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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Sonidos del corazon (9 page)

BOOK: Sonidos del corazon
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Y ella, precisamente ella, la había recomendado para…

Valeria se quedó muda.

—Di algo.

—No sé qué decir.

—Otra habría dado saltos de alegría.

—Cuando despierte.

—Escucha. —Volvió a sujetarla, esta vez por los brazos—. Te conozco, y te conozco bien, no como persona pero sí como alumna. Si he hecho esto es porque creo en ti, y porque te lo mereces. Estás trabajando duro y bien.

—Trabajar duro y bien no significa…

—Eres buena, Valeria.

Sostuvo su mirada sintiendo una opresión en el pecho y un zumbido en las sienes.

¿Cómo podía decirle eso después de haber escuchado a Juanjo?

¿Buena?

—Creo que la única que no se valora eres tú. —La mujer puso el dedo en la llaga.

Se desinfló.

—No me siento capacitada. —Suspiró bajando la cabeza.

—Lo estás. Y sé que superarás esta prueba.

—¿Y si no lo hago?

—Si no lo haces no pasa nada. Pero confío en ti. Y no es ningún compromiso, ninguna cuestión de vida o muerte. Seguiré haciéndolo si no te aceptan o tropiezas en la prueba.

—No entiendo por qué…

—Porque te irá bien empezar a tocar en serio, no únicamente aquí o en los festivales de fin de curso. Hay estudiantes que necesitan tiempo para madurar, encontrarse a sí mismos. Tú lo tienes todo, o casi. Te falta adquirir confianza, y sé que la lograrás cuando sientas fluir todo lo que hay en ti, arropada por una orquesta sinfónica que además está hecha a tu medida.

—¿Por qué no me siento segura? —Sintió un escozor en los ojos.

—Es normal —convino Roberta—. Y más a tu edad, con el virus de la adolescencia.

—¿Cuál es?

—La inseguridad.

—Soy feliz cuando toco, aunque, a veces, si no consigo algo, o tropiezo, o no llego a lo que aspiro, me frustro. Pero lo peor no es eso. Lo peor es cómo me siento.

—¿Cómo te sientes?

—Fría.

—Eres muy vital, y disciplinada. Yo no llamaría a eso frialdad.

—Bueno, entre veinte violinistas en una orquesta siempre es más fácil…

—No. —La detuvo—. No digas eso. —La mujer estaba muy seria—. En una orquesta nadie disimula ni tapa el error de otro ni se camufla en el sonido global. En una orquesta todos y cada uno forman un cuerpo. Si una parte de ese cuerpo falla, falla el conjunto. Si el director oye una disonancia, por simple que sea, te echará a los perros.

Su madre decía que la vida daba pocas oportunidades, dos, tres a lo sumo.

Y una nunca sabía cuándo aparecía la primera.

—¿Quieres que escoja a otra? —le preguntó la profesora.

—¿Cuándo será esa prueba?

—No lo sé. Ya te avisaré.

—Vale. —Se rindió a la evidencia.

—Valeria…

—¿Sí?

—Trabaja a fondo desde hoy, día a día, pero no te colapses. Deja que la música fluya, nada más. Que sea ella la que te arrastre a ti, no tú a ella.

¿Cuántas veces se lo había oído decir?

—Gracias. —Forzó su primera sonrisa.

Habían transcurrido los cinco minutos.

Capítulo 16

La cita era en la parada del segundo autobús, el que debía conducirlos al local de ensayo. Los dos fueron puntuales, aunque Juanjo llegó el primero. Habían quedado mucho antes de la hora prevista para empezar a tocar con Cristian y Amalia y así poder charlar un poco más con Lester. En realidad, tanto a él como a ella les parecía una excusa para estar juntos.

Les daba igual que lo pareciera.

Comenzaban a darse cuenta de que querían estar juntos.

En el conservatorio no se les ocurría darse un beso en la mejilla al llegar, o al despedirse cuando ella se bajaba del bus. Allí sí. Se lo dieron y al separarse se enfrentaron a sus sonrisas respectivas. Más abierta la de Juanjo. Más nerviosa la de Valeria.

Llevaba su violín.

—¿Has hablado con tus amigos? —Fue lo primero que le preguntó ella.

—No.

—¿No? —Se preocupó muy de veras.

—Prefiero que parezca algo casual. Estás conmigo, traes el violín, yo te pido que te unas a nosotros e improvises algo…

—¿Ves como te da corte?

—No me da corte.

—Entonces ¿por qué no les has dicho lisa y llanamente que quieres ver cómo lo hago y qué tal sonáis?

—Conozco a Cristian. Mejor que parezca algo fortuito.

—¿Y a Amalia?

—Es buena chica.

—Eso no es una respuesta. ¿La conoces?

—Tiene sus prontos, pero se le pasan.

—Le gustas.

—¿Qué dices? —Alzó las dos cejas.

—Lo que oyes: que le gustas. Tú quizá no te des cuenta, pero yo sí se lo he notado.

—¡Amalia está loca por la música!

—Vale, vale, yo solo te lo comento. —Llegaba el autobús por su derecha y se prepararon—. Pero me habría sentido mejor si supieran que voy a ir y a tocar. ¿Y si se enfadan contigo?

—No lo harán.

—¿Cómo lo sabes?

—Si no quieres, no lo hagas. Pero entiende que no se trata de hacerte un favor.

Realmente estoy muy interesado en probarlo. Cuando toco la guitarra y hago mis solos, echo de menos algo más, una réplica, una segunda guitarra, un teclado… ¿Por qué no un violín?

El transporte público se detuvo a su altura. Subieron a él y tras validar sus pases se sentaron en dos asientos contiguos. Valeria colocó el violín sobre su regazo. Ninguno de los dos apartó el brazo con el que se rozaban.

Juanjo se mordió el labio inferior.

Y se lo preguntó.

—¿Por qué tienes rasgos levemente orientales?

—Bueno, has tardado pero al fin…

—Perdona. —Se puso rojo.

—No, tranquilo. Todo el mundo me lo pregunta. Lo que pasa es que lo hacen a las primeras de cambio. Que si parezco china, que si soy muy exótica, que si tal y que si cual. —Mientras hablaba le sonrió con ternura—. Mi padre es español, hijo y nieto y bisnieto de españoles, pero mi madre es rusa y, por si fuera poco, hija de un ruso y de una japonesa. De ahí mis rasgos. He cogido un poco de mi abuela Yuki y un mucho de mi madre Natacha. Mi apellido paterno es algo tan normal como Fernández. El materno es más complicado: Petroniskaya.

—¿Naciste en España?

—Sí, aquí, en Barcelona. Mi madre fue violinista en Moscú hasta que…

—¿Hasta qué? —Vio que se detenía.

—Perdió una mano en un accidente. La izquierda —dijo Valeria.

—¡Sopla! —Se quedó sin aliento Juanjo.

—Para ella fue…

—Lo imagino.

—Era genial, ¿sabes? Una niña prodigio. A mi edad ya tocaba en la Sinfónica de Moscú y debutó como primer violín antes de los dieciocho.

—¿Tu padre también es músico?

—No, es empresario. Se separaron hace poco. Ahora vivimos solas.

Valeria miró por la ventanilla y Juanjo estudió su perfil: la serenidad del semblante, la nariz recta, el brillo dulce de los ojos grises y transparentes, la carnosidad de los labios, la frente abierta, todo ello orlado por aquella masa de cabello del color del oro y la paja.

Se dio cuenta de que nunca había conocido a nadie como ella.

Fue una contemplación absorta. Demasiado absorta.

Valeria se enfrentó de nuevo a su compañero.

—Soy violinista porque quiero serlo, no por mi madre, ¿de acuerdo? —le dijo de pronto.

—No pensaba…

—Mucha gente lo cree. —Estaba muy seria—. Piensan que me fuerza, o que yo trato de devolverle algo, vivir y tocar por ella, pero no es así. Hace tiempo yo misma lo pensaba y ahora sé que no es así. Por supuesto que fue quien me puso el primer violín en las manos, y me dio las primeras lecciones, y me llevó al conservatorio, pero si no me hubiese gustado lo habría dejado. La música no se impone.

—No te enfades conmigo.

—No me enfado. —Se dio cuenta de que estaba hablando con mucha sequedad y a la defensiva—. Perdona.

—¿Quién no tiene esqueletos en el armario?

—¿Tú los tienes?

—¡La tira!

No sabía si decírselo o no. Al final optó por ser sincera.

—Entré en Internet para ver qué se decía de Los Renegados de la Vía Apia.

—¿En serio?

—Sentí curiosidad.

—Lo que dicen esas webs…

—Grabaron muchos discos.

—Eran muy buenos, sí —admitió él—. Mi madre era potente, muy fuerte en escena, y mi padre siempre fue un gran guitarra y un buen autor, más lo primero que lo segundo.

Fueron quince años locos pero intensos. Dejaron una huella.

—Tu padre hizo algunos discos en solitario.

—Ya sin éxito. Te dije el otro día que lleva años apartado del circuito, tocando con colegas o grabando cosas para otros. También ha hecho
jingles
y anuncios para televisión y publicidad. Se le da bien componer frases musicales de veinte segundos. Lo que pasa es que sigue siendo un animal escénico. Ahora quiere volver.

—Oí que se lo comentabas a Lester.

—Va a grabar un disco y luego empezará otra vez con los bolos.

—No lo dices con mucho entusiasmo.

—Quiere que toque con él.

—También lo oí, aunque no entendí muy bien tus razones para no querer estar a su lado. ¿Por qué no lo haces?

—Porque no.

—¿Es por lo que hablaste con Lester, lo de los dinosaurios…?

—Hay más cosas. Es mi padre, tengo muy buen rollo con él, y más en lo musical, pero cuando trabaja se transforma, se convierte en un dictador. ¿Quieres que nos matemos? A las dos semanas ya estaría liada. Querría enseñarme todo, decirme cómo ponerme, cómo tocar… Además, no quiero que me vean como al «hijo de», y más ahora que tengo el grupo y vamos en serio. Apareceré en escena cuando sea mi momento.

—¿Cómo se lo toma?

—Con resignación. —Miró a Valeria y de pronto cambió el sesgo de la conversación—. ¿Qué más leíste en Internet?

—Su vida, su influencia…

—¿Y que se lo cargó todo por las borracheras?

—Murió alguien, un tal Germán.

—Ésa fue la parte negra de la historia, pero no el detonante. Ya le daban a la cerveza como para cargarse diez hígados. Mi madre tuvo que sacarle a escena muchas veces, o llevárselo a casa muchas más completamente inconsciente. Por suerte no era violento.

De no haber sido por ella…

—Eso es amor.

—Es más que amor —repuso él—. Mi madre es genial.

—Supongo que ésa es la parte oscura del rock. Todo eso de «sexo, drogas y rock and roll».

—En parte sí, pero no todo. Cinco tíos tocando, grabando, actuando juntos durante años… Si un matrimonio de dos puede llegar a matarse, imagínate cinco mendas.

Siempre hay uno que bebe, otro que para estar a la altura o para probar se mete algo en el cuerpo… Con el ejemplo de mi padre lo tengo claro. No está muerto de milagro, sobre todo con el accidente.

—¿Ése en el que murió el tal Germán?

—Germán conducía el coche. Él y mi padre iban pedos perdidos. Colegas de toda la vida. El leñazo fue de mucho cuidado. Germán murió en el acto. A mi padre le fue de dos milímetros. Tras eso el grupo se deshizo, mi madre me tuvo a mí y… aquí estamos.

—Entonces, lo de no querer tocar con tu padre es por algo más de lo que le dijiste a Lester, ¿no es así?

—Me da miedo que, cuando vuelva a lo de siempre, también haga lo que hizo entonces, se emborrache otra vez, de noche, en cualquier lugar de España, y que tenga que ver cómo alguna idiota trata de ligárselo o… qué se yo. No quiero estar ahí, eso es todo. Ya la cagó una vez. Yo no soy mi madre.

Quedaron callados unos segundos. Se acercaban a su destino. Los dos se sentían como si se hubieran liberado de algo.

—Menudo rato de confesiones —dijo Juanjo.

—No tenemos hermanos. Supongo que crecer solo es duro. La música se comparte, pero por lo general siempre estamos solos. Y cargando con los pesos de los demás.

—A tu madre le falta una mano y a mi padre…

—Ya veo por qué quieres aprender.

—Aprender y absorber. Hay que sentir la música, pero también dominarla.

—Ése es mi problema —musitó Valeria—, que la música lo es todo, me encanta tocar, pero no sé si la siento en lo más profundo, tanto como para hacerme explotar.

—Has de liberarte.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero tú lo sabrás cuando des con ello. —Se detuvo para ponerse en pie y decirle—: Ya llegamos.

El resto del trayecto hasta el local de ensayo lo hicieron en silencio.

Capítulo 17

Lester se sorprendió al verlos aparecer en su piso. Miró la hora, los miró a ellos, y luego frunció el ceño.

—¿Qué queréis? —Alzó una ceja y plegó los labios de manera que su rostro adquirió un semblante malévolo.

—Hemos pensado que si quieres, podrías seguir con lo del otro día.

—Vaya, vaya. —Se cruzó de brazos.

—Si te va mal ahora…

—Pasad. —Les franqueó el paso—. Nunca creí que a alguien le interesara la historia.

¡Es genial! Y espero que acabemos el… cursillo. —Buscó la palabra precisa y la encontró—. Sentaos, que ahora vuelvo.

Juanjo no le obedeció. Fue directo a los discos. Los de su padre estaban en bastante mal estado, algunos crujían tanto que costaba mantener la aguja del tocadiscos en las estrías. Los de Lester, en cambio, parecían recién salidos de la tienda. Tomó un par al azar. Cubiertas perfectas, sin arrugas, y en su interior los viejos
long plays
de treinta centímetros a treinta y tres revoluciones por minuto. Los CD, con su pequeño tamaño, estaban lejos de aquella maravilla gráfica. En los álbumes los mejores grafistas del mundo habían hecho entre los años cincuenta y noventa grandes obras que ya merecían exposiciones y libros antológicos. Muchas portadas eran iconos del siglo XX.

—¡No me cambies nada de sitio que están por orden alfabético! —le gritó Lester cuando reapareció con la botella de agua y los tres vasos.

Juanjo volvió a guardar los discos en su espacio.

Ocuparon los mismos sitios en el sofá y su anfitrión, la misma butaca. En la mesa había colocado tres compactos aparentemente vírgenes. Juanjo se dio cuenta de que estaban numerados y que había una lista al lado.

—Te he grabado algunas cosas —le hizo ver Lester.

—Gracias.

—Si solo te largo el rollo no te servirá. Tienes que escuchar la música.

—Genial.

—Pero la próxima vez te traes tú una docenita de discos vírgenes, ¿vale? No soy la puta hermana de la caridad. —Miró a Valeria y dijo—: Perdona, cariño.

—Yo también digo tacos, ¿vale?

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