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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (20 page)

BOOK: Sefarad
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El crujido del parquet en nuestra casa nueva o un mal sueño de enfermedad o desgracia me despertaban de golpe y era Willi Münzenberg despertándose en mitad de la noche en su casa de París o en la habitación helada de un hotel de Moscú y temiendo que ya se estuvieran acercando sus ejecutores, preguntándose cuánto tiempo falta todavía para que un disparo o una cuchillada cancelaran la gran simulación y el espejismo y el delirio de su existencia pública y la larga ternura de su vida conyugal con Babette, que dormía a su lado, se abrazaba a él en sueños como te abrazas tú a mí, con una firme determinación de sonámbula.

El tren de cercanías se detiene en una pequeña estación de la Sierra de Madrid: la llovizna, las laderas con árboles y niebla, el poderoso verde de la vegetación mojada —jara, pinos, arizónicas—, los tejados puntiagudos de pizarra, dan la sensación de haber llegado mucho más lejos, a un lugar recóndito de montaña, donde tal vez haya sanatorios o residencias para enfermos necesitados de reposo y de aire limpio y frío. El tren es rápido, moderno, pero el edificio de la estación es de piedra desnuda y los alféizares de las ventanas de ladrillo rojo, y el letrero con el nombre del pueblo está inscrito sobre azulejos amarillos. En el andén no hay nadie, nadie más ha bajado del tren. El olor a bosque, a madera y tierra empapadas, inundan enseguida los pulmones, y el aire quieto y la llovizna rozan la cara con una cualidad instantánea de apaciguamiento. El tren se aleja y yo echo a andar por un camino de tierra, con mi bolsa de viaje en la mano, hacia una zona de quintas en las que empiezan a encenderse algunas luces. En 1937, temiendo por su vida, tan agitado y agotado que a veces sentía en el pecho un dolor muy agudo, la proximidad de un ataque al corazón, Willi Münzenberg se refugió durante unos meses en una clínica de reposo, en un lugar llamado La vallée des Loups, el valle de los Lobos. El nombre del médico que la dirigía también parece el indicio o la promesa de algo: el doctor Le Sapoureux. Pero Münzenberg es tan inhábil para el reposo físico como para el sosiego de la inteligencia, y nada más llegar a la clínica se pasa las noches en vela escribiendo un libro. Al bajar solo al andén en la pequeña estación de la Sierra yo he sido Willi Münzenberg buscando de noche el camino hacia el sanatorio.

Hemos llegado en una tarde de invierno a un hotel del norte, en Vitoria. Nos han dado una habitación del último piso, y al abrir la ventana he visto abajo un parque nevado, con glorietas y estatuas, con un kiosco de música, y al fondo, sobre los tejados blancos, un cielo gris en el que se difuminaba una llanura: Münzenberg y Babette han logrado salir de Rusia y después de una noche entera en un tren se alojan en un hotel cercano a la estación de una ciudad báltica, todavía agotados por la falta de sueño y el miedo que tuvieron al aproximarse a la frontera, temiendo que en el último instante los guardias soviéticos que inspeccionaban sus pasaportes les ordenaran bajarse del tren.

Camino por Madrid o Paris y el paso de un convoy del metro hace temblar el pavimento bajo mis pisadas: Münzenberg siente que el mundo está temblando bajo sus pies con el anuncio de un cataclismo y que nadie más que él parece percibir la cercanía y la magnitud del desastre, nadie en terrazas de los cafés ni en el resplandor nocturno de los bulevares, mientras el suelo está empezando a vibrar bajo los golpes de las botas y el peso de las orugas de los carros de combate, bajo las bombas que caen en Madrid, en Barcelona, en Guernica sin que nadie en Europa quiera escucharlas, mientras Hitler que prepara sus ejércitos y consulta sus mapas y Stalin concibe el gran teatro público de los procesos de Moscú y los infiernos secretos de los interrogatorios y las ejecuciones.

Asisto a una representación de La flauta mágica, y sin ningún motivo, en medio del arrebato y la alegría de la música, el hombre sentado junto a una mujer rubia es Münzenberg, y la huida del héroe extraviado en bosques y perseguido por dragones y conspiradores sin rostro es también su huida: quizás ha entrado clandestinamente en Alemania aunque no le gusta la ópera va a esa función de la flauta mágica en un teatro de Berlín poblado de uniformes negros y grises para establecer contacto con alguien. Pero no es verosímil esa escena: tal vez, Münzenberg habría podido entrar en Alemania de incógnito, pero en la ópera de Berlín Babette G habría sido reconocida de inmediato, la burguesa roja, la escandalosa y arrogante desertora de su casta social, de la gran patria aria.

Pero da pereza o desgana inventar, rebajarme a una falsificación inevitablemente zurcida de literatura. Los hechos de la realidad dibujan tramas inesperadas a las que no puede atreverse la ficción. Babette Gross tenía una hermana llamada Margarete, tan románticamente intoxicada como ella de radicalismo político en los primeros tiempos alucinados y convulsos de la República de Weimar. Margarete, igual que su hermana, se casó con un revolucionario profesional, Heinz Neumann, dirigente del Partido Comunista Alemán. En los primeros días de febrero de 1933, recién nombrado Hitler canciller del Reich, Willi Münzenberg y Babette huyen de Alemania en el gran Lincoln negro y se refugian en París; Neumann y Margarete escapan a Rusia. Él cae en desgracia y es detenido y ejecutado de un tiro en la nuca; a su mujer la envían a un campo en el norte helado de Siberia.

En la primavera de 1939, cuando se firma el pacto germano-soviético, una de las cláusulas garantiza la entrega a Alemania de los ciudadanos alemanes fugitivos del nazismo que han buscado asilo político en la Unión Soviética. Ninguna frontera es un refugio y todas son trampas que se cierran como cepos sobre los pies caminantes de los condenados. A Margarete la trasladan en un tren desde Siberia a la frontera de la Polonia recién dividida, y los guardianes soviéticos la entregan a los guardianes de las SS, y después de tres años en un campo soviético pasa otros cinco en un campo de exterminio alemán.

Allí, en Ravensbrück, donde las presas comunistas la tratan como a una traidora, conoce a una mujer checa, Milena Jesenska, que veinte años atrás había sido el gran amor de Franz Kafka, y que se había movido en los mismos círculos bohemios y radicales de Praga que frecuentaba Otto antes de emigrar a Berlín y cruzarse allí con Münzenberg. En el campo de Ravensbrück, Margarete, que no había oído hablar nunca de Kafka, escucha en la voz de Milena la historia del viajante de comercio que se despierta una mañana convertido en un enorme insecto, y la del hombre que saber el delito que ha cometido es sometido a un juicio fantasmal en el que de antemano es culpable y ejecutado luego como un perro en un descampado y en mitad de la noche. Milena, muy enferma, vencida por el hambre, muere en mayo de 1944, cuando falta muy poco para que lleguen al campo las noticias del desembarco aliado en Normandía y se sabe que los rusos ya avanzan por el Este. La aproximación del ejército rojo no es la esperanza de libertad para Margarete, sino la amenaza de cautiverio, de la repetición de una pesadilla. Escapa del campo alemán en el desorden de los últimos días, huye a través de Europa de dos ejércitos, de los alemanes en fuga y de los soviéticos que avanzan, de dos posibles infiernos a los que con entereza inverosímil ha sobrevivido durante ocho años.

En 1989, con noventa años, su hermana, Babette, le habla de estas cosas a un periodista americano, Stephen Koch, que está escribiendo el libro sobre Willi Münzenberg que yo descubriré por azar siete años más tarde. Babette vive en Munich, sola y lúcida, todavía muy erecta, con el brillo intacto de la juventud en el fondo de sus ojos. Hay una fijeza fanática en el modo con que mira a veces al hombre mucho más joven, la diabólica determinación de vivir y prevalecer que aún sostiene a algunos viejos extremos. Poco después se muda a Berlín y el apartamento donde vive no está muy lejos del muro: algunas noches habrá escuchado el rumor de las multitudes que se manifestaban al otro lado, le llegaría a su dormitorio el estampido de los cohetes, los cantos de las celebraciones, en la noche del 9 de noviembre, cuando acabó de hundirse en Europa, el mundo en el que ella, su marido, su hermana y su cuñado habían creído sesenta años atrás, el que habían ayudado a construir.

La mujer habla en voz baja y clara, en un inglés anticuado y perfecto, el de las clases altas británicas en los años veinte, y su voz, como sus ojos, es mucho más joven que ella. Todo pasó hace tanto tiempo que es como si no hubiera existido nunca. Todo lo que sabe y recuerda dejará de existir dentro de unos meses, cuando Babette, ya muy enferma, se muera. Se perderá entonces, desaparecerá con ella, la cara de Willi Münzenberg, el olor de su cuerpo o el de los cigarros que fumaba, el testimonio de su entusiasmo, del modo en que fue siendo minado primero por el recelo y luego por el pánico, la sospecha de que estaba empezando a ser perseguido, de que no habría perdón para él. La lucidez también, el descubrimiento de que él mismo, formidable inventor de mentiras, también había sido engañado, o no había querido ver lo que estaba delante de sus ojos, lo que intentó contar en un libro apresurado y tumultuoso cuando ya era muy tarde, cuando los intelectuales a los que había hechizado, utilizado y desdeñado durante tanto tiempo le volvieron la espalda, cuando su nombre ya estaba siendo infamado, borrado cuidadosamente de los testimonios de su tiempo.

Llegaban mensajeros para transmitirle la orden de que debía viajar a Moscú. Inventaba dilaciones, pretextos para retrasar el viaje, porque era impensable que se negara abiertamente a obedecer. Otros que él conocía habían ido a Moscú y no habían regresado nunca, se borraban sus rastros hasta sus nombres o se les denunciaba públicamente en las publicaciones del Partido como responsables de traiciones monstruosas. Bien sabía él, Münzenberg, cómo se organizaba una campaña de espontánea indignación internacional, lo mala que podía volverse la realidad si se utilizaban con inteligencia las técnicas publicitarias de persuasión, la repetición masiva y machacona de algo.

No podía ir a Moscú precisamente ahora, decía en el primer verano de la guerra en España cuando le hacía falta de nuevo desplegar todos sus talentos de organizador y propagandista en defensa de la última de sus grandes causas, la más cercana a su corazón, después de la caída de Alemania. La solidaridad internacional con la República Española, con el gobierno del Frente Popular.

Pero los mensajes, las órdenes secretas, seguían llegando, cada vez más secos y urgentes, menos veladamente amenazadores, al mismo tiempo que llegaban noticias de detenciones e interrogatorios. En noviembre de 1936 Münzenberg y Babette Gross viajaron a Moscú. Él era todavía un alto dirigente del Komintern y del Partido Comunista Alemán, pero en la estación no había nadie esperándolos. Una pareja de extranjeros con ropas opulentas de invierno, en medio de la grisura y la penuria soviéticas de los andenes, el hombre con su sombrero de fieltro y el largo abrigo a medida, la mujer con tacones altos, con medias de seda, su cara empolvada y su melena rubia emergiendo del cuello del abrigo de pieles, y junto a ellos su equipaje apilado de viajeros en los trenes de lujo y en las mejores cabinas de los transatlánticos, maletas de piel con herrajes dorados y adhesivos de hoteles internacionales, baúles, neceseres, cajas de sombreros: la estampa de un anuncio o del fotograma de una película en el papel satinado de una revista ilustrada de los años treinta, una de esas revistas que ideaba y publicaba Willi Münzenberg.

Nadie les espera tampoco en el hotel que les ha sido asignado y no hay ningún mensaje para ellos en la habitación. Desde la ventana, en un piso muy alto del hotel enorme, recién construido y ya lóbrego, con mujeres uniformadas y armadas haciendo guardia al fondo de los corredores, con un silencio que no traspasan voces ni timbres de teléfonos, Willi Münzenberg y Babette ven a lo lejos, muy alta sobre los tejados oscuros, una estrella roja brillando en lo más alto de un rascacielos. Éste es el mundo al que han dedicado sus vidas, la única patria a la que era lícito que un internacionalista jurase lealtad. Tienen frío en la habitación y no se quitan los abrigos. Sobre una mesa de noche hay un teléfono negro, pero está desconectado o averiado, y aun así lo miran con la esperanza o el miedo de que empiece a sonar. Según es costumbre, tal entrar en la URSS les han retirado sus pasaportes, no tienen billetes ni fecha de regreso.

La única consigna que ha recibido Münzenberg es que debe esperar. Será recibido y escuchado en cuanto llegue el momento. Su capacidad de permanecer inactivo le hace la espera más intolerable que el miedo. El hombre y la mujer acostumbrados a la buena vida, a la brillante acción social de Berlín y Paris, permanecen solos y confinados en un hotel de Moscú, en el tedio sombrío de la espera y el miedo, aventurándose apenas a salir a las calles en las que arrecia el invierno, tan lóbregas de noche cuando recuerdan las luces capitales de Europa en las que han vivido siempre.

Si salen a pasear habrá alguien siguiéndoles. Si bajan al vestíbulo o al comedor del hotel alguien da cuenta de sus pasos, y si alzan un poco la voz al conversar el camarero que les sirve unas tazas de té repetirá cada palabra que hayan dicho. Serán escuchados si hablan por teléfono, y si envían una postal a Paris alguien la estudiará a la luz fuerte de una lámpara buscando en ella mensajes secretos, la guardará para usarla en el momento oportuno como prueba material de algo, espionaje o traición.

Al cabo de unos días idénticos llaman a la puerta. Las caras tensas y pálidas de Münzenberg y Babette se encuentran después de un instante de incertidumbre con las caras tan familiares y sin embargo ahora tan extrañas de Heinz y Margarete Neumann, los únicos que se han decidido o se han atrevido a visitarles. Quizás se atreven porque ya se saben condenados, porque ellos también viven aislados en una soledad de enfermos contagiosos. Al infectado sólo se acerca sin recelo quien lleva consigo la misma infección. Los cuatro juntos, las dos hermanas rubias y los dos hombres de origen obrero, las cuatro vidas atrapadas. Hablan en voz baja, muy cerca los unos de los otros, los cuatro con los abrigos puestos, en la habitación helada del hotel de Moscú, susurrando por miedo a los micrófonos, tantas cosas que contarse al cabo de tantos años de separación, tan poco tiempo para decirlo todo, para intercambiar advertencias, en cualquier momento hombres con gabardinas de cuero negro muy semejantes a las de la Gestapo pueden golpear en la puerta de la habitación o derribarla a patadas.

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