Tiempo de odio (24 page)

Read Tiempo de odio Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Tiempo de odio
4.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Escuchaba el aliento de Filippa y sentía cada uno de sus movimientos, pero movió la cabeza desmañadamente, afectando perplejidad. La hechicera no se dejó tomar el pelo.

—No finjas, Geralt. Triss te habrá cegado los ojos pero, al fin y al cabo, no te ha quitado tu cabeza. ¿Cómo es que has aparecido aquí?

—Metí la pata. ¿Dónde está Yennefer?

—Bienaventurados los que no saben. —En la voz de Filippa no había ironía—. Puesto que vivirán más. Dale las gracias a Triss. Ha sido un encantamiento débil, la ceguera se te pasará pronto. Y de este modo tú no has visto lo que no deberías haber visto. Vigílalo, Dijkstra. Ahora vuelvo.

De nuevo un movimiento. Voces. La sonora voz de soprano de Keira Metz, el bajo nasal de Radcliffe. El golpeteo de los zapatones redaños. Y la voz enervada de Tissaia de Vries.

—¡Soltadla! ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo habéis podido hacerle esto?

—¡Es una traidora! —La voz nasal de Radcliffe.

—¡Jamás lo creeré!

—La sangre no es agua. —Fría, Filippa Eilhart—. Y el emperador Emhyr prometió a los elfos la libertad. Y un estado propio, independiente. Aquí, en estas tierras. Por supuesto, después de aniquilar a los humanos. Y eso bastó para que nos traicionara al momento.

—¡Responde! —Tissaia de Vries, con emoción—. ¡Respóndele, Enid!

—Responde, Francesca.

El tintineo de unas esposas de dwimerita. Y el acento cantarín y élfico de Francesca Findabair, la Margarita de Dolin, la mujer más hermosa del mundo.

—Va vort a me, Dh'oine. N'aen te a dice'n.

—¿Esto te basta, Tissaia? —La voz de Filippa, como un chasquido—. ¿Me crees ahora? Tú, yo, todos nosotros, somos para ella y siempre fuimos Dh'oine, humanos, a los que ella, Aen Seidhe, no tiene nada que decir. ¿Y tú, Fercart? ¿Qué te prometieron Vilgefortz y Emhyr para que te decidieras a traicionar?

—Vete el diablo, guarra pervertida.

Geralt contuvo el aliento, pero no escuchó el sonido de un rompecabezas al golpear una mandíbula. Filippa se contenía mejor que Keira. O bien no tenía rompecabezas.

—¡Radcliffe, llévate los traidores al Garstang! Detmold, presta tu brazo a la gran maestra de Vries. Id. Ahora me reuniré con vosotros.

Pasos. Olor a canela y nardo.

—Dijkstra.

—Aquí estoy, Fil.

—Tus subordinados ya no son necesarios aquí. Que vuelvan a Loxia.

—¿Estás segura...?

—¡A Loxia, Dijkstra!

—A tus órdenes, noble señora. —En la voz del espía se percibía la burla—. Los lacayos se van, ya han hecho lo que les correspondía. Ahora es asunto exclusivo de los hechiceros. Y por eso yo, sin demorarme, salgo del alcance de la vista de los hermosos ojos de vuestra alteza. No esperaba agradecimiento por la ayuda y la participación en el golpe pero estoy seguro de que vuestra alteza me mantendrá en su agradecida memoria.

—Perdona, Segismundo. Gracias por la ayuda.

—No hay de qué, ha sido un placer. Eh, Woymir, agrupa a los nuestros. Cinco se quedan conmigo. El resto los llevas abajo y los embarcas en el
Catarata
. Eso sí, en silencio, de puntillas, sin ruido y sin escándalo. Por pasillos secundarios. ¡En Loxia y en el puerto ni palabra! ¡En marcha!

—No has visto nada, Geralt —dijo en un susurro Filippa Eilhart, desprendiendo sobre el brujo el olor a canela, nardo y soda—. No has escuchado nada. Nunca has hablado con Vilgefortz. Dijkstra te conducirá a Loxia. Te intentaré encontrar allí cuando... Cuando todo acabe. Te prometí algo ayer y mantendré mi palabra.

—¿Y qué hay de Yennefer?

—Éste está obsesionado. —Dijkstra volvió, haciendo ruido con sus pies—. Yennefer, Yennefer... Ya aburre. No te preocupes por él, Fil. Hay asuntos más importantes. ¿Le encontraron a Vilgefortz lo que se esperaba encontrar?

—Sí. Toma, esto es para ti.

—¡Ojo! —El crujido de un papel al desplegarse—. ¡Ojo! ¡Ojo, ojo! ¡Maravilloso! El duque Nitert. ¡Excelente! El barón...

—Con discreción, sin nombres. Y, te lo pido, cuando vuelvas a Tretogor no comiences de inmediato con las ejecuciones. No provoques un escándalo prematuro.

—No temas. Los muchachotes de esta lista, tan golosos de oro nilfgaardiano, están seguros. De momento. Serán mis más queridas marionetas para tirar de la cuerdecita. Y luego, se les pondrá la cuerdecita en los cuellecitos... Por curiosidad, ¿había otras listas? ¿Los traidores de Kaedwen, de Temería, de Aedirn? Me alegraría de echarles un vistazo. Incluso la mitad de un vistazo...

—Sé que estarías contento. Pero no es asunto tuyo. Esas listas las tienen Radcliffe y Sabrina Glevissig, ellos sabrán lo que tienen que hacer con ellas. Y ahora, adiós. Date prisa.

—Fil.

—Dime.

—Devuélvele la vista al brujo. Que no se tropiece en las escaleras.

 

En la sala de baile de Aretusa continuaba el banquete, pero había cambiado su forma a algo más tradicional e íntimo. Se habían retirado las mesas, los hechiceros y hechiceras habían traído a la sala sillones, sillas y banquetas de no se sabe dónde, se habían sentado en ellas y se dedicaban a diferentes diversiones. La mayor parte de aquellas diversiones podrían considerarse faltas de tacto. Un grupo numeroso estaba sentado alrededor de un enorme barril de orujo del malo, y bebía, charlaba y de vez en cuando estallaba en risas estentóreas. Aquéllos que no hacía mucho habían ejercitaban la búsqueda de aperitivos con tenedores de plata, ahora mordían sin vergüenza costillas de carnero que sujetaban con las dos manos. Algunos jugaban a las cartas con apasionamiento, despreciando a los que los rodeaban. Algunos dormían. En un rincón, una pareja se besaba apasionadamente y el afán con que lo hacían demostraba que no se iban a quedar en el beso.

—Míralos, brujo. —Dijkstra se inclinó sobre la balaustrada de la galería, miró a los hechiceros desde lo alto—. Cómo se divierten, como chicuelos, podrías pensar. Y durante este tiempo su Consejo acaba de apalancar con casi todo su Capítulo y lo está juzgando por traición, por aliarse a Nilfgaard. Mira a esa parejilla. Ahora se irán a buscar un rinconcito adecuado, y antes de que terminen de chingar, Vilgefortz ya estará colgando de una soga. Ah, al partir, un beso y una flor...

—Cállate, Dijkstra.

 

El camino que conducía a Loxia subía en un zigzag de escaleras por la pendiente de la montaña. Las escaleras enlazaban terrazas decoradas con setos mal cuidados, parterres y agaves secos plantados en macetas. Dijkstra se detuvo en una de las terrazas que acababan de pasar, se acercó al muro, a una fila de dientes de piedra de una quimera de entre cuyas mandíbulas brotaba agua. El espía se inclinó, bebió durante largo rato.

El brujo se acercó a la balaustrada. El mar brillaba dorado, el cielo tenía un color aún más kitsch que en los cuadros de la Galería de la Gloria. Allá abajo se veían los destacamentos de redaños que habían salido de Aretusa y que se acercaban a paso apresurado hacia el puerto. Precisamente estaban atravesando un puentecillo que cruzaba a la orilla a través de la hendidura en la roca.

Lo que de pronto le llamó la atención fue una figura solitaria y coloreada. La figura saltaba a la vista porque se movía muy deprisa. Y en dirección contraria a los redaños. Hacia arriba, hacia Aretusa.

—Venga. —Dijkstra le dio prisa con un carraspeo—. Al que madruga, los dioses le ayudan.

—Si tanta prisa tienes, vete solo.

—Seguro. —El espía torció el gesto—. Y tú te vuelves al monte a salvar a tu Yennefer. Y metes jaleo como gnomo borracho. Vamos a Loxia, brujo, ¿Acaso te haces ilusiones, o algo así? ¿Crees que te he sacado de Aretusa porque estoy enamorado de ti en secreto? Claro que no. Te he sacado de allí porque me eres necesario.

—¿Para qué?

—¿Estás fingiendo? En Aretusa estudian doscientas señoritas de las mejores familias de Redania. No puedo arriesgarme a un conflicto con su estimada rectora, Margarita Laux-Antille. La rectora no me dará a Cirilla, princesa de Cintra, a la que Yennefer ha traído a Thanedd. Mientras que a ti lo harán. En cuanto lo pidas.

—¿De dónde sacas esa graciosa idea de que yo lo voy a pedir?

—De la graciosa suposición de que quieres asegurar la seguridad de Cirilla. Bajo mi protección, bajo la protección del rey Vizimir, estará segura. En Tretogor. En Thanedd no está segura. Guárdate tus comentarios malintencionados. Sí, sé que al principio los reyes no tenían precisamente las intenciones más limpias del mundo con respecto a la muchacha. Pero esto ha cambiado. Ahora está claro de que una Cirilla viva, sana y segura puede ser, en la guerra que se avecina, más valiosa que diez destacamentos de caballería pesada. Muerta no vale ni un pimiento.

—¿Sabe Filippa Eilhart lo que pretendes?

—No lo sabe. No sabe siquiera que yo sé que la muchacha está en Loxia. Mi en otro tiempo querida Fil, levanta bien alto la cabeza, pero el rey de Redania sigue siendo Vizimir. Yo cumplo las órdenes de Vizimir, las maquinaciones de los hechiceros me importan una mierda. Meteremos a Cirilla en el
Catarata
y navegará hasta Novigrado, de allí irá a Tretogor. Y estará segura. ¿Me crees?

El brujo se inclinó hacia una de las cabezas de la quimera, bebió del agua que chorreaba de la monstruosa mandíbula.

—¿Me crees? —repitió Dijkstra, de pie junto a él.

Geralt se incorporó, se limpió los labios y le golpeó con todas sus fuerzas en la mandíbula, el espía se tambaleó pero no cayó. El más cercano de los redaños saltó y quiso agarrar al brujo, pero agarró el aire y al punto quedó sentado, escupiendo sangre y dientes. Entonces se echaron todos sobre él. Se formó un lío, un follón, un alboroto, unas apreturas, y precisamente esto es lo que quería el brujo.

Con un chasquido, un redano se estrelló de cara contra la testa de piedra de la quimera, el agua que brotaba de las fauces se coloreó inmediatamente de rojo. Otro recibió un puñetazo en la tráquea, se dobló como si le hubieran arrancado los genitales. Un tercero, golpeado en el ojo con un codo, retrocedió gimiendo. Dijkstra agarró al brujo en un abrazo de oso, pero Geralt le golpeó con fuerza con el tacón en la espinilla. El espía aulló y dio cómicos saltos sobre un solo pie.

El siguiente esbirro quiso rajar al brujo con una falcata, pero rajó el aire. Geralt lo agarró con una mano por el codo, con la otra por la muñeca, giró, derribando a tierra a los otros dos, intentó levantarse. El esbirro que tenía agarrado era fuerte, no pensaba soltar la falcata. Geralt reforzó su tenaza y le rompió la mano con un chasquido.

Dijkstra, todavía cojeando de un pie, alzó del suelo una corseca e hizo intenciones de clavar al brujo contra el muro con la hoja de tres dientes. Geralt se agachó, agarró el asta con las dos manos y usó de una ley del movimiento conocida por los sabios. El espía, al ver crecer a sus ojos los ladrillos y las juntas del muro, soltó la corseca pero ya era demasiado tarde para evitar el golpe en el perineo contra la testa que chorreaba agua de la quimera.

Geralt utilizó la corseca para echar a tierra a otro de los esbirros, luego apoyó el asta en el suelo y con un golpe de la bota lo partió, acortándolo hasta la longitud de una espada. Probó el palo, primero golpeando las espaldas de Dijkstra, que estaba sentado a horcajadas sobre la quimera, e inmediatamente después, hizo callar los gritos del jayán de la mano rota. Las costuras del doblete ya hacía tiempo que habían saltado bajo las axilas y el brujo se sentía bastante mejor.

El último de los jayanes que se tenía en pie también atacó con la corseca, juzgando que su longitud le daba ventaja. Geralt le golpeó en la base de la nariz. Del mismo impulso el jayán fue a caer sentado sobre una maceta de agaves. Otro redano, con extraordinaria testarudez, se agarró al muslo del brujo y le mordió dolorosamente. El brujo se enfureció y de una fuerte patada privó al mordedor de la posibilidad de morder.

Por las escaleras subía corriendo un jadeante Jaskier, vio lo que estaba pasando y se quedó blanco como el papel.

—¡Geralt! —gritó al poco—. ¡Ciri ha desaparecido! ¡No está!

—Me lo esperaba. —El brujo propinó un golpe con el palo a otro redaño que no quería seguir tendido tranquilamente—. Pero cuidado que te haces esperar, Jaskier. Te dije ayer que si pasaba algo tenías que ir en un pispas a Aretusa. ¿Me has traído mi espada?

—¡Las dos!

—Esa espada es la de Ciri, idiota. —Geralt le atizó un trompazo al jayán que estaba intentando levantarse de entre los agaves.

—No sé nada de espadas —bufó el poeta—. ¡Por los dioses, deja de golpearlos! ¿No ves el águila redana? ¡Son gente del rey Vizimir! Esto significa traición y revuelta, por esto se puede ir a parar a la trena...

—Al cadalso —farfulló Dijkstra, mientras sacaba un estilete y se acercaba con paso vacilante—. Los dos vais a ir a parar al cadalso...

No alcanzó a decir más porque cayó a cuatro patas, abatido por un trompazo en un lado de la cabeza del pedazo del asta de la corseca.

—La tortura de la rueda —afirmó triste Jaskier—. Precedido de desgarrones con alicates calientes...

El brujo le metió una patada en las costillas al espía. Dijkstra cayó de costado como un alce muerto.

—Descuartizamiento —asestó el poeta.

—Déjalo, Jaskier. Dame las dos espadas. Y lárgate de aquí pero ya. Huye de la isla. ¡Huye lo más lejos que puedas!

—¿Y tú?

—Voy a volver a la montaña. Tengo que rescatar a Ciri... Y a Yennefer. Dijkstra, sé bueno y quédate tendido, ¡y deja en paz ese estilete!

—No te irás de rositas —jadeó el espía—. Traeré a mis... Iré detrás de ti...

—No irás.

—Iré. Tengo cincuenta hombres en la cubierta del
Catarata
...

—¿Y hay entre ellos un barbero?

—¿Cómo?

Geralt se puso por detrás del espía, se agachó, le agarró por el pie, lo sacudió, lo retorció bruscamente y con mucha fuerza. Crujió. Dijkstra aulló y se desmayó. Jaskier gimió como si aquélla hubiera sido su propia articulación.

—Lo que me hagan después de descuartizarme —murmuró el brujo— ya no me importa un pimiento.

 

En Aretusa reinaba el silencio. En la sala de baile sólo habían quedado los supervivientes que no tenían ya ni fuerzas para hacer ruido. Geralt evitó la sala porque no quería ser visto.

No sin esfuerzo encontró la sala en la que había dormido con Yennefer. Los pasillos del palacio era un verdadero laberinto y todos parecían iguales.

Other books

Torch by Lin Anderson
The Bachelor List by Jane Feather
Lay Down My Sword and Shield by Burke, James Lee
Not Guilty by Patricia MacDonald
Murder in the Smithsonian by Margaret Truman
Sweet Thursday by John Steinbeck