Tierra de Lobos

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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Una manada de lobos vuelve a Hope (Montana), un pueblo de ganaderos donde hace un siglo se produjo una terrible matanza de lobos. Ahora son una especie protegida pero aún despiertan un odio visceral en la comunidad. Helen Ross es una joven bióloga encargada de la protección de los lobos en este ambiente tan hostil. Sus triunfos profesionales siempre han ido a la par de sus fracasos sentimentales. Ahora, en Hope, deberá enfrentarse al poderoso ganadero Buck Calder, empeñado en el brutal exterminio de los lobos y, aún más importante, luchar por aclarar sus sentimientos. Sólo contará con un aliado: el hijo de Calder, un sensible joven de 18 años despreciado por su padre y único lugareño que comprende y ama a los lobos, esas criaturas enigmáticas que viven en profunda armonía con la naturaleza. Tras el éxito mundial de su anterior novela, Nicholas Evans vuelve a ofrecernos una historia de profunda dimensión humana, un relato épico de pasión primordial y amor redentor.

Nicholas Evans

Tierra de Lobos

ePUB v1.0

Siwan
17.03.11

A mi madre Eileen,

y en memoria de mi padre,

Tony Evans.

Los personajes y acontecimientos de esta novela son ficticios, 

al igual que el pueblo de Hope, Montana. Toda semejanza 

con personas, acontecimientos o lugares reales es pura coincidencia.

AGRADECIMIENTOS

De los libros que he utilizado en mi investigación, me han sido de especial ayuda: Of Wolves and Men, de Barry López, War Against the Wolf, editado por Rick McIntyre, Wolf Wars, de Hank Fischer, The Wolf, de L. David Mech, y The Company of Wolves, de Peter Steinhart.

En cuanto a las muchas personas que me han ayudado, deseo mencionar a Bob Ream, Doug Smith, Dan McNulty, Ralph Thisted, Sara Walsh, Rachel Wolstenholme, Tim y Terry Tew, Barbara y John Jrause, J. T. Weisner, Ray Krone, Bob y Ernestine Neal, Richard Kenck, Jason Campbell, Chuck Jonkel, Ieremy Mossop, Huw Alban Davies, John Clayton, Dan Gibson, Ed Enos, Kim McCann y Sherry Heimgartner.

Debo especial gratitud a la familia Cobb, Ed Bangs, Mike Jiménez, Carter Niemeyer, Bruce Weide, Pat Tucker y Koani, el único lobo de quien puedo declararme amigo sin demasiado temor a equivocarme.

Por último, hay una serie de personas cuya paciencia, apoyo, consejos, agudeza y muestras de amistad durante la redacción del libro merecen el más cálido agradecimiento: Ursula Mackenzie, Linda Shaughnessy, Tracy Devine, Robert Bookman, Caradoc King y la maravillosa Carole Baron.

La Fuerza del Mundo actúa siempre de forma circular. El cielo es redondo y he oído decir que la Tierra es redonda como una pelota, al igual que las estrellas. El viento nunca sopla más fuerte que cuando da vueltas. Los pájaros hacen nidos circulares, pues su religión es la misma que la nuestra. El sol se alza y vuelve a caer en círculo. Lo mismo hace la luna, y ambos son redondos. Hasta las estaciones forman un círculo con sus cambios, y siempre vuelven al punto de partida. La vida del hombre es un círculo que va de niñez a niñez. Y así sucede con cuanto lleva fuerza en su interior.

ALCE NEGRO,

siux oglala (1863-1950).

VERANO
Capítulo 1

Algunos creen que el olor de las matanzas persiste durante años en un mismo lugar. Dicen que impregna la tierra, de donde es absorbido poco a poco por un laberinto de raíces; con el tiempo todo lo que crece lleva su marca, desde el liquen más minúsculo al árbol más alto.

Quizá el lobo lo sintiera al moverse silencioso por el bosque con el crepúsculo en ciernes, mientras las ramas más bajas de pinos y abetos le rozaban el lustroso pelaje de verano. Y quizá lo que en su olfato era apenas vago indicio de que ahí, un siglo atrás, habían muerto muchos de los suyos, debería haberle hecho retroceder.

No obstante, siguió descendiendo.

Había emprendido el viaje la tarde anterior, dejando a los demás en las regiones altas, donde en pleno julio todavía quedaban flores primaverales y restos de nieve en barrancos inaccesibles a la luz del sol. Había iniciado su recorrido por una cresta orientada al norte, antes de desviarse por uno de los tortuosos cañones de roca viva por los que la nieve fundida se abría paso hacia los valles y llanos inferiores. El lobo había permanecido en las alturas, evitando los senderos, y más los que tenían agua cerca, dado el peligro de presencia humana en aquella época del año. Aun de noche se había alejado lo menos posible de las lindes del bosque, trotando por las sombras con tal agilidad que sus patas parecían no tocar el suelo. Aparentaba ir en busca de algo.

Al salir el sol, se detuvo a beber. Después encontró un hueco resguardado en lo alto de la pedregosa ladera y pasó durmiendo las horas más cálidas del día.

Mayores dificultades le planteó el descenso final hacia el valle. El suelo del bosque era empinado y estaba cubierto de vegetación seca que el lobo tuvo que ir sorteando cori cuidado. A veces volvía sobre sus pasos y cambiaba de recorrido, sólo para no perturbar el silencio con el crujido delator de una rama seca. Algunos rayos de sol atravesaban el techo vegetal, creando manchas de intenso verde por las que el lobo evitaba pasar.

Era un noble ejemplar de cuatro años, el jefe de su manada. Tenía patas largas y un pelaje negro como el carbón, salvo algunas sombras grises en los flancos, el cuello y el hocico. De vez en cuando hacía un alto y bajaba la cabeza para olfatear un arbusto o mata de hierba. Acto seguido levantaba la pata y dejaba su marca, reclamando para sí lo que llevaba mucho tiempo perdido. Otras veces se detenía a husmear el aire, y una luz amarilla se encendía en sus ojos al percibir los mensajes que le llevaba el aire cálido del valle.

En una de esas ocasiones su olfato percibió algo más próximo. Volvió la cabeza y, a diez metros de distancia, descubrió a dos ciervos de cola blanca, madre e hijo, bañados por un rayo de sol. Ambos lo miraban sin moverse. Los ojos del lobo trabaron con ellos una comunión ancestral que entendió hasta el cervatillo. Todo quedó inmóvil, salvo un luminoso torbellino de esporas e insectos que daba vueltas por encima de los ciervos. Al final, como si ciervos e insectos tuvieran la misma importancia para un miembro de su especie, el lobo apartó la vista y volvió a olfatear el aire.

El valle, situado a dos kilómetros de distancia, propagaba sus múltiples olores. Ganado, perros, el olor punzante de la maquinaria... Y si bien el lobo debería haber comprendido por instinto el peligro de esas cosas, siguió adelante una vez más, vigilado por los ojos de los ciervos, negros e inescrutables, hasta que desapareció entre los árboles.

El valle en que acababa de penetrar se extendía quince kilómetros al este, hondanada de origen glaciar que se iba ensanchando en dirección al pueblo de Hope. Sus laderas eran escabrosas, densamente pobladas de pinos, y, a vista de pájaro, parecían dos brazos buscando con fervor las vastas y soleadas llanuras que partían del pueblo hasta diluirse en infinitos horizontes.

En su parte más ancha, de sierra a sierra, el valle casi medía siete kilómetros. Aunque no era tierra muy adecuada para pastos, muchos vivían de ello, y hasta había permitido crear alguna que otra fortuna. Todo eran piedras y matas de salvia. A la mínima que el prado parecía cobrar impulso, algún barranco o cauce de arroyo se atravesaba en su camino, abrupto socavón lleno de rocas y matojos. Hacia la mitad del valle confluían varios de ellos, formando el río que dibujaba su curso errático hasta Hope entre bosquecillos de álamos de Virginia, y de ahí salía en busca del Missouri.

Todo ello podía contemplarse desde el observatorio del lobo, un peñasco de caliza que emergía del bosque como la proa de un barco fosilizado, presidiendo un brusco descenso en cuña. Al pie de aquella cicatriz en la montaña, formada a base de derrumbes, el prado se iba haciendo con un protagonismo disputado metro a metro. Un rebaño desperdigado de vacas negras y terneros pacía perezosamente. Más lejos, al borde del prado, había una casa pequeña.

La habían construido sobre una loma, en el recodo de un riachuelo cuyos márgenes estaban cubiertos de sauces y cerezos virginianos. Tenía a un lado establos y corrales de vallas blancas. La casa era de tablas de madera, recién pintadas de rojo oscuro. El ala sur albergaba un porche, que en esos instantes, con el sol hundiéndose entre las montañas, recibía un último rayo de luz dorada. Las ventanas del porche estaban abiertas de par en par, y una brisa hacía temblar los visillos.

Dentro de la casa se oía la voz de un locutor de radio. Quizá fuera eso lo que impedía a quien estaba dentro oír el llanto de un bebé. El cochecito azul oscuro colocado en el porche sufrió un ligero balanceo, y dos brazos sonrosados se asomaron al borde, reclamando atención. No acudió nadie. Después de un rato, distraído por la luz del sol que dibujaba formas cambiantes en sus brazos y sus manos, el bebé cambió los lloros por balbuceos.

Sólo el lobo lo oyó.

Kathy y Clyde Hicks llevaban casi dos años viviendo en la casa roja, y, puesta a ser sincera consigo misma (cosa que en el fondo prefería no hacer, visto que no había remedio, de modo que ¿por qué pasarlo mal?), Kathy lo odiaba.

Claro que quizá la palabra odio fuera un poco fuerte. En verano se estaba bien, aunque se seguía teniendo la sensación de estar demasiado lejos, demasiado desprotegido. De los inviernos mejor no hablar.

Se habían instalado hacía dos años, justo después de casarse. Kathy había confiado en que la maternidad cambiaría su manera de ver la casa, y así había sido en parte. Por lo menos tenía con quien hablar cuando Clyde trabajaba en el rancho, aun tratándose más de un monólogo que de una conversación.

A sus veintitrés años, había veces en que deseaba haber esperado un poco más para casarse, en lugar de hacerlo al salir de la universidad. Era licenciada en gestión de industrias agropecuarias por la Universidad de Bozeman, Montana, pero el único provecho que le sacaba al puñetero título eran tres días por semana mareando los papeles de su padre.

Para Kathy, la casa de sus padres seguía siendo su hogar, aunque a Clyde no le sentara muy bien oírselo decir. Pese a los pocos kilómetros que separaban ambas casas, cuando Kathy subía al coche después de un día con sus padres tenía una sensación extraña, no tanto pena como sorda desazón. La manera de que se le pasara era ponerse a hablar con el niño, que estaba en el asiento de atrás, o sintonizar una emisora de música country y cantar con el volumen al máximo.

Kathy tenía puesta su emisora favorita. Estaba delante del fregadero, quitando la farfolla de las mazorcas de maíz. Miró a los perros, que dormían al sol junto a los establos, y empezó a sentirse mejor. Emitían aquella canción que tanto le gustaba, la de la canadiense de voz chillona que decía a su marido lo bien que le sentaba que «le diera a la manivela de su tractor». Cada vez que la oía se echaba a reír.

¡No podía quejarse, caramba! Tenía un buen marido y un bebé que, además de sano, era una preciosidad. ¿Que su casa estaba en el quinto pino? Sí, pero al menos era suya. En Hope había mucha gente de su edad que habría dado el brazo derecho por estar en su situación. Además era alta, con un cabello precioso, y aunque todavía no hubiera recuperado la figura de antes del parto, se sabía lo bastante guapa para darle a la manivela de cualquier tractor.

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