—¿Y si Dios me diese a mí esa facultad?
—Los hombres la entenderían como don del Demonio.
—¿…si Dios me permitiese, a mi antojo, caminar hacia el pasado, revivir lo muerto, recuperar lo olvidado…?
—No le bastaría cambiar el tiempo, Señor, sino que debería cambiar también los espacios en los que el tiempo ocurre.
—Rejuvenecería…
—Y este palacio, tan laboriosamente construido, se vendría abajo como estructura de polvo. Recuerde que hace cinco años éste era un vergel de pastores y nada edificado había en él… Pídale a Dios, mejor, que acelere el tiempo; así podrá usted conocer los resultados de su obra, que son resultados de su voluntad.
—Los vería viejo.
—O muerto, Señor: inmortal.
—¿Y si viejo, o inmortal, sólo miro en el futuro lo que miraría en el pasado el llano raso, la construcción arruinada o desaparecida, vencida por las batallas, la envidia o la indiferencia; el abandono…?
—El Señor, entonces, habría perdido las ilusiones, pero habría ganado el conocimiento.
—Amaneciste filósofo, Guzmán. Prefiero mantener las ilusiones.
—Hágase vuestra voluntad. Pero el tiempo es siempre un desencanto; adivinado, sólo nos promete con seguridad la muerte; recuperado, sólo nos impone con mofa la libertad.
—Escoger de vuelta, Guzmán; escoger…
—Sí, pero a sabiendas de que si escogemos igual que la primera vez, sólo viviremos, sin sorpresas, una rutinaria felicidad; y que si escogemos distinto, viviremos torturados por la nostalgia y la duda: ¿fue mejor la primera elección que la segunda?; fue mejor. De ambas maneras seríamos más esclavos que antes; agotaríamos para siempre una libertad que sólo escoge, bien o mal, una sola vez…
—Hablas más que de costumbre, Guzmán.
—El Señor me pidió que le recordara qué día es hoy. El de su cumpleaños. He pensado, si me lo disculpa, mucho en usted. He pensado que escoger dos veces es burlarse del albedrío, que no perdona nuestros abusos y, burlado, de nosotros se burla, mostrándonos su verdadera cara, que es la de la necesidad. Seamos, Señor, realmente dueños de nuestro pasado y de nuestro futuro: vivamos el momento presente.
—Ese momento es una larga congoja para mí.
—Si el Señor mira con exceso hacia atrás, se convertirá en estatua de sal. En el Señor se reúne una suma de poder muy superior a la de su padre…
—A qué alto precio. No lo sabes, Guzmán. Yo fui joven.
—El Señor ha congregado a los reinos dispersos; aplastado las rebeliones heréticas de su juventud; detenido al moro y perseguido al hebreo; construido esta fortaleza que reúne los símbolos de la fe y del dominio. La usura de las ciudades, que destruyó a tantos pequeños señoríos, rinde homenaje a vuestra autoridad y acepta la necesidad de un poder central. Los pastores y labriegos de estas tierras son hoy los obreros del palacio; el Señor los ha dejado sin más sustento que un jornal. Y es más fácil quitarle dinero a un sueldo que arrebatarle fanegas a xana cosecha, pues ésta se reúne en campos mensurables, en tanto que los salarios se manipulan invisiblemente. Esperan al Señor otras grandes empresas, sin duda; no las encontrará detrás de él, sino adelante.
—Se podría comenzar de nuevo… se podría comenzar mejor…
—¿Qué cosa, Sire?
—Una ciudad. La ciudad. Los lugares que habitamos, Guzmán.
—El Señor tendría que emplear los mismos brazos y los mismos materiales. Estos obreros y estas piedras.
—Pero la idea podría ser diferente.
—¿La idea, Señor?
—La intención.
—Por buena que fuese, los hombres harían algo distinto de lo que el Señor hubiese pensado.
—Así creí yo una vez.
—Perdón, Señor; no deje de creerlo.
—No, no… escúchame Guzmán; toma papel, pluma y tinta; oye bien mi narración; esto quería el día de mi cumpleaños: dejar constancia de mi memoria; escribe: nada existe realmente si no es consignado al papel, las piedras mismas de este palacio humo son mientras no se escriba su historia; pero, ¿cuál historia podría escribirse, si nunca se termina esta construcción, cuál?; ¿dónde está mi Cronista?
—Lo enviasteis a galeras, Sire.
—¿A galeras? Sí, sí… entonces escribe tú, Guzmán, escribe, oye bien mi narración.
Llegó al atardecer, encabezando a veinte hombres armados; galoparon a lo largo de los campos anegados en la bruma; decapitaron los trigales a latigazos. Portaban antorchas en alto; al llegar a la choza en medio del llano, las arrojaron sobre el techo de paja y esperaron a que Pedro y sus dos hijos saliesen como animales de la guarida: la luz, el humo, las bestias y los hombres, todos tienen una sola puerta, había dicho el Señor antes de iniciar esta cabalgata.
Desde su alto corcel, el Señor acusó al viejo campesino de faltar a los deberes del siervo. Pedro dijo que no era así, que los fueros tradicionales le asistían para entregar al Señor sólo parte de la cosecha y guardar otra parte para alimentarse, alimentar a su familia y vender algo en el mercado. Pedro habló mirando del techo en llamas al amo montado en el caballo amarillo, de piel pecosa y gastada. La piel de Pedro se parecía a la del caballo.
El Señor afirmó: —No hay más ley que la mía; el lugar está apartado y no se puede invocar una vieja justicia en desuso.
Añadió que los hijos de Pedro serían llevados por la fuerza al servicio de las armas del Señor. La próxima cosecha debería ser entregada en su totalidad a las puertas del castillo. Obedece, dijo el Señor, o tus tierras serán convertidas en ceniza y ni siquiera la mala yerba crecerá sobre ellas.
Los hijos de Pedro fueron atados y montados y la compañía armada cabalgó de regreso al castillo. Pedro permaneció al lado de la choza en llamas.
El halcón se estrelló ciegamente contra las paredes de la celda. «Me va a sacar los ojos, me va a sacar los ojos», repetía continuamente el joven Felipe, tapándoselos con las manos mientras el ave perdía todo sentido de orientación y se lanzaba al vuelo, se estrellaba contra los muros y volvía a arrojarse a una oscuridad que juzgaba infinita.
El Señor abrió la puerta de la celda y la súbita luz aumentó la furia del pájaro de rapiña. Pero el Señor se acercó al azor cegado y le ofreció la mano enguantada; el ave se posó tranquilamente sobre el cuero seboso y el Señor acarició las alas calientes y el cuerpo magro; acercó el pico del halcón al agua y al alimento. Miró al muchacho con aire agraviado y le condujo a la sala del alcázar, donde las mujeres bordaban, los menestreles cantaban y un juglar hacía cabriolas.
El Señor le explicó a su hijo que el halcón requiere sombra para descansar y tomar los alimentos; pero no tanta que le haga creer que el espacio infinito de la oscuridad lo rodea, pues entonces el ave se siente dueña de la noche, sus instintos de presa se despiertan y emprende un vuelo suicida.
—Debes conocer estas cosas, hijo mío. A ti te corresponderá heredar un día mi posición y mis privilegios, pero también la sapiencia acumulada de nuestro dominio, sin la cual aquéllos son vana pretensión.
—Sabe usted que leo las viejas escrituras en la biblioteca, padre, y que soy un aplicado estudiante del latín.
—La sabiduría a la que me refiero va mucho más allá del conocimiento del latín.
—Nunca volveré a decepcionarle.
La plática de padre e hijo fue interrumpida por los saltos del Juglar, quien llegó hasta ellos con una ancha sonrisa pintarrajeada diciendo, con una voz muy baja que sin embargo alta parecía, pues algo de ventrílocuo tenía también este gracioso, los bufones conocemos los secretos, y el que quiera oír más, que abra su bolsa. Se alejó y, en medio de la siguiente cabriola, cayó, ahogado; le estallaron burbujas azules entre los labios; murió.
La música cesó y las castellanas huyeron, pero Felipe se libró a un impulso, se acercó al juglar y contempló el rostro muerto y maligno bajo las campanillas de la caperuza. Creyó distinguir algo decididamente desagradable, desfigurado y malhadado en esa máscara escarlata. De rodillas, Felipe abrazó el cuerpo del Juglar; recordó los momentos de alegría que había proporcionado a la corte de su padre. Luego tomó la hebilla del cinturón del payaso y arrastró el cuerpo por los pasillos; imaginó al Juglar haciendo lo que no deseaba hacer: mímica, cabriolas, saltos, equilibrios, coplas, ofrecimientos de secretos a cambio de dinero: ¿a quién imitaba, a quién engañaba, a quién odiaba mientras cumplía, con mala intención, sus funciones? Pues su vida secreta se reveló en los rasgos de la muerte: no era un ser amable.
Los dos hijos de Pedro, el campesino, habían sido alojados en la habitación del Juglar, de manera que Felipe les encontró allí cuando entró arrastrando el cadáver y lo depositó sobre el camastro de paja. Pero los dos jóvenes creyeron, al mirar su ropilla bien cortada y sus agraciadas facciones, casi femeninas, que Felipe era un criado del castillo, seguramente un paje, y le preguntaron si sabia qué suerte les reservaba el Señor. Hablaron de escapar y le contaron que ya había gente que vivía libremente, sin amos, recorriendo los caminos, cantando, bailando, amando y haciendo penitencia para que este mundo se acabara y empezase uno mejor.
Pero Felipe pareció no escucharles; junto al cadáver del bufón se oyó el llanto agudo de un niño pequeño. El heredero avivó la mirada y distinguió el cuerpo de una criatura de brazos, envuelto en burdas cobijas, entre la paja y cerca del cadáver. No sabía que el Juglar tuviese un hijo recién nacido; y no quiso averiguar, para no delatarse ante los dos muchachos que le habían tomado por un sirviente.
—Escapemos, dijo el primer hijo de Pedro; tú puedes ayudarnos, conoces las salidas.
—Ayúdanos, ven con nosotros, dijo el segundo hijo de Pedro; se acerca la promesa milenaria: la segunda venida de Cristo.
—No esperemos a que vuelva Cristo, dijo el primer hijo de Pedro; seamos libres; basta salir de aquí para reunimos con los demás hombres libres en los bosques. Nosotros sabemos dónde están.
El alto monje agustino, con la piel del rostro restirada sobre los huesos prominentes, se dirigió al grupo de estudiantes tocados con sombreros de fieltro rojo y repitió tranquilamente la verdad consagrada: el hombre está esencialmente condenado, pues su naturaleza fue para siempre corrompida por el pecado de Adán; nadie puede escapar a las limitaciones de esta naturaleza sin la asistencia divina; y semejante gracia la procura sólo la Iglesia Romana.
Ludovico, un joven estudiante de teología, se levantó impetuosamente e interrumpió al monje. Le pidió que considerase los pensamientos del hereje Pelagio, quien estimó que la gracia de Dios, siendo infinita, es un don directamente accesible a todos los hombres, sin necesidad de poderes intermediarios; y también que examinase la doctrina de Orígenes, quien confiaba en que la grandísima caridad de Dios acabaría por perdonar al Demonio.
Por un instante, el estupor paralizó al monje; en seguida, ocultó el rostro con el capuz y se preparó a partir:
—¿Niegas el pecado de Adán?, le preguntó con furia contrita y ominosa al estudiante Ludovico.
—No; pero sostengo que, creado mortal, Adán hubiese muerto con o sin pecado; sostengo que el pecado de Adán sólo dañó a Adán y no al género humano, pues cada niño que nace, nace sin injuria, tan inocente como Adán antes de la Caída.
—¿Cuál es la Ley?, exclamó el alto monje y esperó en silencio la respuesta que nunca se escuchó hasta que el propio monje, furente, se contestó a sí mismo: —¡El Sínodo de Cartago, el Concilio de Éfeso y las escrituras de San Agustín!
Entonces los estudiantes, quienes obviamente habían preparado la escena, soltaron simultáneamente a un halcón y a una paloma. El ave blanca se posó sobre el hombro de Ludovico, en tanto que el ave de presa golpeó con el pico el pecho del monje y luego dejó caer unas cagarrutas sobre su cabeza, de manera que los estudiantes rieron de buena gana y, mientras el monje huía del aula, decidieron que la ocasión era propicia para romper unos cuantos vidrios.
Las dos mujeres no habían terminado de vestirse; el parto de la perra las distrajo. Se hincaron junto a la bestia y la muchacha acarició a los cachorros mientras su dueña miró de la herida abierta y sangrante de la perra a su propio cinturón de castidad, pesadamente aherrojado entre los muslos. Le preguntó a la joven si se sentía bien. Sí, respondió la muchacha, bastante bien; no peor que todos los meses. Pero la dueña se quejó y dijo que el destino de las mujeres era sangrar, parir como animales y sofocar con candados lo que los poetas daban en llamar la flor de la fe; vaya flor y vaya fe, que ella se quedó marchita, llamándose Azucena por costumbre más que por bautizo, y su caballero de la fe, pobre herreruelo de estos lugares, hechóle candado y fuese a combatir moros o sea a cagar en lo barrido, con perdón de la niña, y lo único cierto es que larga ausencia causa olvido.
Entonces la dicha Azucena miró con ojos tiernos a la joven castellana y le pidió un favor. La muchacha, sonriendo, asintió. Y la dueña le explicó que, al morir, el Juglar había dejado en su camastro a un niño recién nacido. Se desconocía su origen y el misterio sólo pudo haberlo aclarado el bufón. Ella había decidido ocuparse del niño, en secreto, pero sus senos estaban secos. ¿Podría amamantarse de las teticas de la perra recién parida?
La joven hizo un gesto de asco, luego se sonrojó y acabó diciendo que sí, sonriendo, que sí, pero debían darse prisa, terminar de vestirse y acudir a la capilla del alcázar. Allí se hincaron para recibir la comunión. Pero cuando la joven abrió la boca y el sacerdote colocó la hostia sobre la lengua larga y delgada, la oblea se convirtió en serpiente. La muchacha escupió y gritó; el sacerdote, encolerizado, le ordenó que saliese inmediatamente de la capilla: Dios mismo había sido testigo de la ofensa: ninguna mujer en estado de impureza puede poner un pie dentro del templo, y mucho menos recibir el cuerpo de Cristo; la muchacha gritó con horror y el sacerdote le contestó con estas palabras aulladas:
—La menstruación es el paso del demonio por el cuerpo corrupto de Eva.
Felipe amaba de lejos a esta muchacha y presenció la escena en la capilla sin dejar de acariciar su mentón lampiño y prógnata.
Los cadáveres yacen en las calles y las puertas están marcadas con cruces velozmente pintadas. Las banderas amarillas son azotadas por un viento rencoroso en los altos torreones. Los mendigos no se atreven a mendigar; sólo miran a un hombre perseguir a un perro alrededor de la plaza, finalmente capturarlo y luego matarlo a garrotazos, pues se dice que los animales son culpables de la pestilencia; y el agua teñida, que antes corría desde las tintorería? se ha secado, y nadie arroja ya su orina y su mierda desde las ventanas, y los propios cerdos que antes andaban sueltos por las calles, devorando la inmundicia, han muerto; pero los cadáveres de las reses matadas a las puertas de la carnicería allí se pudren, y los pescados arrojados a la calle, y las cabezas de los pollos; y con todo ello se festejan las tupidas nubes de moscas. Los enfermos son arrojados de sus hogares; deambulan en soledad, y al cabo se reúnen con los otros infectados alrededor de las pilas de basura.