En fin, aprenderá leyendas selváticas de primera agua.
Tampoco esto le será acordado. Las leyendas de monte —en Misiones, por lo menos— son desconocidas en el país. Las que corren como tales no se sabe de dónde provienen: tal vez de los libros. La tradición nativa no las ha conservado, y en vano se pretenderá escucharlas de labios guaraníes. Estos mismos labios son capaces, sin embargo —hay casos— de repetir todavía el padrenuestro en latín, postrera y única herencia de la educación jesuítica; pero de leyendas nada saben.
El que esto escribe cruzaba una vez el Alto Paraná en guabiroba en compañía de un viejo indígena que conservaba purísimo su guaraní racial. Esto pasaba mucho más allá de la boca del Iguazú. Efectuábamos la travesía bajo una siesta caliginosa, que hacía danzar el basalto y el bosque negro en vibraciones de fuego. El horizonte de agua, muy próximo, sin embargo, reverberaba a tal punto que hacía daño deslizar la vista por él.
—Cuando el sol no es fuerte —me dijo mi acompañante en lengua franca de frontera—, se ve aparecer una canoa tripulada por nueve marineros vestidos de blanco.
—¿De dónde salen? —pregunté.
—No se sabe —me respondió—. A la hora de la siesta, cuando el sol no es tan fuerte, salen de atrás de esa restinga negra. Es una falúa de un buque de guerra…
Éstas no son sus palabras exactas; pero sí la expresión «falúa».
Ahora bien, nadie en aquella latitud es capaz de inventar tal absurdo. Acaso en la época de la conquista o más tarde, una cañonera inglesa remontó el Paraná. Tal vez naufragó en aquellas aguas, pereciendo toda la tripulación. La impresión provocada por la catástrofe ha creado en la mente indígena la leyenda correspondiente que hasta hoy se conserva en la memoria racial transmitida de generación en generación con las mismas expresiones: «falúa», «fantasma»…
Nuestro huésped adquiere a su vez su pequeño grano de leyenda oscura.
En la alta noche se oye distintamente el estrépito fragoroso de la caída de un grueso árbol. Estos árboles, caducos o enfermos, pierden pie a menudo. Pero éste ha caído tan cerca que nuestro huésped cree su deber llamar la atención del capataz que duerme a su lado.
—Mala tarea mañana para ustedes —advierte.
—¿Qué cosa? —responde el capataz.
—Ese árbol que acaba de caer.
—No ha caído ningún árbol —niega el capataz.
—¡Cómo! Usted estaría durmiendo.
—No dormía. No ha caído ningún árbol. Usted mismo lo verá mañana.
Nuestro huésped queda como quien ve visiones. Apenas rompe el día mira desde la carpa y recorre el campamento en todas direcciones. No hay ningún árbol en tierra. Y todos han oído el retumbo de su caída.
—No, no ha caído árbol alguno —le dice más tarde el mayordomo—. Todos conocen en el Alto Paraná este fenómeno, y ya nadie se inquieta.
—¡Pero, en alguna parte ha caído! —observa el huésped—. ¿Cuestión de eco, entonces?
—Tampoco. No ha caído… ahora.
—¿Cómo, ahora?
—No ha caído en el instante en que lo oyó. Cayó antes, hace un año, ¡qué sé yo! Tal vez hace siglos. Se trata de un fenómeno ya conocido, y cuya explicación parece haber sido hallada últimamente. Las primeras observaciones, a lo que entiendo, se hicieron en los cañones del Colorado. Oíase patente allí el desplome de secuoyas que no existían más, y gritos y aullidos lejanos traídos por el viento, tal cual en los asaltos de las caravanas de antaño por los pieles rojas. Otras cosas más se han oído, pero sin comprensión perceptible hasta hoy.
»A estos fenómenos singulares pertenece, sin duda alguna, el fragor del árbol caído que usted oyó anoche, y que cayó.
»¿Explicación científica, dice usted? Yo no la sé, ni creo que nadie pueda dársela todavía. La teoría más aceptada por los que especulan con estas pseudo alucinaciones auditivas, es la siguiente.
»Todo fenómeno físico se verifica con el concurso de una serie de circunstancias concomitantes: temperatura, estado higrométrico, tensión eléctrica, vibraciones telúricas, ¡qué sé yo! En un ambiente tal, y de tales características, se produce, pues, el fenómeno. Agregue a aquél si usted quiere, el estado de la atmósfera solar, de los rayos cósmicos, de los iones siderales; en fin, de todos y cuantos determinantes influyen en la eclosión de un fenómeno.
»Pues bien; dichos determinantes no vuelven a hallarse en conjunción sino en pos de un tiempo breve o largo, pero absolutamente impreciso. Pueden pasar semanas o siglos. Pero llega un día, un momento, en que la atmósfera, el grado de humedad, la tensión eléctrica, etc., etc., tornan a hallarse en las mismas circunstancias de conjunción que la que produjo el fenómeno extinguido y, como a través de una radio, los sonidos tornan a reproducirse exactos: caída de un árbol, aullidos de asalto, y lo demás.
»¿Qué admite usted que puede caber en este demás? La voz de oradores convertidos en polvo hace miles de años. El proceso entero de Cristo, y la voz misma del Sinaí. Más atrás todavía: el paleteo de los plesiosauros en los mares calientes, y el hondo retumbo de los cataclismos primarios. Podríamos ir más atrás todavía, aventurándonos…
»Las vibraciones no se pierden —dice la teoría—. Descentradas en muertas espirales en pos del fenómeno que las produjo, vagan por allí, no se sabe dónde, desmenuzadas en la eternidad. Pero basta que las determinantes causales se hallen en conjunción, para que esas vibraciones se concentren con la velocidad del rayo, y tornen a revivir.
»La radio del porvenir captará —¿por qué no?— esas ondas dispersas que guardan la historia sonora de la humanidad y del planeta aún virgen. Y ella cantará a nuestros oídos lo que Dios mismo tal vez no guarda en la memoria.
»¿No lo cree usted enteramente? Yo tampoco. Pero busque usted entretanto el árbol cuya caída hemos oído todos: no lo encontrará.
Las rutas de la selva y las de la pampa ostentan dos características, paraíso en la una e infierno en la otra: falta o exceso de vegetación.
No hay camino en la estepa digno de tal nombre mientras no se logre encauzarlo entre doble fila de árboles. No hay picada en el bosque que pueda resistir a la lujuria floral, si día tras día no se va extirpando la selva ambiente que pugna por cubrir la honda cicatriz abierta. Es, pues, obvio que el amigo del árbol a ciegas sufra trastornos conceptuales cuando trasplantada su existencia a una zona boscosa deba, para conservar aquélla, talar, rozar, aniquilar y quemar constantemente la selva ante el altar de sus pampeanos dioses.
Nunca como en el bosque el caballo de Atila pudo ser útil.
Esta disyuntiva: ahogar a la selva o ser devorado por ella se impone como un rito en las picadas y senderos del bosque. En sólo seis meses de abandono, la selva ha rastreado y se ha entrelazado sobre la roja llaga, al punto de tornarse más fácil la apertura de una nueva senda que el reabrir la trocha inextricable.
Por esto el buen hombre de monte —hay buenos hombres de monte como hay buenos gauchos— va constantemente salpicando de machetazos su avance con la picada. Hoy aquí, mañana allá, el paso del hombre contiene y extirpa las guías ansiosas de la selva, que se lanzan oblicuas hacia el hilo central de luz.
Cuando el noventa por ciento de los pobladores de Misiones eran brasileños, las picadas llevaban su hilo rojo a través del gran bosque con una nitidez hoy perdida. A pie, a caballo, el machete del brasileño iba incesantemente recortando el retoño montés a uno y otro lado de su hombro. Tras cada tormenta la labor aumentaba. Era preciso recurrir al hacha para despejar la huella de los árboles tumbados. Si éstos eran muy voluminosos, se abría un desvío. Pero sólo en este caso se recurría a tal arbitrio.
Esta solicitud del brasileño hacia su senda nativa halla su raíz en las condiciones de vida impuestas por la gran selva que constituye gran parte su país. Descendiente de exploradores de bosque, nieto de bandeirantes, bandeirante él mismo, ha heredado la vigilancia perpetua de su camino. En todas las naciones limítrofes con el Brasil, donde la selva impera, el brasileño ha avanzado con su machete hasta la línea de la estepa. Allí ha concluido su acción de bandeirante. Más allá de ese límite comienza el reino de la pampa ganadera.
El gaucho —venezolano o argentino— no se halla en la selva. Sufre con el trasplante, arraiga con dificultad, y de aquí la incomprensión de su nueva vida, manifiesta en el abandono en que mantiene sus caminos que hora tras hora se van cerrando tras su inerte paso.
Hoy, en las grandes rutas de internación, el hombre montaraz ha desaparecido, desalojado por el camión. Instrumento de progreso urgente, que no aprecia su labor sino por el tiempo mínimo empleado en realizarla.
La frase «No tenemos tiempo», propia de este instante, osténtase como patente en el radiador del camión. Él tampoco tiene tiempo para cuidar el camino. Y ya se halle al servicio de una empresa nacional o extranjera, el camión, pese a su nacionalidad de origen, a la de sus dueños o de sus conductores, se ha convertido a su vez en criollo hasta la médula, él, sus hábitos y su chofer.
Un poblador recién llegado al territorio se ve en el caso de utilizar a menudo uno de estos camiones del tráfico montés. La picada es encantadora; la huella, no tanto. A ambos lados de ella, y en un ancho de treinta metros, el bosque fue talado, a fin de que el sol secara debidamente la picada. Con el tiempo la vegetación ha renacido, al punto de que hoy apenas queda libre, en el fondo de aquel mar sombrío, la huella roja. Y asimismo ésta se complica de vez en cuando en los piques de desvío ocasionados por la caída de un árbol —insignificante a veces— pero que «no hay tiempo» de retirar.
Uno de estos desvíos efectúase en un mal paraje, con fuerte pendiente, en piedra viva. Ha llamado allí la atención del viajero la circunstancia de no distinguir obstáculo alguno de importancia que haya dado lugar a tan peligroso desvío. Nada percibe a través de la maraña que ha vuelto a cubrir la vieja trocha.
—Debe de haber un gran obstáculo allí —comunica su impresión al chofer.
—No sé —responde éste, conduciendo a tumbos su camión—. Cuando vine a acarrear aquí, ya estaba este desvío.
Pero el viajero obtiene un día del chofer que se detenga un instante. ¿Quién sabe? Tal vez una grieta del suelo, un fenómeno cualquiera digno de observación.
Desciende y examina el lugar. No halla nada: ni grieta, ni fenómeno, ni obstáculo alguno. Nada, fuera de una lata vacía de nafta.
Nada más. Ése era el obstáculo.
Antes, quién sabe cuándo, un chofer vertió la nafta en el tanque de su camión y tiró al camino la lata vacía. De regreso de su viaje, desvió la dirección al llegar a la lata, pues no tenía tiempo para retirarla de la huella. Viaje tras viaje, el desvío se fue ensanchando, hasta convertirse en picada maestra, cuando nuevos conductores, que ignoraban su origen, lo hollaron a conciencia. Pero en el fondo de todo este trastorno de arribadas y frenadas peligrosas, no había sino una lata vacía.
Nadie, pues, tuvo tiempo para apartarla del camino. Nadie vigiló sus intereses: ni los conductores se cuidaron de las posibles multas por elásticos rotos, ni los patrones tuvieron consideración por su vehículo, aunque las cubiertas fueran dejando día tras día, en las aristas de piedra, tiras de su corazón.
Nuestra casa se levanta al borde de una amplia meseta que domina por todos lados el paisaje y que declina fuertemente hacia el oeste en una a modo de ancha garganta. En el fondo, el profundo valle así formado limitado por la abrupta costa paraguaya y por dos altos cerros en tierra argentina que cierran el anfiteatro, yace estático el Paraná, convertido en lago escocés por obra del ambiente. El valle, la cordillera, cuanto abarca la vista se halla cubierto por el bosque. En esa mancha uniformemente sombría sólo las aguas del río pincelan de color el paisaje; cinc en las primeras horas de la mañana; plata cuando el sol ya ha ascendido, y oro y sangre a la muerte de la tarde.
La pequeña meseta cuyo centro ocupa nuestra casa se halla bordeada de palmeras. Esta circunstancia, añadida a la disimulación del terreno inmediato, que aleja por todas partes el horizonte, da al palmar un aspecto de
atoll
o isla polinésica, impresión esta que se torna muy viva en las noches de gran luna, cuando, a favor de la brisa nocturna, se difunde en el ámbito el frufrú marino característico de las palmeras.
Naturalmente no se hallan sólo palmeras en casa. Hacia el este, un macizo de bambúes malayos —hoy un bosque— ha desbordado ya de la meseta. Dos amplias avenidas lo cruzan, y su gran bóveda y la verde penumbra ambiente constituyen el paraíso de los pájaros, sus dueños natales.
Las aves de vida exclusivamente forestal defienden satisfactoriamente su existencia de la garra de los gavilanes y águilas, en razón del obstáculo que la fronda tupida ofrece al vuelo de aquéllos.
No así los pájaros de habitar menos restringido, para quienes el espacio libre constituye un perpetuo peligro. Los bosquecillos aislados e inmediatos al hombre ofrécenles un refugio seguro y un campo de nutrición abundante, que se apresuran a adoptar, y de aquí la riqueza en pájaros de nuestra meseta, que los ampara maravillosamente.
En un principio, como en el mundo bíblico, en nuestra árida meseta era la nada. Cuando los primeros samoliús y eucaliptos hubieron alcanzado algunos metros, un casal de chingolos se atrevió a explorar la meseta; estudió concienzudamente las seguridades que ésta podía ofrecerle, fue y vino por varios días, hasta que pernoctó por fin allí.
Éstos fueron los primeros huéspedes. Más tarde, y hoy mismo, como si una voz de aliento prosiguiera su llamado por la selva, nuevas especies se apresuran a poblar el paraíso.
A los chingolos sucedieron los gargantillas. Tras éstos, las tijeretas, los pirinchos, los mixtos dorados, los annós, las tacuaritas, los pecho-amarillo, los benteveos, los mirlos, los tordos (de vientre oro viejo, los unos, y de rojo sangre, los otros), las tórtolas, los zorzales, los celestes, los tirititís, y tal vez algunos otros.
Estas especies viven con nosotros, nos conocen, y buscan, como pollitos, protección a nuestro lado ante el peligro.
En los últimos meses se ha visto un casal de horneros observando atentamente la meseta y lo que pasa en ella. Estos pájaros eran sumamente raros en el país hace veinte años. En su ascensión hacia el norte desde Corrientes, los postes del telégrafo han ido prestando apoyo a su nido, y en su carrera a lo largo de la línea telegráfica, que les sirve de meridiano, han llegado, poste tras poste, hasta el río Yacanguazú.