Scopasis, por lo general tan callado, sintió el impulso de hablar.
—Envíanos, señora. Tomaremos el campamento por asalto.
Gaweint lo secundó.
—¡Envíanos! —dijo.
Melita miró a Coeno, esperando una negativa inmediata. En cambio, el megaro se rascó la barba, luego se quitó el yelmo y el gorro de lana y se rascó la cabeza con ganas.
—Criaturas del gélido Tártaro —maldijo—. Piojos. Se supone que los piojos aparecen con el buen tiempo. Scopasis, es posible que tengas algo en la cabeza, y no me refiero a los malditos piojos. Señora, ¿cuántas muertes puedes aguantar?
A Melita se le encogió el estómago.
—¿Qué estás diciendo?
Coeno sonrió forzadamente.
—¿Alguna vez he mencionado que toda mi vida he rehusado mandar? Así están las cosas. Scopasis lleva razón. Acaban de comenzar a cargar. —Aplastó un piojo entre dos dedos—. Ahora mismo, si atacamos, los aniquilaremos. —Se limpió los restos del piojo en la cruz del caballo—. Te costará mil guerreros.
—Inaceptable —respondió Melita. El tono de Coeno la horrorizó.
—Cambiaría el curso de la guerra —dijo Coeno—. De un plumazo, desbaratamos su flota y abatimos a su mejor general y a un tercio de sus soldados profesionales.
Scopasis situó a su caballo delante de Melita.
—Para mí sería un orgullo ir al mando —dijo—. Moriré aquí.
Gaweint lanzó su espada al aire.
—¡Ja! —dijo. Y la recogió al vuelo.
Urvara se acercó con su guardaespaldas, seguida por Parshtaevalt, que regateaba con Graethe el precio de un caballo. Todos callaron al ver el campamento enemigo.
Melita observó los barcos enemigos y las filas de remeros que subían a bordo, los hombres de las empalizadas que miraban hacia la colina donde estaban los sakje, volviéndose de vez en cuando, nerviosos por si los abandonaban.
—No —dijo—. Basta con que suban a sus barcos y se marchen.
—Mañana atracarán a cien estadios de aquí. Quemarán el templo de Heracles o matarán a tu amigo; ese granjero que vive en el Hipanis. ¿Cómo se llama? Gardan. —Coeno se encogió de hombros—. Ahora mismo, los tenemos en nuestras manos. —Coeno volvió a ponerse el gorro de lana—. No seré yo quien lo ordene, pero así es la guerra. Y si tú lo ordenas, dirigiré el ataque.
—¿Mil jinetes? —preguntó Urvara—. ¿Muertos? —Miró a Coeno—. Eso es una locura griega. El pueblo nunca se recobrará.
—Y Upazan no dejará de venir —dijo Parshtaevalt—. Pero, oh, Coeno, lo que propones es muy duro, y aunque sea mi clan el que muera, veo mérito en tus palabras.
Coeno asintió.
—No me malinterpretéis, amigos. Yo no deseo esta batalla, pero ¡ya veréis!, en verano nos enfrentaremos a Nicéforo en su terreno, con Eumeles y todos sus mercenarios y Upazan protegiendo sus flancos.
Melita estaba convencida de que su respuesta era la correcta.
—Amigos —dijo—, no vamos a librar esta batalla, una batalla que va a dejar mil sillas vacías. Coeno: te entiendo bien, soy lo bastante griega para entenderte, pero hallaré otra solución.
Coeno asintió. Metió su yelmo en el morral de cuero que llevaba colgado a la espalda y sacó un gorro sakje de piel.
—Bien —dijo—. Habría sido horrible.
Scopasis meneó la cabeza.
—Glorioso —espetó. Gaweint parecía estar a punto de llorar.
Ataelo fue el último en llegar, oyó el final de la conversación y dio una palmada en el hombro a su antiguo forajido.
—Vive una cuantos días más —dijo—. A lo mejor descubres que morir en combate no es la única manera de alcanzar la gloria.
Los sindi y los meotes aclamaron como héroes cuando su reina subió al promontorio y cruzó las puertas de la ciudad pasando por encima de los cadáveres de un buen puñado de falangitas. Coeno felicitó a los granjeros por el coraje con que se habían defendido, y Ataelo ya había cruzado el río con doscientos jinetes para seguir el camino de la costa a fin de averiguar adónde se dirigía la flota.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Melita.
—Si sigue con vida, está viniendo —contestó Urvara.
Coeno asintió.
Pero la flota enemiga ya se alejaba por la bahía, y Melita sospechó que con ella había dejado escapar una buena oportunidad.
Un barco regresó, un pentekonter en el que remaban soldados, con un apuesto hombre maduro en la popa. Melita encontró a Coeno supervisando el almacenamiento de grano y se lo señaló.
—Nicéforo —dijo Coeno—. Debe querer enterrar a sus muertos. Es de la vieja escuela, un hombre bastante honorable.
—Siendo así, ¿cómo puede aguantar a su amo? —preguntó Melita. Vio a Nihmu, que estaba pálida, delgada y angustiada. Tardó un rato en darse cuenta de que Nihmu la estaba aguardando. Melita había aguardado a Nihmu casi toda su vida de adulta. Resultaba extraño que la situación se hubiese invertido.
Coeno sonrió a Nihmu y miró hacia otro lado. Puso los ojos en blanco.
—Escucha, dulzura. Tu padre tuvo suerte. Su patrono era un monstruo pero Kineas supo imponerse a él. No todos los soldados profesionales pueden hacer lo mismo.
Melita seguía pendiente de la aproximación del barco de cincuenta remos.
—¿Nihmu? —dijo a media voz.
—¿Señora? —Nihmu se acercó—. Señora, he venido a implorar un favor.
Melita apartó los ojos del galeón que se aproximaba.
—Nihmu, me parece que te estás portando como una tonta. Para ti no soy la señora.
Nihmu tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—Sí que lo eres, señora. Escucha, quiero marcharme.
Melita se sobresaltó.
—¿Marcharte? —preguntó. Lanzó una mirada a Coeno, cuya expresión de lacónica preocupación no la engañó ni por un instante—. ¿Por qué quieres marcharte?
Nihmu se mordió el labio.
—Voy a rescatar a mi marido —dijo—. Coeno y yo tenemos la impresión de que Eumeles no tardara mucho tiempo en ejecutarlo. Hay que rescatarlo.
Melita sintió un vacío en el estómago al darse cuenta de que entre tantas conspiraciones y planes, León había quedado en un segundo plano. Miró a Coeno, que se secó el sudor de la frente y meneó la cabeza.
—Nihmu y yo hemos acordado que debe hacerlo ella. Si voy yo, te quedarás sin un consejero militar en quien puedas confiar.
Lo dijo con voz neutra, y Melita se dio cuenta de que estaba haciendo un sacrificio, y aguantándolo; justo lo contrario de lo que ella había supuesto al principio.
—¿Preferirías ir a rescatar a León? —preguntó Melita.
Coeno asintió.
—Sí —dijo—. Esta mañana me ha recordado por qué no deseo mandar.
Melita asintió y emprendió el descenso a la playa, donde se erguía el kurgan de su padre. El pentekonter ya estaba varado en la arena, y los primeros hombres que bajaron a tierra llevaban ramas de olivo en las manos. A continuación vino un heraldo. Vestía de verde, subió por la playa hasta donde estaba Coeno y le hizo una reverencia. Coeno señaló a Melita. El heraldo manifestó desconcierto, pero la saludó inclinando la cabeza.
En un sakje atroz, dijo:
—El amo de muchos caballos Nicéforo quiere pedir no hacer la guerra contigo.
La manera en que aferraba su báculo revelaba lo nervioso que estaba.
—Hablo griego —dijo Melita.
—Ah, mis excusas, despoina. Mi
strategos
solicita una tregua para poder enterrar a sus muertos o llevarse sus cuerpos.
El heraldo señaló con un vago ademán hacia el fuerte.
—Prefiero hablar con él en persona —dijo Melita—. Lo veo de pie en la popa. Lo apropiado es que los líderes negocien cara a cara.
El heraldo dio media vuelta y se marchó. Melita le vio recorrer el medio estadio que mediaba entre ellos y el barco.
—Encended una hoguera —ordenó Melita—. Traed vino.
El heraldo subió a bordo y Melita vio que Nicéforo miraba hacia ella y se encogía de hombros. Luego saltó al agua gélida y subió trabajosamente por la playa.
Coeno hizo magia. En cuestión de instantes, había una hoguera encendida. Nihmu apareció a su lado con una pesada ánfora de vino que sostenía en brazos como si fuese un bebé, y Urvara vino a caballo, desmontó y se situó junto a ella. Temerix subió a pie.
—Parshtaevalt, Ataelo y Graethe ya están en la hierba —dijo Urvara—. Deduzco que ese es Nicéforo.
Melita asintió.
Nicéforo recorrió el medio estadio que los separaba, mostrándose indiferente a la capa mojada y al gélido viento. Venía solo.
—Por favor, ven a calentarte —ofreció Melita—. Tenemos vino.
—Nunca rechazo una copa de vino —contestó Nicéforo—. Hola, Coeno el Megaro. Tu presencia me ha hecho confiar en que podía contar con las cortesías de la guerra.
Melita le dio una copa de vino.
—¿Conociste a mi padre?
Nicéforo era beocio. Tenía el pelo cobrizo, lo que le quedaba de él, y no hablaba más de la cuenta.
—No. O, mejor dicho, solo por su reputación. —Derramó una libación—. Por todos los dioses y por la memoria de tu padre. En su nombre, te pido una tregua de un día para recuperar a mis muertos y enterrarlos.
Melita asintió.
—Es curioso, Nicéforo. Hace una hora, me estaba planteando tomar por asalto tu campamento. Ahora bebemos vino. Sí, y no. Te concedo una tregua de cinco días para recuperar a tus muertos. Encontrarás unos cuantos en las granjas de las afueras; a los que matamos ayer.
—Solo necesito un día —dijo Nicéforo.
—Cinco días, durante los cuales tus barcos permanecerán en la bahía, donde yo pueda verlos.
Melita tuvo que mirarlo a la cara. Tenía un rostro agradable, el tipo de rostro que le inspiraba confianza. «Qué lástima», pensó.
El rostro de Nicéforo reflejó su enojo.
—No me habéis derrotado en tal medida para imponerme… —comenzó a decir ofendido.
Melita levantó su fusta.
—Sirves a un usurpador, a un tirano que te ha ordenado venir a incendiar sus propias granjas. No te debo la menor cortesía. Como Coeno me ha dicho que eras un hombre de honor, me ha parecido correcto reunirme contigo. Pero escúchame bien, beocio. Mi padre jamás habría servido a un tirano como Eumeles. Al contrario, lo habría derrocado. Mis tíos sirven a Tolomeo, que construye ciudades, y a Seleuco, que las libera. Te juzgo por tus compañías. Para mí, eres un mercenario que sirve a un rebelde. Acepta los cinco días que te ofrezco o márchate. Aquí no hay nada que negociar.
Nicéforo meneó la cabeza. Estaba menos enojado.
—De modo que lo sabías —dijo.
Coeno mantuvo el semblante cuidadosamente inexpresivo.
Melita lo imitó y permaneció callada, pero de pronto la embargó la esperanza.
Nicéforo bebió un sorbo de vino.
—Escucha, señora. No espero un trato especial de tu parte, pero tu exigencia es muy poco razonable. Aguardar cinco días es asegurarse de que estoy bloqueado aquí. De modo que propongo tres días, ni uno más. —Se dirigió a Coeno—. Sé justo, Coeno.
Coeno se echó para delante.
—Porque si te retenemos cinco días aquí —dijo—, llegará la flota de Sátiro —agregó, quebrándosele un poco la voz al final, casi incapaz de borrar la sonrisa de su semblante.
Nicéforo se encogió de hombros.
—No puedo correr ese riesgo. Ese chico se mueve deprisa. Esta mañana me he enterado de que está en Heraclea con una flota. Supongo que vosotros también estáis al corriente.
Miró en derredor y se puso colorado. Esta vez sí que se enojó.
—¡No lo sabíais! —exclamó.
—Ahora lo sé —respondió Melita—. De pronto tres días me parecen aceptables.
Nicéforo escupió.
—Así no es como proceden las embajadas. Coeno, no me esperaba esto de ti.
Coeno se encogió de hombros.
—Ni tú ni tu heraldo habéis sido amenazados. Has regateado sobre los días de la tregua. A mí todo me parece de lo más normal. —Se volvió hacia Melita—. ¿Tres días?
Melita asintió.
Nicéforo no se movió.
—Tregua de tres días —anunció Coeno—. Podéis desembarcar un máximo de cincuenta hombres a la vez, y podéis usar la playa que queda al norte de la ciudad vieja para cocinar y comer.
—¡Queremos nuestro campamento! —replicó Nicéforo.
Coeno negó con la cabeza.
—No, Nicéforo. Esto es incuestionable. Como tampoco vamos a permitir que fortifiquéis otro lugar.
Nicéforo negó con la cabeza.
—Pues entonces no hay tregua.
Dio media vuelta y se alejó.
Coeno levantó la mano para que nadie hablara. Luego se volvió hacia Melita.
—Sabes lo que significa esto, ¿verdad? —le dijo en voz baja.
Melita asintió.
—Escucha, Coeno. En el fuerte hay barcas. Coge una y una tripulación sindi; sigue a sus barcos hasta que salgan de la bahía del Salmón y ve corriendo a Heraclea. Dile a mi hermano cómo están las cosas y enseguida nos devolverán a León. —Miró a sus caudillos—. Está claro que Sátiro tiene una flota.
—¿Y aquí? —preguntó Urvara—. ¿Qué haremos nosotros?
Melita asintió.
—Creo que esto lo hemos planteado mal —dijo—. Somos sakje. Dejamos a los granjeros defendiendo el fuerte; saben que regresaremos. Nos dispersamos en grupos por todo el territorio del este y hacemos la guerra a nuestra manera, ensañándonos con los sármatas allí donde nos topemos con ellos, actuando como piquetes en cada invasión, sea de Eumeles o de Upazan. Hostilizamos al que aparezca primero. Si podemos derrotar a un destacamento, nos reagrupamos, de lo contrario nos convertimos en copos de nieve arrastrados por el viento del este. Que luchen contra la ventisca. —Señaló con la fusta a Nicéforo, que ahora estaba parado en la playa, a medio estadio de ellos, mirando hacia el mar—. Seguro que los granjeros podrán defender el grano hasta que venga mi hermano.
Urvara fue a decir algo pero Coeno la interrumpió con una exclamación.
—¡Por los dioses, el grano! ¡Nicéforo está aquí por el grano! Eumeles debe andar escaso.
Melita escupió ante la idea de un rey que robaba a sus propios súbditos.
Los ojos de Urvara brillaron, reflejando las llamas de la hoguera.
—Esto es una guerra en toda regla —dijo—. Esta es la guerra que conoce el pueblo.
—Un día de descanso —dijo Melita—, y nos marchamos. —Se volvió hacia Coeno—. ¿Irás en busca de mi hermano? —preguntó.
—¿Podrás vivir sin mí? —respondió Coeno, con cierto tono de mofa, aunque Melita no supo si se burlaba de ella o de él mismo. Decidió tomárselo al pie de la letra.