Authors: Antonio Muñoz Molina
La mujer miraba, pero no se atrevía a acercarse. Le hice ver que me retiraba. Vine aquí y cerré la puerta, me envolví en mis mantas y doblé el capote para usarlo de almohada. Ya iba a dormirme, apenas cerraba los ojos me aplastaba el sueño atrasado de tantos días. Entonces la mujer llamó a la puerta con golpes muy suaves, Podía ver su figura grande tras las tablas mal unidas. Le dije que pasara y me puse en pie. Entró diciéndome algo atropelladamente en ruso y haciendo gestos raros como de santiguarse. Tenía grasa roja alrededor de la boca. Antes de que pudiera darme cuenta se había arrodillado delante de mí y me llenaba las manos de besos, de lágrimas, de saliva y de pringue de chorizo.
Ahora vuelvo a escuchar su voz, y aunque habla tan bajo que casi no distingo nada más que un rumor, tiene el mismo tono de monotonía y de súplica que cuando me hablaba a mí esta tarde. Niet, dice, Niet. La linterna se enciende y se apaga y es el cuerpo grande de la mujer el que ha bloqueado la luz. Si logro que se me desentumezcan las manos y acierto a coger la pistola y a amartillarla antes de que irrumpan los que van a matarme, podré acabar al menos con uno o dos de ellos. Empujarán la puerta y yo permaneceré inmóvil, sosteniendo la pistola debajo de las mantas, y cuando dirijan la linterna a mí, yo levantaré mi mano y les dispararé a bocajarro, y en la confusión tal vez logre salvarme. Pero ese simple acto es tan imposible como si me lo propusiera en un sueño. No hago nada, sigo rígido, aplastado sobre el suelo, medio incorporado contra la pared, escuchando esas voces murmuradas, contando los segundos que me faltan para morir en esta región nórdica y desolada del mundo, a menos de un kilómetro de Leningrado, la ciudad que siempre estábamos a punto de conquistar y a la que nunca llegamos, a la que yo ya no llegaré, aunque en los días claros vemos sus cúpulas doradas brillando a lo lejos, en el filo de la llanura.
Pero no encuentro miedo en mí, ni siquiera ahora, tan sólo una especie de alivio. Que entren pronto, que no dure demasiado el suplicio. La linterna se apaga, vuelve a encenderse y a mí me da un vuelco el corazón de pensar que ahora si que van a empujar la puerta. Niet, ha dicho la mujer, y tras un rumor oscuro de voz masculina he escuchado algo semejante al maullido de un gato, y era un llanto, el del niño.
Las voces cesan. Van a entrar y yo no puedo mover la mano paralítica y buscar mi pistola. Se abre una puerta, pero no es la que hay delante de mí, sino la otra, de madera más recia, la puerta de la isba, y al abrirse entra un golpe de viento que llega hasta mí. Percibo la vibración de los pasos de las botas. Escucho ese ruido mínimo del fusil, la anilla de la correa chocando contra la culata. Ahora la puerta se ha cerrado, todo es de nuevo oscuridad y silencio.
Con gratitud, aunque también con lejanía, con un desapego que ha ido creciendo en él según avanza la guerra, comprende de golpe que la mujer le ha salvado la vida. Ha convencido a los guerrilleros para que no lo maten, diciéndoles que no es un alemán ni actúa como ellos, aunque vista su uniforme con las insignias de teniente. Quizás les ha enseñado el paquete de comida, o lo que quedara de él, quizás les ha dado algo que les alivie el hambre.
Un teniente alemán ocupa su lugar en la choza unos días más tarde, cuando él entra de servicio en primera línea. El alemán se retira a dormir la primera noche mientras la madre y el niño se acuestan en el suelo de la cuadra y la mañana siguiente aparece estrangulado con un alambre y colgado del poste de telégrafos que hay cerca de la choza. Encierran en ella a la madre y el hijo y le prenden fuego, y cuando ha ardido del todo allanan el terreno con un tractor oruga y clavan en el barro un cartel en alemán y en ruso recordando el castigo que se reserva a quienes colaboren con los guerrilleros.
Un momento
. Se estremece con un escalofrío, encogido en la oscuridad, palpando sábanas, una almohada, debajo de la cual no está su pistola.
Estas cosas no han pasado aún. No puedo acordarme de algo que no ha ocurrido todavía. En abril o mayo de 1936 mi profesor de literatura no podía saber que al final de ese verano estaría tirado y muerto en una cuneta
.
De nuevo aturdido, le parece que vuelve a despertarse, y otra vez, durante unos segundos, no sabe dónde está, ni quién es. Dónde estoy sino en una choza rusa, muy cerca del frente de Leningrado, en el otoño de 1942. No llevo un uniforme alemán de invierno, sino un pijama liviano, no toco la tela áspera de una manta militar, no huelo a estiércol ni a la paja podrida de un jergón sobre el que caí muerto de fatiga hace unas horas, del que me acabo de despertar porque he escuchado los ruidos sigilosos de los guerrilleros que han venido a matarme.
Ahora sí, siente pánico, no a que lo maten, sino a encontrase extraviado en la memoria insegura y en el desorden del tiempo, pánico y sobre todo vértigo, porque en un solo instante su conciencia salta a una distancia de más de medio siglo, de un continente entero. Tiene la tentación de alargar la mano hacia la mesa de noche y encender la lámpara, pero prefiere quedarse inmóvil, encogido, como esa noche de hace cincuenta y siete años, toda la vida pasada en un relámpago, en ese minuto en el que uno se adormila, y se despierta de golpe en cuanto se le cae la cabeza. Presta atención a los sonidos que irá dilatando el insomnio, al mecanismo del despertador, al ruido no muy lejano del motor del frigorífico, del tráfico nocturno y apaciguado de Madrid. Ve a quien fue como si viese a otro, a varios otros sucesivos. Se ve desde fuera, con curiosidad y cierta ternura, aunque también con una secreta satisfacción de haber descubierto que no era un cobarde, con el asombro de haber sobrevivido donde tantos perecieron. Pero también sabe que su falta de miedo, como la falta de envidia, no es del todo un mérito, sino más bien un rasgo de carácter. Ve al muchacho que se apasionaba por la filosofía y la literatura y la lengua alemana en un instituto popular de Madrid, al hombre joven que no llegó a tiempo de luchar en la guerra española y se alistó para ir a Rusia en un arrebato temerario y tóxico de romanticismo. Se ve saltando sobre una trinchera, a la cabeza de un pelotón, disparando una pistola y gritando órdenes mientras se sien te invulnerable. Ve venir hacia él, surgiendo de la niebla, un pelotón de jinetes rusos con los sables levantados.
Pero de todas esas identidades sucesivas la más rara, la más irreal de todas es la que ha encontrado ahora, esta noche, recién despertado de un recuerdo tan vivo como un sueño. Quién es el hombre de ochenta años que se remueve con torpeza en la cama, que sabe que va a seguir despierto hasta que llegue el día, viendo caras de muertos y lugares que no existen, la mujer rusa y el niño encanijado que se esconde en los pliegues de su falda de harapos, las llamas de la hoguera que él no vio resplandeciendo en la llanura arrasada por el barro, la cara sin gafas del profesor fusilado. Sólo desea adormilarse y que durante unos minutos o segundos ahora se convierta de nuevo en entonces.
Al salir de la última curva de la carretera verás de golpe todas las cosas que ella no volvió a ver, las últimas que tal vez recordó y añoró mientras agonizaba en su cama del hospital, apresada entre aparatos y tubos, en una habitación donde quemaba el aire con el calor de julio y la tela fina de su bata de enferma se le adhería a la espalda sudorosa. Tenía siempre sed y murmuraba cosas moviendo los labios agrietados, que tú le humedecías con un pañuelo empapado en agua, y se imaginaba o soñaba a sí misma sentada en la orilla del río, a la sombra de los grandes árboles estremecidos por una brisa tan fresca como la corriente, el agua limpia y rápida en la que ella hundía los pies desnudos, en alguna mañana de verano de su primera juventud. Acequias caudalosas discurriendo sinuosamente bajo las umbrías, el agua resonando escondida tras espesuras de zarzamoras y mimbreras, brillando al sol con escamas doradas, y los guijarros limpios en el fondo, reluciendo como piedras valiosas, y en los remansos las ovas de consistencia tenue de esponja, que rozaban los pies con la misma delicadeza que el agua y el limo, y la protuberancia imperceptible para el ojo no adiestrado de las cabezas medio sumergidas de las ranas. Tragaba saliva y la garganta le escocía, y la boca se le quedaba seca de nuevo, la lengua áspera rozando la sequedad de los labios que tú no ibas a humedecer porque te habías quedado dormida, derrotada por el cansancio de tantas noches sin dormir, ahora en el hospital y antes en casa, cuando le dieron el alta después del primer ingreso y pareció que podría recobrarse, que habría para ella una vuelta a la normalidad, aunque fuese frágil y sobresaltada. Pero ya entonces, cuando volvió a casa, se le notó que pertenecía al hospital, que en unos pocos días se había vuelto extranjera al lugar y a las cosas que hasta un poco antes fueron el contorno de su vida. Se movía de una manera rara por la cocina o el salón, pálida y con su bata de enferma, como si no supiera encontrar su camino y se extraviara en el pasillo o delante de un armarlo abierto, buscando algo que ya no sabía dónde estaba, intentando sin éxito reanudar las costumbres domésticas de cuando aún estaba sana, las tareas más simples, preparar una merienda a media tarde o cambiar unas sábanas.
Volvió pronto al hospital y ya parecía al visitarla que ése era su sitio. Había empeorado, y su corazón estaba más débil que nunca, pero su cara, tan sin color contra el blanco sanitario de las almohadas, adquirió una expresión de serenidad o de claudicación, y ya dejó de preguntar cuándo le darían el alta. De noche deliraba de sed o de fiebre, o por el efecto insano de los tranquilizantes y de las inyecciones que le ponían para apaciguar su trastornado corazón, y se imaginaba o soñaba que estaba inclinada sobre el agua rápida y transparente del río, que hundía en ella las dos manos ahuecadas como para sostener una vasija y las levantaba luego chorreando de agua brillante en el trasluz de los árboles. Pero apenas el agua le rozaba los labios ya se le había escapado entre los dedos, y seguía muriéndose de sed, y una parte de ella no tragada por la inconsciencia comprendía con desolada lucidez y gradual aceptación que nunca más volvería a ver las casas escalonadas en la ladera y el valle de frutales y huertos donde se escuchaba siempre el agua en las acequias y la brisa en las copas de los árboles, entre las ramas flexibles de las mimbreras y de los sauces. Se agitaba en la cama, en las ligaduras de tubos y correas, gemía entre dormida y despierta y entonces tú te incorporabas con un sobresalto en tu sillón de piel sintética, con un acceso de angustia y de remordimiento por haberte quedado dormida, arriesgándote a que necesitara algo y tú no la escucharas pedírtelo o, peor aún, a que se muriera a tu lado, a que se fuera del todo sin que tú llegaras a saberlo.
Verás exactamente, en un punto preciso de la distancia, lo mismo que veías de niña, al llegar cada año para las vacaciones de verano, y lo que antes de que tú nacieras veía ella, cuando sus ojos empezaban a asomarse al mundo, ojos iguales a los tuyos, preservados en tu cara después de su muerte, como una parte de su código genético está preservada y cifrada en cada célula de tu cuerpo. Aunque la olvidaras esa parte de ella seguiría existiendo. Aunque lleva muerta veinte años sigue mirando a través de tus ojos lo que descubrirás con un golpe de felicidad y de dolor cuando el coche salga de la última curva y se despliegue ante ti el paisaje que fue un paraíso no sólo cuando lo habías perdido, sino en el tiempo presente en el que lo disfrutabas con una rara clarividencia infantil, sin pensar entonces que se repetían en ti las sensaciones de la niñez de tu madre, igual que se repetían en tu cara la forma y el color de sus ojos o la insinuación de dulzura y melancolía de su sonrisa. El valle verde y fértil del río, denso de huertas, de granados, de higueras, cruzado de senderos de tierra porosa bajo la umbría cóncava de los árboles, chopos, álamos, hayas, sauces, mimbreras, una vegetación ahíta de agua, nutrida por una tierra tan grávida de fertilidad que recibía con una delicadeza única la pisada de las plantas humanas, cediendo un poco bajo el peso del cuerpo, como recibiéndolo con una bienvenida tan hospitalaria como la de la brisa del río y el rumor del agua y de las hojas de los árboles.
Quiero que me entierren allí, no quiero quedarme sola cuando esté muerta, rodeada de desconocidos en un cementerio tan grande como una ciudad, recordarás que te decía. No me importa estar muerta, pero no quiero que me entierren aquí, donde voy a morirme y nadie me conoce, en un cementerio donde sólo habrá nombres de extraños, como si viviera otra vez en uno de esos bloques de pisos en los que he sido una forastera para todo el mundo como en cualquiera de los lugares donde he vivido y en los que también podía haberme muerto, una forastera, encerrada en mi casa, esperando a que vuelvan los hijos a lo largo de la tarde y a que vuelva el marido ya entrada la noche, reservado o charlatán, envaneciéndose de su trabajo o hablando mal de la gente de su oficina, superiores o subordinados, nombres que escucho y a los que me acostumbro y luego dejo de escuchar y olvido igual que me acostumbro a las ciudades nuevas donde nos lleva su trabajo y en las que nunca tengo tiempo de instalarme del todo, nunca tengo lo que más quisiera, cosas mías, muebles elegidos por mí, hábitos, es lo que más echo de menos, lo que más añoraba cuando aún no me sentía excluida del mundo de los vivos, acomodarme dulcemente en el paso del tiempo, habituarme a una casa y a una ciudad en las que yo sintiera que me encontraba asentada, ocupando un sitio seguro en el mundo, como cuando era niña o muchacha y vivía en el pueblo, y aunque siempre tuve la cabeza fantástica y me imaginaba viajes y aventuras, sin embargo disfrutaba la seguridad de mi casa, de mis hermanos, de la presencia de mi padre, la felicidad de asomarme a la ventana de mi cuarto y ver el valle con las huertas y las laderas donde florecen almendros y manzanos, y sobre ellas las cimas peladas de los montes, con ese color de tierra que es el mismo de las casas que hay en el camino hacia el cementerio donde yo quiero que me entierren.
Me daba pena irme de la vida tan pronto y no ver a mis hijos hacerse mayores, ni sentarme una vez más con mi hermana a contar y recordar cosas en la gran cocina que da al jardín y al valle de los manzanos y a las laderas de las huertas. Dan pena esas cosas, y es más tristeza que miedo lo que siento, pero hay también algo más, con lo que no contaba, un deseo muy grande de descansar de malas noches angustiosas, medicinas, crisis súbitas, viajes en ambulancia, habitaciones de hospital, tubos y aparatos rodeándome. Antes imaginaba que todo eso terminaría alguna vez y que podría curarme, pero ya sé que no, aunque todos me digan que voy a ponerme mejor, que han descubierto una nueva medicación, ya sé que el tiempo que me quede va a ser exactamente como ahora, o quizás peor, mucho peor, según el corazón vaya debilitándose. Lo que antes era la esperanza de curarme es ahora un deseo muy poderoso de descanso y de alivio, como cuando tenía mucho sueño atrasado de joven y me metía en la cama y me tapaba la cabeza con la colcha y apretaba los párpados para dormirme antes. Me cubría la cabeza y me tapaba la boca para contener la risa que estallaba de pronto igual que el agua de la fuente pública cuando se apretaba con fuerza hacia abajo el mando de cobre o de bronce y el agua resonaba en el interior del cántaro, fresco y hondo como boca de pozo, hace tantos años, cuando aún no había agua corriente en las casas y las mujeres íbamos a buscarla con nuestros cántaros a aquella fuente en lo alto de la cuesta que estaba siempre rodeada de avispas. Mi hermana se quejaba de que como ella no tenía caderas el cántaro lleno se le escurría del costado. El agua del verano, ojalá me humedeciera ahora mismo los labios, secos y cortados, el agua rezumando en la panza fresca del cántaro, quién pudiera tener esa frescura contra las mejillas, entrar en el zaguán de mi casa y percibir en la sombra la humedad y la respiración de los poros del barro. Eso es lo que quiero, lo único que deseo ahora, quedarme dormida, irme perdiendo en el sueño como cuando me dan un tranquilizante, mejor aún, cuando me lo inyectan y casi percibo su avance en la corriente de la sangre, su efecto apaciguador a lo largo de todo mi cuerpo. Las cosas se borran, las caras que se inclinan sobre mí, se deshacen las voces queridas, se pierden muy lejos, y la verdad es que me hace falta un esfuerzo cada vez mayor de la voluntad para no dejarme ir yo también, tan suavemente como bajan mis párpados sobre el globo ocular cuando me estoy durmiendo. Las voces de mis dos hijas, sus caras, tan parecidas y tan distintas, las caras y las voces confundiéndose en la misma sensación de ternura y de despedida, las manos que aprietan las mías, que buscan disimuladamente mi pulso cuando me quedo tan inmóvil como si ya me hubiera muerto, me hubiera ido. De mi hija mayor puedo saber cómo será su vida, igual que sé que su cara de ahora es la misma que seguirá teniendo hasta la madurez, cuando haya cumplido los años que yo tengo, la cifra que ya no va a cambiar, cuando piense, qué raro, ya tengo la misma edad a la que murió mi madre, y se pregunte cómo habría sido yo en ese tiempo futuro. Mi hija mayor terminará la carrera que ya quería estudiar cuando apenas empezaba el bachillerato, se hará profesora, se casará con su novio, continuará el camino que ya parecía que se hubiera trazado a sí misma cuando era niña, y del que no se ha apartado nunca. Pero qué va a ser de la pequeña, si sólo tiene dieciséis años y está todavía como asombrada y agradecida ante la variedad del mundo, ante la riqueza y la confusión de sus imaginaciones y sus deseos, y unos días parece que quiere ser una cosa y otros la contraria, y lo mira todo y se detiene en algo que de pronto le gusta y ya no se interesa por nada más, y no tiene prisa ni urgencia de nada, ni de hacerse mayor ni de estudiar una carrera, ni de tener novio y casarse. Vive como flotando todavía, tan sin peso que cualquier influjo la lleva, como vivía yo cuando tenía sus años, flotando entre sueños de películas y de las novelas que leía a escondidas de mi padre, cada día imaginándome una vida futura distinta para mí, ciudades y países por los que viajaría, pero no amargada en el encierro del pueblo, sino disfrutando a la vez de la casa tan querida que ya no veré más, de las veredas del campo y el agua en las acequias, de la alegría de mis amigas en las tardes de domingo, en las noches de baile del verano, protegida por la bondad de mi padre y por el cariño de mi hermana, que al menos vivirá más que yo, que seguirá cuidando de mis hijas cuando yo me haya muerto, ella que nunca tuvo marido y ni siquiera novio, que tenía las caderas tan escurridas que no podía apoyar en ellas la panza del cántaro cuando volvíamos de la fuente.