Sefarad (34 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: Sefarad
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Estaba tan nerviosa que no me fijaba mucho en lo que pasaba a mi alrededor, o no lo entendía, lo veía todo casi tan borroso como lo recuerdo ahora, con aquella poca luz, con las voces que se escuchaban tan bajo. Pero a Stalin sí que lo pude ver bien, a pesar de ese humo o esa niebla que había, y de la luz tan mala que daban las arañas, estaba sentado en el centro de una mesa muy larga, charlaba con alguien, sin ninguna formalidad, fumaba y se reía, y yo casi tenía que pellizcarme para creer que era verdad que estaba viéndolo, en carne y hueso, inconfundible, como alguien de mi familia, como cuando era niña y veía a mi padre entre los demás hombres, pero también muy distinto, no sé cómo explicarlo, porque era como los retratos suyos que habíamos visto desde siempre en todas partes y sin embargo no se parecía demasiado a ellos: era mucho más viejo, y más pequeño, yo me fijé y vi sus piernas cortas debajo de la mesa y sus botas cruzadas, y cuando se reía la cara se le llenaba de arrugas y tenía los dientes muy pequeños y estropeados, o muy negros del tabaco, y el uniforme le venía un poco grande, pero precisamente por eso me emocionó mucho más de lo que yo había esperado, y de otra manera, porque había creído que vería a un gigante en la plenitud de su fuerza y resultaba que Stalin era un hombre viejo y cansado, como lo había sido mi padre al final de su vida, y que siendo más frágil de lo que yo nunca pude imaginar había tenido la fortaleza inmensa que hizo falta para luchar contra el zar, para dirigir la construcción del socialismo y para ganar la guerra contra los nazis, y se veía que tantos años de esfuerzo y de sacrificio le habían agotado, como agotaron a mi padre los años en la mina y en la cárcel, y tenía cara de dormir mal y se quedaba de vez en cuando ausente, como pensando en otra cosa mientras alguien le hablaba, o mientras escuchaba un discurso, hasta me daba pena de él, con ese color de piel tan desmejorado que tenía, tantos años sin descansar nunca, desde que era un muchacho en tiempos de los zares y lo deportaron a Siberia. Luego mi madre me decía, burlándose de mí, tenías que haber visto la cara que ponías mirándolo, se te quedaba la boca abierta, como si estuvieras viendo a un artista de cine. Pero entonces pasó una cosa, mientras yo miraba tan fijamente a Stalin, sin darme cuenta de que no apartaba los ojos de él, de que no veía a nadie más, ni siquiera a las personas que había a mi lado en la mesa, que se me han olvidado por completo. Miraba a Stalin queriendo quedarme con todos los detalles de su cara y sintiendo un poco de lástima por él, por lo fatigado que me parecía, por lo grande que le quedaba la chaqueta del uniforme, y entonces sentí como una punzada, como cuando se toca un cable suelto y te da una descarga eléctrica. Alguien estaba mirándome, muy fijo, con mucha frialdad, pero también con mucha rabia, como reprobando mi mala educación por mirar tan descaradamente a Stalin, un hombre pequeño y calvo que estaba sentado muy cerca de él, con gafas, con unas gafas antiguas, de pinza, y un corbatín y un cuello alto postizo también antiguos. Me quedé helada, me acuerdo y todavía me viene un escalofrío, era Lavrenty Beria el que me estaba mirando, pero a mí no me dio miedo porque fuera el jefe del NKVD, sino por cómo eran sus ojos, que parecía que atravesaban la distancia que nos separaba como si no hubiera nada en medio, detrás de aquellos cristales redondos y pequeños, sujetos con una pinza a la nariz. Me miraba igual que miraría a un insecto, como diciéndome, quién te has creído que eres tú para mirar a Stalin con esa desvergüenza, cómo has podido colarte en este lugar, pero había algo más, y yo era entonces tan tonta que no me daba cuenta, aunque por instinto sentí un poco de asco, como el que me daban esos hombres que se me quedaban mirando cuando vivía en la residencia de niñas y yo no entendía por qué respiraban tan fuerte y me miraban tan fijo o los que se rozaban contra mí aprovechando la bulla de un tranvía. Fue un instante, y yo enseguida aparté los ojos, y ya no me atreví a mirar de nuevo hacia Stalin, y todo el rato estuve sintiendo esa mirada que a lo mejor seguía fija en mí, que había bajado con toda frialdad y descaro de mis ojos a mi boca y luego a mi cuello y a mi escote. Ahora que lo pienso, ya no quedará mucha gente en el mundo que se acuerde de los ojos de Beria, que dejaban de verse cuando la luz se reflejaba en los cristales de sus gafas.

Me siento aquí y empiezan a venir los recuerdos, y me parece mentira que me hayan pasado a mí tantas cosas, y que yo haya estado en esos sitios tan lejanos, en el mar Negro y en Siberia, en el Círculo Polar Ártico, pero también aquí estoy lejísimos, aunque me encuentre en Madrid, porque Madrid está muy lejos de Moscú, y además yo la conozco mucho menos, y me da miedo salir a la calle, con tantos coches y tanta gente, me da miedo perderme y no acordarme del camino de vuelta, y también me quedé muy asustada cuando me atracaron, nada más salir al portal, me tiraron al suelo y me quitaron el bolso, visto y no visto, y me quedé tirada en la acera y dando gritos, al ladrón, al ladrón, sin que se me acercara nadie, aunque ahora que lo pienso a lo mejor grité en ruso, por el lío que tengo con las dos lenguas, que hablo en una y estoy pensando en otra, o quiero decir una palabra en español y me sale otra rusa. En ruso sueño siempre, y siempre sueño con cosas de allí, o de hace muchísimos años, de cuando yo era niña, antes de que nos mandaran a la Unión Soviética, para unos meses, nos decían, y luego hasta que termine la guerra, pero la guerra terminó y a nosotros no nos devolvieron, y enseguida empezó la otra guerra y ya sí que fue imposible, parecía que se iba a acabar el mundo, porque nos evacuaron lejísimos, yo no sé cuántos días estuvimos viajando en tren, días y semanas, siempre entre la nieve, y yo pensaba, cada vez me voy más lejos de España, y de mi padre y mi madre, aunque de ellos casi no me acordaba, incluso les había empezado a tomar un poco de rencor, me avergüenza decirlo, pensaba que no hubieran debido dejar que me fuera en aquel barco, y les reprochaba que me hubiesen dejado otra vez sola, como cuando se iban a sus reuniones del sindicato o del partido y mi hermano y yo nos quedábamos solos la noche entera, mi hermano pequeño llorando porque tenía miedo o estaba hambriento y yo acunándolo en mis brazos aunque no era mucho mayor que él, lo asustadizo que era de niño y lo encanijado, de lo mal que comíamos, y lo fuerte y lo bravo que se hizo después, que con doce años salía conmigo a vender Mundo Obrero, cuando ya vivíamos en Madrid, y me decía, tú no tengas miedo de los señoriítos fachas, que si vienen por nosotros yo te defiendo, y luego, con veinte años recién cumplidos ya era piloto del Ejército Rojo, iba a verme y me levantaba en volandas al abrazarme, tan guapo, con su uniforme de aviador y su estrella roja en la gorra, fue a despedirse de mí porque a su escuadrilla la mandaban al frente de Leningrado y no paró de reírse y de cantar canciones españolas conmigo y revolucionó a todas las chicas de la escuela de enfermeras de guerra, y esa noche lo acompañé a la estación y cuando el tren ya estaba arrancando dio un salto del estribo y volvió a abrazarme y a besarme y saltó de nuevo al tren y se agarró a la barandilla como si se montara en un caballo, me hizo adiós con la gorra en la mano y ya no volví a verlo nunca, eso es lo más raro de la vida, a lo que no me puedo acostumbrar, que tengas cerca de ti a alguien que quieres mucho y que ha estado contigo y un minuto después desaparezca y ya sea como si no hubiera existido. Pero mi hermano sé que murió como un héroe, que siguió peleando con los cazas alemanes cuando su avión ya tenía un motor incendiado y fue a estrellarse contra las baterías enemigas, un héroe de la Unión Soviética, en
Pravda
publicaron su foto, tan guapo que parecía un actor de cine. Me siento aquí y me acuerdo de él, me viene el recuerdo sin que yo haga nada, como si se abriera la puerta y entrara tranquilamente mi hermano, con aquel aplomo risueño que tenía, le veo enfrente de mí con su cazadora de piloto y me imagino que hablamos y hablamos y nos acordamos de tantas cosas antiguas, y yo le cuento las que me han pasado después de su muerte, hace más de cincuenta años, cómo ha cambiado el mundo, cómo se ha perdido todo lo que defendíamos, por lo que él y tantos como él dieron sus vidas, pero él no pierde nunca el buen humor, se rasca la cabeza debajo de la gorra y me da golpes en la rodilla, me dice, venga, mujer, que tampoco es para tanto, algunas veces estoy despierta y lo veo delante de mí con la misma claridad con que lo veo en los sueños, y lo que me parece más raro no es que haya vuelto o que siga siendo un muchacho de veinte años, sino que me hable en ruso tan rápido, y tan perfectamente, sin ningún acento, porque a él el ruso se le daba muy mal, peor que a mí, al principio, cuando me hablaban y no entendía liada, y no entender era peor que tener frío y que pasar hambre. Y ahora es al contrario, que lo que no entiendo a veces es el español, y no me acostumbro a lo alto que habla la gente, lo alto y lo brusco, como si tuvieran siempre mucha prisa o estuvieran muy enfadados, como el señor que aquel día del atraco me ayudó por fin a que me levantara, y hasta me sostuvo, porque me dolía mucho la cadera, y yo pensé, mira que si se me ha roto, si me tienen que enyesar la pierna y no puedo salir a la calle ni valerme, quién vendrá a ayudarme, y el hombre me decía, joder, señora, la acompaño a la comisaría a poner una denuncia, que hay que meter en cintura a todos esos cabrones, seguro que era uno de esos moros que rondan por aquí, y yo le di las gracias pero también me mantuve muy digna, no señor, no era moro el que me ha atracado, sino bien blanco, y además no se les llama moros, sino marroquíes, y lo de la denuncia tendrá que esperar, porque ahora lo que más me urge es llegar a la manifestación, que es Primero de Mayo. El hombre me miraba como si estuviera loca, pues usted misma, señora, lo que usted diga, y yo le di las gracias y me fui a la manifestación, cojeando pero me fui, y cuando terminó unos camaradas me llevaron en su coche a la comisaría y puse la denuncia, pero yo un Primero de Mayo no me lo pierdo, aunque ya no sea lo mismo y cada vez vayan menos personas y sea todo tan desangelado, que no hay casi banderas rojas ni puños cerrados y ni los que van en la cabecera detrás de la pancarta se saben la Internacional.

Ya no es como cuando salíamos con mi padre y mi madre y mi hermano y yo los mirábamos de soslayo para levantar el puño igual que ellos, antes de la guerra, por la calle de Alcalá, que era un mar de gente y de banderas rojas, y luego en la Unión Soviética, en la plaza Roja, el Primero de Mayo del año en que acabó la guerra, no cabía más gente, más gritos, más banderas, más canciones, más entusiasmo, millones de personas aclamando a Stalin, y yo apretujada entre la multitud, aclamándole también, emocionándome al pensar que esa figura diminuta que se veía al fondo, en la tribuna sobre el mausoleo de Lenin, era él, llorando de alegría, y de agradecimiento, porque él nos había guiado en la victoria contra Alemania, que tantos millones de muertos soviéticos costó, mi pobre hermano entre ellos, aunque ahora parece que aquella guerra la ganaron los americanos, que sólo ellos lucharon, y la gente sabe lo que fue el desembarco en Normandía y no sabe que fue en Stalingrado donde por primera vez se derrotó al ejército alemán, en la batalla más sangrienta y más heroica de la guerra, y ni siquiera saben que había una ciudad que se llamaba Stalingrado, buena prisa se dieron en cambiarle el nombre, igual que a Leningrado, qué vergüenza, que se llame ahora como en tiempos de los zares, San Petersburgo, y que quieran canonizar a Nicolás II, que mandó que las ametralladoras disparasen contra el pueblo delante del Palacio de Invierno. Pero veo que usted pone mala cara, aunque quiera disimular, no crea que no sé lo que está pensando, todas esas historias sobre los campos de concentración y los crímenes de Stalin, como si Stalin no hubiera hecho otra cosa que asesinar, o como si todos los que cumplieron condena en los campos hubieran sido inocentes. Claro que hubo errores, el mismo Partido lo reconoció en el XX Congreso, y se denunció el culto a la personalidad, y se hizo lo posible por remediar injusticias y por rehabilitar a quienes no tenían culpa, pero cómo no iba a haber culto a la personalidad si Stalin había hecho tanto por nosotros, por el pueblo soviético y por los trabajadores de todo el mundo, si había dirigido el salto inmenso del atraso a la industrialización, los planes quinquenales, que eran la envidia y la admiración del mundo, si en veinte años la Unión Soviética había dejado de ser un país atrasado y campesino y se había convertido en una potencia mundial. Y todo eso en las peores circunstancias, después de una guerra provocada por los imperialistas, en medio del cerco y del bloqueo internacional, en un país en el que faltaba todo, en el que la inmensa mayoría de la población era analfabeta, esclava del zar y de los popes. Mire usted lo que fueron, o lo que fuimos, porque yo he sido ciudadana soviética, y mire cómo está ahora el país, cómo han destruido en unos pocos años lo que costó varias generaciones construir, el país más grande del mundo roto en pedazos y Rusia entregada a la Mafia y gobernada por un borracho, dígame si ahora están mejor que en los tiempos de Stalin, o en los de Breznev, cuando dicen que el pueblo padecía tanta opresión. Y no dicen que había saboteadores y espías por todas partes, que el imperialismo empleaba los métodos más sucios para destruir la Revolución, y que muchos judíos se habían apoderado de puestos clave en el gobierno y conspiraban a favor de los Estados Unidos y de Israel.

Judíos, sí señor, no me mire con cara rara, como si no hubiera oído hablar de eso nunca, ¿no sabe que hubo un complot de médicos judíos para asesinar a Stalin? Y luego había quien se aprovechaba, quien abusaba de la confianza de Stalin y del Partido para enriquecerse o para acumular poder, pero al final esa gente pagó sus culpas, porque Stalin era tan recto que no permitía que nadie a su alrededor se aprovechara de su confianza. Pagó Yezhov, que había cometido tantos abusos, que había encarcelado a tantos inocentes, y después pagó Yagoda, aunque el peor de todos decían que fue Beria, que logró engañar a Stalin hasta el final, pero que también recibió su castigo, y dicen que cuando iban a matarlo cayó de rodillas y se puso a suplicar y a chillar, dígame si funcionaba o no funcionaba la Justicia en la Unión Soviética. Pero ahora quieren ocultarlo todo, borrarlo todo, hasta los nombres, quieren hacer creer que el pueblo soviético estaba oprimido, o muerto de miedo, y que la muerte de Stalin fue una liberación, pero yo estaba allí y sé lo que pasaba, lo que sentía la gente, yo estaba en Moscú la mañana en que dijeron en la radio que Stalin había muerto, estaba en la cocina, preparándome un café, me había levantado con náuseas porque estaba embarazada de mi primer hijo, y entonces empezó a sonar esa música en la radio, dejó de sonar y hubo un silencio, y luego habló un locutor, empezó a decir algo pero se le quebró la voz con el llanto, y casi no le entendí cuando dijo que el camarada Stalin había muerto. Yo no podía creerlo, era como cuando me dijeron que había muerto mi hermano en Leningrado, o cuando murió mi padre, pero mi hermano estaba en la guerra y yo había aceptado que podía morirse, y mi padre ya era muy viejo y no podía durar mucho, pero que Stalin pudiera morir jamás se me había ocurrido, ni yo creo que a nadie, para nosotros era más que un padre o un líder, era lo que debe de ser Dios para los creyentes. Me eché a la calle, sin saber adonde iba, sin mucho abrigo, aunque estaba nevando, y en la calle me encontré a mucha gente igual que yo, que iba como sonámbula, que se paraba en una esquina y se echaba a llorar, mujeres viejas que lloraban con la boca abierta, soldados llorando con sus caras de niños, obreros, todo el mundo, una multitud que ya me llevaba, como si me llevara un río de cuerpos bajo la nieve, camino de la plaza Roja, como por instinto, pero las calles ya estaban inundadas de gente y no se podía avanzar, y alguien dijo que la plaza Roja estaba acordonada, que había que ir hacia el Palacio de los Sindicatos. Me siento ahora aquí y me parece mentira haber estado en Moscú esa mañana, haber vivido aquello, aquella inundación de llanto y de desamparo, de gritos de mujeres que caían de rodillas sobre la nieve y llamaban a Stalin, de música fúnebre en los altavoces de las calles, por los que sonaban himnos tan alegres el Primero de Mayo, me veo perdida entre tanta gente, llorando yo también y abrazándome a alguien, a alguna desconocida, sintiendo en el vientre los movimientos de mi hijo, que iba a nacer dos meses después, y que me parecía que iba a nacer huérfano, aunque tuviera un padre, porque nadie de nosotros podía imaginarse la vida sin Stalin, y llorábamos de pena pero también de miedo, de pánico, de encontrarnos indefensos después de tantos años en los que él había estado siempre velando por nosotros.

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