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Authors: Alessandro Baricco

Seda (2 page)

BOOK: Seda
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Los japoneses nunca habían visto un barco capaz de afrontar el mar a contraviento.

Cuando, siete meses después, Perry volvió para recibir la respuesta a su ultimátum, el gobierno militar de la isla se plegó a firmar un acuerdo en el cual se pactaba la apertura a los extranjeros de dos puertos en el norte del país, y el inicio de algunas primeras, mesuradas, relaciones comerciales. El mar en torno a esta isla —declaró el comodoro con cierta solemnidad— es desde hoy menos profundo.

10

Baldabiou conocía todas estas historias. Sobre todo conocía una leyenda que repetidamente afloraba en los relatos de quienes habían estado allí. Los relatos decían que en esa isla se producía la seda más bella del mundo. Llevaban más de mil años haciéndola, según ritos y secretos que habían alcanzado una exactitud mística. Lo que Baldabiou pensaba era que no se trataba de una leyenda, sino de la pura y simple verdad. Una vez había tenido entre los dedos un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener entre los dedos la nada. Así, cuando todo pareció irse al diablo por aquella historia de la pebrina y de los huevos enfermos, lo que pensó fue:

—Esa isla está llena de gusanos. Y una isla a la que por doscientos años no ha conseguido llegar un mercader chino o un asegurador inglés es una isla a la cual ninguna enfermedad llegará jamás.

No se limitó a pensarlo: se lo dijo a todos los productores de seda de Lavilledieu, después de haberlos convocado en el café de Verdun. Ninguno de ellos había oído hablar del Japón.

—¿Tendremos que atravesar el mundo para ir a comprar los huevos como Dios manda en el cual si ven a un extranjero lo ahorcan?

—Lo ahorcaban —aclaró Baldabiou.

No sabían que pensar. A uno de ellos se le ocurrió una objeción.

—Por algo será que nadie en el mundo ha pensado en ir a comprar los huevos allá.

Baldabiou podía fanfarronear recordando que en el resto del mundo no había ningún otro Baldabiou. Pero prefirió decir cómo estaban las cosas.

—Los japoneses se han resignado a vender su seda. Pero los huevos no. Los guardan para ellos. Y si tratas de sacarlos de la isla, lo que haces constituye un crimen.

Los productores se seda de Lavilledieu eran quien más quien menos, gentiles hombres de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en otra parte del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata.

11

Corría el año de 1861. Flaubert estaba terminando Salambó la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin. Los sericicultores de Lavilledieu se unieron en consorcio y recogieron la cifra, considerable, que se necesitaba para la expedición. A todos les pareció lógico encargarla a Hervé Joncour. Cuando Baldabiou le pidió que aceptara, él respondió con una pregunta.

—¿Y en dónde queda, exactamente, ese tal Japón?

—Siempre derecho hacia allá. Hasta el fin del mundo. Partió el 6 de octubre. Él solo.

En las puertas de Lavilledieu estrechó contra sí a su mujer Hélene y le dijo simplemente:

—No debes temer nada.

Era una mujer alta, se movía con lentitud, tenía largos cabellos negros que no se recogía nunca.

Tenía una voz bellísima.

12

Hervé Joncour partió con ochenta mil francos en oro y los nombres de tres hombres, procurados por Baldabiou: un chino, un holandés y un japonés. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el mar. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A pie, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama, Niigata, entró en la de Fukushima y alcanzó la ciudad de Shirakawa, la rodeo por el lado este, esperó dos días a un hombre vestido de negro que lo vendó y lo llevó a un poblado en las colinas, donde pasó una noche, y a la mañana siguiente hizo el negocio de los huevos con un hombre que no hablaba y tenía el rostro cubierto con un velo de seda negra. Al atardecer escondió los huevos entre las maletas, le dio la espalda al Japón y se dispuso a tomar el camino de regreso.

Apenas había dejado las últimas casas del lugar cuando un hombre lo alcanzó, corriendo, y lo detuvo. Le dijo cualquier cosa en un tono conciso y perentorio; luego lo acompañó de vuelta, con firme cortesía.

Hervé Joncour no hablaba japonés, ni era capaz de comprenderlo. Pero entendió que Hara Kei quería verlo.

13

Hicieron descorrer un panel de papel de arroz, y Hervé Joncour entró. Hara Kei estaba sentado con las piernas cruzadas, en el piso, en la esquina más lejana de la habitación. Llevaba una túnica oscura; no tenía joyas. Único signo visible de su poder, una mujer extendida a su lado, la cabeza apoyada en su regazo, los ojos cerrados, los brazos escondidos en el amplio vestido rojo que se extendía alrededor, como una llama, sobre la estera color ceniza. Él le pasaba lentamente una mano por el cabello: parecía acariciar la piel de un animal precioso y aletargado.

Hervé Joncour atravesó el cuarto, esperó una señal del anfitrión y se sentó frente a él. Permanecieron en silencio, mirándose a los ojos. Llegó un siervo, imperceptible, y puso delante de ellos dos tazas de té. Luego desapareció en la nada. Entonces Hara Kei comenzó a hablar, en su lengua, con una voz cantilenante, disuelta en una especie de falsete fastidiosamente artificial. Hervé Joncour escuchaba.

Tenía los ojos fijos en los de Hara Kei y sólo por un instante, sin advertirlo casi, los bajó hacia el rostro de la mujer.

Era el rostro de una chiquilla. Los alzó de nuevo.

Hara Kei se detuvo, levantó una de las tazas de té, se la llevó a los labios, dejó pasar un instante y dijo:

—Intentad decirme quién sois.

Lo dijo en francés, arrastrando un poco las vocales, con una voz ronca, verdadera.

14

El hombre más buscado del Japón, al dueño de todo lo que el mundo intentaba llevar fuera de aquella isla, Hervé Joncour intentó contarle quién era. Lo hizo en su propia lengua, hablando lentamente, sin saber con precisión si Hara Kei era capaz de comprender. Instintivamente renunció a cualquier prudencia, refiriendo sin invenciones y sin omisiones todo lo que era verdad, simplemente mezclaba pequeñas minucias y eventos cruciales con la misma voz y los gestos apenas acentuados, imitando la hipnótica andadura, melancólica y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei escuchaba, sin que la sombra de una expresión descompusiera los rasgos de su rostro. Tenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour, como si fueran las últimas líneas de una carta de adiós. En la habitación todo estaba tan silencioso e inmóvil que lo que sucedió de repente pareció un acontecimiento enorme y, sin embargo, fue una pequeñez.

De pronto, sin moverse en lo más mínimo, esa chiquilla abrió los ojos.

Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajo instintivamente la mirada hacia ella y lo que vio, sin, dejar de hablar, fue que esos ojos no tenían un aspecto oriental y estaban clavados, con una intensidad desconcertante, en él, como si desde el comienzo no hubiera hecho otra cosa debajo de los párpados. Hervé Joncour desvió la mirada hacia otro lado, con toda la naturalidad de que fue capaz, tratando de continuar su relato sin que nada, en su voz, pareciera diferente. Sólo se interrumpió cuando su mirada cayó en la taza de té, delante de él. La tomó con una mano, se la llevó a los labios y bebió con lentitud. Volvió a hablar, mientras la posaba de nuevo delante de sí.

15

Francia, los viajes por mar, el perfume de las moreras en Lavilledieu, los trenes de vapor, la voz de Hélene, Hervé Joncour continúo relatando su vida como nunca, en su vida, lo había hecho. Esa muchachita seguía mirándolo, con una violencia que arrancaba a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorable. Ahora el cuarto parecía caer en una inmovilidad sin retorno cuando de improvisto, y de un modo absolutamente silencioso, ella sacó una mano del vestido, haciéndola deslizar sobre la estera delante de sí. Hervé Joncour vio llegar esa mancha pálida al margen de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hara Kei y después, absurdamente, continuar deslizándose hasta apretar sin siquiera dudarlo la otra taza, que era inexorablemente la taza en que él había bebido, levantarla ligeramente y llevársela. Hara Kei no había dejado de mirar por un instante, sin expresión, los labios de Hervé Joncour.

La chiquilla alzó ligeramente la cabeza.

Por primera vez desvió los ojos de Hervé Joncour y los posó en la taza. Lentamente la hizo girar hasta tener en sus labios el punto preciso en que él había bebido.

Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té. Alejó la taza de sus labios.

La hizo deslizar hasta donde la había encontrado. Hizo desaparecer la mano en el vestido.

Volvió a apoyar la cabeza sobre el regazo de Hara Kei. Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour.

16

Hervé Joncour habló todavía un rato largo. Sólo se interrumpió cuando Hara Kei desvió los ojos de él e insinuó una reverencia con la cabeza.

Silencio.

En francés, arrastrando un poco las vocales, con voz ronca, verdadera, Hara Kei dijo:

—Si quisieras, me gustaría verte volver. Por primera vez sonrió.

—Los huevos que tienes contigo son huevos de pez, valen poco más que nada. Hervé Joncour bajó la mirada. Ahí estaba la taza de té, frente a él. La tomó y comenzó a voltearla, y a mirarla, como si estuviera buscando alguna cosa en el filo colorado de su borde. Cuando encontró lo que buscaba, apoyó allí los labios y bebió hasta el fondo. Luego puso la taza de té delante suyo y dijo:

—Lo sé.

Hara Kei rió divertido.

—¿ Y es por eso que has pagado con oro falso?

—He pagado lo que he comprado. Hara Kei volvió a ponerse adusto.

—Cuando te vayas de aquí, tendrás lo que deseas.

—Cuando me vaya de esta isla, vivo, recibirás el oro que te corresponde. Tienes mi palabra.

Hervé Joncour ni siquiera esperó la respuesta. Se levantó, dio un par de pasos atrás, luego se inclinó.

La última cosa que vio, antes de salir, fueron los ojos de ella fijos en los suyos, perfectamente mudos.

17

Seis días después Hervé Joncour se embarcó en Takaoka en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. De allí remontó de nuevo la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril —a tiempo para la Misa Mayor— llegó a las puertas de Lavilledieu. Se detuvo, le dio gracias a Dios y entró en el pueblo a pie, contando sus pasos, para que cada uno tuviera un nombre, y para no olvidarlos nunca más.

—¿Cómo es el fin del mundo? —le preguntó Baldabiou.

—Invisible.

A su mujer Hélene le llevó de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, no se puso jamás. Sí la sostenías entre los dedos, era como apretar la nada.

18

Los huevos que Hervé Joncour había traído del Japón —pegados por centenares encima de pequeñas hojas de corteza de morera— resultaron perfectamente sanos. La producción de seda, en la zona de Lavilledieu, fue aquel año extraordinaria, en cantidad y calidad. Se decidió la apertura de otras dos hilanderías, y Baldabiou hizo erigir un convento al lado de la capilla de santa Inés. No está claro por qué, pero se lo había imaginado redondo; por eso le encargó el proyecto a un arquitecto español que se llamaba Juan Benítez, y que gozaba de cierta notoriedad en el ramo de plazas de toros.

—Naturalmente, nada de arena en el medio, sino un jardín. Y, si fuera posible, cabezas de delfín en lugar de las de toro, a la entrada.

—¿Delfines, señor?

—¿Tienes presente el pez, Benítez?

Hervé Joncour hizo un par de sumas y se descubrió rico. Adquirió treinta acres de tierra al sur de su propiedad, y ocupó los meses del verano en diseñar un parque donde sería fácil, y silencioso, pasear. Lo imaginaba invisible como el fin del mundo. Cada mañana iba hasta el café de Verdun, donde escuchaba las historias del pueblo y hojeaba las gacetas de París. En la tarde permanecía sentado largo rato en el pórtico de su casa, junto a su mujer Hélene. Ella leía un libro, en voz alta, y esto lo hacía feliz porque pensaba que no había una voz más bella que ésa en el mundo.

Cumplió 33 años el 4 de septiembre de 1862. Iba lloviendo su vida frente a sus ojos, sereno espectáculo.

19

—No debes temer nada.

Puesto que Baldabiou lo había decidido, Hervé Joncour partió de nuevo para Japón el primer día de octubre. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el demonio. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A pie, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama y Niigata, entró en la de Fukushima y alcanzó la ciudad de Shirakawa, la rodeó por el lado este y esperó dos días a un hombre vestido de negro que lo vendó y lo llevó al villorrio de Hara Kei. Cuando pudo reabrir los ojos se encontró delante de dos siervos que tomaron su equipaje y lo condujeron hasta el final de un bosque, donde le indicaron un sendero y lo dejaron solo. Hervé Joncour empezó a caminar en la sombra que los árboles, encima y alrededor de él, le recortaban a la luz del día. Sólo se detuvo cuando de repente la vegetación se abrió, por un instante, como una ventana, al borde del sendero. Unos treinta metros más abajo se veía un lago y sobre la orilla del lago, sentados en el suelo, de espaldas, Hara Kei y una mujer en un vestido color naranja, los cabellos sueltos sobre la espalda. En el instante en que Hervé Joncour la vio, ella se volvió, lentamente y por un segundo, el tiempo justo para cruzarse con su mirada.

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