Authors: Agatha Christie
Franklin contestó:
—Bueno, sus problemas no terminarían ahí. En fin de cuentas, ¿qué es la culpabilidad?, ¿qué es la inocencia?
—Creo que no debiera existir ninguna duda en cuanto a eso —subrayé.
El doctor se volvió hacia mí.
—¿Qué es el mal? ¿Qué es el bien? Las ideas sobre estos conceptos cambian de un siglo a otro. Lo que usted estaría comprobando sería, probablemente, una interpretación de la culpabilidad o una interpretación de la inocencia. Efectivamente, eso carecería de valor, en suma, como prueba.
—No sé cómo puede usted llegar a tal conclusión.
—Mi querido amigo: supongamos que un hombre cree que posee el derecho, por divino decreto, a matar a un dictador, a un prestamista, a un alcahuete, o a cualquier persona que infiere ataques a su moral. Comete entonces una acción que usted considera censurable, delictiva..., pero que él estima inocente. ¿Qué puede pintar en todo eso el haba del Calabar famosa?
—Seguramente —manifesté—, cuando se comete un crimen debe de existir una sensación de culpabilidad...
—A mí me gustaría poder matar a muchas personas, a montones —declaró el doctor Franklin, despreocupadamente—. No vaya usted a pensar que mi conciencia no me permitiría dormir tranquilamente después. Yo opino, personalmente, que un ochenta por ciento de la raza humana debiera ser eliminada. Lo pasaríamos mucho mejor todos sin los desaparecidos.
Franklin se levantó, echando a andar, dando grandes zancadas y silbando una cancioncilla, alegremente.
Me quedé mirándole, pensativo. Poirot me recordó su presencia con una leve risita.
—Tiene usted, amigo mío, el aspecto de una persona que acaba de dar con un nido de serpiente. Esperemos que el doctor no practique nunca lo que predica.
—Bueno, supongamos que ocurre lo contrario...
Tras algunas vacilaciones, decidí que debía efectuar un sondeo en el ánimo de Judith, pensando desde luego en Allerton. Estimaba que tenía que estar al corriente de sus reacciones. Yo sabía que ella era una joven equilibrada, capaz de cuidar de sí misma, y me resistía a creer que pudiera sentirse peligrosamente atraída por un sujeto como Allerton. Me imagino que abordé el tema porque pretendía pisar terreno firme en aquel asunto.
Por desgracia, no conseguí lo que me proponía... Actué con cierta torpeza. No hay nada que moleste tanto a los jóvenes como los consejos de sus mayores. Intenté dar a mis palabras un tono despreocupado y afectuoso. Me parece que fracasé en mis propósitos.
Judith se volvió hacia mí hecha un erizo.
—¿Qué significa esto? —se preguntó—. ¿Un aviso paternal para qué sepa defenderme ante el lobo feroz?
—No, no, Judith, eso no...
—Tengo la impresión de que el comandante Allerton no es persona de tu agrado.
—Con franqueza: no. Sospecho que a ti también te sucede lo mismo que a mí...
—¿Por qué no ha de gustarme el hombre?
—Pues... ¡ejem!... ¿No es tu tipo, eh?
—¿Qué tipo consideras tú, padre, que es el mío?
Judith siempre ha sabido aturdirme. Me moví, nervioso. Ella me observaba, con los labios ligeramente dilatados, en una desdeñosa sonrisa.
—Por supuesto que no es de tu agrado —me dijo—. Yo, en cambio, lo encuentro sumamente divertido.
—¡Oh! Divertido, quizá...
Quise dar por terminada aquella conversación.
Judith señaló, marcando mucho las palabras, para que no se me escapara ninguna:
—Es un hombre muy atractivo. Cualquier mujer te dirá lo mismo que yo. Los varones, desde luego, no son capaces de verlo.
—Es natural —añadí, con idéntica torpeza que al principio—. Anoche estuviste con él hasta muy tarde, ahí fuera...
No pude seguir. La tormenta estalló entonces.
—Verdaderamente, padre, no sé cómo puedes llegar a esto. ¿Es que no te das cuenta de que tengo ya años para saber cuidar de mis intereses personales? No tienes derecho a controlarme, a vigilar mis pasos. No irás a seleccionarme los amigos, ¿eh? Estas intromisiones en la vida de los hijos es lo que nos irrita más de los padres. Yo te quiero mucho... Ahora bien, soy ya una mujer y mi vida es mía. No me vengas con predicaciones.
Me sentí sumamente dolido ante estas descorteses declaraciones, a las cuales no supe qué responder. Judith no tardó en separarse de mí.
Tuve la impresión de que acababa de hacer más mal que bien con mis palabras.
Me encontraba absorto en mis pensamientos cuando me sacó de mi ensimismamiento la voz de la enfermera de la señora Franklin, preguntándome:
—¿En qué piensa usted, capitán Hastings.
Me volví hacia la recién llegada, acogiendo de buen grado su interrupción.
La enfermera Craven era, realmente, una mujer de muy buen ver. De maneras muy vivas, resultaba, desde luego, una persona agradable e inteligente.
Acababa de situar a su paciente en un sitio donde daba bien el sol, a escasa distancia del improvisado laboratorio.
—¿Se interesa la señora Franklin por los trabajos de su marido? —inquirí.
La enfermera Craven hizo un gesto burlón.
—Es una labor la de ese hombre de carácter excesivamente técnico. He de decirle, capitán Hastings, que no nos hallamos ante una mujer inteligente.
—Creo que está usted en lo cierto.
—Por supuesto, los trabajos del doctor Franklin sólo pueden ser apreciados por una persona con conocimientos médicos. Él es un cerebro privilegiado, un individuo muy brillante. ¡Pobre hombre! A mí me da lástima.
—¿Le da lástima?
—Sí. He visto repetido este caso muy a menudo. Se ha equivocado en la elección de esposa, es lo que quiero decir.
—¿Cree usted que ella no es la esposa ideal para el doctor?
—¿Y usted qué opina? Son dos personas que no tienen nada en común.
—Él parece sentir una gran estima por ella —manifesté—. Se muestra constantemente atento, pendiente de sus deseos.
La enfermera Craven se echó a reír y su risa, ciertamente, no me gustó nada.
—¡Ya se ocupa ella de que eso sea así!
—¿Piensa usted que explota su posición... su salud, o falta de salud, mejor dicho? —pregunté, dudoso.
La enfermera Craven repitió su risa de unos momentos atrás.
—Poco puede enseñársele en lo tocante a los procedimientos a emplear para que se salga con la suya. Todo queda orientado siempre a su antojo. Hay muchas mujeres así... Son listas, hábiles como demonios. Cuando alguien les opone resistencia, se limitan a echarse hacia atrás, cerrando los ojos, haciéndose las enfermas, adoptando una actitud patética... Y cuando no, arman una trapatiesta, señalando a sus nervios como culpables de todo... Pero, bueno, la señora Franklin es del grupo de las patéticas. Se queda toda una noche sin dormir, por ejemplo, y por la mañana cualquiera puede verla muy pálida y extenuada.
—Pero ella es realmente una inválida, ¿no?—inquirí, sobresaltado, casi.
La enfermera Craven me miró de un modo muy particular, manifestando secamente:
—¡Oh! Naturalmente.
Seguidamente cambió de tema de conversación, con sorprendente brusquedad.
Me preguntó si era cierto que yo había estado en la casa con anterioridad, durante la Primera Guerra Mundial.
—Sí, desde luego, es cierto.
Bajó la voz.
—Aquí fue cometido un crimen, ¿no? Me lo dijo una de las criadas, una mujer ya entrada en años.
—Sí, sí.
—¿Y estaba usted aquí entonces?
—En efecto.
La mujer pareció estremecerse.
—Esto lo explica todo, ¿no?
—Explica... ¿qué?
La enfermera Craven miró brevemente a su alrededor.
—El... aire particular de esta casa... su atmósfera en general... ¿No se ha dado cuenta? Yo, sí. Hay algo que no está en orden aquí, algo malo... ¿Me entiende?
Guardé silencio unos instantes, reflexionando. ¿Era verdad lo que aquella mujer acababa de indicar? ¿Ocurría, quizá, que una muerte violenta, por ejemplo, dejaba una huella invisible en el escenario en que había ocurrido, una huella que era perceptible, de una manera u otra, años más tarde? ¿Había en Styles rastros concretos del suceso vivido allí en el pasado? En aquella casa, entre sus muros, en el jardín, una idea criminal había ido desarrollándose, tomando cuerpo, por así decirlo, traduciéndose luego en un hecho terrible.
¿Flotaba algo indefinible en aquel aire?
La enfermera Craven interrumpió mis reflexiones, manifestando de pronto:
—Una vez estuve en una casa en la que se cometió un crimen. Jamás he olvidado aquello. Es imposible olvidar una cosa así. Se trataba de un paciente mío. Tuve que ir a declarar, me sometieron a un interrogatorio. Me cayó muy mal aquello. Es una experiencia muy desagradable para una joven...
—Es lógico. Lo mismo, sé...
Guardé silencio. Boyd Carrington acababa de aparecer en la esquina de la casa.
Como de costumbre, su grande y boyante personalidad parecía barrer todas las sombras, todas las preocupaciones raras. Era un hombre tan bien conformado, tan sano, de aspecto tan saludable, a consecuencia de su vida al aire libre, que suscitaba exclusivamente optimismo y sentido común.
—Buenos días, Hastings. Buenos días, enfermera. ¿Dónde está la señora Franklin?
—Buenos días, sir William. La señora Franklin se encuentra al fondo del jardín, bajo el abeto que hay en las inmediaciones" del laboratorio.
—Supongo que Franklin estará dentro del laboratorio...
—Sí, sir William... En compañía de la señorita Hastings.
—¡Qué chica ésta! ¿Cómo ha consentido en dejarse recluir en una mañana como ésta? Debiera usted protestar, Hastings.
La enfermera Craven se apresuró a decir:
—¡Oh! La señorita Hastings se siente muy feliz. Le gusta ese trabajo... Y el doctor no podrá arreglárselas sin ella, estoy segura.
—¡Condenado doctor! —exclamó Boyd Carrington—. Si yo tuviera la suerte de tener de secretaria a una chica tan linda como Judith me dedicaría a cuidar de ella en lugar de estar pendiente de los conejillos de Indias y demás bichejos.
Era ésta una broma que a Judith le habría caído muy mal. La enfermera Craven, en cambio, la celebró mucho, coreándola con sus risas.
—¡Oh, sir William! —exclamó, luego—. No debe usted decir esas cosas. Creo que todos nos figuramos lo que sería en tal situación. Pero ocurre que el doctor Franklin es un hombre tan serio... Él sólo vive para su trabajo.
Boyd Carrington declaró, despreocupadamente:
—Bueno, al parecer su esposa se ha situado estratégicamente, con el fin de no perder de vista a su marido Yo creo que se siente celosa.
—¡Usted sabe demasiado, sir William!
La enfermera Craven daba muestras de sentirse encantada con este
badinage
. A continuación manifestó, en un tono que denotaba su pesar:
—Tengo que ocuparme ahora de que le sea servido a la señora Franklin su café con leche de costumbre...
Se alejó caminando lentamente y Boyd Carrington estuvo mirándola hasta el último momento.
—Una joven muy atractiva, ¿eh? —comentó luego—. Tiene unos cabellos y unos dientes preciosos. Un buen ejemplar del bello sexo. Debe de ser muy aburrida su vida, siempre entre gente enferma. Una mujer se merece mejor suerte.
—Supongo que tarde o temprano acabará casándose —comenté, a mi vez.
—Espero que sea así.
El hombre suspiró... Por mi cabeza cruzó la idea de que estaba en aquellos momentos pensando en su difunta esposa. Mi interlocutor me preguntó seguidamente:
—¿Le gustaría acompañarme hasta Knatton? Así vería usted aquello.
—De acuerdo. Pero antes quisiera saber si Poirot me necesita para algo.
Poirot estaba en la terraza, bien acomodado. Me animó a que hiciera aquel desplazamiento.
—Vaya, Hastings, vaya usted a Knatton. Creo que es una hermosa finca. Debe usted verla.
—No quería apartarme de usted...
—¡Mi fiel amigo! Tiene que acompañar a sir William. Es un hombre encantador, ¿verdad?
—Una gran persona —repuse, con entusiasmo.
Poirot sonrió.
—¡Oh, sí! Yo sabía que le agradaría.
Aquella excursión fue muy de mi agrado.
No solamente porque hizo un día magnífico, un estupendo día de verano, sino también por las condiciones de mi acompañante.
Boyd Carrington poseía ese magnetismo personal, esa experiencia que da la vida y los viajes, cosas que determinan un don de gentes inestimable en el ser humano. Me refirió historias de sus años de estancia en la India me puso al corriente de las costumbres y saberes de las tribus de África Oriental... Todo lo que me contó me pareció tan interesante que por unas' horas olvidé las preocupaciones relativas a Judith y las inquietudes suscitadas por las palabras de Poirot.
Me complacieron mucho, además, las manifestaciones de Boyd Carrington relacionadas con mi amigo. Sentía por él un gran respeto. Por él y por su obra. Resultaba muy triste su postración física actual... Boyd Carrington no era dado a formular palabras de compasión. Parecía pensar que una existencia como la de Poirot constituía en sí misma una rica recompensa, pudiéndose dar aquél por satisfecho.
—Por añadidura —declaró—, su cerebro continúa siendo el de siempre.
—En efecto —corroboré.
—Es un gran error pensar que por el hecho de tener las piernas casi inservibles un hombre, su mente ha de encontrarse en el mismo estado. Nada de eso. Normalmente, el trabajo mental perjudica mucho menos de lo que uno cree. La verdad es que no me atrevería a cometer un crimen por donde estuviera Hércules Poirot...
—Mi amigo acabaría atrapándolo a usted, si tal hiciera —manifesté, sonriendo.
—Es lo más probable... Bueno —añadió mi interlocutor, muy serio—, ocurre también que yo obraría con mucha torpeza en una situación semejante. No sirvo para forjar planes, ¿sabe? Soy demasiado impaciente. Si yo cometiera alguna vez un crimen sería a consecuencia de un impulso repentino, de pronto...
—Este tipo de crimen es el más difícil de aclarar, en muchos casos.
—No creo. Lo más probable es que yo dejara pistas de todo género, pistas que me apuntarían a los ojos del investigador. Es una suerte que no haya venido al mundo con una mente criminal. Sólo hay una clase de hombres que yo no vacilaría en matar si no se me ofreciera otra alternativa: el chantajista. Quizá le toque esto, ¿eh? Siempre he pensado que a los chantajistas debieran fusilarlos. ¿Qué dice usted a esto?