Sombras de Plata (12 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

BOOK: Sombras de Plata
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—Espero equivocarme, Hasheth, pero por lo que he visto y oído, parece que se aproxima el fin del reinado de tu padre. No puede ser de otro modo, teniendo en cuenta que ofende a muchos tethyrianos ambiciosos en favor de cortesanos del sur.

El príncipe recibió aquella calamitosa predicción con otro encogimiento de hombros.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? Estoy demasiado lejos del trono para lamentar su pérdida y desde hace tiempo sé que tengo que buscarme la fortuna en otro sitio. Pero te agradezco tus palabras. Ahora, si no te importa, volvamos a temas más placenteros. ¿Un poco más de vino?

Arilyn declinó la invitación con un ligero ademán y una fugaz sonrisa. Hhune y Hasheth formaban una buena pareja, y deseaba que disfrutaran de su mutua compañía.

—Lo haría, Hasheth —ronroneó con tono insinuante de cortesana—, pero en una compañía como la tuya, no me permito beber con demasiada libertad. ¡No confío en mí misma!

Las tiendas de Espolón de Zazes cerraban con la llegada del crepúsculo, pero en la trastienda de la botica Ungüentos Finos Garvanell seguían los negocios. Por detrás de la lujosa tienda que ofrecía aceites aromatizados y pociones falsas a los pudientes de la ciudad, por detrás de las oficinas donde trabajaban a destajo los empleados para contar las ganancias del día, Garvanell mantenía una sala privada donde recibía pagos más personales.

Garvanell había nacido en un entorno agrícola, en los límites distantes de las colinas Púrpura, pero desde edad muy temprana había quedado claro que no iba a conformarse con vivir en un lugar tan remoto y humilde. Los dioses le habían concedido un rostro atractivo y un cierto encanto cobista, modestos atributos que él había explotado en su propio beneficio para conseguir el favor de mujeres mayores y acomodadas. Paso a paso, se había abierto paso en la sociedad, hasta que al final se había casado con una viuda pudiente de Espolón de Zazes.

Su mujer tenía sus buenos veinte años más que él, era robusta y bastante fea, pero en la vida todas las cosas tienen sus compensaciones, y la mujer poseía un negocio floreciente y una pasión cada vez más acusada por jugar a cartas. Como ganaba más a menudo que perdía, Garvanell estaba encantado de que hubiese encontrado algo para pasar el rato que no fuese su persona. Él se había hecho cargo de la perfumería y la había convertido en un negocio próspero, y aunque casi la mitad de sus ganancias las recibía en efectivo, todavía se las arreglaba para obtener un provecho que le permitiese mantener las apariencias.

Un suave repiqueteo en la puerta de Garvanell, unido a una contraseña susurrada, anunció que su último encargo había llegado. Su anciana mujer se permitía unos caprichos; él, otros.

El mercader de perfumes abrió la puerta e inspeccionó a la joven que su cliente favorito le había enviado. Había expresado siempre sus preferencias por la novedad. Aquella mujer era más exótica que la mayoría, sus ojos negros y almendrados y el brillante turbante de seda sugerían cierta herencia oriental, pero dudaba que el cliente se hubiese tomado esa molestia. Por supuesto, el Aceite de Almizcle de Minotauro no era un producto fácil de obtener, ni siquiera era fácil encontrar las imitaciones que hacían los alquimistas poco escrupulosos de Lantanna.

Luego, la mujer entró en la estancia y la suave luz de la lámpara iluminó su tez pálida del tono raro de la porcelana de Shou. El pulso del mercader se aceleró. ¡Era el artículo original! Por un momento, casi deseó que pudiese decirse lo mismo del Aceite de Almizcle de Minotauro que había servido para comprarla.

Mientras Garvanell cerraba la puerta, las campanas del templo de Ilmater empezaron a repicar para marcar la medianoche. El mercader esbozó una mueca. El templo estaba a menos de un bloque de distancia y por la noche el ruido era ensordecedor. Se volvió hacia la mujer para fingir algún gesto de disculpa, pero se quedó congelado, con los ojos abiertos por el asombro y el temor.

La mujer se había quitado el turbante y los guantes. Lenta y deliberadamente, levantó uno de sus largos dedos para pasárselo por la mejilla y quitarse el ungüento de color marfil que había usado como maquillaje, y dejar al descubierto la tez rubicunda. Antes de que Garvanell pudiese reaccionar, sacó una daga de los pliegues de su vestido y se abalanzó sobre él.

A pesar de ser menuda y delgada, la velocidad y la furia con que embistió sirvió para tumbar al mercader al suelo. La mujer se sentó a horcajadas sobre su pecho y con las rodillas le pegó los brazos al piso. Hundió una mano en su pelo y le echó hacia atrás la cabeza, para apoyar el filo de la daga contra la garganta. Luego, se inclinó para susurrarle al oído.

—Deberíais sentiros halagado —murmuró—. Compro siempre los ungüentos y cosméticos en vuestra tienda. ¡Lástima que no resistan el roce de las sábanas de lino, aunque hasta ahora ningún hombre ha vivido para quejarse de ello!

Al final el terror que paralizaba a Garvanell desapareció y el hombre empezó a gritar para conseguir ayuda.

Hurón lo dejó chillar porque el repiqueteo de las campanadas del templo de Ilmater ahogaba de sobra los gritos. Fue contando, burlona, las campanadas de medianoche, con la boca pegada a su oído, y cuando murió el último rebato, se apartó a un lado, no sin antes hundir la daga de través.

La asesina se puso de pie y se quedó mirando al mercader muerto. No sentía regocijo ni lástima. Se había silenciado otra boca chismosa. Era algo necesario, tan fundamental como lo era la caza para conseguir comida. Esta muerte había sido sencilla, como lo eran la mayoría. En aquella ciudad blanda y decadente, Hurón era como un halcón entre palomas.

Su gente era de corazón apasionado, pero pocos de los que conocían la misión de Hurón y sus métodos la aprobaban. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y los asuntos se complicaban, empezaba a darse cuenta de la inutilidad del camino que había elegido. Aunque Hurón tenía múltiples habilidades, no podían compararse con los niveles de intriga de Tethyr, ni su mente estaba estructurada para comprender la complejidad de las conspiraciones y tramas de la ciudad. Si tenía que encontrar y destruir al que andaba buscando, necesitaba ayuda.

—Necesito ayuda —murmuró, enojada, porque reconocerlo no le resultaba fácil a la orgullosa e implacable hembra. La idea en sí misma era repugnante, pero Hurón se había comprometido a hacer cualquier cosa que pudiera servir a su pueblo.

Por desgracia, encontrar ayuda iba a ser más difícil que aceptarla. Hurón había aprendido muchas cosas de Tethyr y sus habitantes, pero no tenía ni idea de adónde dirigirse, ni conocía a nadie sobre quien pudiera depositar un mínimo de confianza.

Frustrada más allá de lo que era capaz de expresar con palabras, recogió los guantes y el turbante del suelo y se los puso. Luego, se retocó el maquillaje de la mejilla para ocultar el verdadero tono de su piel, y en cuanto tuvo el disfraz de nuevo a punto, se deslizó hacia el exterior de la tienda y se encaminó sigilosa hacia la taberna más cercana. Una de las cosas que había aprendido durante su estancia en Espolón de Zazes era que la información útil es más fácil encontrarla en una sala de fiestas que en una sala de consejos. Quizás aquella noche encontraría la inspiración que le faltaba para completar la tarea que había elegido.

La mañana se desplegó sobre las colinas, proyectando largas sombras doradas sobre el paisaje exuberante y fértil. Lord Inselm Hhune contempló con honda satisfacción la escena que se exhibía ante él. Su finca campestre estaba situada en la cima de un altozano y la vista que se contemplaba desde el balcón de su estudio privado era extensa y espectacular.

La propiedad de Hhune era un pequeño condado de forma curiosa, una colección de granjas pequeñas bien atendidas que se alineaban en la ribera del río Sulduskoon en un espacio de varios kilómetros, en una disposición que no era fortuita sino que le proporcionaba cierto grado de control sobre el comercio de aquella parte del río. Hacia el norte, Hhune alcanzaba a ver la estrecha franja de tierra compactada que constituía la Ruta Comercial, y un poco más allá, atisbaba los tejados de Espolón de Zazes.

Aunque acababa de empezar el verano, las fértiles tierras de labranza de aquellos parajes y la región de las colinas Púrpuras hacia el sur se veían lozanas y verdes. Hacia el oeste se extendía el mar, y Hhune podía incluso distinguir el brillo de la luz del sol sobre las olas distantes. Obtenía grandes riquezas del trabajo de los granjeros, y más todavía del mar. Como mercader, y como jefe de la influyente Cofradía Marítima de Espolón de Zazes, Hhune había ganado tanto poder y tantos beneficios que había sobrepasado incluso sus propias metas, pero lo que antaño eran distantes quimeras eran ahora meros adoquines en el sendero que se había trazado Hhune para alcanzar objetivos mayores.

—Es increíble cómo la ambición se ajusta siempre al éxito que uno tenga —musitó el tethyriano en voz alta—. En un día como éste, todo parece posible.

Un firme golpe de nudillos sacó al lord de sus placenteros pensamientos y le hizo fruncir el entrecejo mientras consideraba quién podía ser el causante de aquella interrupción. Luego, al recordar, se formó una lenta sonrisa en las comisuras de su espeso bigote. Su nuevo aprendiz venía a traerle su informe cargado de regalos, como era costumbre. Hhune estaba muy interesado en ver qué tipo de regalos podía considerar oportunos para su nuevo maestro el hijo del bajá Balik.

—Entra —ordenó, y a modo de respuesta se abrió la puerta con tanto ímpetu que la hoja fue a rebotar contra el muro.

Dos hombres armados, ataviados con las túnicas y polainas color púrpura de la guardia real de Balik, se introdujeron en la habitación sosteniendo entre ellos a una mujer delgada, de cabellos dorados, cuyas orejas en punta delataban su condición de semielfa. Llevaba sólo un vestido ceñido hasta la cintura, pero la diminuta lira de plata que sostenía apretada contra el pecho era tan antigua como valiosa. Era evidente que no había venido por propia voluntad porque su rostro encantador se veía desencajado, y las pupilas tan dilatadas por el terror que parecían casi negras.

Antes de que Hhune pudiese hablar, el joven príncipe Hasheth rodeó el grupo de tres e hizo una reverencia. Había una cierta arrogancia en sus maneras que rozaba el desprecio, una actitud que no pasó inadvertida a Hhune. No sin dificultad, el lord se tragó la primera respuesta enojada que se le había ocurrido. Hhune había nacido en el seno de una familia humilde y acusaba con amargura cualquier cosa que pudiera considerarse un insulto, pero también era cierto que, para él, el beneficio era siempre más importante que el orgullo.

—Veis ante vos mi regalo —empezó diciendo el joven mientras señalaba a la intérprete semielfa; luego alzó una mano en un gesto rápido y tajante—. No he venido a ofreceros la mujer, pues sé que de eso tenéis de sobra. Mi regalo es algo mucho más valioso: información.

—Prosigue —le animó el lord con voz apacible. A pesar de que no Te cabía duda de que aquel joven había perdido el juicio, pues no era muy oportuno enojar o maltratar a ningún tipo de juglar, le pareció que aquello podía ser un buen comienzo, porque él se dedicaba a la compraventa de muchos artículos, y uno de los más importantes era la información.

—La otra noche oí a esta mujer cantando una melodía recién traída del Norland y me gustaría que la oyerais —anunció Hasheth.

Hhune hizo un gesto hacia los hombres, que de inmediato soltaron a la mujer. Ésta se tambaleó un poco y el noble saltó hacia adelante para sujetarla antes de que cayese. Con el mismo gesto solícito que emplearía con una condesa, la ayudó a sentarse en una silla.

—Mis más sinceras disculpas, querida, por la desafortunada manera en que os han conducido hasta mí. Sin duda me encantaría escuchar la canción de que ha hecho mención mi afanoso aprendiz, pero primero os ruego que descanséis y disfrutéis de un refresco. La cabalgata desde Espolón de Zazes resulta agotadora, ¿verdad?

El noble siguió parloteando de cosas sin importancia mientras alargaba el brazo para estirar un llamador de encaje, y el bálsamo de verborrea social pareció surtir el efecto deseado. La tensión empezó a desaparecer del rostro de la semielfa y lentamente fue sustituida por una expresión de placer, e incluso orgullo, cuando se dio cuenta de que no se la trataba como a una prisionera sino como a una invitada de honor.

Al cabo de pocos instantes, apareció un sirviente cargado con una bandeja repleta de vino, fruta y dulces. Lord Hhune indicó con un gesto al criado que se retirase y se encargó él mismo de servir el refresco. Acto seguido, dedicó una breve y somera oración a Silvanus, Sune e Ilmater, las deidades predilectas de aquel territorio, y propuso un brindis a la salud del bajá Balik. Tal vez no había nacido en el seno de una familia noble, pero Hhune se había esforzado al máximo para aprender la idiosincrasia de la nobleza y, al igual que muchos nobles de reciente cuño, se adhería a sus costumbres con una diligencia casi religiosa. ¡No iban a poder decir de
él
que era un hombre sin educación y vulgar!

La juglar semielfa se sintió arropada por la cortés deferencia que le dedicaba Hhune, e incluso se permitió alguna mirada coqueta mientras se tomaba a pequeños sorbos el vino especiado. Durante todo el rato, Hasheth se cargó de la paciencia de quien está acostumbrado a los usos de la corte, pero en cuanto se lo permitió el decoro, el joven príncipe volvió a centrarse en los negocios.

—¿Podemos escuchar ya la canción? —preguntó.

Hhune le dedicó una mirada furibunda y se volvió hacia la mujer.

—Si os sentís preparada para cantar, será para nosotros un honor escucharos.

Con una tímida sonrisa, la semielfa cogió la lira y comprobó la afinación de las cuerdas, antes de pulsar una retahíla de notas y empezar a cantar.

La canción era una balada y, a medida que se desgranaba la historia, Hhune comprendió por qué su nuevo aprendiz estaba tan ansioso por que él la escuchara. Se trataba de una historia de deslealtades y traiciones que narraba las aventuras de un joven y heroico bardo que había conseguido desvelar una intriga para destruir a los Arpistas desde su mismo centro.

Los Arpistas. La simple mención de aquella organización secreta que había formado una gente entrometida del norte era suficiente para ponerle a Hhune los dientes de punta. Corrían rumores de que los Arpistas estaban cortejando al bajá Balik, pero el dirigente de la ciudad había rechazado sus atenciones, como hacía siempre con los pretendientes del norte.

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