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Authors: Angie Sage

Septimus (23 page)

BOOK: Septimus
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— ¡Ya lo tienes! —Le indicó Marcia—. Está en tu manga. Rápido, al frasco.

Sin atreverse a mirar, Nicko sacudió frenéticamente la manga sobre el jarro y lo cerró de un golpe. El amuleto resbaló por la mesa, cayó al suelo y desapareció.

—Qué fastidio —dijo Marcia—, son un poco inestables.

Sacó otro amuleto y rápidamente lo echó en el tarro, olvidándose grabarle la impronta.

—Corre, hazlo —le instó Marcia con irritación—, la conserva se echa a perder rápido. Vamos.

Extendió la mano y hábilmente sacudió el milpiés de la manga de Nicko, directamente en el frasco. El Muchacho 412 lo cubrió rápidamente con la pegajosa conserva verde. Jenna lo tapó fuerte, dejó el frasco en la mesa con una fioritura y todo el mundo observó transformarse el último tarro de conserva.

El milpiés estaba dentro del tarro de conserva en estado de choque Estaba durmiendo bajo su piedra favorita cuando algo enorme con un sombrero rojo había levantado la piedra y lo había alzado. Lo peor estaba por llegar: el milpiés, que era una criatura solitaria, había sido arrojado a una montaña de insectos ruidosos, sucios y directamente groseros, que chocaban, empujaban e incluso intentaban morderle las patas. Al milpiés no le gustaba nada que le fastidiasen las patas; tenía un montón de patas y cada una debía mantenerse en perfecto funcionamiento, o de otro modo tendría problemas. Una pata mal y se acabó: te pasabas la vida corriendo en círculos. Así que el milpiés se había dirigido hacia el fondo de la montaña de insectos de dudosa reputación y se había enfurruñado. Hasta que de repente se dio cuenta de que todos los insectos se habían ido y no quedaba ningún lugar donde esconderse. Todo milpiés sabe que ningún lugar donde esconderse significaba el fin del mundo, y ahora el milpiés sabía que realmente era cierto, porque casi seguro que allí estaba, flotando en una espesa papilla verde, y algo terrible le estaba ocurriendo: una a una estaba perdiendo sus patas.

Y no solo eso, sino que ahora su largo y delgado cuerpo se hacía más corto y gordo, y el milpiés tenía ahora forma de un triángulo retacón con una cabecita apuntada. En su espalda tenía un robusto par de coriáceas alas verdes y por delante estaba cubierto de poderosas escamas verdes. Y por si eso fuera poco, el milpiés tenía ahora solo cuatro patas. Cuatro gruesas patas verdes, «Si a eso se le puede llamar patas», pensó el milpiés; ciertamente no eran lo que él llamaría patas. Tenía dos delante y dos detrás. Las patas de delante eran más cortas y acababan en cinco terminaciones afiladas que el milpiés podía mover, y una de las patas delanteras sostenía un palito metálico y afilado. Las dos patas de atrás tenían grandes cosas verdes y planas en el extremo y cada una de estas tenía cinco cositas más, verdes y puntiagudas. Era un completo desastre. ¿Cómo se podía vivir solo con cuatro patas planas que acababan en extremos picudos? ¿Qué clase de criatura era esa?

Esa clase de criatura, aunque el milpiés no lo supiera, era un insecto escudo.

El antiguo milpiés, ahora un insecto escudo de pies a cabeza, yacía suspendido en la espesa conserva verde. El insecto se movía despacio, como si estuviera probando su nueva forma. Con una expresión de sorpresa contemplaba el mundo a través de su neblina verde, esperando el momento de ser liberado.

—El perfecto insecto escudo —reconoció Marcia con orgullo, levantando el frasco de mermelada hacia la luz y admirando al antiguo milpiés. Este es el mejor que he hecho en mi vida. Bueno, buen trabajo a todos.

Pronto, los cincuenta y siete frascos de mermelada estaban alineados en los alféizares, guardando la casa. Constituían una misteriosa visión: sus ocupantes de color verde intenso flotaban de manera irreal en la papilla verde, durmiendo todo el tiempo hasta que alguien abriera la tapa de su frasco y los liberase. Jenna preguntó a Marcia qué ocurriría cuando destapara el tarro, y Marcia le dijo que el insecto escudo saltaría y la defendería hasta su último aliento, o hasta que consiguiera cazarlo y volver a meterlo en el tarro, lo cual no solía suceder. Un insecto escudo liberado no tenía intención de regresar a ningún frasco nunca más.

Mientras tía Zelda y Marcia limpiaban las ollas y sartenes de la cocina, Jenna se sentó junto a la puerta, escuchando el murmullo procedente de la cocina. Al caer la noche, observó los cincuenta y siete charquitos de luz verde reflejados en el pálido suelo de piedra, y vio en cada uno una pequeña sombra que se movía lentamente, aguardando a que llegara su momento de libertad.

25. LA BRUJA DE WENDRON.

Medianoche… todo el mundo en la casa estaba durmiendo, salvo Marcia.

El viento del este volvía a soplar, esta vez trayendo consigo la nieve. A lo largo de los alféizares los tarros de conserva tintineaban lastimeramente, mientras las criaturas se movían en su interior, inquietas por la tormenta de nieve que soplaba fuera.

Marcia estaba sentada en el escritorio de tía Zelda con una pequeña vela parpadeante para no despertar a los que dormían junto al fuego. Estaba enfrascada en su libro
La eliminación de la Oscuridad.

Fuera, flotando justo por debajo de la superficie del Mott para guarecerse de la nieve, el Boggart hacía una solitaria guardia de medianoche.

Lejos, en el Bosque, Silas también pasaba una solitaria vigilia de medianoche en medio de la tormenta de nieve, que era lo bastante pesada como para abrirse camino a través de las ramas desnudas y enmarañadas de los árboles. Estaba de pie, tiritando, bajo un olmo alto y robusto, aguardando la llegada de Morwenna Mould.

Morwenna Mould y Silas se conocían desde hacía mucho tiempo. Silas era solo un joven aprendiz que una noche hacía un recado para Alther en el Bosque, cuando oyó los escalofriantes sonidos de una manada de zorros aulladores. Sabía lo que significaba: habían encontrado una presa nocturna y se acercaban para matarla. Silas se compadeció del pobre animal, él sabía muy bien lo terrorífico que era estar rodeado por un círculo de centelleantes ojos amarillos de zorro. Le había ocurrido una vez y nunca lo había olvidado, pero, al ser un mago, había tenido suerte: le había bastado con formular un rápido congelar y se había escapado corriendo.

Sin embargo, la noche de su recado, Silas oyó una débil voz en su cabeza: « ¡Socorro...!».

Alther le había enseñado a prestar atención a estas cosas, así que Silas fue a donde la voz le llevaba y se encontró en el exterior de un círculo de zorros. En el interior había una joven bruja. Congelada.

Al principio Silas había creído que la joven bruja estaba simplemente helada de miedo. Estaba plantada en mitad del círculo, con los ojos muy abiertos de terror, el pelo enredado de correr a través del Bosque para escapar de la manada de zorros y su pesada capa negra muy pegada a ella.

Silas tardó unos instantes en darse cuenta de que, en un momento de pánico, la joven bruja se había congelado a sí misma en lugar de congelar a los zorros, dejándoles la cena más fácil que la manada había tenido desde el último ejercicio nocturno a vida o muerte del ejército joven. Mientras Silas estaba allí mirando, los zorros empezaron a acechar para matar a su presa. Lenta y deliberadamente, disfrutando de la perspectiva de una buena comida, rodeaban a la joven bruja, estrechando cada vez más el cerco. Silas aguardó hasta tener a los zorros a la vista, y luego congeló a toda la manada. Sin saber cómo se deshacía un hechizo de bruja, Silas aupó a la bruja, que por suerte era una de las más pequeñas y ligeras de Wendron, y la llevó a lugar seguro. Luego esperó toda la noche a que se descongelara.

Morwenna Mould nunca había olvidado lo que Silas había hecho por ella. A partir de entonces, siempre que se aventuraba en el Bosque, Silas sabía que tenía a las brujas Wendron de su lado. Y también sabía que Morwenna Mould estaría allí para ayudarle si la necesitaba. Lo único que tenía que hacer era aguardar junto a su árbol a medianoche. Que era lo que, después de todos aquellos años, estaba haciendo.

—Bueno, creo que es mi querido y valiente mago. Silas Heap, ¿qué te trae por aquí esta noche entre todas las noches, la víspera de nuestra fiesta del invierno? —Una voz bajita con un leve acento del Bosque, que era como el rumor de las hojas de los árboles, habló desde la oscuridad.

—Morwenna, ¿eres tú? —preguntó Silas un poco nervioso, poniéndose en pie y mirando a su alrededor.

—Claro que sí —confirmó Morwenna, surgiendo de la noche rodeada de una ráfaga de copos de nieve.

Su manto negro de piel estaba cubierto de nieve, como también su largo cabello negro, que sujetaba la tradicional cinta de piel verde de las brujas de Wendron. Sus brillantes ojos azules resplandecían en la oscuridad, como hacen los ojos de todas las brujas; habían estado observando a Silas apostado bajo el olmo durante algún tiempo, antes de que Morwenna decidiera que era seguro aparecer.

—Hola, Morwenna —saludó Silas con una repentina timidez—. No has cambiado nada.

En realidad Morwenna había cambiado mucho. Había mucho más de ella desde la última vez que Silas la había visto. Ciertamente ya no podría auparla y sacarla de un babeante círculo de zorros.

—Tú tampoco, Silas Heap. Veo que aún tienes tu alocado pelo trigueño y esos adorables y profundos ojos verdes. ¿Qué puedo hacer por ti? He esperado mucho tiempo para devolverte el favor. Una bruja de Wendron nunca olvida.

Silas estaba muy nervioso. No estaba seguro de por qué, pero tenía que ver con el hecho de que Morwenna se acercara a él. Esperaba haber hecho lo correcto reuniéndose con ella.

—Esto... ejem... ¿Recuerdas a mi hijo mayor, Simón?

—Bueno, Silas, recuerdo que tuviste un bebé llamado Simón. Me lo contaste todo mientras yo me descongelaba. Recuerdo que tenía problemas con los dientes. Y que tú no podías dormir. ¿Cómo están sus dientes ahora?

—¿Los dientes? ¡Oh, bien!, por lo que yo sé. Ahora tiene dieciocho años, Morwenna. Y hace dos noches desapareció en el Bosque.

—¡Ah! Eso no es bueno. Ahora andan cosas foráneas por el Bosque. Cosas que vienen del Castillo. Cosas que no habíamos visto antes. No es bueno para un chico andar por ahí fuera entre ellas, ni para un mago, Silas Heap. —Morwenna posó la mano en el brazo de Silas y este dio un salto.

Morwenna bajó la voz hasta que no fue más que un hondo suspiro.

—Nosotras, las brujas, somos sensibles, Silas. Silas no consiguió hacer más que un leve ruidito como respuesta. Morwenna era realmente embriagadora. Había olvidado lo poderosa que puede ser una verdadera bruja de Wendron adulta.

—Sabemos que una terrible Oscuridad ha entrado en el centro del Castillo. Nada menos que en la Torre del Mago. Puede haber capturado a tu hijo.

—Tenía la esperanza de que lo hubieras visto —le explicó Silas abatido.

—No —se lamentó Morwenna—, pero lo buscaré. Si lo encuentro te lo devolveré sano y salvo, no temas. —Gracias, Morwenna —le dijo Silas agradecido. —No es nada, Silas, comparado con lo que tú hiciste por mí. Estoy muy contenta de estar aquí para ayudarte, si puedo. —Si... si tienes alguna noticia, puedes encontrarnos en la casa del árbol de Galen. Me estoy alojando allí con Sarah y los niños.

—¿Tienes más niños?

—Esto... sí. Cinco más. En total tenemos siete, pero...

—Siete. Un regalo. El séptimo hijo del séptimo hijo. Realmente mágico.

—Murió.

—¡Oh! Lo siento, Silas. Una gran pérdida. Para todos nosotros. Nos haría falta ahora.

—Sí.

—Ahora me voy, Silas. Tomaré la casa del árbol, y a todos los que están dentro, bajo nuestra protección. Vale la pena hacerlo, con toda la Oscuridad que nos rodea. Y mañana, todos los de la casa del árbol estáis invitados a nuestra fiesta del invierno.

Silas estaba conmovido.

—Gracias, Morwenna. Eres muy amable.

—Hasta la próxima vez, Silas. Te deseo una buena marcha y un alegre día de fiesta mañana. —Y diciendo esto, la bruja de Wendron desapareció de nuevo en el Bosque, dejando a Silas solo y plantado bajo el alto olmo.

—Adiós, Morwenna —susurró en la oscuridad, y corrió a través de la nieve, de regreso a la casa del árbol, donde Sarah y Galen esperaban oír lo que había ocurrido.

A la mañana siguiente Silas había decidido que Morwenna tenía razón. Simón debía de haber sido capturado y llevado al Castillo. Algo le decía que Simón estaba allí.

Sarah no estaba convencida.

—No veo por qué vas a hacerle tanto caso a esa bruja, Silas. No lo sabe todo a ciencia cierta. Suponiendo que Simón esté en el Bosque y tú acabaras capturado, entonces, ¿qué?

Pero Silas no se dejó convencer. Cambió sus ropas por la túnica corta y gris con capucha de obrero, se despidió de Sarah y de los chicos y bajó de la casa del árbol. El olor a comida de la fiesta del invierno de las brujas de Wendron casi persuadió a Silas de quedarse, pero partió resueltamente en busca de Simón.

—¡Silas! —le llamó Sally cuando llegaba al suelo del Bosque—, ¡cógelo!

Sally le lanzó el mantente a salvo que Marcia le había dado.

Silas lo cogió.

—Gracias, Sally —gritó.

Sarah miró cómo Silas se calaba la capucha hasta los ojos y partía a través del Bosque hacia el Castillo, pronunciando las palabras de despedida por encima del hombro:

—No te preocupes, volveré pronto. Con Simón.

Pero Sarah se preocupó.

Y él ya no estaba.

26. El DÍA DE LA FIESTA DEL INVIERNO.

—No gracias, Galen, no voy a ir a la fiesta del invierno de esas brujas. Los magos no la celebramos —le dijo Sarah a Galen después de que Silas se marchara aquella mañana.

—Bueno, yo debería ir —respondió Galen—, y creo que todos deberíamos ir. No se
rechaza
la invitación de una bruja de Wendron a la ligera, Sarah. Es un honor que te inviten. En realidad no consigo imaginar cómo se las ha arreglado Silas para que nos invitaran a todos.

Sarah profirió una exclamación de desdén por respuesta.

Pero a medida que la tarde traía el delicioso aroma de zorro asado a través del Bosque hasta la casa del árbol, los niños se iban poniendo cada vez más nerviosos. Galen solo comía verduras, raíces y nueces, lo cual era, como Erik había comentado en voz alta después de su primera comida con Galen, exactamente lo mismo con que alimentaban a los conejos en casa.

La nieve caía pesadamente a través de los árboles cuando Galen abrió la trampilla de la casa del árbol y, mediante un inteligente sistema de poleas que ella misma había diseñado, la larga escalera de madera bajó hasta descansar sobre el manto de nieve que ahora cubría el suelo. La propia casa del árbol estaba construida sobre una serie de plataformas que atravesaban tres antiguos robles y habían formado parte de ellos desde que estos crecieron en todo su esplendor, hacía cientos de años. Con el transcurso de los años, sobre la plataforma se había ido edificando una desordenada colección de cabañas. Estaban cubiertas de hiedra y se mimetizaban tan bien con los árboles que resultaban invisibles desde el suelo del Bosque.

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