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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (3 page)

BOOK: Sólo los muertos
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—Asuntos como éste —repitió Monroy, indicando qué rumbo deseaba que tomase la conversación.

—Sí Básicamente se trata de localizar a una persona.

Monroy frunció el ceño.

—No se asuste. No está difícil la cosa —le tranquilizó Molina—. Ya le doy luego los detalles. Tendrá que localizarle y acercarse de alguna manera a él. Hacerse, si puede, amiguete suyo.

—¿Para?

—Para enterarnos de cuáles son sus planes.

Monroy se pellizcó el mentón, apuró de un trago el botellín y preguntó:

—Bueno, ¿por qué no empezamos por el principio?

Para empezar por el principio, Molina deslizó la subcarpeta por la mesa hasta que quedó al alcance de Monroy.

—Todavía no sabemos si es un asunto de espionaje industrial o de infidelidad laboral. Perdone la jerga —añadió Molina al ver que Monroy enarcaba las cejas—. Héctor David Fuentes Hurtado. Héctor para los amigos, que son pocos. Madrileño. Divorciado. Sin hijos. Licenciado en Bioquímica por la Complutense. Un Master en Económicas. Vicios, los habituales: tabaco, alcohol, una rayita de vez en cuando Nada fuera de lo normal. No juega. Economía saneada. Bueno, está todo ahí. Ya lo irá viendo.

Monroy abrió la carpeta y se encontró con la fotografía de un cuarentón de pelo castaño y lacio, peinado con raya a un lado y flequillo, con ojos oscuros hundidos tras unas gafas de monturas al aire, afeitado perfecto y la tez macilenta de quien se pasa la vida trabajando.

Molina puso el pie de foto.

—Un tipo gris. O eso parecía. Se ha pasado quince años trabajando para la delegación en Madrid de Feinberg and Feinberg, en el Centro de Investigación y Desarrollo de Proyectos. De hecho, debe de tener la cabeza bien amueblada, porque llegó a ser Director del Departamento de Control de Calidad. Casi el segundo de a bordo. Uno de esos tipos imprescindibles en las empresas. Con grandes ideas. Serio. La ambición justa. El caso es que en diciembre del año pasado, empieza a tener un comportamiento poco habitual. Nada escandaloso, pero trabaja menos en equipo, evita reunirse con el jefe. En fin, es un tipo distinto. Y, el mes pasado, anunció que dejaba la empresa. Su jefe se mosquea, avisa a sus propios jefes y éstos consultan al gabinete legal que, a su vez, como ha hecho otras veces, contrata a Gracián y Puig para seguirle y reunir pruebas.

—¿Pruebas de qué?

—Ya le dije que no lo sabemos. Pero a los de Feinberg y Feinberg algo les huele a podrido. El amigo Fuentes sabe muchísimas cosas de la empresa: nuevos proyectos, desarrollo de estrategias comerciales para los próximos años Cosas que le vendrían muy de puta madre a la competencia.

Monroy volvió a pellizcarse el mentón, pensando que, quizá, lo que le ocurría al tal Héctor es que se había cansado de pasarse quince años siendo el segundo de a bordo y le había hecho una pedorreta al jefe. Pero por lo visto en el asunto había dinero para él, así que decidió callárselo.

—La teoría de los de Feinberg y Feinberg es que alguien de la competencia ha estado coqueteando con él desde el año pasado, y que, por fin, el amigo Fuentes ha decidido dejar la empresa y vender sus secretillos. Lo cual, por cierto, es un delito bastante gordo, porque, al entrar en la empresa firmó un contrato de confidencialidad a prueba de bomba.

Monroy asintió de pasada, mostrando que ya lo había supuesto, y luego preguntó:

—¿A qué se dedican los Feinberg y Feinberg?

—A casi todo. Da igual: productos farmacéuticos, importaciones de Extremo Oriente, alimentación Es una multinacional, Eladio. Ya sabe cómo va eso hoy en día: no hay una actividad principal; no hay cabeza visible: no hay sede corporativa central; el objeto del negocio es el propio negocio. Bah, para no enrollarnos más, el caso es que Fuentes puso en venta su piso a través de inmobiliaria, vendió sus acciones (que las tenía) de la empresa, pagó todas sus deudas, metió todo lo que le interesaba conservar en un par de maletas y tomó un avión hacia aquí. Y de aquí, al parecer, no se ha movido.

—¿Y después?

—Para que nos cuente eso es para lo que vamos a pagarle, porque desde que se metió en ese avión se lo ha tragado la tierra. Todo lo que sabemos sobre él está en ese dossier. Tómese un día para paladearlo y luego póngase a buscar.

Monroy frotó en el aire el pulgar y el índice.

—¿Y cómo se llama esto?

Molina tardó unos segundos en comprender a qué se refería.

—Ah, cien diarios. No creo que tenga muchos gastos, pero pida las facturas. Si todo sale bien, puede que haya también una gratificación. Eso sí, si en diez o quince días no tiene nada, nos replantearíamos si seguir buscándole o no. ¿Qué le parece?

Monroy volvió a pellizcarse el mentón.

—Entonces, la cosa es encontrarlo —concluyó en voz alta.

—La cosa es encontrarlo, acercarse a él y enterarse de qué es lo que pretende hacer. Aunque, si esto es muy complicado, me avisa y ya nos encargamos nosotros. Nos saldría más barato que lo hiciera usted, pero, ya ubicado, podemos montar un dispositivo. El cliente está muy interesado en que Fuentes no sospeche que lo vigilan. Bueno, supongo que se apunta a hacer el trabajo.

Monroy, con una seña, pidió otro botellín al colombiano, que había pegado la hebra en inglés de garrafón con las dos holandesas.

—Me lo pienso mientras me echo la penúltima.

—Tenga en cuenta que, si todo sale bien, podríamos llamarlo para otros trabajos. Este es un buen negocio. Y la empresa es una de las mayores del país.

—¿Forma de pago?

—Por transferencia. Por cierto, su nombre no aparecerá en ninguna factura, ni nada por el estilo. Lo meteremos en la cuenta de gastos.

—¿Y eso?

—Usted va a hacer de detective, pero no es detective. No tiene licencia. Tampoco es técnico, ni abogado, ni nada por el estilo. Y el cliente paga por dejar el asunto en manos de profesionales —Molina miró a su alrededor y bajó la voz acercándose un poco más a Monroy, en tono de confidencia mientras las holandesas se reían con escándalo y burocrática lascivia—. La idea de hacerle el encargo es mía, Monroy. Soy yo quien directamente ha decidido confiar en usted. Por otro lado, a usted no le interesa declarar este tipo de actividades. No sé si su pensión.

Por primera vez durante la entrevista, Monroy se mostró sorprendido y el detective se dio inmediata cuenta.

—Compréndalo, Eladio: una cosa es hacerle un encargo a un free lance y otra muy distinta es hacérselo a cualquiera. Uno tiene que asegurarse.

—Ya. Y, en vez de preguntarme, es mejor investigarme.

Molina se encogió de hombros.

—Deformación profesional. En todo caso, sólo han sido un par de consultas. Pura rutina. Por cierto, ¿le sigue jodiendo el hombro?

—Sólo cuando me tocan los cojones —le escupió Monroy.

El camarero se había dignado a posponer su charla, había desaparecido dentro del quiosco y regresado con el botellín de Monroy y unos chupitos de ron miel para las holandesas.

—Amiguete, si eso es para ver si te follas a las guiris, mejor va a ser que te los ahorres —le espetó Monroy, señalándole los chupitos—. Son tortilleras.

El colombiano miró alternativamente a la bandeja, a las turistas y a aquel cliente listillo.

—¿Por qué dice eso?

—Porque en cuanto te fuiste, pegaron a hablar en holandés y te dijeron de todo menos bonito. Por lo visto, el plan es sacarte las copas gratis y dejarte con el rabo tieso. Pero tú mismo.

El camarero volvió a repartir miradas a diestro y siniestro con sus ojillos negros. Dudó unos segundos y, después, con gesto cabreado, puso los chupitos ante ellos.

—Si ya decía yo que era demasiada buena suerte conseguir trabajo y tirarme a dos rubias en la misma semana. Tomen, los invito a los señores.

—A tu salud —le brindó Molina—. Y que se joda el turismo.

El colombiano se fue a limpiar innecesariamente una mesa del otro extremo de la terraza, odiando a las holandesas, que empezaron a notar que algo no iba bien.

—No sabía que hablara holandés.

—Vaya. A ver si va a resultar que no es usted tan buen detective.

3

Gloria aún rebañaba la salsa del plato (sin almendras, porque eran las almendras lo que a Monroy se le había olvidado comprar antes de subir y, habiéndolo recordado al volver de San Telmo, había vuelto a olvidarse), mientras él preparaba café. No había parado de juguetear con la idea de su admirador en todo el almuerzo y Monroy, por darle gusto, fingió sentir unos celos y una curiosidad inexistentes, cuando, en realidad, pensaba en la reunión que había tenido hacía una hora.

Al final, la posibilidad de ganar mil euros en diez días pudo más que sus deseos de tranquilidad. Las cosas le iban bien, pero a saber el mes que viene. Y eso de hacer de detective tenía hasta su gracia.

Gloria apareció en la cocina con el plato vacío, lo dejó en el fregadero y opinó que estaba buenísimomiamor. Consultó su reloj y le dijo que todavía le quedaba una hora y media antes de volver a la librería.

Se apoyó contra la mesa de la cocina de cara a él y preguntó, paladeando las palabras:

—¿Te apetece que hagamos algo? ¿O llamo a mi admirador?

Monroy contempló su cuerpo menudo, la piel bronceada que el escote abierto de la camisa de seda mostraba, los labios carnosos humedecidos por la punta de su lengua con gesto inequívoco, los ojos oscuros sonriéndole con un brillo que le resultaba familiar. Alargó la mano y rozó con sus dedos un punto determinado que había bajo el lóbulo de su oreja, entre el cuello y la mandíbula, haciendo que a Gloria se le pusiese la carne de gallina.

—Siempre sabes exactamente lo que tienes que hacer y cuándo, cabrón.

—¿Crees que tu admirador se habrá estudiado como yo el manual de instrucciones? —Preguntó Monroy, aproximándose.

—Ni de coña —susurró ella entrecerrando los ojos y buscándole los labios.

* * *

Cuando Gloria se hubo marchado, Monroy, armado con una taza de café, un paquete de tabaco, el bolígrafo (el mismo bolígrafo metálico de resorte que, cuando salía, llevaba siempre por si acaso) y un bloc de notas, se sentó a leer el informe. A la mesa del comedor casi no llegaba la mísera luz de la tarde y él, que se había apuntado a la obsesión que todo el mundo sentía últimamente por la presbicia, había encendido ya las luces.

La subcarpeta azul contenía todo tipo de documentos fotocopiados o impresos a ordenador: partidas de nacimiento, contratos laborales, expedientes académicos, extractos bancarios, listados. Además, algunas páginas escritas por Molina o algún subordinado suyo acerca de costumbres, amistades, sitios a los que Fuentes solía ir, aficiones y demás miserias que sólo al propio Fuentes deberían realmente interesar. Aquello era una verdadera biografía no autorizada de aquel hombre que lo contemplaba nuevamente desde la foto con sus ojos miopes y limpios.

Monroy pasó un par de horas leyendo y tomando notas y, sobre las siete, había reunido ya las suficientes observaciones para comenzar.

Héctor Fuentes Hurtado era madrileño y tenía cuarenta y tres años. Había estudiado en los Jesuitas y en la Complutense. Había trabajado como técnico de laboratorio en una conservera de Lugo, donde había conocido a Marta Ureña Gil. Matrimonio en 1989. Al año siguiente, retorno a Madrid y contrato en Feinberg and Feinberg Española. Separación en 1992. Ella se vuelve a Lugo y al año siguiente formalizan el divorcio. Relación amistosa. Frecuentes llamadas telefónicas. Buen rollo.

Tenía tres amigos. Dos compañeros del trabajo (no demasiado íntimos: cervezas en La Latina o excursiones a Segovia, de vez en cuando) y un condiscípulo de los jesuitas, agente de seguros, casado y con tres hijos. Las direcciones y los teléfonos de estos tres estaban en el informe.

Cine dos o tres veces a la semana, solo, en primera sesión.

Iba de librerías una vez a la semana, generalmente los lunes o los martes, y, como durante años había pagado con tarjeta, el informe incluía una lista de los libros que había adquirido en los últimos meses. Esta lista le pareció a Monroy una obscenidad. Sintió vergüenza y asco al fisgar de esa forma en la intimidad de Fuentes, quien, al parecer, era un lector caótico y pasional. Desde las Obras Completas de Brecht (un montón de volúmenes en edición de bolsillo) a Lucrecio, pasando por Sándor Márai y Giovanni Papini. Terminó de leer la lista y se sintió aún peor, porque el individuo había empezado a caerle realmente bien. No había ningún Follet, ningún Pérez Reverte, ningún Dan Brown en la lista.

Además, un foro literario en Internet, donde había participado con asiduidad semanal (los sábados a partir de medianoche), con el nick Ícaro77.

Todo esto indicaba, por un lado, que Fuentes era un individuo bastante culto, pero también muy solitario; por otro (y esto era lo más importante), que se trataba de un animal de costumbres, lo cual facilitaría bastante la tarea.

Lo primero que hizo Monroy fue inscribirse en el foro. No tardó demasiado en cargar la página y registrarse, con un nick apropiado: Athanasiuspernath.

Echó un vistazo al índice del foro, al que, al parecer, se conectaban bastantes seudointelectualoides, mezclados con varias niñas cursis adictas a Isabel Allende y diversos despistados que habían leído
La sombra del viento
. Frente a éstos, había una serie de individuos con más o menos ínfulas, pero mucho mejor informados, que se destacaban por conectar entre ellos y mantener conversaciones medianamente interesantes, espantando a los otros con verbo certero, quizá algo pedante, si intentaban acercarse con sus poesías engoladas y sus prosas insulsas. Uno de esos elementos era Ícaro77, bastante educado y proselitista, que intercambiaba citas, referencias bibliográficas y aclaraciones sobre ediciones y traducciones. La última intervención en el foro era del sábado anterior (dando noticia de que Javier Marías acababa de editar una traducción del
Tristam Shandy
). Por tanto, el hombre continuaba conectándose al foro.

Una vez inscrito, Monroy escribió un mensaje (no era conveniente irrumpir de golpe al día siguiente, sábado) en el que preguntaba por algo que ya sabía: en qué edición podía conseguir la traducción de Valverde de
Ulises
. El siguiente paso era rastrear las librerías. En Las Palmas sólo había cuatro o cinco libreros de verdad. Así que no le costaría. Además, Ei2 la controlaría Gloria, debidamente aleccionada.

Luego salió del foro y buscó la página de Gracián y Puig. Se cargó enseguida. Apariencia sólida y moderna. Animaciones y fotografías sucediéndose sobre fondos azules y anaranjados. Un midi que intentaba parecerse a
Tubular Bells
, y que se le parecía como una monja a un chapero de treinta euros. El único toque de verdadera caspa era el escudo de la APDPE (que resultó ser la Asociación Profesional de Detectives Privados de España) y el de la DGP en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla. La página informaba sobre los ámbitos de actividad de Gargajo y Pus, lo que ellos denominaban «el equipo humano», los «métodos» de trabajo, y el contenido de la Ley 23/1992, de 30 de julio, de Seguridad Privada. Disponía, también, de una sección especialmente dedicada a darse bombo con su actualizadísima División de Nuevas Tecnologías, además de una salutación y una foto del propio señor Gargajo y el mismísimo señor Pus, quienes daban su bienvenida a los visitantes de la página sentados a medias sobre la enorme mesa del que pasaba por ser el despacho de uno de ellos, presumiendo de prestar una ayuda inestimable e insustituible a los mejores bufetes de abogados del país.

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