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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (3 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—El doctor Leonard Barker, por favor.

—Yo mismo, señorita.

Me miró atónita. Su sonrojo fue en aumento. Se produjo un silencio embarazoso. Sólo
Penique
parecía tranquilo, lamiéndose ceremoniosamente.

—Siéntese, se lo ruego —exclamé por fin.

Bajó los ojos y obedeció. A mi vez me senté detrás del escritorio.

—¿En qué puedo servirla, señorita?

La joven permaneció mirando sus manos sin decir nada, incapaz de vencer el intenso rubor. Inesperadamente rompió a llorar. Me puse en pie anonadado.
Penique
alzó la cabeza. No supe qué hacer. En la vida siempre hay alguna situación que le coge a uno desprevenido. Le supliqué que se calmara, pero fue en vano. Siguió escondiendo la cara entre las manos, hundida en el sillón. El hipo sacudía las cintas que adornaban su tocado. Me acerqué a ella y con sumo miramiento le puse la mano en el hombro como si fuera su padre. Al instante cesaron los sollozos. Sus ojos anegados me miraron.

—Cuénteme sin ningún reparo lo que le sucede, señorita.

—Yo… yo creía… es decir, me dijeron que el doctor Barker era un señor entrado ya en años…

Se produjo una pausa.

—Comprendo —dije. Después agregué—. Debió de haber una confusión; anteriormente hubo aquí el anciano doctor Barier… De todas maneras, señorita, los médicos no somos jóvenes ni viejos, sino sólo eso: médicos.

Se secó los ojos.

—Claro —dijo—. Lamento haber sido tan ridícula, doctor. Pero es que… Llevo muchos días sin saber lo que me sucede. Es… es la cabeza…, mejor dicho, sufro insomnio. Me paso las noches en vela y luego, durante el día, me siento abatida, cansada… Tal vez si usted pudiera recetarme algún calmante, algo que me permitiera dormir… Sólo para eso he venido a molestarle.

—¿No le ocurre nada más? Me refiero a si ha experimentado, por ejemplo…

—Nada, absolutamente nada. Mi vida es normal, completamente normal, doctor.

—¿Desde cuándo observa esos desvelos?

—Pues, hace sólo unos días… cuatro o cinco.

—Poco tiempo. No hay motivo de alarma. Si usted misma afirma que su vida se desarrolla con toda normalidad, no creo que pueda tenerse en consideración esta pequeña anomalía.

Soportó mi tono poco amable con suma humildad. Yendo al escritorio, añadí:

—Le recetaré unas píldoras que tomará al acostarse. Si dentro de unos días nota algún trastorno de orden mayor, le haré entonces un reconocimiento.

Se sonrojó de nuevo. Extendí la receta casi bruscamente. Cuando se la entregué, se puso en pie y abrió nerviosamente un bolso tan extravagante y femenino como su sombrero.

—¿Cuáles son sus honorarios, doctor? Prefiero abonárselos ahora…

—Tres chelines por consulta.

Cumplimos los requisitos de despedida, le abrí la puerta y salió apresuradamente arrastrando la masa de pliegues de su falda.

No volví a saber de ella en la vida. De este modo ignoré lo que me habría confiado si yo hubiera tenido treinta años más. No supe si admirarla o condenarla. Debió de encerrarse perpetuamente en su extremado pudor, después de haber dudado del mío.

De pronto me di cuenta de que eran más de las cinco y media.

—¡Honora! ¡Mi abrigo y mi sombrero!

E
l paciente a quien debía practicar la sangría era nada menos que el dignísimo señor Timmis. ¿Tú le conoces? A ti, a ti que me lees te lo pregunto: ¿Conoces al dignísimo señor Timmis? Pues estás en la misma situación en que me encontraba yo. De todos modos le saludé ceremoniosamente y le vi tan gordo y rojo que en seguida procedí a los preparativos para regularizar su excesiva tensión sanguínea. El hombre estaba acostado y tenía a su lado a dos enfermeras limpias y almidonadas de pies a cabeza, blancas como dos Ángeles de la Guarda. Una de ellas no dejaba de mirarme ni un solo momento. Hacía esto siempre que me veía en la clínica, y yo había acabado acostumbrándome. Lo raro es que no era fea.

Me senté al lado del señor Timmis, y mientras le ataba alrededor del brazo un tubo de caucho, me notificó que no era impresionable. Con el pulgar tenté la mediana cefálica y cogí la lanceta. Antes de pinchar, el señor Timmis se desmayó.

—Preparen una inyección de cafeína —dije sin interrumpir mi trabajo.

Empujé la lanceta a través de la piel, seguro, firme, consciente de que la enfermera seguía mirándome.

De súbito me quedé de una pieza. La punción estaba hecha y no salía ni una sola gota de sangre.

—Tal vez la lámina es poco puntiaguda —exclamó mi admiradora.

—No es eso. La extremada obesidad del señor Timmis hace imperceptible el vaso. Hay que denudarlo.

Se oyó un crujido de tocas almidonadas. Los dos Ángeles de la Guarda habían chocado en su afán de prepararme el instrumental necesario.

En un cortísimo espacio de tiempo denudé el vaso. Lamenté que nuestro querido colega el doctor Pressburger se perdiera aquella ocasión de verme jugar tan limpiamente con el bisturí y las pinzas.

La vena apareció en todo su esplendor. Practiqué una incisión breve, rápida, atrevidamente transversal… Suspendí el aliento: ¡había cortado el vaso por completo! Nadie dijo nada porque nadie más que yo se había dado cuenta. Proseguí como si todo se desarrollara normalmente. Cuando hube de poner fin a la emisión sanguínea, mi frente se empapó en sudor. De no ser un cirujano privilegiado, no imagino cómo hubiera acabado la inocente sangría.

Concluí. Tenía la camisa pegada a la piel.

El señor Timmis reaccionó con la cafeína. Se mostró sonriente y agradecido. Su rostro estaba más pálido; el mío también.

La linda enfermera me acompañó hasta la puerta de la calle. Estaba entusiasmada con mi trabajo.

—¡Estuvo usted admirable, doctor Barker!

La luz del farol de la entrada me proporcionó una intensa visión de ojos azules. Estuve tentado de preguntarle si sabía cocinar el rosbif. Pero el Ángel de la Guarda auténtico debió de interceder en aquel momento, y me fui sin haber cometido más error que el de cortarle una vena al dignísimo señor Timmis.

Alexander me alcanzó al cruzar el puente de Cragget.

—¿Vas a casa, Len?

—¡Hola, Alexander! ¿Qué hace Jennie?

—Se queja de que no vayas a verla.

—¿Es posible que se acuerde de mí? Mañana iré.

—Yo la encuentro mal, Jasper le ha raspado la garganta esta tarde, pero no se consigue mucho con eso.

Anduvimos en silencio una manzana entera. El rostro pacífico de Alexander estaba velado por una sombra.

Caía una fina llovizna y nuestros abrigos empezaban a empaparse. Ambos tiritábamos de frío y apretábamos el paso pensando en la estufa del laboratorio.

—Hay difteria en casa de Howells —dijo de pronto Alexander—. Han llamado a Jasper mientras estaba visitando a Jennie.

—Viven al lado, ¿verdad?

—No. En la otra calle. Jennie y el niño afectado no han tenido contacto alguno.

Me quedé pensativo. Tres casos espontáneos en una misma semana.

—Cada año hay epidemia —comenté.

Cruzamos la calle sin asfaltar salpicándonos de barro.

—Has hecho bien en ponerte los pantalones viejos, Len.

—No son los viejos.

Llegamos a casa. Eran alrededor de las ocho. Jasper trabajaba en el cuarto de los animales. Al oírnos, asomó la cabeza y preguntó a Alexander:

—¿Cómo has dejado a Jennie?

—Respira algo mejor, pero el pulso parece debilitarse.

Nos acomodamos alrededor de la estufa dispuestos a no hacer nada.

—Dime, Jasper —exclamó Alexander—, ¿has inoculado al mico?

El aludido desvió la conversación instantáneamente notificándonos que la pequeña cantante del festival benéfico había muerto. Nos quedamos en silencio durante un largo espacio de tiempo.

—¿Cuándo? —pregunté al fin.

—Hace tres horas. A las cinco en punto nuestro querido colega le practicó la traqueotomía y la niña murió en la intervención.

Me erguí.

—¿Estabas allí, Jasper?

—Actué de primer ayudante.

—Le dio cloroformo, ¿eh?

—No puede hacerlo de otro modo.

—No quiere hacerlo; es comodidad. ¿Cómo operó?

—Bien. Yo no lo habría hecho mejor —hizo una pausa y añadió—. Pero tú, sí.

Cogí una espátula cualquiera y la miré como si encerrara un extraordinario interés. Sin apartar los ojos de ella dije:

—¿Sabes dónde me hallaba yo a aquella hora?

—En su clínica. Te pasó recado esta tarde. Una sangría urgente. Él no podía entretenerse y el señor Timmis necesitaba un cirujano. ¿Por qué no se te ocurrió cortarle la vena, Len?

—Ya lo hice.

Mi tono grave y sincero le desconcertó. Se quedó mirándome fijamente. Alexander también.

—En serio; hice la punción transversal y quedó seccionada.

—¡Has ido demasiado lejos! —exclamaron a una.

Fue absolutamente inútil jurarles que no lo había hecho adrede. Uno y otro se negaban a aceptar un desvío involuntario de mi bisturí.

—¿Preferís creerme un bárbaro? —grité.

Ante mi exasperación, cambiaron de actitud y no aceptaron ni lo de la vena cortada.

Un fuerte chubasco remojaba los tejados y las calles.

En el comedor hacía un frío de mil demonios y ninguno de los tres se resignó a quedarse en él para cenar. Improvisamos bocadillos de jamón y nos sentamos alrededor de la estufa.

No habíamos dado el primer bocado cuando la campanilla de la puerta empezó a repicar con frenética insistencia. Nos miramos preguntándonos para quién sería el caso urgente. Para mí. La señora Lewes llevaba nueve años de matrimonio y en aquel momento había decidido dar su primer fruto.

R
egresé de madrugada con la absoluta certeza de haber proporcionado por mi cuenta un nuevo miembro a la Humanidad. Ni el padre ni la madre habían sido más responsables que yo.

Iba mojado como un pez, pero ya no sentía frío. El gabinete estaba alumbrado; Jasper y Alexander me habían dejado un quinqué sobre la consola y una esquela que decía: «No olvides apagarlo. Buenas noches».

Fui a la cocina y calenté leche. No me apetecía, pero le debía algo a mi estómago. La leche no la usábamos más que para
Penique
desde que Alexander descubrió que la «complicaban» y nos detalló las substancias empleadas. Con un químico en casa, teníamos la suerte de saber los fraudes del vino, de la manteca, del azúcar y de mil artículos más. De este modo nos quedaba la alternativa de comprarlo todo al doble de precio o comerlo todo con asco.

Después pasé a mi escritorio y procedí al registro del recién nacido. Una vez hecho esto, volví junto a la consola, quité la esquela del quinqué y puse otra: «Ya lo he apagado. Buenos días».

Bostezando subí las escaleras, entré en mi habitación, me desnudé, me metí en la cama… Volví a levantarme, busqué las zapatillas, me puse una bata, salí del cuarto, bajé las escaleras, fui hasta el quinqué y soplé.

J
asper tenía en observación a
Doroteo
. Quería inocularle el suero antitóxico tan pronto como fuera posible y llegué a temer que se precipitara. Lo había ensayado en seis ratas. Tres de ellas se habían curado. Las restantes habían muerto. Jasper lo atribuía a una neutralización deficiente de la toxina por falta de comprobaciones. Ahora preparaba otro suero, inoculando la difteria a los conejos en pequeñas dosis que aumentaba de modo gradual, vigilando continuamente el poder que adquiría. Esto le retenía en el laboratorio durante el día entero. Yo hacía sus visitas matutinas.

El recorrido era largo y fastidioso. No había ningún caso de importancia, salvo una fea herida de arma blanca que le habían propinado al guapetón del barrio. En los arrabales de Spick se cultivaba la riña a cuchillo, la embriaguez y muchos otros vicios de diversas categorías que tarde o temprano requerían nuestra intervención. Una vez, un cliente me confesó que no sólo había faltado contra cada uno de los Diez Mandamientos, sino que había cometido pecados que el reverendo Mushins no tenía calificados en ninguna Tabla.

Subí a un piso viejo y negro. Habían pasado recado de que fuéramos. La enferma era una muchacha morena, de cabello muy rizado, de labios prominentes y frente estrecha. Sus rollizos contornos, púberes aún, señalaban trece o catorce años. ¿Qué dolor la aquejaba? No podía respirar cuando estaba tendida. Sentía pinchazos en el costado. La ausculté. La examiné detenidamente. Nada en el corazón. Nada en los pulmones. ¿Le ocurría siempre aquello? Muchas noches, pero nunca tan fuerte como la pasada. ¿Le temblaban a menudo las manos? Cada vez que lloraba. ¿Por qué lloraba? ¿Emociones fuertes? Muchos disgustos. ¿De qué índole? Amorosos. ¿Pero es que…? ¿Es que…? Sí, sí, tenía marido y un hijo. Sólo faltaba el pormenor de la boda.

Contracciones nerviosas. Le receté un granulado y mucha calma.

Antes de ir a comer fui a ver a Jennie. No había estado nunca en su casa, pero Alexander me dio los indicaciones: calle de Rhode, no recordaba el número; en la esquina había un bar, a mano derecha una relojería, más allá un prestamista y luego vería el portalón estrecho y la puerta decorada con una maraña de garabatos infantiles hechos con yeso y carbón. Aquél era el hogar de los Nelson. No me fue difícil encontrarlo. Me abrió la madre de Jennie. No la había visto hasta entonces y me pareció una de tantas criaturas que han venido al mundo sin saber a punto fijo por qué y para qué. No puedo definir si era joven o vieja. Llevaba escrita en la cara la ignorancia, la miseria y muchas otras cosas. En cuanto me vio, me confundió con Alexander, y aunque la saqué de su error, siguió equivocándome el nombre.

Jennie apenas manifestó interés por mí. Estaba amodorrada, quieta, respirando ruidosamente, con el labio superior elevado y el inferior caído, ávida de aire. La reconocí con gran atención. No parecía falta de resistencia orgánica, pero me dio miedo la intensidad de la infección. Las membranas venenosas que Jasper desprendió se reproducían rápidamente. La dejé, preocupado.

—¿Crees que será necesario practicarle la traqueotomía? —me preguntó Alexander cuando llegué a casa.

—Mañana se sabrá.

—No me gustaría, Len. Es demasiado duro.

—Podemos probar antes la intubación.

Por la tarde se presentó en el consultorio un hombre muy humilde con un niño en brazos, arropado hasta la nariz.

—Está resfriado, doctor.

—No debió traerlo. Yo habría ido.

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