“Debo decirles que yo misma hablé con esos dos amigos y no me gustaron. No eran ni simpáticos ni caballeros, pero tuve la certeza de que decían absolutamente la verdad al declarar que Sanders había pasado todo el tiempo en su compañía.
“Luego se averiguó otra cosa. Al parecer, durante la partida de bridge, llamaron por teléfono a Mrs. Sanders. Un tal Mr. Littleworth deseaba hablar con ella. Pareció excitada y satisfecha por algo. Casualmente, cometió un par de errores importantes y se marchó antes de lo que esperaban.
“Le preguntaron a Mr. Sanders si sabía si aquel Mr. Littleworth era una de las amistades de su esposa, mas declaró que nunca había oído aquel nombre. Y a mí me pareció, por la actitud de su esposa, que ella tampoco debía saber gran cosa de aquel Littleworth. Sin embargo, volvió del teléfono sonriente y ruborizada, lo cual hace suponer que quienquiera que fuese no dio su verdadero nombre, y eso en sí parece sospechoso, ¿no creen?
“De todas formas, el problema quedaba planteado así: O bien era cierta la historia del ladrón, cosa improbable, o bien la teoría de que Mrs. Sanders se estaba preparando para ir a reunirse con alguien. ¿Ese alguien entró en su habitación por la escalera de incendios? ¿Hubo una pelea? ¿O la atacó a traición?
Miss Marple se detuvo.
—¿Y bien? —preguntó sir Henry—. ¿Cuál es la solución?
—Me estaba preguntando si la habría adivinado alguno de ustedes.
—Nunca he sido buena adivina —contestó Mrs. Bantry—. Me parece una lástima que Sanders tuviera una coartada tan maravillosa. Pero si a usted le satisfizo, tenía que ser cierta.
Jane Helier hizo una pregunta moviendo su hermosa cabecita.
—¿Por qué estaba cerrada una puerta del armario?
—Qué inteligente es usted, querida —dijo miss Marple con el rostro resplandeciente—. Eso es lo que yo me pregunté, aunque la explicación era bien sencilla. En su interior había un par de zapatillas bordadas y unos pañuelos de bolsillo que la pobrecilla bordaba para su esposo como regalo de Navidad. Por eso estaba cerrado y la llave fue encontrada en su bolso.
—¡Oh! —dijo Jane Helier—. Entonces, al fin y al cabo, no tiene interés.
—¡Oh, claro que sí! —replicó miss Marple—. Es precisamente la única cosa interesante, lo que hizo fracasar los planes del asesino.
Todos miraron a la anciana.
—Yo no lo comprendí hasta al cabo de dos días —dijo miss Marple—. Le estuve dando vueltas y más vueltas, y de pronto lo vi todo claro. Fui a ver al inspector para pedirle que probara una cosa y lo hizo.
“Le pedí que le pusiera el sombrero a la pobre difunta
, y no pudo, por supuesto. No le cabía. ¿Comprenden?,
no era suyo
.
Mrs. Bantry se sobresaltó.
—Pero, ¿no lo tenía puesto al principio?
—En su cabeza no.
Miss Marple se detuvo un momento para dejar que sus palabras hicieran efecto, y luego continuó:
—Dimos por hecho que aquel cadáver era el de la pobre Gladys, pero no le miramos la cara. Recuerden que estaba boca abajo y el sombrero le tapaba completamente la cabeza.
—Pero, ¿fue asesinada?
—Sí, más tarde. En el momento en que nosotros avisábamos a la policía, Gladys Sanders estaba viva.
—¿Quiere decir que otra persona fingió ser la muerta? Pero sin duda cuando usted la tocó...
—Era un cadáver lo que yo toqué, desde luego —replicó miss Marple en tono grave.
—Pero válgame el cielo —dijo el coronel Bantry—, no es posible deshacerse de un cadáver con tanta facilidad. ¿Qué hicieron después con el primero?
—Lo devolvió —dijo miss Marple—. Fue una idea malvada, pero muy inteligente, y se la dieron las palabras que nos oyó decir en el salón. ¿Por qué no utilizar el cadáver de la pobre Mary, la doncella? Recuerden que la habitación de los Sanders estaba entre las de los criados. Y la de Mary estaba dos puertas más allá, y los de la funeraria no irían a recoger el cadáver hasta después de que anocheciera. Él contaba con ello. Se llevó el cadáver por el balcón (a las cinco era ya de noche) y lo vistió con un traje de su esposa y su abrigo encarnado. ¡Y entonces encontró cerrada con llave la puerta del armario donde su esposa guardaba los sombreros! Sólo podía hacer una cosa: coger uno de los sombreros de la doncella. Nadie habría de notarlo. Dejó el calcetín relleno de arena junto a ella y fue en busca de sus amigos para establecer su coartada.
“Telefoneó a su esposa dando el nombre de Mr. Littleworth. Ignoro lo que le diría, ella era tan crédula, pero consiguió que abandonara su partida de
bridge
y regresara antes para encontrarse con él a las siete, junto a la escalera de incendios del balneario. Probablemente diciéndole que le reservaba una sorpresa.
“Regresó al balneario con sus amigos y se las arregló de modo que miss Trollope y yo descubriéramos el crimen con él. Incluso hizo ademán de querer dar la vuelta al cadáver ¡y yo le detuve! Luego se avisó a la policía y él salió a lamentarse por los alrededores.
“Nadie le pidió que presentara una coartada después del crimen. Se reúne con su esposa, la hace subir por la escalera de incendios y entrar en su dormitorio. Tal vez le ha contado ya alguna historia para explicar la presencia del cadáver. Ella se inclina junto a él y Sanders la golpea con el calcetín relleno de arena. ¡Oh, Dios mío! ¡Todavía me estremezco! Y la chaqueta la cuelga en el armario y la viste con las ropas del otro cadáver.
“
Pero el sombrero no le entra
. La cabeza de Mary es pequeña y, en cambio, Gladys Sanders, como ya he dicho, llevaba un gran moño en la nuca. Por ello se ve obligado a dejarlo junto a ella con la esperanza de que nadie lo note. Luego vuelve a llevar el cuerpo de la pobre Mary a su habitación, donde la coloca de nuevo decorosamente.
—Parece increíble —dijo el doctor Lloyd—. Los riesgos que llegó a correr. La policía podía haber llegado demasiado pronto.
—Recuerde que la línea telefónica estaba averiada —replicó miss Marple—. Eso fue parte de
su
obra. No podía arriesgarse a que la policía se presentara demasiado pronto y, cuando llegaron, estuvieron un buen rato en el despacho del gerente antes de subir al dormitorio. Ésa era la parte más peligrosa de su plan: que alguien notara la diferencia entre un cuerpo que llevaba dos horas muerto y otro que sólo llevaba media hora. Pero confiaba en que las personas que habían descubierto el crimen no fueran expertas en la materia.
El doctor Lloyd asintió.
—Se supuso que el crimen había sido cometido a las siete menos cuarto poco más o menos. Y en realidad lo fue a las siete o pocos minutos después. Cuando el forense examinó el cadáver, debían ser cuanto menos las siete y media, y no podía precisarlo.
—Yo era la única que podía haberse dado cuenta —dijo miss Marple—. Cogí la mano de la muchacha y estaba fría como el hielo. ¡Poco después el inspector dijo que el crimen debía haberse cometido poco antes de nuestra llegada y yo no me di cuenta!
—Creo que se dio usted cuenta de muchas cosas, miss Marple —replicó sir Henry—. Ese caso ocurrió antes de que yo ocupara mi cargo. Ni siquiera recuerdo haberlo oído. ¿Qué ocurrió?
—Sanders fue ahorcado —explicó miss Marple—. Nunca me arrepentiré de haber ayudado a hacer justicia. No tengo esos escrúpulos humanitarios que rechazan la pena capital.
Su rostro se dulcificó.
—Pero me he reprochado a menudo amargamente no haber sabido salvar la vida de aquella pobre joven. ¿Pero quién hubiera escuchado a una pobre vieja? Vaya, vaya, ¿quién sabe? Tal vez fuera mejor para ella morir cuando era feliz que vivir luego desgraciada y desilusionada en un mundo que de pronto le hubiera parecido horrible. Ella amaba a aquel canalla y confiaba en él. Nunca llegó a descubrirlo.
—Bueno, entonces —dijo Jane Helier— todo terminó bien. Muy bien, quiero decir... —Se detuvo.
Miss Marple miró a la hermosa y célebre Jane Helier y dijo asintiendo hacia ella amablemente:
—Comprendo, querida, comprendo.
—Ahora usted, Mrs. B —dijo sir Henry Clithering. Mrs. Bantry, su anfitriona, lo miró con aire de reproche.
—Le he dicho muchas veces que no me gusta que me llame Mrs. B. Es una falta de respeto.
—Scherezade, entonces...
—¡Y menos aún Sch... cómo se llame! Nunca fui capaz, de contar una historia con propiedad. Pregúntele a Arthur si no me cree.
—Eres bastante buena relatando los hechos, Dolly —exclamó el coronel Bantry—, pero no sabes adornarlos.
—Eso es —respondió Mrs. Bantry, hojeando el catálogo de bulbos que tenía ante ella—. Les he estado escuchando a todos y no sé cómo lo hacen. “Él dijo, ella dijo, yo me pregunté, ellos pensaron, todos supieron...” Bueno, pues ¡yo no sé! Y además no tengo ninguna historia interesante que contar.
—No podemos creerlo, Mrs. Bantry —dijo el doctor Lloyd meneando su cabeza de grises cabellos con incredulidad.
La anciana miss Marple dijo con su dulce voz:
—Seguramente, querida...
Mrs. Bantry continuó insistiendo obstinadamente.
—Ustedes no saben lo monótona que es mi vida. Entre las dificultades del servicio, ir a la ciudad de compras, al dentista y a Ascot (lo que por cierto odia Arthur), y luego el jardín...
—¡Ah! —dijo el doctor Lloyd—. El jardín. Ya sabemos todos dónde tiene usted puesto su corazón, Mrs. Bantry.
—Debe de ser muy bonito tener un jardín —dijo Jane Helier, la hermosa y joven actriz—. Es decir, cuando no hay que cavar y ensuciarse las manos. ¡Me gustan tanto las flores!
—El jardín —exclamó sir Henry—. ¿No podríamos tomarlo como punto de partida? Vamos, señora. ¡El bulbo envenenado, los narcisos de la muerte, la hierba mortal!
—Es curioso que haya dicho eso —observó Mrs. Bantry—. Acabo de recordar una cosa. Arthur, ¿te acuerdas de aquel caso que se presentó ante el juzgado de Clodderham? Ya sabes. El del viejo sir Ambrose Bercy. ¿Recuerdas que lo considerábamos un anciano cortés y encantador?
—Vaya, pues es verdad. Sí, fue un caso extraño. Adelante, Dolly.
—Sería mejor que lo contaras tú, querido.
—Tonterías, adelante. Eres muy capaz de dirigir tu propio barco. Yo ya he cumplido con mi parte.
Mrs. Bantry inspiró profundamente y, entrelazando las manos y con rostro angustiado, empezó a hablar muy deprisa.
—Bueno, en realidad no hay mucho que contar. La hierba mortal es lo que me lo ha hecho recordar, aunque yo lo llamo
salvia y dedalera
.
—¿Salvia y dedalera? —preguntó el doctor Lloyd.
Mrs. Bantry asintió.
—Así es como sucedió. Arthur y yo estábamos en casa de sir Ambrose Bercy, en Clodderham Court, y un día, por error (un error que siempre consideré muy estúpido), cogieron un montón de hojas de dedalera entre la salvia. Aquella noche cenamos pato relleno con salvia y todos se sintieron mal, y una pobre muchacha, la pupila de sir Ambrose, murió.
Se detuvo.
—Vaya, vaya —dijo miss Marple—, qué tragedia.
—¿Verdad?
—Bien —replicó sir Henry—, ¿y qué pasó luego?
—Pues nada más —contestó Mrs. Bantry—, eso es todo.
Todos se quedaron sorprendidos. Aunque ya habían sido advertidos, no esperaban una brevedad semejante.
—Pero, mi querida señora —insistió sir Henry—, tiene que haber algo más. Lo que usted acaba de contarnos es un caso trágico, pero no tiene nada de problema.
—Bueno, claro que hay algo más —dijo Mrs. Bantry—. Pero si se lo dijera, ya sabrían de qué se trata.
Y mirando desafiadoramente a los reunidos les dijo con sencillez:
—Ya les dije que yo no sabía adornar las cosas y convertirlas en una verdadera historia.
—¡Aja! —exclamó sir Henry ajustándose las gafas—. ¿Sabe, Scherezade, que es muy ingenioso su modo de desafiar nuestro ingenio? No estoy seguro de que no lo haya hecho a propósito para estimular nuestra curiosidad. Propongo una ronda de preguntas. Miss Marple, ¿quiere usted empezar?
—Me gustaría saber algo de la cocinera —dijo miss Marple—. Debía de ser una mujer muy tonta o muy inexperta.
—Era muy tonta —replicó Mrs. Bantry—. Después se lamentaba un montón y decía que le habían llevado las hojas como si fueran de salvia, ¿y cómo iba ella a saber que no lo eran?
—Cualquiera lo hubiera visto —dijo miss Marple.
—¿Probablemente era una mujer mayor y buena cocinera?
—Excelente —contestó Mrs. Bantry.
—Ahora le toca a usted, miss Helier —dijo sir Henry.
—¡Oh! ¿Se refiere a que me toca preguntar? —hubo una pausa mientras Jane reflexionaba y al fin dijo:— La verdad es que no sé qué preguntar.
Sus hermosos ojos miraron suplicantes a sir Henry.
—¿Por qué no pregunta por los personajes del drama? —le sugirió con una sonrisa.
Jane seguía mirándole desorientada.
—Que haga la presentación de los personajes por orden de aparición —continuó sir Henry en tono amable.
—¡Ah, sí! —exclamó Jane—. Es una buena idea.
Mrs. Bantry empezó a contarlos con los dedos.
—Sir Ambrose, Sylvia Keene (la joven que murió), una amiga suya que pasaba unos días allí llamada Maud Wye, una de esas muchachas morenas y feas que no sé cómo se las arreglan para resultar atractivas, nunca he sabido cómo lo consiguen. Luego un tal Mr. Curie, que había ido a discutir acerca de algunos libros con sir Ambrose, libros raros con títulos en latín, todos ellos mohosos pergaminos. Jerry Lorimer, una especie de vecino. Su finca, Firlies, lindaba con la de sir Ambrose. Y una tal Mrs. Carpenter, una de esas gatas de mediana edad que siempre se las arreglan para instalarse cómodamente en cualquier parte. Supongo que en cierto modo hacía de
dame de compagnie
de Sylvia.
—Ahora me toca a mí —dijo sir Henry—, puesto que estoy sentado junto a miss Helier. Y quiero saber muchas cosas. Quiero que nos haga una breve descripción, Mrs. Bantry, de todos los personajes.
—¡Oh! —Mrs. Bantry vacilaba.
—Empiece por sir Ambrose —continuó sir Henry—. ¿Qué tal era?
—¡Oh! Era un anciano de aspecto distinguido y en realidad no muy viejo, supongo que no tendría más de sesenta años. Pero estaba muy delicado, tenía el corazón muy débil y no podía subir la escalera. Tuvieron que ponerle ascensor y por eso parecía mayor de lo que era en realidad. De modales refinados... cortés, sí, creo que ésa es la palabra que mejor lo definiría. Nunca se enfadaba o se mostraba molesto. Tenía unos hermosos cabellos blancos y una voz particularmente agradable.