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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Relato, Drama

Sicario (24 page)

BOOK: Sicario
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Estábamos colgados sobre la más increíble trituradora de carne que nadie hubiera podido imaginar, con la cabeza a punto de reventar por culpa de un estruendo como resultaría imposible describir, y recibiendo continuas duchas que amenazaban con ahogarnos.

¡Demasiado! Demasiado incluso para mí que creía poder soportarlo todo.

¡Malditos! ¡Malditos hijos de puta capaces de hacer pasar a un ser humano por semejante espanto, con tal de llevar su mierda a Norteamérica! Creo que fue en aquellos momentos cuando juré por primera vez que, si salía con vida de allí los mataría, y usted sabe muy bien que yo he matado por muchísimo menos.

Y es que quienquiera que fuese el responsable de que nos encontrásemos en aquella situación, merecía algo más que la muerte, puesto que lo que nos estaba obligando a sufrir era mucho peor que matarnos.

Era una interminable agonía de terror, tanto más insoportable cuanto que el estruendo hacía estallar la cabeza, por lo que ni siquiera podías tornar plena conciencia de dónde te encontrabas y qué era lo que en verdad estaba sucediendo.

Mucho tiempo después, me resulta imposible decir cuánto, el nivel del agua comenzó a subir y a bajar dependiendo del oleaje exterior, de forma tal que a veces descendía al punto de permitir la entrada de una bocanada de aire, y otras subía hasta casi alcanzar las vigas en que estábamos encaramados.

Cada golpe de mar podía ser el último, ya que una ola mayor de lo normal en el Caribe nos hubiera alzado en vilo estampándonos los sesos contra el techo de hierro.

Pero yo no tenía la más mínima idea de qué altura podía alcanzar una ola en el Caribe.

Ni ocasión de pensar en ello.

Pensar resultaba por completo imposible. Nadie puede pensar cuando está sentado sobre la hélice de un petrolero lanzado a toda máquina.

Luego llegó la noche.

¡Permítame olvidarla! Sea bueno conmigo, y no me martirice pidiendo que le cuente cómo fue aquella noche.

Ni siquiera yo puedo decírselo.

Ni yo, ni creo que jamás pueda saberlo nadie.

En algún momento de esa noche, ignoro cuál, Román Morales se dejó vencer por el terror, y el corazón le hizo por fin aquel favor que con tanta insistencia le pedía.

Se quedó frito.

Amaneció ya cadáver, y aunque no entiendo de eso, comprendí que el miedo le había matado y que quizás en el fondo de su alma era lo que desde el primer momento había estado deseando.

No. No lo toqué.

Lo dejé allí colgando, pues tirarlo hubiera significado que aquella mostruosa hélice lo convirtiera de inmediato en picadillo para peces, y no me pareció que fuese el fin que un hombre como él se merecía.

Quizá siga aún allí. No es una tumba peor que cualquier otra; el mayor panteón que nadie haya tenido; un gigantesco petrolero que le lleva a recorrer todos los océanos del mundo.

¿Macabro? Ya le advertí que era mucho mejor no seguir contándole mi historia, pero usted insistió y no pienso evitarle tragos amargos. Así ha sido mi vida, mal que me pese, y si se le antoja «macabro» el hecho de haber dejado el cadáver de un hombre colgando de la popa de un barco, trate de imaginar lo que fue para mí que tuve que pasar a su lado todo el resto del viaje.

Cuatro o cinco días, no lo tengo muy claro.

Tal vez una semana.

Una eternidad para ser más precisos.

El tiempo es lo que mejor pueden medir los relojes, pero lo más cambiante que existe para el hombre.

Mis días de felicidad fueron segundos.

La estancia en Cartagena, disfrutando del sol y la risa de Luna se convirtió a la larga en algo tan efímero que a veces dudo que en verdad ocurriera.

Sin embargo, aquella travesía aún no ha terminado, pues rara es la noche en que no me despierto escuchando el estruendo de las máquinas, convencido de que una gigantesca trituradora gira bajo mi cama.

Luna se había convertido en un ovillo que apenas se movía. Acurrucada en su hamaca, cubriéndose los oídos con las manos, parecía una criatura que hubiera decidido regresar al vientre de su madre, y a menudo me asalta la impresión de que ni tan siquiera respiró hasta que el barco se detuvo.

El silencio me hizo daño.

Era como si el mundo hubiera dejado de girar, al igual que la hélice, y un agua tan transparente y quieta que permitía ver las rocas del fondo, sustituyó a los pocos instantes a la rugiente espuma.

Creí que me había muerto.

Se lo juro. Por más de diez minutos me asaltó la sensación de que al fin todo había concluido, y había entrado en ese largo túnel de paz que dicen que está esperando a los difuntos.

Luego debió empezar la descarga, el nivel del agua comenzó a descender, y en cuanto dejó apenas medio metro de espacio, salté a la parte alta del timón y eché un vistazo.

No podía distinguir mucho, pero tuve la impresión de que estábamos anclados junto a una especie de torre a la que el barco se encontraba unido por mangueras, a poco más de un kilómetro de una playa en la que de tanto en tanto se distinguía alguna casa. Luego, más atrás, bastante lejos, se alzaban enormes edificios de relucientes cristaleras.

Aquello tenía que ser Norteamérica.

Subí a decírselo a Luna, y ni siquiera me escuchó.

Le grité, la agité, la zarandeé e incluso la abofeteé, pero continuó en la misma posición sin reaccionar ante nada, y aunque tenía los ojos muy abiertos y me miraba, estoy seguro de que no me veía, como si le hubieran colocado una pared delante.

¡Ahí sí que lloré! Lloré durante más de media hora.

Al verla así, convertida en una «cosa»; una especie de planta, o un enorme feto que se negase a abandonar el vientre de su madre, tuve la absoluta seguridad de que había perdido al único ser que me había hecho feliz en este mundo.

¿Qué me importaba llorar si ya era un hombre, y me encontraba ante el cadáver de un amigo y lo poco que quedaba de la mujer que amaba? ¿Frente a quién tenía ya que presumir de hombría? Durante horas me quedé allí, observándola y contándome mi propia historia tal como ahora se la cuento, y no encontré nada en ella que ameritase el esfuerzo de continuar viviendo.

Aunque quizá sí. Quizá sólo una cosa: el odio. El odio o tal vez sería mejor decir el ansia de venganza, porque había llegado a un punto en que la bilis se me escapaba a borbotones, y me creerá si le digo que si en aquel instante el mismísimo Dios se me hubiese aparecido, lo más probable es que le hubiese pegado cuatro tiros.

Estará de acuerdo conmigo en que me habían llevado a un extremo al que no se debe hacer llegar a un ser humano.

Me habían empujado más allá de todo lo soportable.

Y alguien pagaría por ello.

Lo juré ante Román Morales y ante Luna, y lo hice convencido que llevaría a buen fin tal juramento.

Una hora después, ya más tranquilo, aproveché lo que quedaba de luz para hinchar la balsa que dejé colgando de las vigas, y cuando cayó la noche la boté al agua y cargué en ella las dos maletas y a María Luna.

¿Sabe usted remar? Yo no, y no se imagina qué cosa tan ridícula puede llegar a ser pretender aproximarse a unas luces que tienes casi al alcance de la mano, y no conseguir más que dar vueltas como un tonto, incapaz de hacer avanzar un metro aquella lancha.

Y en aquella lancha iban la mujer que amaba y millón y medio de dólares en drogas.

¿Curiosa situación, no le parece? No sabía dónde estaba ni hacia dónde me dirigía; el ruido me había ensordecido al punto de no ser capaz de oír ni una sirena que hubiese resonado a cinco metros, y por si fuera poco perdí uno de los remos.

Aunque en el fondo fue la mejor solución, pues desistí en mis inútiles intentos de bogar, y opté por tumbarme en proa y empujar con las manos hacia una luz cercana.

No se ría si le digo que empleé casi toda la noche en recorrer poco más de un kilómetro, y es que únicamente a punto ya de amanecer conseguí a duras penas poner el pie en tierra muy lejos del lugar que me había propuesto. Fui a parar donde el mar quiso llevarme.

Por suerte no había nadie, y pude esconder las maletas, la balsa e incluso a Luna entre la maleza.

Continuaba sin reaccionar.

Si por algún momento mantuve la esperanza de que al verse lejos del barco y bajo la luz del sol las cosas cambiarían, pronto me desilusioné, pues continuaba tan inmóvil como si la hubiesen congelado y nada en este mundo fuera capaz de calentarla.

Yo no sabía qué hacer.

Lo entiende, ¿verdad? Me encontraba a la orilla de una inmensa bahía, con una ciudad al fondo, un grupo de barcos anclados a lo lejos, y una ancha autopista que pasaba a mis espaldas, y por la que circulaban modernos automóviles y enormes camiones.

Había visto suficientes películas como para llegar a la conclusión de que me encontraba en algún lugar de Norteamérica.

Pero yo no hablaba una sola palabra de su jodido idioma, no tenía un dólar, ni más datos de utilidad que un larguísimo número de teléfono al que debía llamar cuando hubiera puesto a salvo la «mercancía».

Tenía, eso sí, cincuenta kilos de «coca» y una mujer muy enferma.

A mí no se me ocurren fácilmente las ideas, no soy de ésos, y el hecho de haber cometido tantísimos errores en la vida me ha hecho harto prudente a la hora de tomar decisiones, ya que no puedo evitar que me asalte de continuo la sensación de que voy a volver a equivocarme.

Intenté por última vez hacer reaccionar a María Luna, pero tuve la impresión de que se había quedado idiotizada, por lo que decidí que lo mejor que podía hacer era llevarla a un hospital donde la cuidaran como yo no sabía.

Me fijé muy bien en el lugar en que me encontraba, esforzándome por visualizar todos los puntos de referencia, y enterré las maletas al pie de un árbol de flores muy rojas que se levantaba entre dos altísimas palmeras.

Luego, en cuanto oscureció, y sabiendo como sabía que me encontraba tan debilitado que no podría cargar por mucho tiempo ni tan siquiera a alguien que pesaba tan poco, metí a Luna en la balsa, la arrastré hasta el mar y tirando de ella por medio de una cuerda avancé por la playa con el agua a media pierna.

Tan poca cosa, y significaba no obstante un esfuerzo que conseguía agotarme.

Tuve que detenerme a descansar cinco veces, pero al fin llegué a una especie de embarcadero en el que un viejo negro se dedicaba a lavar veleros con ayuda de una esponja y una manguera.

Varé la balsa a corta distancia, me aproximé en silencio y el tipo se llevó un susto de muerte, porque mi aspecto debía ser acojonante, sucio, sin afeitar y con un pistolón a la vista.

¡Hablaba mi idioma, se imagina! Estaba en Norteamérica, pero aquel bendito negro era dominicano y me entendió en el acto.

Le expliqué que había una mujer enferma en la balsa, le rogué que intentara ayudarla, y que, por favor, me diera oportunidad de llegar a la ciudad antes de que la Policía me alcanzara.

—De acuerdo, hermano —dijo—. Pero si apareces con esa pinta no duras ni diez minutos en la calle.

Me proporcionó un lugar donde asearme, me regaló un viejo mono de faena, e incluso me prestó dos dólares para que pudiera comer algo.

—Yo sé lo que es llegar ilegalmente a este país —concluyó—. Me ocuparé de que atiendan a la mujer, y si quieres saber noticias de ella, pregunta por mí en este número. Me llamo Augusto.

Aún queda gente así en el mundo.

Y alguien así era lo que yo más estaba necesitando. Nunca olvidé lo que hizo por mí, y hoy en día se le puede considerar ya un hombre rico.

Me despedí de Luna que seguía sin oírme y cuando al fin me alejé de allí camino de la ciudad que brillaba en la distancia, abrigué la absoluta seguridad de que jamás volvería a verla.

Y así fue.

Jamás volví a sentirla reír, ni a acariciar su tersa piel entre de negra y «china».

Desde que dejé a María Luna convertida en un vegetal, ¡a ella que era la criatura más vital y alegre que ha existido!, confiándosela a un desconocido en un país extraño, no he podido descansar en paz ni una sola noche, y si se trata de eso que llaman «remordimientos de conciencia», le juro que me remuerde más por ella, que por las dos docenas de muertos que cargo a mis espaldas.

Y es que en cierto modo Luna está más muerta que los propios difuntos, pues los difuntos descansan y se olvidan, mientras que por lo que me han contado, mi mulata continúa en el hospital, mirando la pared y sin decir media palabra.

El otro día le llamé «amigo» y no se molestó. ¿Le importa que le siga considerando amigo mío? En ese caso tendría que pedirle un favor muy, muy grande; un favor a cuenta quizá de la mucha saliva que he gastado en su libro.

¿Por qué no va un día a verla? ¡Quizás a usted le escuche! Quizá si le cuenta al oído, muy despacio, lo mucho que estoy sufriendo por haberle causado tantísimo sufrimiento, decida perdonarme.

Y hasta podría decirle que ni siquiera suplico su perdón. Me basta con que hable.

Me basta con que viva. Me basta con que vuelva a reír aunque yo no pueda oírla.

¡Me duele tanto! Aunque mejor olvídelo. No es justo que habiendo causado tanto daño, tan sólo me preocupe por el mal que pude hacerle a Luna.

A veces me gustaría que fuese más hablador, o que tuviera el valor de involucrarse de alguna forma en esta historia, en lugar de parapetarse tras esa grabadora y limitarse a hacer preguntas o sonreír como sonríen los curas en los confesionarios.

Su opinión me serviría de ayuda, aunque me planteé hace ya tiempo que jamás solicitaría ayuda de nadie.

Déjelo como está y sigamos adelante. Lo que ha venido a escuchar es un relato cruel, no pendejadas.

¿Conoce bien Miami? Yo no, se lo aseguro. Aún hoy me sigue pareciendo un lugar muy hermoso, pero absurdo; tan confuso, que a veces creo que ni siquiera los que han nacido y se han criado allí lo entienden por completo.

Y es que más que las calles, los edificios o las plazas, son sus habitantes lo que le dan sentido a una ciudad, y en ese aspecto Miami carece de sentido.

¿Quiénes son sus habitantes? ¿Los que nacieron allí; los cubanos exilados; los excéntricos millonarios; los viejos turistas retirados; los «narcotraficantes», o los miles de ilegales llegados de cualquier rincón de Sudamérica? Todos se consideran los auténticos dueños de Miami, y en el fondo creo que todos lo son y nadie lo es al propio tiempo.

¡Qué lugar tan absurdo! ¡Y cuánto vicio! Yo tengo un buen olfato para el vicio, lo detecto en el acto, pues no en vano me crié con mocosos que a los nueve años se habían metido ya en el cuerpo más «basuco» o «marimba» que un cantante de rock a todo lo largo de su vida, y me bastó con sentarme en una plaza y observar a mi alrededor, para captar de inmediato quién me podía servir, y quién era en realidad un policía disfrazado.

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