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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y el león de oro (30 page)

BOOK: Tarzán y el león de oro
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—Él se lo buscó, y no cabe duda de que el mundo está mejor sin él.

—Ha sido culpa mía —dijo Flora—. Mi maldad es lo que les trajo a él y a los otros aquí. Yo les conté lo que había oído decir del oro que había en las cámaras del tesoro de Opar; fue idea mía venir a robarlo, y encontrar a un hombre que pudiera hacerse pasar por lord Greystoke. Por culpa de mi maldad han muerto muchos hombres y usted, lord Greystoke, y su pobre señora, han estado a punto de encontrar la muerte; no me atrevo a pedir perdón.

Jane Clayton pasó un brazo por los hombros de la muchacha.

—La avaricia ha sido la causa de muchos crímenes desde que el mundo es mundo —dijo—, y cuando se recurre al crimen, éste adopta su aspecto más repulsivo y casi siempre provoca su propio castigo, como tú, Flora, puedes muy bien atestiguar. Por mi parte, te perdono. Imagino que has aprendido la lección.

—Has pagado un elevado precio por tu locura —dijo el hombre-mono—. Ya has recibido suficiente castigo. Te llevaremos con tus amigos que están camino de la costa escoltados por una tribu amiga. No pueden estar muy lejos, pues tal como se encontraban los hombres cuando los vi, su fuerza física no les permite efectuar largas marchas.

La muchacha cayó de rodillas a sus pies.

—¿Cómo puedo agradecerle su bondad? —dijo—. Pero preferiría quedarme en África con usted y lady Greystoke, y trabajar para ustedes y mostrarles mi lealtad para redimir el mal que les he causado.

Tarzán miró a su esposa interrogativamente, y Jane Clayton hizo un gesto de aprobación a la petición de la muchacha.

—Muy bien —dijo el hombre-mono—, puedes quedarte con nosotros, Flora.

—No lo lamentarán —dijo la joven—. Trabajaré como una mula para ustedes.

Los tres y Jad-bal-ja ya llevaban tres días de marcha hacia el hogar cuando Tarzán, que guiaba al grupo, se detuvo, levantó la cabeza y oliscó el aire de la jungla. Entonces se volvió a ellos con una sonrisa.

—Mis waziri son desobedientes —dijo—. Les envié a casa y todavía están aquí, vienen hacia nosotros, directamente desde nuestra casa.

Unos minutos más tarde, se toparon con la vanguardia de los waziri y grande fue el regocijo de los negros cuando vieron a sus amos sanos y salvos.

—Ahora que nos hemos encontrado —dijo Tarzán, una vez finalizados los saludos y respondidas las numerosas preguntas que se formularon—, decidme qué hicisteis con el oro que os llevasteis del campamento de los europeos.

—Lo escondimos,
bwana
, donde tú nos dijiste que lo escondiéramos —respondió Usula.

—Yo no estaba con vosotros —replicó Tarzán—. Era otro hombre, que engañó a lady Greytstoke igual que os engañó a vosotros; era un hombre malo que se hizo pasar por Tarzán de los Monos con tanta habilidad que no es de extrañar que le creyerais.

—Entonces ¿no fuiste tú quien nos dijo que habías recibido una herida en la cabeza y que no recordabas el lenguaje de los waziri? —preguntó Usula.

—No fui yo —respondió Tarzán—, pues no me han herido en la cabeza y recuerdo bien el lenguaje de mis hijos.

Ah —exclamó Usula—, entonces ¿no fue nuestro gran
bwana
el que huyó de Buto, el rinoceronte? Tarzán se echó a reír.

—¿El otro huyó de Buto?

—Eso hizo —dijo Usula—; huyó aterrorizado.

—No se lo reprocho —observó Tarzán—, porque Buto no es un compañero de juegos agradable.

—Pero nuestro gran
bwana
no habría huido de él —declaró Usula con orgullo.

—Aunque otro escondiera el oro, fuiste tú quien excavó el agujero. Guíame hasta allí, Usula.

Los waziri construyeron literas toscas, aunque confortables, para las dos mujeres blancas, y Jane Clayton se rió de la idea de que era necesario que la transportaran e insistió en caminar junto a los porteadores durante más rato del que fue en la litera. Sin embargo, Flora Hawkes, con lo débil y exhausta que estaba, no habría podido ir muy lejos de no haber sido por la litera, y se alegró de la presencia de los fornidos waziri que la llevaban con tanta facilidad por la jungla.

Era un animado grupo el que marchaba con espíritu alegre hacia el lugar donde los waziri habían escondido el oro para Esteban. Los negros rebosaban de afabilidad porque habían encontrado a sus amos, mientras que el alivio y la alegría de Tarzán y Jane eran demasiado profundos para poder expresarlos.

Cuando por fin llegaron al lugar junto al río donde los waziri habían enterrado el oro, empezaron a excavar cantando y riendo para desenterrar el tesoro, pero de pronto sus cantos cesaron y sus risas fueron sustituidas por expresiones de desconcierto y preocupación.

Tarzán les observó durante un rato en silencio y luego, lentamente, se fue formando una sonrisa en sus labios.

—Seguramente lo enterrasteis a más profundidad, Usula —dijo.

El negro se rascó la cabeza.

—No, no a tanta profundidad,
bwana
—replicó—. No lo entiendo. Ya deberíamos haber encontrado el oro. Alguien lo sacó después de que lo enterráramos.

—Otra vez el español —comentó Tarzán—. Es muy astuto.

—Pero no podía llevárselo él solo —dijo Usula—. Había muchos lingotes.

—Es cierto —coincidió Tarzán—, no podía y, sin embargo, el oro ya no está aquí.

Los waziri y Tarzán registraron a fondo el lugar donde habían enterrado el oro, pero tan grande era la habilidad de Owaza, que había borrado incluso de los agudos sentidos del hombre-mono todo vestigio del rastro de olor que él y el español habían dejado al transportar el oro del viejo escondrijo al nuevo.

—Ha desaparecido —dijo el hombre-mono—, pero me encargaré de que no salga de África —y envió corredores en diferentes direcciones para pedir a los jefes de las tribus amistosas que rodeaban sus dominios que vigilaran con atención a todo safari que cruzara su territorio y que no dejaran pasar a nadie que transportara oro.

—Eso les impedirá avanzar —dijo cuando partieron los corredores.

Aquella noche, cuando montaron el campamento en el camino que les llevaría a su hogar, los tres blancos se sentaron en torno a una pequeña fogata con Jad-bal-ja tumbado detrás del hombre-mono, que examinaba la piel de leopardo que el león de oro había cogido en su persecución del español. Tarzán se volvió a su esposa.

—Tenías razón, Jane —dijo, Las cámaras del tesoro de Opar no son para mí. Esta vez he perdido no sólo el oro, sino también una fortuna fabulosa en diamantes, además de correr el riesgo de perder el mayor de los tesoros: tú.

—Deja correr el oro y los diamantes, John —dijo ella—, nos tenemos el uno al otro, y tenemos a Korak.

—Y una piel de leopardo ensangrentada —añadió él—, con un misterioso mapa pintado en ella con sangre.

Jad-bal-ja olisqueó la piel y se lamió los bigotes, ¿esperando con ansia o recordando?

CAPÍTULO XXI

UNA HUIDA Y UNA CAPTURA

A
L VER al auténtico Tarzán, Esteban Miranda se volvió y se metió a ciegas en la jungla. Corría con el corazón paralizado por el terror. No tenía ningún objetivo. Corría sin rumbo fijo. Su único pensamiento —el pensamiento que le dominaba— se basaba únicamente en el deseo de interponer tanta distancia como pudiera entre él y el hombre-mono, y por eso avanzaba a tontas y a locas, abriéndose paso por los densos espinos que le arañaban y desgarraban la carne y dejando, a cada paso que daba, un rastro de sangre tras de sí.

En la orilla del río los espinos se le clavaron, como había ocurrido varias veces, en la preciosa piel de leopardo a la que él se aferraba casi con la misma tenacidad con que se aferraba a la vida misma; sin embargo, esta vez los espinos no se soltaron, y mientras forcejeaba para arrancar la prenda, se volvió en la dirección por la que había venido. Oyó cómo un gran cuerpo se desplazaba con rapidez por los matorrales hacia él, y un instante después vio dos relucientes manchas amarillo-verdosas. Ahogando un grito de terror, el español renunció a la piel de leopardo, se giró en redondo y se zambulló en el río.

Cuando las negras aguas se cerraron sobre su cabeza, Jad-bal-ja se acercó a la orilla y miró hacia los círculos concéntricos que señalaban el lugar donde su presa había desaparecido, pues Esteban, que era buen nadador, nadó temerariamente hacia la otra orilla manteniéndose sumergido.

Por unos instantes, el león de oro escudriñó la superficie del río, y luego se volvió, oliscó la piel de leopardo que el español se vio obligado a dejar atrás, la arrancó con las fauces del matorral al que se había prendido y la llevó a los pies de su amo.

El español por fin se vio obligado a salir a la superficie para respirar y emergió entre una masa de enmarañado follaje y ramas. Por unos instantes, pensó que se hallaba perdido, tan estrechamente enmarañada estaba la vegetación, pero después se abrió paso corriente arriba y, cuando su cabeza apareció por encima de la superficie del agua, entre el follaje, descubrió que se hallaba directamente debajo de un árbol caído que flotaba en el centro de la corriente. Tras un considerable esfuerzo, logró subir a las ramas y ponerse a horcajadas del gran tronco. Así flotó corriente abajo con relativa seguridad.

Dio un profundo suspiro de alivio cuando se dio cuenta de con qué relativa facilidad había escapado a la justa venganza del hombre-mono. Es cierto que lamentaba la pérdida de la piel de leopardo en la que estaba indicada la ubicación exacta del oro escondido, pero conservaba en su poder un tesoro aún mayor, y al pensar en él sus manos acariciaron con codicia la bolsa de diamantes que llevaba atada a su taparrabo. Sin embargo, aunque poseía esta gran fortuna en diamantes, su mente avariciosa no dejaba de pensar en los lingotes de oro que había junto a la cascada.

—Se lo quedará Owaza —dijo para sí—. Nunca he confiado en ese negro, y cuando me abandonó supe cuáles eran sus planes.

Toda la noche Estaban Miranda flotó corriente abajo sobre el tronco del árbol, sin ver ninguna señal de vida, hasta que poco después del amanecer pasó por delante de una aldea nativa situada junto a la orilla.

Era la aldea de Obebe, el caníbal, y al ver la extraña figura del gigante blanco flotando corriente abajo sobre el tronco de un árbol, la joven que lo espiaba lanzó un grito horrorizado y los habitantes de la aldea acudieron a la orilla a verle pasar.

—Es un dios extraño —exclamó uno.

—Es el diablo del río —dijo el hechicero—. Es amigo mío. Ahora, en verdad, cogeremos muchos peces si de cada diez que cogéis me dais uno a— mí.

—No es el diablo del río —rugió la voz profunda de Obebe, el caníbal—. Te estás haciendo viejo —dijo al hechicero— y últimamente tu medicina no ha ido bien y ahora me dices que el mayor enemigo de Obebe es el diablo del río. Es Tarzán de los Monos. Obebe le conoce bien.

Y era verdad que todos los jefes caníbales de los alrededores conocían a Tarzán de los Monos y le temían y odiaban, pues la guerra del hombre-mono contra ellos había sido implacable.

—Es Tarzán de los Monos —repitió Obebe— y tiene problemas. Quizá sea nuestra oportunidad de capturarle.

Llamó a sus guerreros y, al momento, un centenar de jóvenes fornidos partió a trote ligero por el sendero paralelo al río. Durante kilómetros siguieron en silencio el árbol que avanzaba lentamente con Esteban Miranda, hasta que al fin, en un recodo del río, el árbol quedó atrapado en el círculo exterior de un remolino lento, que lo llevó debajo de las ramas colgantes de los árboles que crecían en la orilla.

Esteban, pese a que estaba aterido de frío y hambriento, se alegró de tener la oportunidad de abandonar su embarcación improvisada y alcanzar la orilla. Y así, con esfuerzo, salió del agua entre las ramas del árbol que, momentáneamente, le permitía apartarse del río. Se arrastró hasta su tronco y bajó a tierra sin darse cuenta de que, entre las altas hierbas que le rodeaban, se agazapaban medio centenar de guerreros caníbales.

Apoyado en el tronco del árbol, el español descansó unos instantes, palpó los diamantes y comprobó que estaban a salvo.

—A pesar de todo, soy un diablo con suerte —dijo en voz alta, y casi simultáneamente los cincuenta negros se pusieron en pie alrededor de Esteban y saltaron sobre él.

El ataque fue tan rápido, tan abrumadora la fuerza, que el español no tuvo oportunidad de defenderse contra ellos, con el resultado de que se vio en el suelo y atado con firmeza casi antes de darse cuenta de lo que le había sucedido.

—Ah, Tarzán de los Monos, al fin te tengo —se relamió Obebe, el caníbal, pero Esteban no entendió ni una palabra de lo que dijo el hombre, por eso no pudo responder. Habló a Obebe en inglés, pero esta lengua no la entendía, el otro.

De una sola cosa estaba seguro Esteban: de que era prisionero y de que le llevaban hacia el interior. Las mujeres, los niños y los guerreros que se habían quedado dieron muestras de gran regocijo cuando llegaron a la aldea de Obebe; pero el hechicero hizo muecas y gestos negativos con la cabeza y lanzó horribles profecías.

—Habéis capturado al diablo del río —dijo—. No cogeremos más peces, y después una gran enfermedad se abatirá sobre la gente de Obebe y todos morirán como moscas.

Pero Obebe se rió del hechicero porque, como era anciano y rey, había acumulado mucha sabiduría y, con la adquisición de sabiduría, el hombre tiende más a ser escéptico en cuestiones de religión.

—Ahora puedes reírte, Obebe —dijo el hechicero—, pero más adelante no te reirás. Espera y verás.

—Cuando mate a Tarzán de los Monos con mis propias manos, sí que reiré —replicó el jefe—, y cuando yo y mis guerreros hayamos comido su corazón y su carne, ya no temeremos a ninguno de tus diablos.

—Espera —exclamó el hechicero con enojo— y verás.

Se llevaron al español, bien atado, y le arrojaron a una sucia choza, por cuya abertura vio a las mujeres de la aldea preparando fogatas para cocinar y ollas para el festín de la noche. Un sudor frío asomó a la frente de Esteban Miranda mientras observaba los preparativos, cuyo significado no podía malinterpretar si los sumaba a los gestos y las miradas que le dirigían los habitantes de la aldea.

Casi había transcurrido toda la tarde y el español tenía la sensación de que podía contar con los dedos de una mano las horas de vida que le quedaban cuando, procedente del río, llegaron unos gritos estridentes que quebraron la tranquilidad de la jungla y pusieron a los habitantes de la aldea en un estado de sobresaltada alerta. Un instante después, se precipitaron como locos en dirección a los aterrorizados gritos, pero cuando llegaron sólo vieron cómo un enorme cocodrilo arrastraba a una mujer bajo la superficie.

BOOK: Tarzán y el león de oro
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