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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (31 page)

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Acompañó a Sátiro a la verja y este se sintió mejor de lo que esperaba. Sonrió al padre de su amigo, que se mesó la barba y rio.

—¿Cuánto tiempo te quedarás en Alejandría? —preguntó Ben Zion—. Seguro que tus conspiraciones te reclaman.

Sátiro levantó la vista hacia la exedra y vio movimiento detrás de una cortina. Miró de nuevo a Ben Zion y, por alguna razón, prefirió ser sincero.

—Tomé amapola a causa de una herida y me he pasado de la raya. Mi médico va a sacármela del cuerpo. Le llevará más de una semana.

Sonrió atribulado.

—Que Dios te acompañe —dijo Ben Zion—. No es una nimiedad. —Ben Zion le tomó el codo—. Me parece que estás buscando a mi hija.

Sátiro asintió.

—Me caía muy bien.

Ben Zion meneó la cabeza.

—Ahora está casada. Ya tienes suficientes miembros de mi familia.

Salió con Sátiro a la calle.

Miriam casada. Bueno, en realidad apenas la conocía, y encima siempre le buscaba las cosquillas.

—¿Y cómo va lo de la máquina? —preguntó Sátiro.

Ben Zion volvió a mesarse la barba, y esta vez su sonrisa no fue forzada.

—Estupendamente. El señor Tolomeo estuvo aquí, ¡en mi casa!, para verla funcionar. Quiere una para su biblioteca. El tirano de Atenas me ha enviado una carta al respecto. —Ben Zion meneó la cabeza—. Soy uno de los mayores mercaderes de grano del mundo, y nadie conoce mi nombre fuera del sector. Pero ahora que he financiado esta máquina, los hombres me conocen. ¿Cuál es la palabra griega que busco?

—¿Ironía? —preguntó Sátiro.

—Has dado en el clavo, joven. La ironía amenaza con abrumarme. —Ben Zion asintió para sí—. Esto encierra una lección. Tal vez sobre la futilidad del esfuerzo humano. —Permaneció un momento mirando al suelo y luego pareció estudiar el semblante de Sátiro—. Dos de los filósofos que trabajaron en la máquina van a venir a Alejandría; de hecho, espero su llegada cualquier día de estos. Vienen desde Siracusa; pupilos de Pitágoras y Arquímedes. ¿Te gustaría conocerlos? ¿O sus matemáticas son demasiado académicas para un aventurero como tú?

Sátiro le estrechó la mano.

—Estaré encantado. Así tendré algo que esperar con ilusión mientras guarde cama maldiciendo la amapola.

—Bien. Mandaré recado a casa de León. ¿Lo rescatarás? —preguntó Ben Zion de improviso.

—Sí —contestó Sátiro.

—Bien. Para eso, te presto a mi hijo. León y yo somos socios; es apropiado que mi hijo ayude a su sobrino.

Ben Zion le apretó el brazo y volvió a cruzar la verja, dejando a Sátiro preguntándose si Ben Zion hablaba consigo mismo o con él.

Al día siguiente, Nearco anunció que Sátiro estaba listo.

Sátiro se tumbó en la cama con un cubo de rollos.

—Lee mientras puedas —dijo Nearco.

Y así comenzó la cura.

14

Norte de Olbia, invierno, 311-310 a.C.

El primer debate, el primer consejo y las primeras órdenes absolutas de Melita como señora de los asagatje conllevaron mandar a sus aliados de regreso a sus hogares.

La presencia de Parshtaevalt y Urvara tuvo exactamente el efecto que había previsto. La trataban como si fuese una niña particularmente dotada, le hablaban con cuidado para exponerle sus planes y contaban con que ella los aprobara de inmediato. Ellos y sus respectivos pueblos estaban acampados a pocos estadios del Vado del Río Dios, y las tribus comenzaron a unírseles, tal como Ataelo, Urvara y Parshtaevalt deseaban. Con su mera pasividad, estaban formando un ejército.

El tercer día después de los sacrificios, Melita se levantó de su camastro de pieles resuelta a mandar sobre su pueblo y su propio destino. Se vistió con esmero y fue a ver a Nihmu, que ahora compartía abiertamente una tienda con Coeno. Sacudió la nieve virgen de la portezuela y la abrió, sosteniendo el palo con cuidado para no tirar más nieve sobre las alfombras del interior.

—Deseo convocar a todas las autoridades del campamento —anunció.

Coeno estaba hirviendo agua en un cazo de bronce que se sostenía en precario equilibrio sobre un trébede. Iba desnudo de cintura para arriba, y el pelo gris de su torso estaba cubierto de cicatrices. Rara vez había visto un cuerpo con tantas marcas. Coeno no parecía avergonzado.

—Señora —dijo—. Inclinó la cabeza. Él, al menos, la trataba como a una adulta, y como a su comandante.

Nihmu solo llevaba un camisón de lana. Fue a arrodillarse junto a Melita y le dio una taza de sidra caliente.

—¿Señora? —dijo Nihmu—. No soy comandante ni tu
baqca
. —Se encogió de hombros—. ¿Cómo voy a convocar a tu consejo?

—¿Saliendo fuera y gritando? —propuso Melita—. No lo sé, pero si no los convocas tú, seré yo quien salga y se ponga a gritar. El consejo de ayer lo convocó Ataelo. Yo fui invitada. Hoy seré yo quien invite.

Coeno asintió.

—Lo haré yo, señora —dijo—. Soy amigo de todos pero sigo siendo tu hombre. Iré de yurta en yurta y los invitaré a ir… ¿dónde?

—A mi yurta —dijo Melita—. Enseguida. Quiero a Ataelo y Samahe, a Urvara y Eumenes, a Tameax y a Parshtaevalt; y a su tanista, si es que lo tiene. ¿Ese chico tan guapo que ayer iba detrás de él? ¿Es su hijo?

Nihmu negó con la cabeza.

—El hijo de su hermana —contestó—. Se llama Gaweint. —Sonrió—. Es verdad que es muy guapo —dijo, dirigiéndose más a Coeno que a Melita.

Coeno se encogió de hombros.

—Si tú lo dices…

Indignada tal vez fuese demasiado fuerte, pero Melita se quedó sorprendida, incluso horrorizada al ver que flirtearan sin pudor alguno delante de ella.

—¡Nihmu! —dijo, sin dar tiempo a que su mente política la refrenara—. ¡Tienes marido!

Nihmu sonrió como un gato.

—En efecto. Lo tiene preso el enemigo y dirijo todo mi esfuerzo en rescatarlo.

Melita se volvió un momento hacia Coeno, que estaba tan poco perturbado como Nihmu ante lo que había sido prácticamente una acusación de adulterio.

—Si piensas mal de nosotros… —comenzó Coeno.

—¿Mal? —preguntó Melita.

Se hizo el silencio en la tienda.

Melita los miró a los dos, y ellos le sostuvieron la mirada. Melita sabía lo suficiente sobre sentimientos y lenguaje corporal para darse cuenta de que no estaban avergonzados ni a la defensiva, actitud que no hizo sino enojarla aún más.

—Muy bien —dijo—. Convoca a mis líderes.

Dio media vuelta e hizo lo posible por salir de la tienda con la máxima dignidad. «¿Qué están haciendo? ¡Sus actos se reflejarán en mí!», pensó, y acto seguido decidió que era injusto. La mayoría de los sakje no sabía nada del marido de Nihmu, y aún serían menos aquellos a quienes les importara. Entre los nómadas, el sexo no tenía la misma importancia que en las ciudades.

Regresó a su yurta y se sentó a aguardar a que llegaran. El tiempo se fue eternizando, en varios aspectos fue la espera más larga de su vida. Al cabo de un rato comenzó a preguntarse qué debería hacer en caso de que no se presentaran.

Pero las paredes de una yurta son delgadas, y mientras alimentaba su enojo pensando en la desobediencia, sus oídos le dijeron que estaban viniendo. Parshtaevalt pidió a gritos su túnica limpia de lana y mandó a otro jinete en busca de Gaweint, que estaba cazando.

Y por fin llegaron todos juntos, cosa que la condujo a pensar que se habían reunido previamente en otro lugar. Urvara entró la primera. Hizo una reverencia, gesto insólito en ella, y cuando le fue ofrecido, tomó asiento junto al fuego. Uno tras otro, los demás jefes entraron y se sentaron.

Melita sonrió y les ofreció vino. Coeno entró discretamente en la yurta, y el aristócrata megaro se lo sirvió a cada uno de ellos en copas de asta que conservaban el calor. Nihmu vino y se sentó junto al fuego, y Melita se lo consintió aun no estando segura del papel que desempeñaba allí ni qué presagiaba su llegada.

—Permitid que vaya al grano —dijo Melita cuando todos se hubieron acomodado—. Nunca ha sido mi deseo formar un ejército. Vosotros estáis formando un ejército. Mandadlo de vuelta a casa.

Ataelo asintió.

—Lo hacemos por ti.

Melita mantuvo la voz serena.

—Mandadlos a casa —repitió.

Urvara sonrió.

—Melita, comprendemos que…

Melita la interrumpió con determinación.

—Vuestra comprensión no me importa lo más mínimo. Mandadlos a casa o me marcharé y os podéis pudrir en la nieve. O soy la señora de los asagatje o no lo soy. Mi nombre atrae a esos jinetes. Mi nombre bastará para unir a los asagatje. —Miró en derredor, procuró calmarse y ralentizar los latidos de su corazón para sonar más serena—. No tengo intención de ser un
saskar
, un tirano. Pero en este primer paso, o soy obedecida o nuestros caminos se separan.

Ataelo negó con la cabeza.

—Marthax no se inclinará ante una chica.

Melita se encogió de hombros.

—Pues entonces lo mataré en un combate, uno contra uno.

—¿Por qué se avendría a semejante combate? —preguntó Urvara.

—¿Acaso es idiota? —repuso Melita—. ¿En serio? Este campamento, en invierno, en campo abierto, demuestra que mi nombre basta para reunir un ejército. El suyo, no. Lo sabe tan bien como yo. Concedámosle la dignidad de reconocerme si está dispuesto a hacerlo, o la de morir bajo mi cuchillo en caso contrario.

Parshtaevalt se levantó.

—Señora, Marthax era y sigue siendo la lanza más mortífera de las llanuras. Te matará, y contigo morirán nuestras esperanzas.

Melita se encogió de hombros.

—No —dijo—. No me matará.

Nihmu se inclinó hacia delante.

—Todos te amamos, dulzura. Tienes que escuchar…

—No —repitió Melita—. No. No voy a escuchar más. Cada uno de vosotros puede conservar veinticinco caballeros. Eso es todo. Partiremos hacia el campamento de Marthax por la mañana y, si no soy obedecida, me marcharé a la costa.

Uno tras otro, salieron arrastrando los pies, con el enojo pintándoles el semblante. «¿A quién le gusta recibir órdenes de una muchacha?», pensó, pero mantuvo el rostro impasible.

Cuando todos se hubieron ido, Coeno limpió el cazo de calentar el vino con un trapo de lino basto. La miró, aguardando a que hablara. Visto que no lo hacía, dejó el cazo en el montón de los platos y se levantó.

—Tenía que hacerse —dijo.

—¿Eres el único hombre verdaderamente mío? —preguntó Melita.

Coeno sonrió.

—Ni mucho menos, señora. Yo te conozco desde el primer día de tu vida; ellos solo te conocen de lejos. Igual que Nihmu. Y ninguno de nosotros te brinda otra cosa más que respeto. —Esbozó su característica media sonrisa—. Sin embargo… tenía que hacerse. Incluso los padres llega un momento en que tienen que renunciar a dominar a sus hijos.

Melita sonrió a su vez.

—¿Tu Jenofonte también escribió sobre esto?

Coeno negó con la cabeza.

—Jamás escribió sobre la magia del mando —dijo—. Estas lecciones las aprendí de tu padre, y tengo poco que enseñarte. ¿Por qué estás tan segura de que puedes batir a Marthax? ¿Es por la profecía?

Melita se arrellanó en sus pieles.

—Sí y no. Simplemente, lo sé.

Coeno fue a sentarse a su lado.

—Ellos no lo saben.

—Deben confiar en mí —dijo Melita.

Coeno miraba fijamente las brasas del fuego.

—Señora, saben que un enfrentamiento armado de su facción, tu facción, triunfará. Cualquier otro método conlleva elementos de riesgo. Su lógica es casi griega: su sistema no fallará.

—Escúchame, Coeno —dijo Melita en griego. Hablaba deprisa, tal como Filocles le había enseñado a hacer cuando había que presentar un argumento—. Esa lógica es falsa. En un conflicto armado, ganaríamos por un día. Marthax perderá una batalla o la rechazará y huirá hacia el norte, invicto, para reunir a las demás tribus y convertirse en una espina clavada en mis carnes. Y mi pueblo y su pueblo lucharán durante una generación, tal vez más, mientras los sármatas amenazarán nuestra puerta oriental y los Manos Crueles y los Gatos Esteparios se establecerán en los fértiles valles fluviales para convertirse en sindi. Entre su pueblo y el mío se sucederán los ataques y las incursiones, y nunca llegarán a ser un solo pueblo como en los tiempos de Satrax. Ahora bien, si tengo éxito, dentro de un mes seré la reina de los asagatje. Y cuando el suelo esté duro todos nuestros caballos marcharán hacia el este contra los sármatas.

—Tu madre siguió la misma estrategia que dices que Marthax adoptará —señaló Coeno—. Huyó y estableció sus propias alianzas.

—Lo sé —contestó Melita—. Me crié en esos tiempos. He meditado mucho al respecto desde que soy adulta. Creo que hizo lo que hizo por mi padre. Para él estaba bien. Para la guerra contra Alejandro estaba bien. No obstante, para los asagatje estuvo mal. Y voy a ponerle remedio.

Coeno se levantó.

—Piensas a fondo. No sé qué parte lleva más razón, pero haré lo posible para que obedezcan; aunque solo sea porque así es como tiene que ser, pues de lo contrario tu papel carece de sentido.

Se dieron un apretón de manos. Antes de que Coeno saliera de la tienda, Melita lo detuvo.

—Nunca has ocupado un puesto de mando importante —dijo—. Y sin embargo mi padre te amaba y eres el mejor de los guerreros.

—Me desagrada ordenar a los hombres que hagan cosas que yo mismo no haría —respondió Coeno.

Melita enarcó una ceja.

—Tú eres aristócrata. Das órdenes cada vez que abres la boca.

—Ordenaré a un esclavo que me traiga una copa de vino. No ordenaré a un esclavo que se enfrente a una carga de caballería. —Coeno sonrió—. Ni siquiera soy un buen filarco. Siempre termino plantando las tiendas y haciendo la comida.

—Quisiera darte un puesto de mando —dijo Melita—. Formaré un grupo de mis propios caballeros y te nombraré su comandante.

Coeno asintió.

—Por un tiempo —dijo—. Durante este verano, será un honor para mí. Pero cuando venzas, cogeré mis caballos y me iré a reconstruir el santuario de Artemis. Cuidaré de la tumba de mi esposa, cazaré animales y moriré contento. Estoy harto de la guerra.

Melita sonrió.

—Yo también estaré contenta. Entre los guerreros que tenemos ahora en el campamento, búscame un trompetero y cinco caballeros; solo cinco.

Coeno asintió.

—A tus órdenes, señora.

Melita frunció el ceño.

—¿Y Nihmu? —preguntó.

—Nihmu pasa apuros —contestó Coeno.

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