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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y los hombres hormiga (22 page)

BOOK: Tarzán y los hombres hormiga
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—A cualquier sitio, en circunstancias ordinarias, salvo en la cúpula del rey durante el día.

—Entonces, ¿no se podría ir de noche? —preguntó Tarzán.

—No —respondió su compañero.

—De día, ¿un guerrero podría ir y venir a su gusto por las canteras?

—En situación normal, si diera la impresión de estar ocupado no lo interrogarían.

Tarzán trabajó un rato más en silencio.

—¡Bueno! —dijo al fin—, ya estamos listos para irnos.

—Iré contigo —dijo Komodoflorensal—, porque me caes bien y porque creo que sería mejor estar muerto que ser esclavo. Al menos obtendremos algún placer de lo que nos queda de vida, aunque no sea una larga vida.

—Creo que gozaremos, amigo mío —convino Zuanthrol—. Tal vez no escapemos, pero, como tú, prefiero morir ahora que ser esclavo toda la vida. He elegido esta noche para dar nuestro primer paso hacia la libertad porque me doy cuenta de que, de nuevo en la cantera, nuestras posibilidades de lograr la libertad se reducirán a casi nada, y esta noche es la única noche que pasaremos en la superficie.

—¿Cuál es tu propuesta para escapar de esta cámara?

—Por el pozo central —respondió Tarzán—. Pero dime, ¿un esclavo de túnica blanca puede entrar en las canteras libremente durante el día?

Komodoflorensal se preguntó qué relación tenían todas estas preguntas aparentemente inmateriales con el problema de su huida, pero respondió, paciente:

—No, los de túnica blanca no se ven nunca en las canteras.

—¿Tienes el barrote de hierro que he enderezado para ti?

—Sí.

—Entonces, sígueme por la aspillera. Coge las otras barras que dejaré en la abertura. Yo llevaré la mayoría de ellas. ¡Vamos!

Komodoflorensal oyó que Tarzán entraba a gatas en la aspillera; las barras de hierro que acarreaba rompían el silencio de la pequeña cámara. Luego, lo siguió. En la boca de la aspillera encontró las barras que Tarzán había dejado para que él recogiera. Había cuatro, cuyos extremos se curvaban formando ganchos. Era esto en lo que Tarzán había estado ocupado en la oscuridad; con una intención que Komodoflorensal ignoraba. Entonces su avance se vio interrumpido por el cuerpo de Tarzán.

—Un momento —dijo el hombre-mono—. Estoy haciendo un agujero en el alféizar de la ventana. Cuando lo haya hecho, estaremos listos —unos instantes después volvió la cabeza hacia su compañero—. Pásame los barrotes —pidió.

Cuando Komodoflorensal hubo entregado a Tarzán los barrotes en forma de gancho, oyó que éste trabajaba con ellos, sin hacer ruido, durante varios minutos. Tras esto lo oyó mover su cuerpo en los estrechos límites de la aspillera; entonces, cuando el hombre-mono volvió a hablar, el trohanadalmakusiano comprendió que había dado una vuelta completa y que su cabeza estaba cerca de la de su compañero.

—Iré yo primero, Komodoflorensal —indicó—. Ve al borde de la aspillera y cuando me oigas silbar una vez, sígueme.

—¿Adónde? —preguntó el príncipe.

—Bajaremos por el pozo hasta la primera aspillera que nos permita apoyar un pie, y roguemos que haya una directamente debajo de ésta en los siguientes dieciocho huales. He unido los barrotes; el extremo superior lo he enganchado en el agujero que he hecho en el alféizar, y el extremo inferior cuelga dieciocho huales.

—Adiós, amigo mío —dijo Komodoflorensal.

Tarzán sonrió y se deslizó al alféizar de la aspillera. En una mano llevaba el barrote que había conservado como arma y con la otra se agarró al alféizar de la ventana. Abajo, colgaban dieciocho huales de la estrecha escalerilla hecha de ganchos de hierro y, más abajo, cuatrocientos huales de la más negra oscuridad ocultaban el enlosado de piedra del patio interior. Quizás éste techaba la gran sala central del trono del rey, como en la cúpula central de Adendrohahkis; pero también podía no ser más que un patio abierto. Era difícil saber si el frágil soporte se saldría del agujero poco profundo practicado en el alféizar, o si uno de los ganchos se enderezaría bajo el peso del hombre-mono.

Agarró la sección superior de su escalerilla con la mano que sostenía su improvisada arma, retiró la mano del alféizar y volvió a coger el barrote para seguir bajando. De esta manera descendía unos cuantos centímetros a la vez. Avanzaba muy despacio por dos razones, de las que la más importante era que temía que cualquier tensión súbita en la serie de ganchos pudiera enderezar uno de ellos y precipitarlo al abismo que se abría a sus pies. El otro era la necesidad de silencio. Reinaba una gran oscuridad incluso cerca de la cima de la cúpula, pero esto era más una ventaja que otra cosa, pues ocultaba su presencia a cualquier observador fortuito que pudiera mirar por una de las aspilleras de la pared opuesta del pozo. Mientras descendía palpaba en ambas direcciones para encontrar una aspillera, y se encontraba casi al final de su escalera cuando se balanceó hacia una. Tras descender un poco más y mirar en la abertura, vio que estaba oscuro, lo que indicaba que no conducía a una cámara habitada, hecho por el que dio las gracias. Asimismo, esperaba que el extremo interior de la aspillera no tuviera barrotes y que la puerta del otro lado no estuviera cerrada con cerrojo por fuera.

Silbó una vez, muy bajo, para avisar a Komodoflorensal, y un instante después notó un movimiento en la escalera de hierro que le indicó que su compañero había iniciado el descenso. La aspillera en la que se encontraba era más alta que la que acababan de abandonar y le permitía permanecer erguido. Allí esperó al trohanadalmakusiano, que pronto estuvo de pie en el alféizar junto a Tarzán.

—¡Vaya! —exclamó el príncipe en un susurro—. No me hubiera gustado tener que hacer esto durante el día, con el fondo visible. ¿Qué hacemos ahora? Hemos ido más lejos de lo que jamás habría soñado. Ahora empiezo a creer que escapar puede estar en el reino de las posibilidades.

—Aún no hemos empezado —dijo Tarzán—, pero vamos a hacerlo ahora. ¡Vamos!

Cogieron sus toscas armas y echaron a andar con cautela. No había barrotes que les impidieran avanzar y llegaron a la cámara en la que desembocaba la aspillera. Con gran cuidado, palpando antes de poner un pie en el suelo y con el arma extendida ante él, Tarzán se abría paso a tientas en la cámara, que encontró bastante llena de toneles y botellas, dispuestas estas últimas en cajas de madera y mimbre. Komodoflorensal iba pisándole los talones.

—Estamos en una de las habitaciones en las que los nobles encargados de hacer cumplir las leyes contra el vino tienen escondido el licor confiscado —susurró el trohanadalmakusiano—. He oído hablar mucho del asunto desde que me hicieron prisionero; los guerreros y esclavos no hablan de otra cosa; sólo de esto y de los elevados impuestos. Es probable que la puerta tenga rejas, pues protegen estas bebidas prohibidas como jamás han protegido su oro o sus joyas.

—He encontrado el pasadizo que va hasta la puerta —susurró Tarzán— y veo una luz por debajo.

Avanzaron con sigilo por el pasadizo. Cada uno asió su arma con más firmeza cuando Tarzán probó suavemente el picaporte. ¡Éste cedió! Muy despacio, entreabrió la puerta. La pequeña abertura le permitió ver una parte de la habitación. El suelo estaba cubierto con espléndidas alfombras, gruesas y mullidas. La parte de la pared que alcanzaba a ver exhibía gruesos tapices tejidos en muchos colores y dibujos extraños, bárbaros. Directamente en su línea de visión yacía el cuerpo de un hombre, de bruces en el suelo: un charco rojo manchaba la alfombra blanca sobre la que reposaba su cabeza.

Tarzán abrió un poco más la puerta y vio los cuerpos de otros tres hombres. Dos estaban en el suelo; el tercero, en un diván bajo. La escena, de espléndido colorido, trágica por lo que sugería de misterio y muerte violenta, retuvo la mirada del hombre-mono unos instantes antes de abrir más la puerta, y de un salto se plantó en el centro de la habitación, con el arma a punto, sin dar a cualquier posible enemigo que acechara detrás de aquélla la oportunidad que le habría ofrecido si hubiera entrado despacio en la habitación.

Una rápida mirada en torno al aposento le mostró los cuerpos de seis hombres que no se veían desde la puerta parcialmente abierta. Éstos yacían amontonados en un rincón.

CAPÍTULO XVI

K
OMODOFLORENSAL se quedó al lado de Tarzán, con el arma a punto, listo para defenderse de cualquiera que cuestionara su presencia allí; pero entonces el extremo de su barra de hierro cayó al suelo y una amplia sonrisa se extendió en su rostro.

Tarzán le miró.

—¿Quiénes son? —preguntó—. ¿Por qué los han matado?

—No están muertos, amigo mío —respondió Komodoflorensal—. Son los nobles cuyo deber es impedir el consumo de vino. No están muertos: están borrachos.

—Pero ¿y la sangre que hay debajo de la cabeza de éste que está a mis pies? —preguntó el hombre-mono.

—Es vino tinto, no sangre —lo tranquilizó su compañero.

Entonces Tarzán sonrió.

—No podían haber elegido una noche mejor para su orgía —dijo—. Si hubieran permanecido sobrios, la puerta por la que hemos entrado habría estado bien cerrada, supongo.

—Seguramente, y habríamos tenido que enfrentarnos con una guardia de guerreros sobrios en esta cámara, en lugar de con diez nobles borrachos. Somos muy afortunados, Zuanthrol.

Apenas había terminado de hablar cuando se abrió una puerta situada en el lado opuesto de la habitación y aparecieron dos guerreros, que de inmediato entraron en la cámara. Miraron a los dos que estaban frente a ellos y luego recorrieron la habitación con la mirada y vieron las formas inertes de los otros ocupantes.

—¿Qué hacéis aquí, esclavos? —preguntó uno de los recién llegados.

—¡Chsss! —advirtió Tarzán llevándose un dedo a los labios—. Entrad y cerrad la puerta para que los demás no oigan nada.

—No hay nadie que pueda oírnos —espetó uno de ellos, pero entraron y cerraron la puerta—. ¿Qué significa esto?

—Que sois nuestros prisioneros —contestó el hombre-mono; y de un salto se colocó ante la puerta, blandiendo su barra de metal.

Una sonrisa afectada retorció la boca de cada uno de los dos veltopismakusianos, que no vacilaron en sacar sus estoques y precipitarse sobre el hombre-mono, haciendo caso omiso del trohanadalmakusiano que, aprovechando la oportunidad, arrojó su barra de hierro y agarró un estoque de uno de los nobles borrachos, una sustitución de armas que haría de Komodoflorensal un oponente peligroso en cualquier parte de Minuni, pues no había mejor espadachín entre todos los clanes guerreros de Trohanadalmakus, cuyas espadas eran famosas en todo Minuni.

Enfrentarse sólo con una barra de metal a dos expertos espadachines colocaba a Tarzán de los Monos en una situación de desventaja que habría resultado desastrosa para él de no haber sido por la presencia de Komodoflorensal, que, en cuanto se hubo apropiado de una arma, dio un salto adelante y atacó a uno de los guerreros. El otro se dedicó por entero a Tarzán.

—Vuestros prisioneros, ¿eh, esclavo? —dijo riendo mientras se abalanzaba sobre su oponente; pero, aunque menos experto, quizás, en el arte de la espada que su antagonista, el Señor de la Jungla no se había enfrentado en vano con Bolgani y Numa. Sus movimientos eran tan ágiles, su fuerza tan grande como antes de que Zoanthrohago le redujera el tamaño. Al primer ataque de los guerreros había saltado a un lado para esquivar el golpe de un estoque y, para gran asombro suyo y de ellos, lo que había pretendido ser un ágil paso lateral le había hecho recorrer toda la longitud de la habitación. El hombre lo atacó otra vez, mientras el otro se ocupaba del zertolosto de Trohanadalmakus.

Dos veces infligió Tarzán heridas al guerrero con su pesada barra. Luego estuvo a punto de recibir un golpe, pero dio un salto lateral en el último instante. Fue un aviso, pues el hombre había apuntado a su abdomen; un aviso para Tarzán y la muerte para su oponente, pues cuando la punta se deslizó sin hacerle daño, el hombre-mono golpeó la cabeza desprotegida del veltopismakusiano con su barra de hierro y, lanzando un gruñido, el tipo se desplomó al suelo con el cráneo aplastado hasta el puente de la nariz.

Luego Tarzán se volvió para ayudar a Komodoflorensal, pero el hijo de Adendrohahkis no necesitaba ayuda. Tenía a su hombre contra la pared y le estaba atravesando el corazón cuando Tarzán se volvió en su dirección. Cuando el hombre cayó, Komodoflorensal giró hacia el centro de la habitación y, al ver al hombre-mono, una sonrisa le cruzó el rostro.

—¡Con una barra de hierro has derrotado a un espadachín de Minuni! —exclamó—. No lo habría creído posible; por eso me he apresurado a despachar a mi hombre, para poder ir a rescatarte antes de que fuera demasiado tarde.

Tarzán se echó a reír.

—Yo he pensado lo mismo respecto a ti —dijo.

—Y así habría sido de no haber podido coger este estoque —le aseguró Komodoflorensal—. Pero ¿y ahora? De nuevo hemos ido mucho más lejos de lo que parece posible. A partir de ahora nada me sorprenderá.

—Vamos a cambiar nuestro atuendo por el de estos dos infortunados caballeros —dijo Tarzán mientras se quitaba la túnica verde.

Komodoflorensal siguió su ejemplo.

—Hay otros pueblos grandes como los minunianos —declaró—, aunque hasta que te conocí, amigo mío, no lo habría creído.

Unos instantes después los dos se habían puesto la vestimenta de los guerreros veltopismakusianos y Tarzán puso su túnica verde en el cuerpo de aquél al que había matado.

—Pero ¿por qué haces eso? —preguntó el príncipe.

—Haz lo mismo con el tuyo y ya lo verás —respondió Tarzán.

Komodoflorensal hizo lo que el otro le decía y, cuando hubo terminado, el hombre-mono se echó uno de los cuerpos al hombro y se lo llevó a la cámara que servía de almacén, seguido de cerca por Komodoflorensal, que cargaba con el otro. Tarzán cruzó la aspillera hasta el borde del pozo y allí arrojó su carga al espacio; luego cogió la de Komodoflorensal y la arrojó también.

—Si no los examinan muy de cerca —dijo—, la farsa servirá para hacerles creer que hemos muerto cuando intentábamos escapar. —Mientras hablaba separó dos de los ganchos de la escalerilla por la que habían descendido desde la ventana de su mazmorra y los arrojó también—. Esto dará color a la idea —añadió, a modo de explicación.

Juntos regresaron a la habitación donde yacían los nobles embriagados. Komodoflorensal se puso a robar las abultadas bolsas de dinero de los hombres que estaban inconscientes.

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