Atenerse a las rígidas reglas de la justicia en beneficio de los demás, desarrolla los sentimientos y las facultades que tienen por objeto el bien de los otros. Pero sentirse limitado en cosas que no afectan al bien de los demás, por un simple desacuerdo, no desarrolla nada valioso, a no ser la fuerza de carácter que pueda desplegarse simplemente en resistir a aquella limitación. Si el individuo se somete a ella, tal limitación embota y entorpece toda nuestra naturaleza. Para dar libre juego a la naturaleza de cada uno es necesario que las diferentes personas puedan llevar diferentes géneros de vida. Una época se hace más acreedora al reconocimiento de la posteridad, cuanto más amplitud de acción ha habido en ella. Ni siquiera el despotismo produce sus peores efectos en tanto que existe la individualidad bajo su régimen, y todo lo que tiende a destruir la individualidad es despotismo, sea cualquiera el nombre que se le dé, tanto si pretende imponer la voluntad de Dios, como si quiere hacer acatar los mandatos de los hombres.
Puesto que hemos visto que individualidad es la misma cosa que desenvolvimiento y que solamente el cultivo de la individualidad produce o puede producir seres humanos bien desarrollados, podría yo cerrar aquí el argumento. Pues, ¿qué podrá decirse en favor de cualquier condición de las cosas humanas, sino que ella conduce a los hombres a lo mejor que pueden llegar a ser? Y ¿qué cosa peor se dirá de un obstáculo al bien, sino que impide este progreso? Sin embargo, sin duda ninguna, estas consideraciones no bastarán a convencer a aquellos que tienen más necesidad de ser convencidos. Pero, además, es necesario probar ahora que esos seres humanos desarrollados son de alguna utilidad para los no desarrollados; es necesario mostrar, a quienes no desean la libertad y no querrían servirse de ella, que, si ellos permiten que otro haga uso de ella sin oponer ningún obstáculo, pueden llegar a ser recompensados de algún modo apreciable. En primer lugar, pues, me atrevo a decir que podrían aprender algo de aquéllos. Nadie negará que la originalidad constituye un elemento precioso entre los asuntos humanos. No sólo hay necesidad de gentes que descubran nuevas verdades, o que señalen el momento preciso en que lo que fue largo tiempo una verdad dejó de serlo, sino también de otras personas que comiencen nuevas prácticas, y que den el ejemplo de una conducta más ilustrada, de mejor gusto, y de buen sentido en todas las cuestiones que se puedan presentar. Esto no puede ser negado por nadie que no crea que el mundo ha alcanzado ya la perfección en todas sus formas y prácticas.
Es cierto que no todos son capaces de obtener tal ventaja. Pocas personas hay, en comparación con toda la especie humana, cuyas experiencias, en caso de ser adoptadas de modo general, sean aptas para producir algún progreso sobre la práctica establecida. Pero estas pocas personas constituyen la sal de la tierra. Sin ellas la vida humana llegaría a convertirse en una poza estancada. No sólo se les debe la introducción de cosas buenas que antes no existieron, sino que son ellos quienes sustentan la vida en las cosas ya existentes. Si nada nuevo hubiera que hacer, ¿cesaría de ser necesario el intelecto humano? ¿Hay razón para que aquellos que hacen las cosas como se hacían en épocas pretéritas, olviden el porqué de hacerlas, y las hagan como si fueran bestias y no seres humanos? Demasiado grande es la tendencia, en las mejores creencias y prácticas, a degenerar en algo mecánico; y si no existiera una serie de personas cuya originalidad, siempre infatigable, impidiera que los fundamentos de esas creencias y prácticas, se convirtiesen en algo meramente tradicional, una materia tan muerta no resistiría el más ligero choque de cualquier cosa que realmente viva; y entonces no habría razón alguna para pensar que no se pudiera extinguir la civilización, como ocurrió en el imperio bizantino. En verdad, los hombres de genio están y estarán siempre en minoría, es lo más probable; pero, para que pueda haberlos, es necesario conservar el suelo sobre el que han de desarrollarse. El genio no puede respirar libremente más que en una atmósfera de
libertad.
Los hombres de genio son,
ex vi termini,
más individuales que los que no lo son; menos capaces, por consiguiente, de adaptarse, sin padecer una compresión perjudicial, a cualquiera de los moldes poco numerosos que la sociedad prepara para evitar a sus miembros el trabajo de formarse su propio carácter.
Si los hombres de genio, por timidez, consienten en sufrir la opresión de uno de esos moldes, y en constreñir bajo tal presión la expansión de alguna parte de sí mismos, no aprovechará la sociedad gran cosa de su genio. Si están dotados de una gran fuerza de carácter y rompen los lazos que les atan, convirtiéndose en el punto de mira de la sociedad, ella les dará solemnemente el nombre de bizarros, extravagantes, o cosa semejante, por no haber podido reducirlos al lugar común. Esto es más o menos como si uno se quejara de ver que el Niágara no corre con tanta calma como un canal holandés.
El que yo insista tanto sobre la importancia del genio y la necesidad de permitirle desarrollarse libremente en la teoría y en la práctica, a sabiendas de que nadie niega esto en teoría, es porque sé también que casi todos, en realidad, se sienten totalmente indiferentes ante esta cuestión. Los hombres consideran el genio como una gran cosa, si hace a un individuo capaz de escribir un poema inspirado o de pintar un cuadro. Pero casi todo el mundo considera que el genio, en el verdadero sentido de la palabra, es decir, la originalidad en el pensamiento y en las acciones, si bien es cosa de admirar, también es algo de lo que uno, en el fondo, puede muy bien prescindir. Desgraciadamente esto es demasiado corriente para que nadie se asombre de ello. La originalidad no está considerada como cosa útil entre los hombres que no la poseen ni presumen su utilidad. Ellos no pueden ver lo que dicha originalidad puede hacer por ellos, pero ¿cómo podrían verlo? Si pudieran, la originalidad dejaría de ser tal. El primer servicio que la originalidad debe prestar a tales hombres es el de abrir sus ojos; pues, una vez abiertos, ya podrán tener alguna oportunidad de llegar a ser también originales. Entretanto, recordando que nunca se hizo nada sin que alguien haya sido el primero en hacerlo, que todas las cosas buenas que existen son los frutos de la originalidad, dejémosles ser lo suficientemente modestos para creer que ella tiene todavía algún cometido que cumplir, y asegurémosles que tanto más necesario les es la originalidad cuanto menos conscientes son de su falta.
A decir verdad, sea cual fuere el homenaje que se pretenda, o que se tribute incluso, a una superioridad mental supuesta o verdadera, la tendencia general de las cosas en el mundo es hacer de la mediocridad la potencia dominante entre los humanos. En la antigüedad, en la Edad Media, y, en grado menor, durante la larga transición del feudalismo a los tiempos presentes, el individuo representaba por sí mismo una potencia, y si poseía un gran talento o una posición social elevada, esta potencia llegaba a ser considerable. Hoy los individuos se hallan perdidos entre la muchedumbre. En política resulta casi una trivialidad decir que la opinión pública es la que gobierna al mundo. El único poder que merece este nombre es el de las masas, o el de los gobiernos, que se hacen órgano de las tendencias e instintos de las masas. Esto resulta tan verdadero para las relaciones morales y sociales de la vida privada como para las transacciones públicas. Esas opiniones que se acostumbra a llamar opinión pública no siempre constituyen la opinión de una misma clase de público. En América, está compuesta por toda la población blanca; en Inglaterra, lo está simplemente por la clase media. Pero siempre por una masa, es decir, una mediocridad colectiva. Y lo que constituye todavía una mayor novedad es que actualmente las masas no reciben sus opiniones de los dignatarios de la Iglesia o del Estado, ni de algún jefe notable, ni de ningún libro. Su opinión proviene de hombres que están más o menos a su altura, que, por medio de periódicos, se dirigen a ellas y hablan en su nombre acerca de la cuestión del momento.
No es que me queje de que esto suceda. Tampoco afirmo que haya algo mejor que sea compatible, como regla general, con el bajo nivel actual de la mente humana. Pero ello no impide que el gobierno de la mediocridad sea un gobierno mediocre. Nunca llegó el gobierno de una democracia, o el de una aristocracia numerosa, a elevarse por encima de la mediocridad, ni por sus actos políticos, ni por sus opiniones, cualidades, o tono mental que fomentase, excepto allí donde el soberano "Muchos" se dejó guiar (como siempre lo ha hecho en los tiempos mejores) por los consejos y la influencia de "Pocos" o de "Uno" mejor dotado y más instruido. La iniciación a todas las cosas prudentes y nobles viene y debe venir de los individuos, procediendo, generalmente al principio, de un individuo aislado. El honor y la gloria del hombre corriente consisten en poder seguir esta iniciativa, en tener el sentido de lo que es prudente y noble, y en dirigirse a ello con los ojos abiertos. Yo no recomiendo aquí esa clase de "culto del héroe", que aplaude a un hombre de genio poderoso porque tomó a la fuerza el gobierno del mundo, sometiéndole, aun a pesar suyo, a sus mandatos. A lo más que debiera aspirar un hombre así es a la libertad de mostrar el camino. El poder de forzar a los demás a seguirle, no sólo es incompatible con la libertad y el desenvolvimiento de todo lo demás, sino que corrompe al mismo hombre fuerte. Parece, sin embargo, que cuando las opiniones de masas compuestas únicamente de hombres de tipo medio llegan a ser dominantes, el contrapeso y el correctivo de sus tendencias habrá de ser la individualidad más y más acentuada de los pensadores más eminentes.
Es, sobre todo, en circunstancias semejantes, cuando los individuos de excepción, en vez de ser cohibidos, deberían ser instigados a obrar de modo diferente de la masa. Antiguamente esto no suponía ninguna ventaja, a no ser que obraran de modo diferente, y de modo mejor también. Ahora, el simple ejemplo de no conformidad, la simple negación a arrodillarse ante la costumbre, constituye en sí un servicio. Precisamente porque la tiranía de la opinión considera como un crimen toda excentricidad, es deseable que, para poder derribar esa tiranía, haya hombres que sean excéntricos. La excentricidad y la fuerza de carácter marchan a la par, pues la cantidad de excentricidad que una sociedad contiene está en proporción a su cantidad de genio, de vigor intelectual, y de coraje moral. El principal peligro actual estriba en el poco valor a ser excéntricos que muestran los hombres.
Ya he dicho que es importante dar el más libre impulso posible a las cosas desusadas, a fin de que se pueda comprobar, a su debido tiempo, cuáles de ellas merecen convertirse en costumbres. Pero la independencia de acción y el menosprecio de la costumbre no sólo han de ser alentadas porque ofrezcan la oportunidad de crear mejores modos de obrar y costumbres más dignas de la adopción general. Asimismo, tampoco las personas de notoria superioridad intelectual son las únicas que poseen el derecho a conducir su vida por el camino que les plazca. No hay razón ninguna para que todas las existencias humanas deban estar cortadas por un solo patrón, o sobre un pequeño número de patrones. Para una persona que posea una cantidad razonable de sentido común y de, experiencia, la mejor manera de disponer su existencia será la suya propia. Los seres humanos no son como carneros; y ni siquiera los carneros se parecen unos a otros tanto que no se les pueda distinguir. Nadie podrá tener un traje o un par de zapatos que le estén bien, si no los pide a su medida, o si no tiene la oportunidad de elegir en un almacén. ¿Es, pues, más fácil proveerse de una vida que de un vestido, o es que quizá la conformación física o moral de los seres humanos es más uniforme que la forma de sus pies? Aunque no hubiera mas razón que los hombres tienen diversidad de gustos, ello sería suficiente para no intentar modelarlos a todos con arreglo a un patrón exclusivo. Pues personas diferentes requieren condiciones diferentes para su desarrollo espiritual; y no pueden coexistir en la misma atmósfera moral más de lo que las diferentes variedades de plantas pueden hacerlo bajo las mismas condiciones físicas, atmosféricas o climáticas. Las mismas cosas que ayudan a una persona a cultivar su naturaleza superior se convierten en obstáculos para otra cualquiera. Una misma manera de vivir supone para uno una excitación saludable que mantiene en el mejor orden posible sus facultades de acción y de goce, mientras que para otro resulta una pesada carga, que suspende o destruye toda vida interior. Existen diferencias tales en los hombres, en sus fuentes de placer, en su capacidad de sufrimiento, y en su reacción a las diversas influencias físicas y morales, que si no hubiera semejante diversidad en su manera de vivir, no podrían ni obtener su parte de dicha ni llegar a la altura intelectual, moral y estética de que su naturaleza es capaz. ¿Por qué, pues, la tolerancia, en lo que al sentimiento público se refiere, ha de alcanzar solamente a los gustos y a las maneras de vivir que acepta la multitud de sus partidarios? Nadie (excepto en las instituciones monásticas) niega la diversidad de gustos. A una persona puede muy bien gustarle o no, sin sentirse por ello avergonzada, el remar, la música, los ejercicios corporales, el ajedrez, los naipes, o el estudio, ya que los partidarios y contrarios de todas estas cosas son demasiado numerosos para ser reducidos al silencio. Pero el hombre —y todavía más la mujer— que sea acusado de hacer "lo que nadie hace", o de no hacer "lo que hace todo el mundo", llega a ser objeto de reproches acusatorios, como si él —o ella— hubiesen cometido un grave delito moral. Los hombres necesitan poseer un título o cualquier otro signo de rango, o la consideración de las gentes de rango, para que puedan permitirse un poco el lujo de hacer lo que les plazca, sin detrimento de su reputación. Para permitírselo un poco, repito; pues quien se permitiera del todo un lujo tal, correría un grave riesgo; se vería en el peligro de pasar por "lunático" y de verse despojado de sus propiedades, que pasarían a manos de sus parientes
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La orientación actual de la opinión pública se dirige de modo singular hacia la intolerancia frente a toda demostración clara de individualidad. En general, los hombres no sólo son moderados en inteligencia, sino moderados en inclinaciones. Ellos no cuentan con gustos ni con deseos lo suficientemente vivos que les induzcan a hacer algo desacostumbrado, y, por consiguiente, no pudiendo comprender a quienes se sienten dotados de modo muy diferente, suelen incluir a estos últimos entre los seres extravagantes y desordenados que es costumbre despreciar. Ahora bien, a este hecho, que es general, tenemos que añadir que está surgiendo un poderoso movimiento de progreso moral, y es evidente qué es lo que tenemos que esperar de él. Se ha hecho mucho, en efecto, por afirmar la regularidad de la conducta y por la limitación de los excesos, y existe un extendido espíritu filantrópico para el ejercicio del cual no hay campo más atractivo que el mejoramiento moral y prudencial de nuestros semejantes. El efecto de estas tendencias actuales es el siguiente: el común de las gentes se halla más dispuesto que en períodos anteriores a prescribir reglas generales de conducta y a tratar de hacer que cada cual se adapte a la norma aprobada. Pero esta norma, se reconozca o no, lleva en su entraña la negación absoluta de cualquier deseo vehemente. Su ideal de carácter consiste en no poseer ningún carácter señalado; en mutilar por medio de una compresión, como el pie de una china, cualquier parte de la naturaleza humana que sobresalga y tienda a hacer a una persona, completamente diferente, al menos en lo exterior, del común de la humanidad.