días y días remontando un río chino de miles de kilómetros perseguida, en esta ocasión, por eunucos, japoneses y mafiosos? ¿Acaso me estaba volviendo loca?

—¿Y tengo que ir yo? —me preocupé, a lo mejor no era necesario—. Recuerde que soy responsable de mi sobrina y que no puedo abandonarla. Además, ¿de qué les iba a servir mi compañía?

Tichborne volvió a soltar una desagradable carcajada.

—¡Bueno, si se fía de nosotros, pues quédese! Pero, en lo que a mí respecta, no le garantizo que esté dispuesto a compartir mi parte cuando volvamos. ¡Es más, ni siquiera estoy de acuerdo en que usted participe en esta expedición! Ya le dije a Lao Jiang que usted no tenia por qué enterarse de nada de esto, pero él se empeñó.

—Escuche,
madame
—se apresuró a decir el anticuario, inclinándose ligeramente hacia mí—. No haga caso a Paddy. Ha bebido demasiado. Sin las consecuencias del alcohol, este hombre es un prodigio de saber al que yo mismo consulto en muchas ocasiones. Lo malo es que sus resacas suelen durar varios días. —Tichborne volvió a reír y el señor Jiang apretó con fuerza la empuñadura del bastón como si quisiera retenerlo para que no golpeara por su cuenta al irlandés—. Son sus vidas,
madame
, la suya y la de su sobrina, las que están en peligro y no las de Paddy o la mía y, además, el cofre era de Rémy, no debemos olvidarlo. Usted tiene, por tanto, el mismo derecho que nosotros a una parte de lo que encontremos en el mausoleo, pero eso significa que debe acompañarnos forzosamente. Si se queda en Shanghai nadie podrá garantizar su seguridad. En cuanto la Banda Verde descubra que Paddy y yo hemos desaparecido, vendrán en nuestra busca porque no son tontos. Usted y su sobrina serán entonces sus víctimas. Y ya sabe cómo actúan. Ese cofre es muy valioso. ¿Cree que correrán tras nosotros y que a usted la dejarán en paz? No lo espere,
madame
. Lo más sensato es que vayamos los tres, que los tres escapemos de Shanghai juntos y que intentemos no ser atrapados hasta que consigamos llegar al mausoleo. Una vez que el descubrimiento se haga público con nuestros nombres, Puyi y los Enanos Pardos no podrán hacer nada y tendrán que buscar la restauración por otros cauces. Hágame caso,
madame
, por favor. Paddy y yo ultimaremos los detalles. Prepare también a la joven hija de su hermana. No puede dejarla en Shanghai, así que tendremos que llevárnosla.

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