Tierra de bisontes (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Tierra de bisontes
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Si las praderas se le habían antojado la mayor cárcel sin rejas que el Creador pudiera haber inventado, la altiplanicie por la que ahora vagaba como alma en pena se le antojaba el mayor laberinto que al mismo caprichoso Creador se le hubiera podido ocurrir.

A casi mil metros bajo sus pies, el río de aguas rojizas giraba y volvía a girar retorciéndose sobre sí mismo una y otra vez, como si se tratara de un intrincado muro que en lugar de elevarse hacia el cielo se hundiera en los infiernos.

Incluso para él, acostumbrado a subir y bajar montañas desde que tenía uso de razón, el reto era excesivo porque todo, absolutamente todo en aquel maldito rincón del planeta, era excesivo.

Tras meditar largamente sobre sus escasas posibilidades de éxito escalando colinas, barrancos y montañas durante el resto de su vida, llegó a la conclusión de que lo único que podía sacarlo de aquella trampa infernal eran las aguas que corrían por el fondo del escarpado y asombroso cañón.

No le gustaba en absoluto la idea de dejarse arrastrar por una corriente que en cualquier momento podía precipitarse al vacío; pero, como no encontraba ninguna otra solución aceptable, decidió buscar un punto por el que descender hasta sus orillas con unas ciertas garantías de no romperse la crisma, cargado como iba con el arcabuz, el barril de pólvora, los odres de agua, la garrocha, la vela de la barca, el saco de provisiones, la cuerda y el afilado machete.

Avanzó por tanto, bordeando el precipicio y con la vista puesta en cada detalle del terreno, hasta que al cabo de dos horas reparó en que algo brillaba con sorprendente intensidad a unos trescientos metros de distancia.

Al llegar a ese punto no pudo menos que sonreír.

Clavada sobre un pequeño montón de excrementos humanos se encontraba una bala de oro.

No le costó demasiado entender a qué se debía tan sorprendente hallazgo: sin duda el astuto gaditano había pedido permiso para quedarse atrás con la disculpa de hacer sus necesidades, a fin de indicarle que habían pasado por aquel lugar.

Unos cincuenta metros más allá descubrió un estrecho sendero casi invisible desde lo alto, pero sembrado de huellas humanas, que serpenteaba hasta el cauce del río.

Permaneció largo rato al acecho, cerciorándose de que no se advertía presencia humana de ninguna clase por los alrededores, y antes de que comenzara a caer la tarde inició el peligroso descenso.

El sendero concluía en una especie de tranquilo playón en el que se distinguían los surcos dejados en el fango de la orilla por tres largas y delgadas embarcaciones y también había restos de una hoguera, huesos de animales y media docena de deposiciones humanas.

Sobre una laja de piedra, dibujada con un pedazo de madera carbonizada, alcanzó a ver una pequeña cruz.

Evidentemente el andaluz le suplicaba que no le abandonara.

Incluso en el caso de que el gomero Cienfuegos se mostrara absolutamente decidido a poner en peligro su libertad, y tal vez su vida, en un desesperado intento de ayudar a su compañero de viaje, el primer obstáculo se centraba en una simple pregunta: ¿dónde demonios se encontraba en aquellos momentos Silvestre Andújar?

Por lo que cabía deducir del estado del fuego y los excrementos humanos, secos ya a causa del sol y el viento, el grupo de guerreros indígenas y su prisionero debían de haber acampado en aquel lugar tres o cuatro noches antes, pero no existía la menor señal razonable de que las embarcaciones en las que habían llegado y en las que evidentemente se habían marchado, lo hicieran navegando aguas arriba o aguas abajo.

Lo mismo podía tratarse de una partida de cazadores nómadas que se habían dejado empujar por la corriente, como de otra que se dedicara a explorar el gigantesco y desértico territorio que siglos más tarde se llamaría «meseta del Colorado» remontando el río a fuerza de remos.

También podían ser los guerreros de un poblado establecido no lejos de allí, y que tuvieran por costumbre realizar de vez en cuando correrías por las proximidades.

En ese caso el problema seguía estribando en decidir si el supuesto poblado lo habían levantado en una dirección o en la opuesta.

Tras meditar largamente sobre ello, el canario llegó a la única decisión que consideró oportuna en semejantes circunstancias:

—No estoy en condiciones de remontar este jodido río sin una embarcación apropiada —comentó como si le estuviera hablando directamente al gaditano—. Y tengo la casi absoluta seguridad de que las aguas vienen de las montañas que dejamos atrás hace semanas. Por lo tanto, lo único que puedo hacer es dejarme llevar por la corriente y, si te encuentro por el camino, te prometo que intentaré echarte una mano, pero si te han llevado aguas arriba lo siento por ti.

Nadie, ni tan siquiera un superviviente nato como el gomero, podía hacer milagros en un lugar en el que conservar la propia vida era ya de por sí un auténtico milagro.

Si no pasaba hambre se debía únicamente a que era capaz de comerse todo lo que saltara, nadara, volara, se arrastrara o se moviera, e incluso muchas de las cosas que no se movían pero que su especial olfato y una larga experiencia le indicaban que podían proporcionarle algún alimento sin poner en peligro un estómago que se diría capaz de digerir piedras.

Lagartos, lagartijas, serpientes, topos, ratones, aves, polluelos, huevos, peces, tunas, bayas y hasta gran cantidad de insectos contribuían a mantenerlo con vida, visto que, desde el momento en que decidió no arrojarse desde lo alto de la columna de roca, había puesto todo su empeño en regresar a su casa o alcanzar el punto en que según las teorías del andaluz concluía la Tierra.

Por fortuna, y ése era quizás uno de los pocos golpes de suerte que llegó a tener a todo lo largo de su interminable periplo a través de un ilimitado y desconocido continente, se trataba del verano de un año especialmente seco, por lo que el río bajaba con muy poco caudal.

Tal vez debido a ello, los indígenas se habían aventurado a navegarlo, lo cual debía de resultarles harto difícil en épocas de crecida. Así pues, tras estudiar detenidamente la situación, Cienfuegos llegó a la conclusión de que cabía arriesgarse a dejarse llevar por la corriente, procurando, eso sí, no alejarse excesivamente de la orilla.

Recurrió al manido truco de llenar de aire el odre, afirmó a él con ayuda de la red y las cuerdas sus cada vez más escasas posesiones e, introduciéndose en un agua barrosa, permitió que la corriente lo arrastrase mansamente.

Impresionaba mirar hacia lo alto y descubrir que en algunos momentos se encontraba encajonado entre paredes que superaban los mil metros de altura.

Más que impresionar, acojonaba.

Nunca, ni en la inmensidad del océano durante una interminable noche de tormenta, se había sentido tan minúsculo.

La Creación original lo rodeaba por todas partes.

Continuaba sin poder entender cómo aquel pequeño cauce de agua había conseguido erosionar el terreno de una forma tan espectacular, y con el rostro alzado hacia los altivos picachos no pudo menos que preguntarse cuántos millones de años habría necesitado semejante ridiculez de río para descender hasta donde ahora se encontraba.

¡País de locos!

A media tarde distinguió en la distancia espuma blanca, de modo que se apresuró a aproximarse a la orilla para avanzar por tierra calculando el peligro.

Se trataba de un rápido que descendía unos cinco metros de nivel, y cuyo único peligro estribaba en la posibilidad de ser golpeado contra las rocas, por lo que prefirió bordearlo, descansar un rato y continuar «navegando» desde el punto en que las aguas volvían a mostrase tan tranquilas como de costumbre.

Esa noche durmió sobre la arena, arrullado por el murmullo de la corriente.

Al día siguiente descubrió que en la mayor parte de las laderas o en el fondo de los incontables cañones que se formaban ahora a uno y otro lado del cauce principal, y que en aquellos momentos aparecían casi secos, crecía una abundante vegetación de arbustos, monte bajo e incluso algún que otro bosquecillo en los que anidaban infinidad de aves de todo tipo, y resultaba sencillo encontrarse con alguna liebre o una familia de ardillas.

Dedicó por tanto un par de días a cazar, atracarse a gusto y ahumar carne para los momentos de apuro, al tiempo que cortaba y trenzaba ramas con el fin de construirse una rústica balsa que le permitiera continuar río abajo sin necesidad de mojarse más que las posaderas y los muslos.

Su inseparable garrocha le sirvió más tarde para apartar la almadía de las rocas o cambiar de rumbo clavándola en el fondo, de tal forma que la larga travesía comenzó a resultar, si no cómoda, al menos soportable.

Soportable, sí, pero infinita.

Si a la desmesura de las praderas sin horizontes había sucedido la desmesura de la meseta de rocas rojas, la nueva desmesura de aquel universo absolutamente desmesurado se concretaba ahora en las mil vueltas y revueltas de un río que discurría por entre inconcebibles picachos como si su única misión en este mundo fuera la de retrasar lo más posible su llegada al mar o a donde diablos tuviera que llegar.

Se dirigía al sudeste pero de pronto giraba al norte, dudaba, volvía hacia el este, hacía un quiebro entre dos montañas, y tomaba de nuevo el primitivo rumbo, tan desesperadamente lento y enrevesado que el indignado Cienfuegos no podía menos que exclamar a voz en cuello:

—Pero ¿a dónde coño vas ahora, hijo de la gran puta? ¿Es que te has propuesto que me haga viejo con el culo en remojo? ¡Decídete de una condenada vez!

Pero el Colorado parecía empeñado en demostrar desde un principio que era, y sería siempre, el río más indeciso del planeta, y el que más recorrido necesitaba para unir entre sí dos puntos concretos.

El cabrero llegó a la conclusión de que cuando había nacido aquel maldito río aún no se había inventado la línea recta.

Perdió la noción de los días que llevaba con el trasero empapado, porque al fin y al cabo poco le importaba el tiempo teniendo en cuenta que había perdido ya toda esperanza de regresar junto a su familia.

«Si por casualidad Silvestre estuviera equivocado y es Colón quien tiene razón y la Tierra es redonda —se dijo en un momento de absoluto desconcierto—, más posibilidades tengo de llegar a pie a Barcelona que de regresar a Cuba.»

Pero personalmente empezaba a sospechar que la Tierra no era ni plana ni redonda; era pura y sencillamente enrevesada.

«Quien la creó, si es que en verdad hubo alguien que perdió su tiempo en tan disparatada obra, no tenía el menor sentido de las proporciones —se dijo—. En un lugar puso montañas a puñados, en otro llanos hasta aburrir, más allá océanos sin fin, en un rincón áridos y calurosos desiertos, y ni él mismo sabe dónde, selvas en las que no para de llover. —Lanzó un reniego de los que tenían la virtud de tranquilizarlo un rato—. ¡Y para colmo este maldito río! La verdad es, señor Creador, que siendo sincero contigo mismo deberías admitir que has demostrado ser un inepto. Mi hijo menor hubiera distribuido mejor las cosas.»

Se esforzó por no pensar en sus hijos, ni en Ingrid, ni en Araya, ni en lo hermosa y placentera que era su vida hasta la malhadada noche en que se le había ocurrido salir a pescar, consciente de que en cuanto comenzaba a hacerlo la mente se le quedaba en blanco.

No sólo había empezado a perder la noción del tiempo; también estaba perdiendo la noción del espacio y de quién era en realidad.

Llegó serpenteando sobre la superficie del río, apenas a unos metros sobre el nivel del agua, invisible en la oscuridad de la noche, silencioso e imperceptible para quien no tuviera, como Cienfuegos, todos los sentidos alerta, sabedor de que de cada uno de esos sentidos dependían sus posibilidades de continuar en el mundo de los vivos.

Años de esquivar a la muerte, de presentir los peligros, o de advertir el más mínimo cambio en el entorno le alertaron de inmediato y le hicieron erguirse y prestar atención.

Humo y olor a leña quemada, pero no olor a fuego descontrolado, fruto del capricho de la naturaleza, sino un olor en el que podía captarse un ligero punto de carne asada, casi imperceptible para un olfato menos agudo que el suyo.

El fuego de los hombres.

Y el fuego que tantas veces lo había avisado de la presencia de quienes en este caso se sentían del todo seguros puesto que permitían que el escandaloso olor de su fuego se extendiera con absoluta libertad por los alrededores.

Ocultó bajo un montón de piedras la mayor parte de sus pertenencias, así como la pequeña balsa, y, armado únicamente con su inseparable garrocha, el cuchillo y el machete, se dejó llevar por la corriente aunque continuó manteniéndose muy pegado a la orilla.

Al poco trecho el río giró, continuó serpenteando unos trescientos metros y torció de nuevo, esta vez a la izquierda, para acabar por desembocar en un ensanchamiento que conformaba una tranquila laguna cuya verdadera extensión no consiguió calcular en la oscuridad.

En la orilla opuesta brillaban varias hogueras, en torno a las cuales se distinguían gran cantidad de figuras humanas que poco después comenzaron a cantar y danzar al ritmo de sonoros tambores, y por un momento Cienfuegos temió que aquella pandilla de salvajes se encontraran celebrando un banquete en el que el «invitado especial» fuera su buen amigo Silvestre Andújar.

Le vinieron a la mente no obstante las afirmaciones del andaluz, que en más de una ocasión había insistido en el hecho de que ninguna de las familias sioux ni las tribus vecinas habían practicado nunca el canibalismo, que estaba considerado por los pieles rojas como una de las peores aberraciones en que podía caer un ser humano.

—Confío por tu bien en que no te equivocaras —musitó como si el gaditano pudiera escucharle—. Y confío en que esos salvajes sepan que se trata de una aberración porque, como nadie se lo haya advertido, me temo que estás perdido.

Tras un largo rato de observar los cantos, los bailes y las idas y venidas de hombres y mujeres, que comían, reían y bebían, el canario llegó a la conclusión de que el animado y ruidoso sarao iba para largo y que no estaba en disposición de hacer nada de provecho hasta que la luz del día le permitiera formarse una clara idea de cuál era la situación del poblado y en qué forma se encontraba vigilado o protegido.

Salió por tanto del agua por la orilla opuesta de la laguna, a poco menos de quinientos metros del poblado, para ascender sigilosamente y casi a tientas por la escarpada ladera hasta que localizó un grupo de rocas tras las que, a su modo de ver, podía mantenerse fuera del campo de visión de los nativos cuando llegara el día.

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