—Bien —dijo Cole—. A veces tengo la impresión de que eres el único oficial competente de esta nave. Aparte de mí, por supuesto.
Un breve mensaje apareció en el aire, enfrente de su rostro:
Espero que disfrutes tú solo en la cama durante los próximos 7.183 años
.
—Ah, sí, claro, Forrice, tú y yo somos los únicos oficiales competentes.
Demasiado tarde. Esto te va a costar 900 diamantes en bruto. Me cobraré el botín de hoy como adelanto. Por supuesto que tendrás que tallarlos, pulirlos y engastarlos
.
—Si hay algo que no soporte —dijo Cole—, es a una directora de Seguridad petulante.
Eso no es lo que me dijiste anoche cuando estábamos juntos en la cama. ¿Quieres que repita lo que dijiste
?
—Por favor, no —dijo Forrice—. Acabo de comer.
—Basta de bromas, Sharon —dijo Cole, muy serio—. Tengo que discutir cuestiones de trabajo. Escúchame, o no me escuches, pero no vuelvas a interrumpirme. —No apareció ningún mensaje de respuesta, y se volvió hacia Forrice—. ¿Te has encargado de los cadáveres de la
Aquiles
de la manera que te dije?
Forrice asintió con su enorme cabeza.
—Los hemos cargado en la lanzadera y los hemos propulsado hacia la estrella más cercana. En estos momentos ya tendrían que estar abrasándose.
—¿Te has cerciorado de que nadie pueda darle alcance antes de que se queme?
—Por supuesto.
—Bien. Lo único que hicimos fue defendernos de un ataque criminal, pero nadie nos creería —dijo Cole—. Y ahora vayamos al grano. ¿Qué beneficio podríamos obtener con esos cuatrocientos diamantes sin tallar?
—¿Me lo preguntas a mí? —dijo el molario—. ¿Y cómo quieres que lo sepa?
—No esperaba que lo supieras —dijo Cole.
—¿Pero…? —dijo Forrice—. Noto que ahí hay un «pero».
—Pero sí se espera que lo averigües.
—¿Cómo?
—Pues vaya. En la
Teddy R
. hay un oficial que es menos competente de lo que pensaba. Ve al contenedor donde tenemos los diamantes. Saca uno que te parezca mediano. Ni el más grande, ni el más pequeño, ni el más brillante, ni el que menos. Contacta con un par de joyeros legales. Diles que es una herencia familiar y que acabas de cobrarla. Querrías asegurarla, pero no tienes ni idea de cuánto puede costarte la póliza.
—¿Y las joyas?
Cole negó con la cabeza.
—Algo me dice que a cualquier joyero le sería muy fácil identificar una diadema de oro con todas esas piedras preciosas.
—¿Estás seguro? —preguntó Forrice—. La galaxia es grande.
—No, no estoy seguro —dijo Cole—. Ahora seré yo quien te haga una pregunta a ti: ¿crees que merece la pena correr los riesgos?
—No —reconoció Forrice—. Probablemente, no. Está bien… sólo les enseñaré el diamante. ¿Y luego qué?
—Sé que esto va a representar un gran esfuerzo para tu pobre cerebro molario —dijo Cole, sarcástico—, pero luego vas a tener que multiplicar ese valor por cuatrocientos dieciséis.
—No, lo que te pregunto es si aterrizaremos y le pediremos, por lo menos, a otro joyero que estime en persona su valor.
—No veo qué sentido tendría. ¿Y si un joyero nos dice que el diamante vale cincuenta mil créditos, y el otro sesenta y cinco mil? Sólo queremos una cifra genérica, porque la única apreciación que contará de verdad será la de David Copperfield.
—Si su opinión es la única que cuenta, ¿para qué queremos otras valoraciones? —preguntó Forrice.
—Porque si me hace una oferta que no me gusta, tengo que saber si es él quien se equivoca, o si soy yo —le respondió Cole.
—Bueno —dijo Forrice—, creo que lo mejor será que elija un diamante y me ponga a trabajar. ¿Adónde los has llevado?
—Al laboratorio. Allí no va nadie, desde el día en el que Sharon hizo desaparecer toda la parafernalia que se empleaba para sintetizar drogas.
Forrice se levantó de la mesa.
—No creo que esto me lleve mucho rato. Tan pronto como haya averiguado algo, te lo comunicaré.
Cole se recostó en la silla, dio un sorbo a su café y meditó sobre los acontecimientos de las últimas horas… lo que la
Aquiles
había hecho, lo que no había hecho, lo que tendría que haber hecho. El truco del SOS no iba a funcionar muy a menudo. Era mucho más probable que fuese la
Teddy R
. la que tuviera que emprender los ataques. Estaba preparada para ello. Al fin y al cabo, todos los miembros de la tripulación, salvo Morales, habían estado en el Ejército hasta hacía pocas semanas, y Cole confiaba en que serían competentes en situación de combate. Pero en algún momento, probablemente en el instante en el que abordaran una nave pirata para saquearla, abandonarían su condición de miembros del Ejército y se transformarían en piratas, y, probablemente, tendrían reacciones diferentes. Y, como él no tenía ninguna intención de morir —por lo menos, no con la rapidez y la facilidad con que habían muerto Windsail y su tripulación—, debía sopesar todas las opciones y anticiparse a todas las posibilidades.
No llegó a saber cuánto tiempo había pasado sin moverse de la silla, pero de pronto se dio cuenta de que el café estaba muy frío. Lo dejó sobre la mesa, solicitó un menú, esperó hasta que se hubo materializado frente a él y tocó el icono «café». Llegó casi al instante pero, antes de que hubiera podido agarrar la taza, Forrice entró en la cantina y giró hacia él con una de sus extrañas rotaciones sobre tres patas.
—¿Y bien? —preguntó Cole, cuando el molario se hubo sentado al otro extremo de la mesa.
—He hablado con cinco joyeros. Todos me han dicho que tienen que verlo antes de hacer una estimación para el seguro, pero tres de ellos han aventurado un cálculo a ojo de buen cubero, y se han movido entre los veintisiete mil créditos y los cuarenta y cinco mil. Ha habido una joyera, una hembra mollutei muy maja, que se ha ofrecido a tallarlo gratis si me comprometía a indemnizarla contra cualquier pérdida de valor en el caso de que, no sé, estornudase o parpadeara, o le sucediera cualquier otra cosa durante el proceso de tallado que destrozara el diamante o le hiciese perder valor. No sé muy bien qué puede destruir un diamante, pero le he dado las gracias y le he dicho que lo pensaría. Ésa es la que lo ha valorado en veintisiete mil. —Guardó unos instantes de silencio—. Lo más importante es que, si el precio medio de cada uno de los diamantes ronda los treinta y siete o los treinta y ocho mil, tenemos un alijo por el que podríamos cobrar unos quince millones de créditos, probablemente más, si aceptamos dólares de María Teresa o libras de Lejano Londres.
—¿Quince millones? —exclamó Cole—. Con eso sí que podríamos pagar un par de tímpanos.
—¿Has tenido noticias de cómo sigue Chadwick en el hospital? —preguntó el molario.
—Todavía no. Hace sólo unas horas que lo ingresaron. Van a tener que trabajar mucho con él… pero lo mejor de las transacciones ilegales es que se hacen con dinero contante y sonante, así que podremos pagar a los médicos sin que nos sigan la pista.
—Aun cuando lo hicieran, lo único que saben en el hospital es que Chadwick es tripulante del
Samarcanda
, y, si le ordenamos a Aceitoso que sustituya una vez más las insignias donde figura nuestro nombre, lo hará en la mitad de un día estándar.
—Es cierto —reconoció Cole—. Pero prefiero no correr ningún riesgo.
—Ahí no puedo llevarte la contraria —dijo Forrice—. ¿Hay algo más que tengamos que discutir?
—Nada que se me ocurra ahora mismo.
—Bueno, he tenido un día duro con tanta sangre y saqueo —dijo el molario, y se puso en pie—, así que me voy a la cama y dormiré un poco antes de presentarme para el turno rojo.
Salió de la cantina, y Cole, intranquilo, se levantó y regresó al puente.
—¡Capitán en el puente! —gritó Christine, y se puso firmes, igual que Malcolm Briggs y Domak.
Cole les respondió con un indolente saludo militar y volvieron a sentarse.
—Señor —dijo Christine—, nos dirigimos a Meandro-en-elRío, y dentro de unas tres horas tendríamos que frenar a velocidades sublumínicas.
—Pues qué lástima —comentó Cole.
—¿Señor?
—Habrán pasado dos horas desde el inicio del turno azul. Forrice dormirá y usted ha estado levantada durante casi todo un día estándar. Por lo tanto, tendré que esperar unas horas antes de ir al encuentro de David Copperfield, porque aún no tenemos un tercer oficial que pueda ponerse al mando. Esperaré a que Forrice se despierte y entonces veré si puedo convencerle para que vaya temprano al puente.
—Puedo permanecer en mi puesto, señor —le respondió al instante Christine.
—¿No estaba a punto de irse a la cama cuando hemos contactado con la
Aquiles
? —le recordó Cole—. Y desde ese momento no ha abandonado el puente. Podemos esperar otras ocho horas para descargar los diamantes.
—No va a pasar nada, señor. No creo que esto le lleve a usted mucho tiempo, y aquí no nos hallamos bajo ninguna amenaza. ¿Para qué esperar?
Cole se quedó mirándola durante largo rato mientras sopesaba su oferta. Al fin, se encogió de hombros.
—¡Qué diablos! Si le gusta el café, vaya ahora mismo por una taza. Si no, pase por la enfermería y tome algo que le ayude a mantenerse despierta. Veremos cómo se encuentra cuando por fin lleguemos a Meandro-en-el-Río. No creo que tengamos ningún problema.
Aquella frase demostró que Cole no tenía madera de profeta.
Para quien lo viese desde una ruta orbital, no existía una razón lógica por la que Meandro-en-el-Río debiera llevar ese nombre. Tenía un océano, que cubría cuatro quintas partes de su superficie, y un par de continentes. Se alcanzaban a ver sus casquetes polares, así como cientos de pequeñas islas que moteaban el océano, pero desde el espacio se distinguían dos únicos ríos que iban de norte a sur en línea recta, sin sinuosidades.
—No quiero aterrizar con la nave —explicó Cole—. No me importaría que se enteraran de que viajamos en una antigua nave de la Armada, pero tampoco quiero darles la oportunidad de descubrir de qué nave se trata. Ya sé que Aceitoso ha cambiado todas las insignias, pero existen otros medios de identificación.
—¿En qué lanzadera descenderá usted, señor? —preguntó Briggs.
—Hasta ahora sólo he viajado en la
Kermit
. —Las tres lanzaderas llevaban los nombres de
Kermit
,
Archie
y
Alice
, por tres hijos de Theodore Roosevelt; una cuarta, la
Quentin
, había perecido en combate pocos meses antes—. Así que voy a ir en ésa. Doy por sentado que Aceitoso le habrá retirado la insignia.
—Sí, señor, me han dicho que ya está —dijo Briggs—. ¿Irá usted solo?
—No. Creo que no causaría una buena impresión. Que Toro Pampas, Esteban Morales y Domak estén en la
Kermit
dentro de cinco minutos.
—¿Sólo ellos tres, señor?
—Algo me dice que si hay problemas, nos encontraríamos en inferioridad numérica aunque me llevase a la tripulación entera, y, si no los hay, me bastará con llevar a tres. Alguien tiene que quedarse aquí y hacerse cargo de la nave.
—Braxite se ha presentado voluntario para ir también con usted, señor —dijo Christine.
—No.
—Estoy segura de que me va a preguntar por qué no.
—Es público y notorio que Forrice y yo somos los oficiales de más alto rango de la
Teddy R
. Si, una vez allí abajo, alguien sospechara de mí, la presencia de un molario confirmaría sus sospechas. —Levantó la mano—. Antes de que me digas nada: ya sé que les importará bien poco que el hombre con quien hacen tratos sea o no Wilson Cole. Lo más probable es que todos ellos simpaticen con los amotinados y fugitivos. Pero son forajidos, y, sin duda, estarían dispuestos a extorsionarnos, y a exigirnos dinero y favores a cambio de no revelar a la República el paradero de la
Teddy R
. —Se volvió hacia Briggs—. Pampas, Morales y Domak. Dentro de cinco minutos.
—He introducido las coordenadas de aterrizaje en la
Kermit
y he implantado en ella datos de registro falsos —dijo Christine—. Si la examinaran a fondo, descubrirían la falsificación, pero me imagino que David Copperfield no debe de examinar a fondo las naves de sus visitantes, porque entonces no podría seguir en ese oficio.
—Estoy de acuerdo. Una vez que lleguemos a la superficie, alquilaré un transporte y Morales me guiará hasta la casa de Copperfield.
—¿No quiere usted anunciarle previamente su llegada? —preguntó Briggs.
—No —dijo Cole—. Será usted quien se lo haga saber.
—¿Yo, señor? —preguntó Briggs, sorprendido.
—Si no me pone condiciones, no tendré por qué obedecerlas. Cuando nos falte un minuto para tocar tierra, contacte con él y dígale que nuestra radio no funciona bien, y que por eso lo llama usted.
—¿No sería mejor que esperara hasta que se encuentre usted en la superficie, señor?
Cole negó con la cabeza.
—Si es el tipo de persona que quiere que se hagan las cosas a su manera, y que si no se hacen a su manera se pone a disparar, preferiría saberlo antes de salir de la lanzadera y perder contacto con ustedes. —Se dirigió al aeroascensor—. Ah, y que Toro traiga el botín. Se me había ocurrido pedirle a Sharon un recipiente a prueba de sensores, pero luego he pensado que si inspeccionaran todo lo que sale del espaciopuerto, habrían arruinado ya el negocio de Copperfield, así que no creo que tengamos problemas por llevarlo tal como está, y no quiero perder más tiempo.
Entró en el aeroascensor y momentos más tarde se reunió con Domak en el hangar. Pampas llegó al cabo de menos de un minuto, cargado con una pesada maleta, y finalmente apareció Morales.
—Siento haber tardado tanto —dijo—. Sabía que teníamos que encontrarnos junto a la
Kermit
, pero nadie me había dicho qué era la
Kermit
, ni dónde estaba.
—Bueno, lo único que ha ocurrido es que no ha sido el primero en llegar —le respondió Cole—. Ahora ya no lleva el nombre de
Kermit
, pero todavía la llamamos así. Ahora es la
Flor de Samarcanda
. Subamos todos a bordo. Domak, usted es la mejor piloto de nosotros cuatro. Llévenos al espaciopuerto. La ruta está programada en el ordenador de navegación de la lanzadera, así que puede recorrerla en su mayor parte con el piloto automático. Yo me encargaré de los mensajes que nos lleguen del espaciopuerto, o desde cualquier otro lugar.