Mientras los arietes batían el muro con la tenacidad de bataneros pisando el paño, cuatro torres de madera se acercaron bamboleándose y traqueteando sobre sus enormes ruedas. La muralla de Eretria, con sus siete metros de altura, era un orgullo para sus habitantes; pero aquellas atalayas móviles medían diez metros, y los arqueros y honderos instalados en ellas podían disparar a placer contra los defensores desde sus ventanas y aspilleras.
Jasón había combatido durante toda la tarde frente a uno de esos monstruos ciclópeos.
Agazapado tras el parapeto, se asomaba cuando podía y disparaba apresuradamente alguna flecha, pues si se quedaba al descubierto más de un segundo, tres o cuatro proyectiles venían contra él, tanto desde las torres como desde las líneas de arqueros que disparaban en parábola desde el suelo.
Después de ver lo que le había ocurrido al hombre que combatía a su lado en al adarve, Jasón se andaba con mucho cuidado. Para un hoplita acorazado, las flechas no eran demasiado peligrosas si sus trayectorias eran curvas o les alcanzaban de lado; pero su vecino de puesto había tenido la mala suerte de que una saeta persa lo alcanzara de frente. Con un seco crujido, la punta piramidal había atravesado el peto de capas de lino y se le había clavado en el corazón. La coraza de Jasón, formada por dos piezas de bronce que encajaban como una campana, era más dura, pero después de aquella jornada su superficie pulida quedó afeada por un sinfín de abollones y raspaduras.
Mientras los arietes y las bastidas atacaban la muralla, la infantería persa tendía escalas de madera y lanzaba ataques simultáneos por más de diez puntos. Dos grupos lograron poner el pie sobre el adarve a la altura de la puerta de Caristo, pero los defensores, tras encarnizados combates cuerpo a cuerpo, consiguieron rechazarlos y derribar las escalas.
Por fin, al caer el sol, las trompas persas tocaron la orden de retirada. Un suspiro de cansancio y dolor recorrió la muralla. El general Carmo dio licencia a la mayor parte de los defensores para que regresaran a sus casas a pasar la noche, pues temía que si no les daba descanso, no aguantarían los ataques del día siguiente. Mientras, equipos de esclavos de ambos sexos se dedicaron a apuntalar la muralla allí donde las cabezas de los arietes habían abierto grietas. Pero sólo podían reforzar la parte interior, pues en el exterior montaban guardia retenes de arqueros persas que disparaban a bulto contra todo lo que se movía.
Gracias al permiso concedido por Carmo, Jasón había podido cenar con su esposa y narrarle los horrores de aquel día reclinado en el diván. Ella, sentada en un taburete como exigía el recato, le escuchaba y de vez en cuando hacía una seña a la joven esclava File para que les sirviera vino en ambas copas.
—Son como la marea —repitió Jasón—. Por más que los rechaces, siempre vienen más y más de refresco. Y traen unas máquinas diabólicas que nadie había visto nunca.
El mercader tenía la mirada perdida a lo lejos, como si en vez del rostro de su esposa contemplase aún las filas interminables de persas que se abatían en oleadas sobre la muralla. Estaba tan cansado que apenas probaba bocado, aunque ya había vaciado cuatro veces la copa de vino.
—No creo que resistamos otro día. No podemos con ellos. Nosotros somos ciudadanos que se enfundan una armadura de verano en verano para entrenar unos días, y de vez en cuando luchamos contra otros hoplitas tan aficionados como nosotros. Ellos son soldados profesionales. Nos van a barrer. Nuestra única esperanza es que los atenienses lleguen a tiempo.
—¿Por qué lo dices? —Tras oír el relato de su marido y ver sus ojeras negras y sus mejillas descolgadas, Apolonia tenía la impresión de que ninguna ciudad griega, ni sola ni en coalición con otras, podía derrotar a aquellos diablos venidos de Asia—. ¿Es que los atenienses tienen soldados profesionales, o es que son más numerosos que los persas? Jasón meneó la cabeza.
—No, no lo son. Ni por asomo podrían vencerlos en una batalla campal. Pero si se unen a nosotros, podríamos defender todo el perímetro de la muralla y aguantar más tiempo. Tal vez los persas se queden sin provisiones y decidan levantar el cerco...
Ni siquiera él, que siempre había hablado maravillas de Atenas, parecía convencido de sus palabras. Apolonia había pensado por vez primera en la posibilidad de huir de Eretria, en abandonar su casa. Pero ¿adónde irían? No hay nada más triste en este mundo que ser una desterrada y vagar lejos de las tumbas de tus antepasados y los héroes de tu ciudad. Fue entonces cuando, para apartar aquel lúgubre pensamiento, le quitó la copa de la mano a Jasón y le dijo:
—¿Por qué no duermes conmigo? Es de noche. Estas horas le pertenecen a Afrodita, no al cruel Ares.
Y ambos subieron a la alcoba e hicieron el amor. Y luego apareció la diosa de ojos glaucos a traer su advertencia.
Ahora, Apolonia tomó la túnica que había dejado plegada sobre la tapa del arcón y se la echó por encima. Normalmente la ayudaba a vestirse File, pero Apolonia no quería despertar a nadie antes de hablar con Jasón, asíque ella misma se abrochó los botones de plata que le sostenían el quitón sobre los hombros. Sin entretenerse en ponerse un manto o hacerse un moño, ya que era de noche todavía y tan sólo iba a verla su esposo, salió de la alcoba y recorrió el pasillo descalza, caminando de puntillas para que los crujidos de los peldaños no despertaran a Mnesiptólema.
Cuando bajó las escaleras y llegó al patio, se dio cuenta de que Jasón estaba hablando con alguien. Su primer impulso fue darse la vuelta y subir corriendo para que no la viera otro hombre.
Pero después se dijo que el mensaje de la diosa era más importante que cualquier norma de conducta dictada por el decoro, y se acercó con paso cauteloso.
Ambos hombres conversaban a la luz de un candelabro, pues la noche era muy oscura.
Enfrascados en su conversación, no repararon en la presencia de Apolonia, que permaneció a unos pasos de ellos, oculta entre las sombras.
El visitante era Esquines, amigo de su marido y, como él, orador en la asamblea. Apolonia lo conocía porque cuando murió su padre, había asistido al funeral y le había dado el pésame en la calle. Esquines era un hombre alto y apuesto, pero había algo en él que repelía a Apolonia.
—No esperes que los atenienses vengan —estaba diciendo—. Ellos mismos me lo han confirmado. Se van de la isla.
—¡Eso es imposible! —respondió Jasón—. Prometieron ayudarnos. Temístocles en persona me dio su palabra.
Apolonia recordó que la diosa le había dicho: «Busca el barco de Temístocles». Aunque no lo conocía en persona, había oído hablar de aquel hombre. Era próxeno de su esposo, lo que significaba que cuando Jasón visitaba Atenas, se alojaba en casa de Temístocles, y cuando éste venía a Eretria —circunstancia que aún no se había dado desde la boda de Apolonia—, se hospedaba con Jasón.
Al parecer, Temístocles, como el propio Jasón, se dedicaba a comerciar con ciudades e islas de todo el Egeo y más allá, y sus naves habían llegado hasta Italia y Sicilia. Pero, por los comentarios de su propio marido, Apolonia sospechaba que el ateniense era mucho más activo y ambicioso en política que él.
—Es Temístocles quien se está encargando de la evacuación de los colonos al continente —respondió Esquines—. Lo he visto con mis propios ojos.
—¡No puede ser! Él me aseguró que acudirían en nuestra ayuda si los persas venían primero contra nosotros.
—Olvídalo. No hay solución. No podemos resistir solos a los persas —dijo Esquines.
Aunque Jasón había dicho eso mismo durante la cena, ahora sacudió la cabeza, negándose a resignarse.
—Piénsalo, Jasón —insistió Esquines—. Con esas máquinas los persas acabarán tomando la muralla. Y cuando lo hagan, entrarán furiosos, en pleno ardor del combate, y se dedicarán a asesinar a los hombres y a violar a las mujeres. Pero si un comité de eretrios distinguidos pacta con ellos la entrega voluntaria de la ciudad, lo más probable es que nos perdonen.
—Ya. Después de cortarnos las narices y las orejas.
Apolonia se estremeció entre las sombras. Aunque no había visto a los desdichados que habían traído el mensaje persa, la imagen que tenía de ellos era tan cruda y real que había soñado una noche con sus rostros mutilados. Alguien le había contado que dos de ellos ya se habían cortado las venas.
—Eso lo hacen para sembrar el miedo y conseguir que nos rindamos —argumentó Esquines—.
Los persas no son tan crueles como crees. Por mucho que se quejen, las ciudades griegas de la costa de Asia Menor viven muy bien bajo el dominio de Darío.
—¡No puedo creer que tú me estés diciendo eso! ¿Cómo van a vivir bien bajo esa tiranía? —El gobierno persa no es ninguna tiranía, Jasón. Es verdad que esas ciudades tienen que pagar más de cuatrocientos talentos de tributo al Gran Rey. Pero, a cambio, la paz de Darío les permite prosperar y comerciar con mil lugares remotos. Así que los mismos jonios que no dejan de protestar del yugo persa se enriquecen tanto que sus ingresos compensan de sobra lo que pierden en tributos.
—Esos argumentos ya los he oído antes en la asamblea —respondió Jasón—. Pero nunca imaginé que saldrían de tu boca.
Esquines se encogió de hombros.
—Hay que resignarse, Jasón. Ante el gigante persa no somos más que un puñado de hormigas.
Tenemos que cambiar de actitud si no queremos que nos aplaste.
—¿Y qué actitud quieres que tomemos? Ya es demasiado tarde. Todo el mundo sabe en qué bando estamos.
—¡No, no es tarde en absoluto! He hablado con algunas personas del partido oligárquico, y van a reunirse conmigo en mi casa antes de amanecer. Me han propuesto un pacto.
—¿Qué tipo de pacto? —preguntó Jasón.
—Saben que eres un hombre moderado, y que tienes ascendiente sobre los mercaderes y los artesanos. Si los apoyamos en la asamblea cuando propongan la entrega, ellos nos garantizarán inmunidad ante los persas. —Esquines apoyó una mano en el hombro de Jasón, al que casi sacaba la cabeza—. Ven conmigo a mi casa y ellos terminarán de convencerte.
—¡No! —exclamó Apolonia, saliendo a la luz.
Ambos se volvieron hacia ella. En el gesto de Jasón había sorpresa. En el de Esquines, algo más.
De repente, Apolonia se dio cuenta de que, con el relente de la noche, los pezones se le habían vuelto a endurecer. Bajo lafina túnica de lino, que sin duda se transparentaba a la luz del candelabro, se sintió más desnuda que si no llevara nada de ropa. Para colmo, el cabello suelto le caía sobre los hombros; sabía que su negra melena atraía a los hombres tanto como su talle de junco, sus anchas caderas y sus dientes blancos y rectos. Esquines, aprovechando que estaba un paso por detrás de Jasón y que éste no podía saber dónde ponía los ojos, se la comió con la vista, demorándose en sus pechos. Después la miró al rostro y le sonrió con descaro.
Apolonia debería haber vuelto corriendo al gineceo. Pero no lo hizo. De pronto había visto en un destello todo lo que sucedería si no hacía nada. Jasón acompañando a Esquines a su casa. Jasón asesinado por los oligarcas. Los persas entrando en la ciudad a sangre y fuego. Esquines ocupando el lugar de Jasón en su lecho, quizá como esposo o, simplemente, como dueño y señor de su cuerpo.
No, eso no pasaría si estaba en su mano evitarlo.
—¿Qué haces levantada, Apolonia? —preguntó Jasón—. ¿Te han despertado nuestras voces? Ella negó con la cabeza. No quería hablar de la visión delante de Esquines.
—¿Qué pasa entonces? —insistió su marido con un dejo de impaciencia en la voz.
—No quiero que salgas de casa —respondió Apolonia. Luego añadió, en tono más meloso—:
Esta noche no.
—¿Dejas que tu esposa te diga lo que debes hacer? No sabía que la tenías tan consentida —intervino Esquines.
Jasón se volvió y le miró de soslayo.
Ha cometido un error
, comprendió Apolonia. El tono de Esquines había sonado demasiado venenoso.
—En esta casa, ella tiene más derecho a decírmelo que tú —respondió Jasón, y Apolonia sintió una oleada de gratitud que, en parte, alivió el frío de sus entrañas—. Vete a reunirte con esos hombres si quieres. Yo necesito pensar.
—Pues no te lo pienses demasiado. No disponemos de mucho tiempo.
Esquines dirigió una última mirada a Apolonia, que se cruzó los brazos sobre los senos para cubrirlos de su vista. Después salió sin despedirse. Jasón se sentó en un banco de piedra del patio, o más bien se desplomó sobre él.
Qué cansado parece
, pensó Apolonia con ternura, olvidando por unos segundos la urgencia del aviso de la diosa.
Jasón, que se había casado muy tarde, casi la doblaba en edad; pero ahora los veinte años que le sacaba a Apolonia parecían haberse convertido en treinta. La joven le quería, pero al meterse en la cama con él nunca había llegado a sentir esa calidez líquida en el vientre ni ese temblor en las pantorrillas del que hablaban los epitalamios. El mercader era apenas un dedo más alto que ella, tenía las piernas flacas y peludas, la barbilla blanda y huidiza y la coronilla en barbecho. Por más que se lavara y se perfumara con menta las axilas, su sudor ya olía a rancio cuando brotaba de su piel. Pero era un buen padre y un marido amable, y cuando organizaba banquetes en casa tenía la decencia de no invitar a flautistas ni prostitutas. Lo que hiciera en los simposios a los que le invitaban otros amigos, Apolonia prefería no saberlo.
La joven tomó aliento y dijo:
—He tenido una visión.
Jasón levantó la mirada y entrecerró los ojos. Apolonia se apresuró a contarle el sueño y las palabras de Atenea sin apenas dejar pausa entre las frases para que él no tuviera tiempo de poner objeciones.
—¿Crees que es un sueño veraz? —preguntó su marido al final.
Ella asintió. Al despertar, las imágenes de los sueños tienden a disiparse como lo hace la niebla matinal conforme se levanta el sol. Pero la visión de Atenea y sus armas seguía siendo tan vívida como la que ahora tenía de su esposo, o incluso más. Si cerraba los ojos, casi podía contar los pliegues del fino drapeado de su peplo.
—Creo que el sueño ha salido por la puerta de cuerno —respondió—. La propia diosa ha venido a avisarnos. Debemos huir de aquí.
Jasón se quedó unos segundos cabizbajo. Apolonia casi pudo leer sus pensamientos. Huir de la ciudad suponía desertar de su puesto en la muralla. Pero ella le había dado una razón honorable para abandonar: nada menos que un mensaje de los dioses. Y ahora, sin tan siquiera la esperanza de los refuerzos atenienses, ya no les quedaba la menor posibilidad de victoria.