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Authors: Olivia Dean

Tags: #Erótico, #Romántico

Suya... cuerpo y alma (5 page)

BOOK: Suya... cuerpo y alma
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No sé cómo tomármelo. Esas medias de seda en las manos me trasladan inexorablemente al momento en el que me bajó los pantis. Vuelvo a estar sin aliento, ¡tengo que parar esto!

¿Qué se supone que tengo que pensar? Un regalo encantador y, probablemente, carísimo. Y, después, otro de carácter marcadamente sexual. ¿Cree que soy su puta? No puedo evitar pensar en esas novelas francesas del siglo
XIX
donde el rico burgués mantiene a su amante en un piso para disfrutar de ella a su antojo… La situación es humillante pero todavía llevo impregnado en la piel el recuerdo de ayer por la noche y no puedo evitar suspirar de deseo. Un momento después, me encuentro en ropa interior y en medias delante del espejo. Tiene razón, está mucho mejor. Lo único malo es que mi braga y mi sujetador dan pena y estas medias no se sujetarán por sí solas más de diez minutos. Mi sujetador y mi braga están en el suelo. Sólo llevo las medias. Desnuda. Me examino. ¿Qué pensaría Delmonte? ¿Qué diría si estuviera aquí? Detrás de la puerta… Cierro los ojos durante un momento y saboreo las nuevas sensaciones que suscita en mí su simple recuerdo.

—¡Señorita Maugham! ¡Un paquete para usted!

Si puede existir una voz capaz de aniquilar mi ardor interior, seguro que es la suya. La portera.

—¡Ya voy!

He gritado como si viviera en un apartamento de 120 m
2
.Me pongo una bata y toso. ¿Qué otra excusa puedo poner para estar desnuda a las doce de la mañana un día de trabajo…?

¡Es de mi padre! ¡Un paquete de supervivencia para mi cumpleaños! Pasteles, dulces, una tarjeta, un pañuelo de mi abuela y una carta llena de ternura. Decido aprovechar el día para pasear por París. Después de este cóctel de emociones, me lo merezco. Cuando vuelvo estoy totalmente decidida: voy a aclarar las cosas con Charles Delmonte.

No he tenido la ocasión de hacerlo todavía. Hace cinco días que no le veo. En lo que a mí respecta, sigo igual de perdida. No sé dónde estoy. Lo que quiero. Lo que quiero con él. Lo que estoy dispuesta a tolerar. Siento que, al menos por mi parte, es más que sexo. Pero, ¿y él?

Trabajo como una loca para borrar todas las imágenes que me vienen a la cabeza cuando no estoy totalmente concentrada. Sus manos sobre mí. Mi falda en el suelo… Me pego el día en la biblioteca. Manon se ríe de mí. Dice que he buscado un sustitutivo. Que libero toda mi tensión sexual a través de los estudios. No anda muy desencaminada…

Capítulo 2. Delicatessen

Ahora que ya no esperaba encontrármelo, le veo salir de un taxi en la acera, a mi lado, como por arte magia. Son las 19:00, acabo de terminar de estudiar por hoy y vuelvo andando tranquilamente.

—¡Emma!

¡Por Dios, parece súper cansado y triste! Aun así, me sonríe. Poco importa que esté dolida por su silencio, solo puedo compadecerme de él.

—¿Va todo bien?

—Sí, gracias.

Vuelve a sonreírme, esta vez una sonrisa más sincera.

—¿Querría cenar conmigo?

—Sería un placer.

—Muy bien, paso a recogerle a las 21:00. Y… Emma.

—¿Sí?

—Me imagino que tiene un vestido negro, ¿no?

—Por supuesto.

¡Por supuesto! ¿Por qué he tenido que responder eso? Sí, tengo uno, el que me compré cuando tenía 15 años. Sería más adecuado llamarle un tubo. Un tubo gris pasado. Sin duda, cuando me vea así, no querrá salir a cenar.

Afortunadamente, hoy tengo ropa interior a juego. Y un liguero que me he comprado para sujetar las medias.

Cuando llama a la puerta, estoy roja, embutida en mi vestido.

—Emma, ¡por dios! ¡Es todavía peor de lo que imaginaba!

Se ha tumbado en mi cama y me contempla risueño.

—¿Qué es este horror? Apuesto a que lo tiene desde el instituto, ¿me equivoco?

—No.

Me miro a los pies. Lo sabía. Estoy humillada y enfadada. Voy a echarle. Le fulmino con la mirada. Sigue sonriendo.

—Pare, pare, ¡me da miedo! Tome, le he traído una cosita.

Me tiende una bolsa de Dior. La abro furiosa. Dentro hay un vestido de cóctel negro. Es increíblemente ligero, tengo la impresión de que voy a desgarrarlo. Me quedo boquiabierta. Es impresionante pero, ¿qué significa esto? ¿Qué se piensa que soy?

—Pruébeselo, no estaba seguro de la talla…

—Pero, yo… ¿es un regalo?

—Sí. Pero, si le molesta, ¡podrá devolvérmelo después de cenar! Aparte esa cosa horrorosa de mi vista.

Me mira. Con naturalidad. Debe de pensar que voy a quitarme el vestido delante de él. Me pongo roja. Debe de haberlo entendido porque finge mirar por la ventana. Me quito rápidamente mi viejo vestido. Veamos cómo se pone esta joya…

—Eh, Emma…

Vuelve a mirarme preocupado. Si digo que estoy roja, seguro que me quedo corta.

—Su ropa interior.

—¿Qué le pasa? ¿Tampoco está bien?

—No, no es eso. Sólo que quítesela, se va a transparentar a través del vestido.

Me siento terriblemente abochornada, pero me apresuro a hacer lo que me pide. Un momento después, me miro en el espejo. El vestido es perfecto. Me sienta como un guante. Me sonrío y Charles me devuelve la sonrisa a través del espejo. Acaba de aparecer tras mi espalda. Con un gesto rápido, me quita la coleta y me coloca el pelo sobre los hombros. Parece reflexionar.

—¿No tiene ninguna joya?

No. Sigue pensando y, como movido por un resorte invisible, desaparece de mi casa dejando la puerta abierta. Vuelve unos segundos más tarde con un joyero en la mano.

—Emma, aquí tiene los diamantes de Lady MacAllister.

Mi mirada revela mi ignorancia.

—Oh, es normal que no la conozca. Es una noble escocesa del siglo
XIX
. Era famosa por su depravación, su fortuna indecente y su gusto excesivo por las joyas. Encontré esta pieza única hace unos días y la atracción fue instantánea. Debería plantearme venderla pero no me decido, este objeto me fascina.

Abre el joyero. Nunca había visto nada igual. Tres filas de pequeños diamantes cortados por una cinta verde. Quiero tocarlos, el deseo puede conmigo.

—Son esmeraldas.

Me coloca el collar en medio de un silencio atronador. Nos miro en el espejo. Somos guapos, no cabe duda alguna. Tengo muchísimas ganas de besarle. Me vuelvo, me pongo de puntillas y le ofrezco mis labios, que él recibe con deseo. Siento que ese mareo vuelve a embriagarme pero coge mi cara entre sus manos y me dice como quien regaña a un gatito:

—Emma, vamos a llegar tarde. Espere al postre…

Instantes después, estamos sentados en los asientos traseros de una berlina negra. París es nuestro. Como tengo la costumbre de moverme en metro, se abre ante mí un paisaje totalmente nuevo. Estoy tan impresionada que casi me olvido de Charles. Lamento que nuestro paseo termine tan pronto cuando llegamos a un restaurante chic a orillas del Sena. Bajamos a la acera donde un mayordomo nos espera. Nunca había visto nada igual, es como si estuviéramos solos en el restaurante. En realidad, nos encontramos en un salón privado, con una mesa sólo para nosotros con vistas al río. Está decorado con elegancia, en una composición de claroscuros. Terciopelo burdeos, candelabros, un parqué centenario sobre el que descansan cálidas alfombras orientales… El lujo no merma la calidez del lugar. Como una alcoba. En algún sitio, alguien toca el piano, pero no lo vemos. Es una sonata romántica, diría que es Chopin o Liszt. Algo suave y apasionado, perfecto para este lugar. Miro y escucho, como en un museo. Una joven nos entrega la carta en un silencio total, casi había olvidado que estamos en un restaurante. Podría permanecer horas y horas así, sin hablar, mirando las luces de la cuidad reflejándose sobre el Sena y las de las velas en los ojos de Charles.

—¿Se fía de mí?

—Por supuesto.

Dejo que Charles pida por mí. Estoy dispuesta a dejarme sorprender. Una vez más. Pide los platos pero no le escucho. Le miro, se siente como pez en el agua en su entorno. La joven llega con presteza con dos copas de vino y nos explica con vehemencia el contenido de unas tartaletas Como era de esperar, no entiendo nada. Charles ha visto la cara que se me ha quedado y me guiña el ojo.

—Maravillas maravillosas de lujo en pequeñas tartaletas pretenciosas —dice imitando a la camarera cuando ésta se va. Me echo a reír. No imaginaba que podría ser tan divertido.

—Este vino… recuerdo que le gustaba…

Brindamos sin dejar de mirarnos a los ojos. La velada parece prometedora, no creo que sea el momento para hablarle de la «naturaleza» de nuestra relación. Su mirada triste del principio de la tarde ha desaparecido. No para de hablar y de sonreír. Me habla de París, sus orígenes y sus historias. Del medio en el que se mueve. Es realmente divertido. Intento estar a su altura hablándole de mi padre y de su historia de amor con los dinosaurios. Se ríe. El hoyuelo que tiene al lado del labio me vuelve loca.

La camarera viene de vez en cuando para cambiar los platos y remplazarlos por otras maravillas informándonos con un discurso del que quedo aparte. A Charles le parece delirantemente divertido y lo reformula a su antojo:

—Bazo de princesa reducido con sangre de unicornio. Edelweiss frito con lágrimas de monje trapecista. Pluma de mecedora en salmuera…

No tengo ni puñetera idea de lo que como. Sea lo que sea, está exquisito. Creo que nunca he comido nada tan refinado… y en tan buena compañía.

—Me muero de ganas de escucharle gritar en este lugar…

—¿Perdón?

Acabo de atragantarme y Charles viene a mi silla.

—Ha oído bien —dice antes de deslizar su lengua en mi boca.

Me derrito… antes de recuperar la compostura.

—Pero, estamos en un lugar público… y con la camarera, ¡ni se le ocurra!

—Para ser un lugar público, está desierto… Y, en lo que respecta a la camarera, le he pedido un postre muy elaborado que tardará unos veinte minutos en estar listo… Ups, mi servilleta.

Se inclina de repente y siento sus labios en mi tobillo derecho.

Mientras no vaya más allá, no hay de qué preocuparse. Seguro que sólo quiere ponerme nerviosa. Rodea con besos mi tobillo y sube los labios por el gemelo. Aunque intento ser estoica e intentar pensar en otra cosa, un escalofrío recorre mi cuerpo y me recuerda que no llevo ropa interior. Tengo calor. Tengo la impresión de que el corazón ha dejado de latirme en el pecho, ahora lo tengo entre las piernas. Me gustaría decirle que parara. O suplicarle que continuara. Ya ha llegado a mitad del muslo. Me cuesta respirar. Tengo que hacer algo, frenar esto. Me dispongo a abrir la boca cuando cambia súbitamente de pierna. Vuelve al tobillo. Es un suplicio. Por ahora lo llevo bien, le diré después que pare. Está en el límite de las medias, ya llegando a mi piel. Se detiene ahí. Lo rodea a besos y desliza su lengua bajo el tejido. Es demasiado. Se me ha olvidado por completo la camarera, que haga lo que quiera; si llega el momento, no pienso contener mis gemidos. Abro un poco las piernas para invitarle a continuar… Su lengua se desliza por mi pierna, subiendo poco a poco. Gimo cuando su rostro se aproxima a mi intimidad húmeda. De repente, levanta la cabeza, me enseña la servilleta y vuelve a su sitio.

—Ya he encontrado la servilleta. Me ha parecido oírle gritar, ¿va todo bien?

No sé qué decir. Estoy furiosa. Y frustrada. La camarera llega justo en el momento en el que estoy pensando en abalanzarme sobre él para arañarle.

—Frustración deliciosa en un sofá de terciopelo —dice guiñando el ojo antes de comenzar con el postre.

Capítulo 3. La última copa

Se me ha quitado el hambre. ¿Cómo puede hacer estas cosas? Y pensar que he estado casi dispuesta a tener sexo con él aquí, en medio del restaurante… Su hoyuelo me hace olvidar un instante mi brutal enfado. Pero he perdido el apetito para comer el postre, que a él parece encantarle. Sé que lo ha hecho a propósito. Se toma su tiempo, lo degusta. Saborea su victoria. No consigo calmarme, es como si cada movimiento despertara en mí oleadas de deseo. Me mira intensamente, tengo la impresión de consumirme. Y, de repente, me tiende la mano.

—Vamos.

Un joven surge de la nada con nuestras cosas y el coche aparece en cuanto salimos del restaurante. Creo que no le he visto pagar. Todo esto parece un sueño.

Ya está, nos encontramos solos en la parte trasera del coche. No sé qué hacer pero sí sé qué quiero. Pongo la mano sobre su pierna y voy subiendo lentamente, sin dejarle albergar duda alguna sobre mis intenciones. A pesar de una erección evidente que me anima a seguir y me excita todavía más, Charles me quita la mano y me la coloca sobre la rodilla, como si fuera una niña.

—Aquí no, ¡no estamos solos!

Es cierto, me había olvidado del chofer. Pero estoy segura de que está más divertido por la situación que molesto por su discreto empleado. Ya estoy harta de que me rechace, no voy a intentar nada más esta noche, estoy demasiado humillada.

Es raro volver a casa juntos. Vivimos bajo el mismo techo y, a pesar de los acontecimientos recientes, seguimos siendo unos desconocidos. Aunque nos conocemos mejor, sigue tratándome de usted… ¿será un juego?

El ascensor. Con sólo mirarle, se me corta el aliento. Me invade un torbellino de emociones. Pero no hago nada. Le miro fijamente a los ojos hasta que llegamos a nuestro piso. Se queda inmóvil, impasible.

—Quiere admirar mi colección de estampas japonesas —dice por fin con un aire jovial.

¡Basta ya! Ya he tenido suficiente, no me apetece en absoluto hablar de arte. ¿Qué quiere demostrar? ¿Que quiero acostarme con él? ¿Quiere que se lo pida? Pues ya puede esperar sentado.

—No, estoy cansada. Muchas gracias, he pasado una velada encantadora.

—Pero Emma… pensaba que usted también tenía ganas.

Le miro atónita, se ve obligado a precisar su invitación.

—Le he dicho admirar mis estampas japonesas para evitar decirle directamente si desea acostarse conmigo, es algo como «beber la última copa». Lo siento, sólo quería hacerle reír… Entonces, ¿le apetece acostarse conmigo? Quizás está demasiado cansada.

Dicho así, queda mucho más claro. Y flipante. Esta vez, no hay excusa que valga, si cruzo el umbral de esa puerta, es para tener sexo. Ya sé a qué atenerme. Bueno, en realidad, no del todo. Es precisamente eso lo que me da miedo…

Mientras me lo planteo, él ya ha entrado en su casa.

—Emma, ¿entra?

Estoy embobada. No sé si debo entrar ni lo que me voy a encontrar si entro. ¿Estará desnudo en el salón o, aún peor, recostado en la cama? ¿Qué espera de mí? ¿Que coja yo el toro por los cuernos? Pero, ¿cómo se hace en la vida real? Todo habría sido mucho más simple si me hubiera besado suavemente ante la puerta, como en las películas. Creo que en esas situaciones todo sale mucho más natural gracias a la pasión. Y, en lugar de eso, lo único que me ofrece es una invitación desconcertante.

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