Sefarad (14 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: Sefarad
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Qué habrá sido de él, el señor Salama, que hacia la mitad de los años ochenta dirigía el Ateneo Español en Tánger, en un despacho diminuto decorado con carteles turísticos a todo color ya ajados y desvaídos por el tiempo, con viejos muebles de falso estilo castellano, y que administraba con desgana, en el bulevar Louis Pasteur, una tienda de tejidos fundada por su padre y llamada Galerías Duna, en recuerdo del río de la otra patria de la que pudieron escaparse en el último momento, a diferencia de casi todos sus conocidos, de las hermanas y la madre de las que ni siquiera guardaban una sola fotografía, un asidero para la memoria, una prueba material que hubiera atenuado o retrasado la erosión del olvido.

Duna es el nombre en húngaro del río Danubio. El señor Salama, con su verbo rico y su raro acento salpicado de tonalidades lejanas, como un rescoldo de la música del español judío que escuchó hablar en su infancia, y en el que aún recordaba canciones de cuna; el señor Salama, con su andar afanoso de tullido sobre las dos muletas y sus ojos tan fácilmente humedecidos, el pelo cano y escaso, la frente siempre con un brillo de sudor que el pañuelo blanco con sus iniciales bordadas no acababa nunca de enjugar, la respiración agitada por el esfuerzo de mover un cuerpo grande y torpe al que las piernas no le sirven, muy flacas bajo la tela del pantalón, como dos apéndices oscilando bajo la gravitación del vientre hinchado y el torso fornido. Pero se empeñaba en hacerlo todo él solo, sin la ayuda de nadie, moviéndose con brusquedad y destreza y respirando agitadamente, abría puertas y encendía luces y mostraba pequeños tesoros y recuerdos del Ateneo Español, fotos enmarcadas de un visitante célebre de muchos años atrás, o de representaciones de obras teatrales de Benavente, de Casona y hasta de Lorca, un diploma expedido por el Ministerio de Información y Turismo, un libro dedicado a la Biblioteca del centro por un escritor cuya celebridad se ha ido perdiendo con los años, de modo que hasta su nombre ya no resulta familiar, aunque hay que disimularlo delante del señor Salama, hay que decirle que se ha leído el libro y que esa primera edición dedicada debe ya de tener un valor muy considerable. Torpe, experto, caótico, incansable a pesar de la respiración difícil y de las muletas, el señor Salama mostraba carteles viejos que anunciaban conferencias y funciones teatrales en el pequeño escenario del Ateneo e incluso en el gran Teatro Cervantes, que ahora, dice, es una ruina vergonzosa, comido por las ratas, invadido por los delincuentes, una joya de la arquitectura española a la que el gobierno español no hace ningún caso. No quieren saber nada de lo poco y bueno que todavía queda de España en Tánger, ni siquiera contestan las cartas que el señor Salama escribe a los ministerios, al de Cultura, al de Educación, al de Asuntos Exteriores: deja a un lado los carteles, ahora busca entre los papeles de su mesa y elige una carpeta llena de fotocopias de escritos, de copias en papel carbón selladas en la oficina de Correos, prueba fehaciente de que se enviaron, aunque nunca hayan tenido respuesta. Señala fechas, pasa rápidamente de unos papeles a otros, de una solicitud a la de varios años antes, todas escritas en una máquina de escribir mecánica, a la manera antigua, como antes de los tiempos de las fotocopiadoras, con varias copias en papel carbón. El cuadro escénico del Ateneo Español llegó a ser la primera compañía teatral de Tánger, aunque no había en ella más que aficionados que no cobraban nada, incluido yo, que no podía actuar, como puede imaginarse, pero que muchas veces dirigí las funciones. Por las paredes de un corredor va indicando fotos en blanco y negro muy pobremente enmarcadas, en las que los actores tienen enfáticas actitudes teatrales, de aficionados entusiastas y rancios, declamando delante de decorados modestos, la hostería de Don Juan Tenorio, la escalera de una casa de vecinos de Madrid, las paredes de un pueblo andaluz. Hacíamos a Benavente y a Casona, y cada primero de noviembre el Tenorio, pero no nos califique demasiado deprisa, porque también hicimos La casa de Bernarda Alba muchos años antes de que se estrenara en la Península, cuando sólo la había representado Margarita Xirgu en Montevideo.

Melancolía y penuria de los lugares españoles lejos de España. Tejadillos falsos, ficticias paredes encaladas, imitaciones de rejas andaluzas, mugre taurina y regional, fallera y asturiana, paellas grasientas y grandes sombreros mexicanos, decorados decrépitos que vienen de las litografías románticas y de las películas de ambiente andaluz que se rodaban en Berlín durante la guerra española. El tejadillo, el farol y la reja de aquel sitio de Copenhague que se llamaba Pepe’s Bar; la imitación de las cuevas del Sacromonte en un cruce de carreteras cerca de Frankfurt, donde daban sangría en diciembre y había sartenes de cobre y sombreros cordobeses y sombreros mexicanos colgados en las paredes; el tejadillo y la pared inevitable de cortijo en la Casa de España de Nueva York, a principios de los años noventa; el café Madrid, que aparecía inesperadamente en una esquina del barrio de Adam’s Morgan, en Washington D.C., entre restaurantes salvadoreños y tiendas de ropas baratas y maletas de las que venía música merengue, en parajes que de pronto se volvían de absoluta desolación, como barrios devastados, con filas enteras de casas quemadas o derruidas, con aparcamientos cerrados por alambradas, junto al solar de una casa incendiada había una tienda para novias etíopes, y más allá un salón funerario católico. De pronto se veía aquel letrero rotundo, café Madrid, junto a una Santo Domingo Bakery y a una casa de comidas cubana que se llamaba La Chinita Linda. Hacía una mañana helada en Washington, y la luz fría del sol invernal reverberaba en el mármol de los monumentos y los edificios públicos. Se subía por una escalera estrecha y en el primer piso estaba la puerta batiente del café Madrid, y se respiraba un aire cálido con olores aproximadamente familiares, tan inusitados como el crepitar del aceite hirviendo en el que se freía la masa blanca de los churros, o como la cara redonda y aceitosa de la mujer que servía las mesas, que tenía el aire rotundo de una churrera en un barrio popular de Madrid, pero que ya hablaba muy poco español, pues decía, con un deje contaminado de cadencias mexicanas, que sus papás la habían llevado a América cuando chamaquita. Carteles viejos de toros en las paredes, una montera sobre dos banderillas cruzadas, en una disposición como de panoplia de trofeos militares, el papel de las banderillas manchado de una cosa ocre que pasaría por sangre, y la montera llena de polvo, como apelmazada por años de humo de frituras. Carteles en color de paisajes españoles, propaganda de Iberia o del antiguo Ministerio de Información y Turismo: en el despacho del señor Salama había un paisaje manchego, una loma árida coronada de molinos de viento, todo con la luz plana y excesiva de las fotos y de las películas en color de los años sesenta. Había un cartel de la Sinagoga del Tránsito, en Toledo, y junto a él, idéntico en la preferencia y casi la devoción del señor Salama, otro del monumento a Cervantes en la plaza de España de Madrid: tenía esa misma luz limpia de invierno, de mañana fría de sol, y el señor Salama se acordaba de sus paseos juveniles por esa plaza que le gustaba tanto, aunque ya le parecía raro, hasta imposible, que él hubiera sido ese hombre joven y delgado que no llevaba muletas, que caminaba sobre dos piernas eficaces y ágiles, sin pensar nunca en el milagro de que lo sostuvieran y lo llevaran de un lado a otro como si su cuerpo no tuviera peso, imaginando que todo lo que tenía y disfrutaba iba a ser perenne, la agilidad, la salud, los veinte años, la felicidad de estar en Madrid sin vínculos con nadie, sin ser nada ni nadie más que él mismo, tan libre de la fuerza de gravedad del pasado como de la de la tierra, libre, provisionalmente, de su vida anterior y tal vez también de la vida futura que otros habían calculado para él, libre de su padre, de su melancolía, de su negocio de tejidos, de su lealtad a los muertos, a los que no pudieron salvarse, aquellos cuyo lugar ocuparon o usurparon ellos, padre e hijo, que sólo por casualidad no habían acabado en aquel campo relativamente menor donde perecieron sin dejar rastro tantos de su familia, de su ciudad y su linaje. Las tres hermanas de Franz Kafka desaparecieron en los campos de exterminio. En Madrid, hacia la mitad de los años cincuenta, el señor Isaac Salama estudiaba Económicas y Derecho y planeaba no volver a Tánger cuando terminara ese plazo de libertad que se le había concedido, y por primera vez en su vida estaba plenamente solo y sentía que su identidad empezaba y terminaba en él mismo, libre ahora de sombras y de linajes, libre de la presencia y la rememoración obsesiva de los muertos. Él no tenía la culpa de haber sobrevivido ni debía guardar luto perpetuo no ya por su madre y sus hermanas, sino por todos sus parientes, por los vecinos de su barrio y los colegas de su padre y los niños con los que jugaba en los parques públicos de Budapest, por todos los judíos aniquilados por Hitler. Si uno miraba a su alrededor, en una taberna de Madrid, en un aula de la universidad, si caminaba por la Gran Vía y entraba en un cine un domingo por la tarde, no encontraba por ninguna parte rastros de que todo aquello hubiera sucedido, podía dejarse llevar hacia una existencia más o menos idéntica a la de los demás, sus compatriotas, sus compañeros de curso, los amigos que no le preguntaban a uno por su origen, que no sabían apenas nada de la guerra europea ni de los campos alemanes.

En Madrid se le desvanecía el recuerdo de Tánger, como un lastre que había dejado caer al marcharse, y ya apenas sentía remordimiento por haber abandonado a su padre y estar viviendo gracias al dinero de un negocio al que no tenía la menor intención de dedicarse. De la vida anterior, Budapest y el pánico, la estrella amarilla en la solapa del abrigo, las noches en vela junto al receptor de radio, la desaparición de su madre y sus hermanas, el viaje con su padre, a través de Europa, con pasaporte español, asombrosamente le quedaban muy pocas imágenes, tan sólo algunas sensaciones físicas que tenían la irrealidad de los primeros recuerdos de la infancia. Vi en la televisión una entrevista con un hombre que se había quedado ciego a los veintitantos años: ahora tenía cerca de cincuenta, y decía que poco a poco todas las imágenes se le habían ido olvidando, se le habían borrado de la memoria, de manera que ya no sabía recordar cómo era el color azul, o cómo era una cara, y ya ni siquiera soñaba con percepciones visuales. Le quedaban residuos, que sin embargo se iban perdiendo, decía, la mancha blanca de un almendro en flor que había en el jardín de sus padres, el rojo de un balón de goma que tuvo de niño, y que era una bola del mundo. Pero se daba cuenta de que en cuanto pasaran unos pocos años más habría perdido hasta el significado de la verdad. En Madrid, durante los años de la universidad, yo me olvidé de la ciudad de mi infancia y de las caras de mi madre y de mis hermanas, de las que ni siquiera habíamos podido guardar mi padre y yo ni una sola foto, habiendo tantas en nuestra casa de Budapest, álbumes de instantáneas que tomaba mi padre con su pequeña Leica, porque la fotografía era una de sus aficiones, como la música y el cine, una de tantas cosas que desaparecieron de su vida cuando llegamos a Tánger y ya no tuvo tiempo ni ánimos para nada que no fuera el trabajo, el trabajo y el luto, la religión, la lectura de los libros sagrados que no había mirado jamás en su juventud, visitas a las sinagogas, que yo no había pisado desde que vinimos aquí, y a las que al principio no me importaba acompañarle. Pero no lo acompañaba, ahora que lo pienso, tenía la sensación de llevarlo yo de la mano, de guiarlo, como aquella mañana en Budapest, cuando nos enteramos de que habían detenido a mi madre y a mis hermanas. No sé ha dado cuenta de que los niños algunas veces si tenemos una responsabilidad agobiante hacia sus padres.

Después de muerto, el padre del señor Salama recobraba la presencia que había tenido muchos años atrás en la vida de su hijo, y recibía de la misma devoción que cuando lo llevaba de la mano por la calle, en Budapest o en Tánger, un niño apacible, obediente, gordito, que sonreía en una foto perdida, confusamente recordada, en la que llevaba una gorra de portero de fútbol y un pantalón bombacho de entreguerras, hijo orgulloso que alza los ojos hacia su padre, los dos con una estrella amarilla en la solapa. Un día de junio su padre compró un periódico y mirando de soslayo a un lado y a otro le señaló la primera página, en la que venía la noticia del desembarco de los Aliados en Normandía, y dobló enseguida el periódico y se lo guardó en un bolsillo, y le apretó fuerte la mano, transmitiendo en secreto su brusca y vigorosa alegría, urgiéndole a que no diera muestras de celebrar la invasión, en medio de una calle poblada de seguros enemigos. Cuando yo me muera dirás por mí el kaddish durante once meses y un día como un buen primogénito y viajarás al nordeste de Polonia para visitar el campo en el que perecieron tu madre y tus hermanas, a las que yo no pude salvar, y por las que no he dejado de guardar luto ni uno solo de los días de mi vida.

Ahora, el señor Isaac Salama, que no tenía un hijo que dijera el kaddish por él después de su muerte, se culpaba melancólicamente de haber sido un hijo pródigo y de que la ternura que volvía a sentir ya no pudiera consolar ni compensar a su padre muerto, y lo añoraba tan sin esperanza de reparación como él debió de añorar a su mujer y a sus hijas. Lo había querido tanto, dice, y se le humedecen los ojos, habían estado siempre tan unidos, no sólo cuando se quedaron solos, sino ya mucho antes, desde que él era muy pequeño, desde que tenía memoria, cuando cada tarde le iluminaba la vida la inminencia de la llegada de su padre, se había cobijado en él, lo había admirado como a un héroe de novela o de cine, lo había visto desmoronarse en medio de una calle y había sentido el peso aterrador de la responsabilidad y también el orgullo secreto de imaginar que la mano de su padre que se apoyaba en su hombro no lo protegía, sino que se sustentaba en él, su hijo primogénito.

Y de pronto, cuando tuvo dieciséis o diecisiete años, ya no quería vivir con él, ya le ahogaban casi todas las cosas que habían compartido desde que se quedaron los dos solos y llegaron a Tánger, sobre todo el luto, el dolor perpetuo, la rememoración de los muertos, la mujer y las hijas que su padre no había sabido salvar, sintiendo desde entonces que usurpaba indignamente sus vidas. Con el paso de los años, el luto de su padre en lugar de atenuarse se iba ensombreciendo de remordimiento, de rechazo huraño y ofendido de un mundo para el que los muertos no contaban, en el que nadie, incluyendo a muchos judíos, quería saber, ni recordar. Atendía su negocio con la misma energía y convicción con que se había dedicado a él cuando vivían en Budapest. En pocos años y como de la nada había logrado levantar una tienda que era una de las más modernas de Tánger y cuyo letrero luminoso, Galerías Duna, iluminaba al caer la tarde aquella zona burguesa y comercial bulevar Pasteur. Pero él, su hijo, se daba cuenta de que su actividad incesante y sagaz era pura apariencia, una imitación en el fondo malograda del hombre que el padre había sido antes de la catástrofe del mismo modo que la tienda era una imitación de la que había poseído y administrado en Hungría. Se iba volviendo cada vez más religioso, más obsesivamente cumplidor de los rituales, los rezos, las festividades, que en su juventud le habían parecido residuos de un mundo cerrado y antiguo del que él se sentía satisfecho de haber escapado. Tal vez en su gradual manía religiosa participaba un sentimiento de expiación, y ahora rezaba dócilmente al mismo Dios del que había renegado en sus días y noches insomnes de desesperación por permitir el exterminio de tantos inocentes. Y su hijo, que a los trece o a los catorce años lo acompañaba a la sinagoga con la misma solicitud con que le preparaba de noche la cena, o se aseguraba cada mañana de que hubiera tinta y papel en su escritorio, ahora encontraba cada vez más irritante aquel fervor religioso, y en todos los lugares en los que habitaba su padre empezaba a sentir una falta agobiante de aire, un olor a cerrado y a rancio que era el de las ropas de los judíos ortodoxos y el de las velas y la penumbra de la sinagoga, y también el olor polvoriento de las telas en el almacén donde ya no quería trabajar y del que no sabía cómo y con qué pretexto escaparse cuanto antes.

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