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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

Solos (32 page)

BOOK: Solos
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—Pero esa película me gusta.

—Cielos, parece aquel chiste: mi mujer cree que es una gallina. La llevaría al doctor, pero necesitamos los huevos
.

—Esto sí que tiene gracia, joder. Mi novio muerto haciéndose pasar por la voz de la sensatez.

—¿Crees que me has abandonado? Estaré pegado a ti toda la vida. Somos Bonnie y Clyde. Sonny y Cher. Seguiré contigo hasta el final de tus días
.

—¿Podrías llevarme de vuelta a Rampart? —preguntó Nikki—. ¿Sabrías manejar la embarcación, los cabos, la vela? Si quisiera regresar, ¿sabrías guiarme hasta allí?

—Puedo llevarte a donde quieras, Nikki
.

Nikki se sentó con las piernas cruzadas en el ala del reactor y comió galletas saladas.

Vio un resplandor rojo en la línea del horizonte, una hermosa aurora boreal. El sol no se ponía a aquella hora ni se ponía por allí, decían el reloj y la brújula. Quizá habían bombardeado las ciudades con armas nucleares. Delante de ella, más allá del horizonte meridional, Europa ardía.

El ejército de los malditos

La consciencia aparecía y desaparecía como una débil señal de radio, en entrecortados intervalos. Empezó en el vestíbulo principal, mientras ella tomaba sorbos de scotch. Detestaba el scotch desde el día en que expulsó Macallan por la nariz en un juego del instituto. Su solo olor le daba arcadas, como si tuviera delante un chupito de bilis. Pero ahora tomaba whisky de malta igual que si fuera Coca-Cola. No notaba el gusto ni se emborrachaba.

Delante de ella había tres personas infectadas. Dos camareros con botones de latón y una anciana soldada a un andador.

Desvanecimiento.

Dos ancianos desnudos y un cocinero.

Desvanecimiento.

Dos oficiales y un encargado de la limpieza fundido a una escoba.

Rye sonrió. Era como darle a la palanca de una máquina tragaperras.

Tres frutas diferentes cada vez.

Rye estaba en la mesa de blackjack, mirando sus cartas y empujando fichas con la putrefacta cachiporra que había sido su mano. Un momento después se encontró en una cafetería desierta, mirando por una portilla las estrellas. Se preguntó cuánto tiempo había pasado. Al instante siguiente estaba en una de las tiendecitas de artículos para regalo del
Hyperion
, embuchándose puñados de galletas que luego escupía porque estaban resecas como arena. El tiempo pasaba en una serie de saltos abruptos, con momentos de lucidez que a Rye le hacían sufrir rabia y frustración. ¿Por qué, entre tantos leprosos mutilados, tenía que ser ella uno de los pocos afligidos con momentos de claridad que le mostraban todo el horror de su condición?

Rye inspeccionó los depósitos de gasoil. Bajó por una escalera de mano. Sus botas chapotearon entre líquido que le llegaba a los tobillos. El suelo del almacén de combustible estaba anegado de carburante. Bastaría con una bengala o una cerilla.

Se palpó los bolsillos, buscaba un mechero. Al instante siguiente no recordaba quién era o qué hacía en aquella sala espaciosa y desconocida. Se quedó durante horas con la mirada perdida en el espacio, mientras el gasoil iba subiendo, poco a poco, alrededor de sus piernas.

Se encontró aporreando una puerta, rodeada de pasajeros infectados que daban golpes y zarpazos al metal.

Rye se apartó de la turbamulta.

La compuerta separaba a la tripulación de Rampart de la horda salvaje que los quería despedazar.

Rye intentó hacer retroceder a los pasajeros. Los agarraba por las solapas y tiraba de ellos, pero volvían inmediatamente a golpear y patear la puerta. Descargó un extintor de carbono contra la multitud. Disparó chorros de espuma contra caras y cuerpos, pero los pasajeros eran insensibles. Quedaron todos salpicados de blanco y Rye les golpeó la cabeza con el extintor vacío, pero los golpes no les hacían nada.

Desvanecimiento.

Rye se encontró nuevamente entre la multitud, aporreando y arañando el metal.

Rye recuperó de golpe la consciencia. Estaba sola en una cubierta inferior apartada, con la mano asida a la manija de una compuerta de metal.

DÖRR 26

Se echó atrás. Conocía la distribución del barco por los letreros multilingües colocados en todos los pasillos, para que los pasajeros pudieran orientarse e ir de un bar temático a otro. La compuerta 26 llevaba a un pasadizo debajo de la sala de oficiales.

Rye apoyó la frente contra el frío metal y pugnó por resistir la incontenible apetencia de carne que la empujaba al otro lado de la puerta, a buscar a la tripulación de Rampart. Se sentía sola. Quería ver a Jane y a Ghost una última vez, pero no podía fiarse de sí misma. Se lanzaría sobre ellos. Desgarraría y despedazaría.

Deberías darte la vuelta, se dijo. Deberías darte la vuelta e irte.

Rye tiró de la manija y entreabrió la puerta. Titubeó.

La tripulación de Rampart habría buscado todos los accesos a la sala de oficiales. No habrían dejado aquella puerta sin protección. Habrían tomado todas las medidas posibles para defenderse.

Rye miró por el resquicio de la puerta. Vio un bote rojo sujeto detrás de la compuerta, a la altura de los ojos. Una granada, una trampa activada con un cable tensado.

Rye estiró el brazo por la abertura y agarró la granada con cuidado de no desprender la anilla. Rompió el hilo y retiró la granada. Examinó el chasis: granada de termita AN-M14.

Rye puso el ojo en el resquicio y estudió la barricada de detrás de la puerta. Había un revoltijo de muebles apilados: mesas y sillas de oficina, y un par de archivadores. Vio también un par de finos hilos de nailon, como de telaraña. Había más granadas armadas en la entrada. Si abría la puerta tendría tres segundos, antes de que una llamarada como la de un soplete la achicharrara de pies a cabeza.

Rye cerró la compuerta.

Recorrió el barco, siguiendo una corriente de viento ártico, hasta que llegó a la brecha abierta en proa por el choque del
Hyperion
contra la plataforma. Un signo de evacuación, el dibujo de un hombre que huía de las llamas, apuntaba al lugar en que el metal mellado y cubierto de hielo descubría el cielo nocturno.

Rye pasó esquivando las planchas retorcidas en el suelo y desde la enorme grieta contempló las estrellas, el mar y los riscos lunares de la isla.

Habían corrido rumores. Meses atrás, Jane y Punch volvieron a la plataforma con unas cajas. Habían visitado una base de investigación sísmica en la isla y regresaron a la plataforma con algún tipo de munición. Ese era el secreto: cajas de granadas de termita.

Las granadas no estallaban y escupían metralla como otros proyectiles convencionales, sino que, al activarse, ardían a cuatro mil grados de temperatura durante un minuto. La breve superdeflagración podía convertir en pocos segundos el bloque de un motor en un charco de metal líquido. Los equipos de perforación del Ártico las usaban para fundir con rapidez el permafrost.

¿Le dolería, si se tendía en el suelo, tiraba de la anilla y apoyaba rápidamente la cabeza en la granada, como si fuera una almohada? Tras tres o cuatro segundos de dolor inimaginable, de piel crujiendo y separándose del cráneo, el cerebro se derretiría y se volatilizaría. Sus pensamientos y sus recuerdos se harían vapor.

Hazlo, se dijo, por el bien de la tripulación de Rampart. Hazlo por ellos.

Los tanques de gasoil. Un chorro continuo de combustible. Rye bajó por una escalera de mano. Con líquido hasta las rodillas, sostuvo la granada en la mano. Basta de excusas. Solo tenía que ponerse entre los enormes tanques de combustible y, envuelta en emanaciones de gasoil, tirar de la anilla. La explosión se contaría en megatones.

Pasó el dedo por la anilla de la granada. ¿Y la tripulación de Rampart? Meneó la cabeza y trató de razonar. Estaban un par de plantas por encima de ella. Si hacía detonar la granada, todos arderían.

Miró el cilindro rojo que tenía en la mano. Estaba cansada. Tenía ganas de dormir.

Rye volvió en sí. Levantó la cabeza de la mesa. Un paño verde.
House must stand on 17
. Miró a su alrededor. El casino. La mesa de blackjack. El juego.

—Bienvenida de nuevo —le dijo el crupier, sonriendo con labios agrietados y manchados de sangre.

La cara había empezado a desintegrarse. La piel le colgaba a tiras.

—Pensaba que la habíamos perdido, que se le habían fundido los plomos para siempre. Bueno, quizá mañana, si tiene suerte. Ya no puede durar mucho más.

Lanzó un par de cartas sobre la mesa. Sin molestarse en mirar qué mano tenía, Rye empujó un par de fichas hacia el centro de la mesa.

—¿No va a mirar sus cartas? —preguntó él—. ¿Prefiere bailar con la música del azar?

El crupier sacó un siete. Se pasó.

Rye señaló los asientos vacíos a su alrededor.

—¿Así que ya han mutado todos?

—Uno tras otro. Me alegro por ellos, pero no paro de preguntarme ¿por qué no yo? ¿Por qué no me toca a mí?

—El azar.

—El puto azar. Solo quedamos usted y yo. Los muertos vivientes.

—Tengo la sensación de haberme pasado la vida sacando la pajita más corta. Discúlpeme la autocompasión. Solo quiero acabar con esto.

—Acabará, querida. No se preocupe.

—Tengo miedo. Quiero hacer algo, decidirme, ya sabe a qué me refiero, pero lo admito, tengo miedo.

El crupier señaló con un gesto sus piernas. Rye se inclinó para mirar debajo de la mesa. De los zapatos del crupier salían unos brotes de metal. Habían perforado la alfombra y estaban soldados a la plancha del suelo, como si el crupier hubiera echado raíces.

—Desgraciadamente, he perdido movilidad. Si pudiera levantarme de la mesa me arrojaría por la borda.

Rye sacó la granada del bolsillo y la puso sobre la mesa.

—Encontré esto, pero no tengo valor para usarla.

—¿Le importaría prestármela?

—No faltaría más.

Rye hizo rodar la granada por la mesa. El crupier la examinó como el borracho de bar que contempla el fondo de su vaso vacío.

—Le estoy muy agradecido.

—Gracias por su compañía de estos últimos días —dijo Rye—. Ha sido un placer.

—Buena suerte, Liz.

Rye volvió en sí. Estaba sentada en una cama. ¿En la cama de quién? Estaba en un camarote de tercera clase, un camarote estrecho. El anterior ocupante lo había puesto todo patas arriba. Había ropa y monedas por el suelo.

Había sangre en las sábanas. ¿La sangre de quién? ¿De ella? Era sangre ennegrecida y reseca.

Se levantó y vio a un monstruo en el espejo. Una cara que supuraba metal, con los ojos detrás de una máscara de púas. Con el grotesco muñón del final de su brazo, Rye hizo añicos el espejo.

Rye volvió en sí. Paredes metalizadas. Estaba en el interior de un frigorífico industrial, con carne podrida a la que hincarle el diente. Una tira de costillas cubiertas de moho colgaba de un gancho delante de ella. Tenían marcas de dientes. Rye escupió al suelo grasa a medio masticar y astillas de hueso. Nada que ver con clavar los dientes en tendones tiernos de carne caliente.

Se giró para salir pero algo la frenó bruscamente. Tenía la mano izquierda pegada al hielo de la pared. ¿Cuánto tiempo había pasado catatónica? Tenía la ropa helada y rígida. Separó la mano de la pared con un tirón. La piel se desgarró, pero no hubo dolor. La huella de la mano se quedó en la pared.

Rye volvió en sí. Se encontró en medio de una marabunta de pasajeros infectados que se empujaban unos a otros. Hedía a descomposición. Una docena de monstruos ávidos de carne golpeaban y arañaban una puerta. Había camisas hawaianas y guirnaldas de papel. Una velada de piña colada y bailongo convertida en un infierno.

Dedos con uñas rotas arañaban el metal manchado de sangre.

La compuerta, apuntalada con una barricada al otro lado, estaba cediendo. Rye oyó que los muebles empezaban a moverse.

Los pasajeros seguían lanzándose contra la puerta. Sillas y muebles comenzaron a caer.

Rye la emprendió a patadas e hizo caer a unos cuantos. Quería frenarlos. Deseó haber tenido su radio, para advertir del inminente ataque a la tripulación de Rampart. Estaban a punto de ser desbordados y acorralados. Iban a ser aniquilados en sus camarotes.

La puerta cedió y se abrió. Una montaña de muebles se desplomó. Rye se echó hacia atrás, esperando que las granadas detonaran y abrasaran a la multitud en una refulgente fogata blanca.

No pasó nada.

Jane y Ghost esperaban al otro lado de la puerta, con las escopetas levantadas como un pelotón de fusilamiento. Dos fogonazos a la vez y un estruendo. Sesos esparcidos por todos lados.

Envuelta en una cortina de humo de pólvora, Jane cargó más cartuchos y accionó la corredera. Disparaba con eficacia, a bocajarro a la cabeza, como una asesina curtida.

—¡Eh! —gritó Rye—. ¡Eh, Jane!

Jane la vio, pero no la reconoció y levantó la escopeta. Rye se lanzó hacia un lado para evitar la descarga.

Jane y Ghost atrancaron la puerta otra vez. Entre cadáveres chamuscados y sin cabeza, Rye oía cómo reconstruían la barricada.

Sus últimos momentos de plena consciencia, la última vez que Rye fue realmente ella, pasaron en lo más profundo del corazón del barco. Rye bajaba dando traspiés por un hueco de escalera. No iba sola. Un tropel de pasajeros con disfraz la seguía.

A la izquierda tenía a un hombre con un esmoquin y una máscara de cerdo. Las púas le atravesaban el hocico. El hombre no se podía quitar la máscara. Iba a pasar el resto de su corta vida mirando por unos agujeros recortados en un trozo de goma.

A su derecha había un hombre disfrazado de conejo. Tenía el pelaje apelmazado de sangre.

Las escaleras bajaban hasta la oscuridad del mar. El choque del
Hyperion
contra la refinería había abierto una brecha en una de las planchas del casco, debajo de la línea de flotación. El barco seguía en condiciones de navegar, pero había un par de compartimientos de la sección central inundados.

Al final de las escaleras, bajo el gélido mar, había una puerta que conducía justo debajo de las habitaciones de los oficiales. La puerta no estaría atrancada ni habría granadas detrás. Era un punto ciego. La tripulación de Rampart no podía prever que alguien surgiera de entre el agua del mar.

Rye llegó al lugar donde las escaleras desaparecían en el agua. Siguió bajando. Agua hasta las rodillas, agua hasta la cintura, agua hasta el pecho, y luego Rye se sumergió. El silencio era absoluto. Rye se movía poco a poco, como un astronauta, entre la verdosa lobreguez subacuática. El frío tendría que haberla matado, pero Rye apenas notaba nada. Aspiraba agua, pero eso no parecía importar.

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