Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (7 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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La señora Dashwood le dio las gracias reiteradamente, y, con la dulzura que la caracterizaba, le invitó a sentarse. Pero el caballero declinó la invitación, pues estaba cubierto de lodo y de los efluvios del pulpo gigante. La señora Dashwood le rogó entonces que le dijera su nombre. El respondió que se llamaba Willoughby, y que actualmente residía en la isla Allenham. Añadió que confiaba que la señora Dashwood le concediera el honor de venir al día siguiente a Barton Cottage para interesarse por el estado de su hija. La mujer no vaciló en concederle tal honor, tras lo cual el caballero se fue. Las damas observaron desde la ventana del salón mientras Willoughby se zambullía de nuevo en el arroyo como un delfín y nadaba aguas arriba.

La varonil apostura del caballero, así como su destreza natatoria y habilidad a la hora de liquidar al monstruo, se convirtieron de inmediato en motivo de admiración general, y su atractivo físico no hizo sino prestar mayor animación a las risas que su galantería suscitó a expensas de Marianne. Esta se había fijado menos en su persona que las demás, pues la confusión que había teñido sus mejillas de rubor, al tomarla Willoughby en brazos, le había impedido observarlo después de que entraran en la casa. Pero había visto lo suficiente para compartir la admiración de su madre y sus hermanas, sin contar con la vehemencia que adornaba siempre sus elogios. La rapidez con que el caballero había clavado el arpón en el gigantesco pulpo y la había transportado a la casa demostraba una admirable agilidad mental. Cada circunstancia referente a su persona era interesante. Tenía un nombre espléndido, residía en una isla vecina y Marianne no tardó en percatarse de que, de todos los atuendos masculinos, una escafandra y unas aletas resultaban de lo más atractivo. Su imaginación se desbordó, y sus pensamientos eran tan gratos que casi no sintió dolor cuando la señora Dash-wood le arrancó el tentáculo del gigantesco pulpo que seguía diabólicamente adherido a su cuello, quemándolo con el atizador candente que tomó de la chimenea.

Entretanto, Margaret permanecía sentada en una esquina de la habitación, ignorada por las demás; su extraña historia había sido tachada como la disparatada fantasía de una niña.

—Marianne fue atacada por un malévolo cefalópodo —dijo Elinor—. No por unos gnomos infrahumanos que anduvieran mascullando cánticos y merodeando por el bosque.

De modo que la más joven de las Dashwood se limitó a mirar por la ventana posterior, repitiéndose una y otra vez esas extrañas palabras, suponiendo que fueran palabras: «K'yaloh D'argesh F'ah. K'yaloh D'argesh F'ah. K'yaloh D'argesh F'ah».

Sir John fue a visitarlas a la mañana siguiente, en cuanto se produjo una mejoría en el tiempo que le permitió salir de casa, y después de relatarle el episodio, durante el cual Marianne había estado a punto de morir ahogada y atacada por el monstruo, se apresuraron a preguntar al anciano si conocía a un caballero llamado Wüloughby que vivía en la isla Allenham.

—¡Willoughby! —exclamó sir John—. Pero ¿está aquí? ¡Qué magnífica noticia! Mañana iré a verlo para pedirle que venga a cenar el jueves a Viento Contrario.

—¿De modo que lo conoce? —preguntó la señora Dash-wood.

—¿Que si lo conozco? Por supuesto. Viene aquí todos los años.

—¿Qué clase de persona es ese Willoughby?

—El joven más amable que cabe imaginar, se lo aseguro. Un cazador de tesoros de profesión; un excelente tirador con arpón, y no existe un nadador más veloz en Inglaterra, en agua dulce o salada.

—¿Eso es todo cuanto puede decirnos de él? —protestó Marianne indignada—. Pero ¿cómo es en un sentido más íntimo y personal? ¿Qué cosas le interesan, qué inclinaciones y habilidades tiene?

Sir John la miró un tanto desconcertado.

—Confieso que no sé mucho sobre él en ese aspecto. Pero es un joven agradable, alegre, y en su casa tiene una magnífica colección de mapas de naufragios, espléndidos perros cazadores de tesoros y, como diversión, un acuario lleno de peces tropicales que devoran a seres humanos, cuya voracidad sacia con pequeños roedores.

—Pero ¿quién es? —inquirió Elinor—. ¿De dónde proviene? ¿Tiene casa en la isla Allenham?

A ese respecto sir John pudo darles más detalles. Les contó que el señor Willoughby no poseía ninguna propiedad en la isla; que su mansión se hallaba en Combe Magna, en Somersetshire; que residía en el archipiélago sólo cuando venía a visitar a la señora Smith, una anciana que vivía en una imponente mansión junto a la playa en la isla Allenham, con la que Willoughby estaba emparentado, y cuyas posesiones heredaría algún día y añadió:

—Sí, es un excelente partido, señorita Dashwood. Posee una hermosa propiedad en Somerset, y un esquife de diez metros de eslora provisto de cañones para disparar contra serpientes depredadoras. Si yo estuviera en su lugar, no se lo cedería a mi hermana menor, por más que ésta haya caído en una guarida de pulpos gigantes. La señorita Marianne no puede pretender acaparar las atenciones de todos los hombres. Brandon se sentirá celoso, y sus celos pueden hacer que los espíritus malignos que habitan en sus conductos biliares afloren, con temibles consecuencias —agregó sir John estremeciéndose.

—No creo —dijo la señora Dashwood sonriendo afablemente— que el señor Willoughby se sienta incomodado por los intentos de ninguna de mis hijas en lo que usted llama atraparlo. Le aseguro que no han sido educadas para tal fin, aparte de que ya tienen suficientes cosas en qué ocuparse. Los hombres están muy seguros con nosotras, por ricos que sean. No obstante, celebro conocer a un joven respetable, cuya amistad no desdeñaremos.

—Es el joven más amable que cabe imaginar —repitió sir John—. Recuerdo que las navidades pasadas, durante un pequeño baile que celebramos en la isla Viento Contrario, bailó desde las ocho hasta las cuatro sin sentarse ni una sola vez.

—¿De veras? —preguntó Marianne con ojos chispeantes—. ¿Y lo hizo con elegancia, con energía?

—Sí, y a las ocho de la mañana se levantó para ir en busca de almejas en la costa meridional.

—Eso me complace, opino que así es como debe ser un joven —suspiró Marianne—. Sean cuales sean sus aficiones, el entusiasmo que pone en ellas no debe conocer moderación, ni producirle sensación de cansancio. Porque cuando uno está cansado es cuando los monstruos atacan. —Todas las Dashwood asintieron en señal de aprobación ante ese comentario.

—Oh, oh. Ya sé lo que ocurrirá —dijo sir John—. Está clarísimo. Usted se propondrá conquistarlo y no volverá a acordarse del pobre y deforme Brandon.

—Esa expresión, sir John —replicó Marianne con vehemencia—, me disgusta profundamente.

—¿«Deforme»?

—No, «se propondrá conquistarlo». Detesto todos los tópicos que se emplean en tono de chanza a ese respecto, y las frases «se propondrá conquistarlo» o «tratará de cazarlo» son las más odiosas. Son vulgares y mezquinas, y si alguna vez fueron consideradas ingeniosas, el tiempo se ha encargado de eliminar toda la gracia que pudieran tener.

Sir John rió de buena gana, se alisó su poblada barba blanca con sus enormes manazas y respondió:

—Sí, estoy seguro de que hará usted numerosas conquistas. ¡Pobre Brandon! Bebe los vientos por usted. Debería verlo cuando alguien menciona su nombre, la forma en que se pone a balbucear, a gimotear y a manosear sus tentáculos. Le aseguro que merece que cualquier señorita se proponga conquistarlo, al margen de esos encontronazos con pulpos gigantes.

10

Willoughby se presentó en la casita a la mañana siguiente temprano para interesarse personalmente por Marianne. Fue recibido por la señora Dashwood con una amabilidad inducida por la descripción que sir John había hecho de él y la profunda gratitud que ella sentía, y todo cuanto aconteció durante la visita indujo a Willoughby a percatarse de la sensatez, la elegancia, el mutuo afecto y la serenidad doméstica de la familia con que había trabado relación debido al episodio ocurrido el día anterior con el pulpo. No necesitó una segunda entrevista para convencerse de los encantos de esa familia.

Elinor tenía un cutis delicado, rasgos armoniosos y una figura muy bonita. Marianne era aún más guapa. Tenía un rostro tan hermoso que, en su caso, la socorrida expresión de «bella joven», hacía justicia a la verdad. Tenía una tez extraordinariamente luminosa y unas facciones perfectas. A los admirados ojos de Willoughby, parecía poseer unos pulmones dotados de una capacidad fuera de lo común; su sonrisa era dulce y atractiva, y sus ojos, que eran muy oscuros, denotaban un entusiasmo ante el cual era imposible permanecer indiferente. Al principio la joven trató de reprimir esa expresión al mirar a Willoughby, debido al bochorno y la persistente turbación que le producía el recuerdo del encontronazo con el monstruo. Pero una vez superada su timidez, Marianne comprobó que a los exquisitos modales del caballero se unían la franqueza y la vivacidad. Lucía su traje de buceo, aunque no se proponía bucear, pero en lugar de las aletas y el casco hoy llevaba unas botas de cuero hasta medio muslo y un sombrero de lustrosa piel de nutria. Por lo demás, iba acompanado por una mascota, un orangután llamado Monsieur Fierre, que permanecía agachado dócilmente junto a su amo y ponía unas caras muy divertidas. Cuando Marianne oyó declarar a Willoughby que le entusiasmaba cantar canciones típicas de los marineros y bailar una giga, ella le miró con una expresión de aprobación que hizo que el joven le dedicara buena parte de su atención durante todo el rato que permaneció en casa de las Dashwood.

Bastaba con que mencionara cualquiera de sus entretenimientos favoritos para que Marianne rompiera a hablar. La joven no podía permanecer callada cuando Willoughby abordaba esos temas, y durante sus charlas no mostró timidez ni reserva. Ambos descubrieron enseguida que su pasión por el baile y la música era mutua, y compartían un criterio semejante en todos los aspectos relacionados con esas aficiones. Marianne le interrogó sobre el tema de los libros. La joven adoraba los relatos de corsarios y piratería, pero sus favoritos eran los diarios recuperados de marineros que habían naufragado, de los que habló con tal entusiasmo que cualquier joven de veinticinco años habría demostrado una profunda falta de sensibilidad al no percibir de inmediato la excelencia de esas obras. Ambos tenían gustos muy parecidos. Les gustaban los mismos libros y admiraban los mismos pasajes, especialmente la parte de El auténtico relato del naufragio del buque de guerra Inoportuno, por el marinero Merriwe-ther Chalmers, su único superviviente, en que el contramaestre se encarama desesperado a un árbol para atrapar a una paloma bravia, y al comprobar que se trata de un puñado de hojas, se come su cinturón.

Mucho antes de que la visita concluyera, Marianne y Willoughby conversaban con la familiaridad de quienes comparten una larga amistad.

—Te felicito, Marianne —dijo Elinor disponiendo una pila de langostinos de forma que encajaran ordenadamente mientras preparaban el fuego para asarlos—, has tenido una mañana muy provechosa. Has logrado averiguar la opinión del señor Willoughby sobre todas las cuestiones importantes. Pero ¿cómo piensas fomentar esa relación? Pronto habrás agotado todos tus temas favoritos. Otro encuentro bastará para que el señor Willoughby te exponga su parecer sobre la belleza del paisaje, los segundos matrimonios y las ventajas de nadar a la braza en lugar del crol australiano, y ya no tendrás más preguntas que hacerle.

—¡Elinor! —protestó Marianne arrojando en broma a la cara de su hermana un poco de jugo de los langostinos crudos con los dedos—. ¿Te parece justo? ¿Acaso crees que ando tan escasa de ideas? Pero comprendo a qué te refieres. Me he mostrado demasiado distendida, demasiado alegre, demasiado franca. He vulnerado toda noción de decoro; he sido demasiado abierta y sincera cuando debí mostrarme reservada, callada, aburrida e hipócrita. Debí abordar temas tan aburridos como la hidrología y la ciencia de las mareas, y haber hablado tan sólo durante diez minutos.

—Cariño —dijo la señora Dashwood a Marianne mientras limpiaba el jugo de los langostinos de las mejillas de Elinor con una esponja—, no te enfades con tu hermana, lo ha dicho en broma. Yo misma la regañaría si pretendiera reprimir tu entusiasmo.

Marianne se calmó durante unos momentos, y al cabo de un rato todas se afanaron en ensartar los langostinos en unos espetones mientras escuchaban alegremente cómo chisporroteaban sobre el fuego.

Por su parte, Willoughby dio amplias muestras del gozo que le proporcionaba la amistad de las Dashwood. Iba a visitarlas todos los días. Marianne permaneció unos días confinada en casa, recobrándose del ataque del pulpo, mientras sir John vigilaba la herida y le aplicaba una extraña colección de tinturas y extractos, pues según él ese tipo de herida, una vez infectada, podía hacer que la persona que la había recibido se transformara en un pulpo, pero a Marianne la irritaba tener que permanecer encerrada. Willoughby era un joven con numerosas y admirables cualidades, una imaginación viva, un encantador simio como mascota y un carácter afectuoso. En suma, era el hombre ideal para ella, y su compañía se convirtió en lo más preciado para la joven. Leían juntos, conversaban, cantaban y se sentaban en el asiento de la ventana salediza, tratando de descifrar unos dibujos en la espesa y persistente niebla: aquí veían un gato formado por la bruma, allí un velero, más allá una rana... El talento de Willoughby a la hora de interpretar y componer canciones de marineros era notable, y leía en voz alta los diarios de naufragios que Marianne atesoraba con toda la sensibilidad de la que Edward lamentablemente carecía.

En opinión de la señora Dashwood, y de Marianne, el joven no tenía tacha. Elinor no veía en él nada digno de reproche, salvo cierta tendencia a manifestar siempre con excesiva franqueza lo que pensaba, una tendencia subrayada por la risa inusitadamente humanoide de Monsieur Pierre, que la procacidad del joven suscitaba invariablemente. Al formarse y precipitarse en manifestar su opinión sobre otras personas, una costumbre que compartía con Marianne y que deleitaba a ésta, Willoughby demostraba una falta de cautela que Elinor censuraba.

Marianne empezó a comprender que la desesperación que la había acometido a los dieciséis años y medio, su ansia de conocer a un hombre capaz de satisfacer sus nociones de perfección, había sido prematura e infundada. Willoughby era todo cuanto su fantasía había esbozado en esos tristes momentos, y en épocas más alegres. Era el sol que brilla sobre cantos rodados; el cielo azul y despejado al concluir la estación monzónica; el ideal masculino embutido en un traje de inmersión.

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