A las diez de la mañana se hallaban reunidos en el despacho del Honorable
President
de la Generalitat los socios de gobierno, la oposición de Unió Paradoxal de Catalunya y mosén Recaredo. El
President
los había puesto en antecedentes sobre el secuestro del Presidente en Madriz y la conversación telefónica que había tenido por la tarde con la Reina Eusebia.
—¿Y cont collons quieren que recuperemos nosotros el Reconector? —preguntó Felip Rentafigues. —Eso: que lo encuentre la Policía Nacional, si son tan chulos —apoyó la Montse de Esquerra Pertinal—. —Lo que nos conviene es que se encuentre lo antes posible, sea quien sea —dijo pacientemente el
President
, que llevaba toda la noche barrinando sobre las consecuencias políticas y electorales del asunto.
—¿Ah, sí?, ¿por qué? —preguntó el Manel de Rojos Veras—. ¿Qué nos importa a nosotros que el Presidente hable euskera?: lo que tendríamos que hacer es aprovechar para exigir que hable también catalán...
—Vamos a ver... Primero —se dispuso a enumerar el
President
, con tono de paciencia—: no os olvidéis de que tenemos cuatro muertos en el armario y a otros seis individuos bajo observación médica, y que cuanto antes se termine de hablar del Reconector a
Madrit
mucho mejor para todos... Y segundo: ¿se os ocurre quién va a ganar las elecciones generales de octubre si el Presidente aparece en los medios de comunicación hablando de autodeterminación en euskera?
En la mente de todos los presentes se hizo la siniestra imagen de Fernández Plancha, y en segundo plano, la todavía más aborrecida de Gollum frotándose las manos.
—Cony: eso no se me había ocurrido —confesó Rentafigues.
—Vale, pero las competencias en delitos de ámbito estatal siguen siendo de la Policía Nacional... La última vez que se supo de esos Innombrables estaban a
Madrit
, y nosotros no podemos enviar allí a los
Mossos
... —razonó la Montse.
—Pues si no encuentran ellos el Reconector, y pronto, habrá que ir pensando en acercarse a Oriente Medio y comprar otro —dijo el
President
.
—¿Y eso cómo?, ¿pagando nosotros? —preguntó prudentemente Rentafigues.
—Nos va a salir más barato que negociar la financiación autonómica del año que viene con Sauron —dijo el
President
, usando por un momento la jerga republicana.
—Ui, Déu nos en guard —dijo mosén Recaredo, santiguándose dos veces seguidas.
Escolteu: y ya que se han enterado de todo a
Madrit
, ¿no podríamos darle la información que tenemos a aquel japonés de la Interpol que andaba husmeando en Calabella? —propuso Manel de Rojos Verds.
—No: está en Andorra investigando no sé qué erijo el
President
, cuidándose de no mencionar a la Agente 69 delante de mosén Recaredo—. Además, eso nos relacionaría con los cuatro muertos... Lo único que he podido hacer de momento es enviar a
Madrit
al doctor Cafarell, el que dirigió el Experimento Catalonia; debe de haber salido hace un rato en el puente aéreo. Al menos ese gesto les hará entender a los del gobierno que hay buena voluntad de nuestra parte.
La muchacha de los tacones cruzó hacia la isleta central con su paso inseguro y se dirigió hacia las puertas automáticas de cristal que daban acceso al parquin de la plaza Rebes.
Se detuvo ante las puertas del ascensor.
El inspector Sakamura, que la seguía de cerca, consideró lo más oportuno pasar de largo a sus espaldas y bajar por la escalera.
Llegado al primer sótano, el inspector se quedó observando si se abrían las puertas del elevador. No fue así, y bajó una planta más hasta el segundo sótano. Allí, cuando estaba apostado en espera de que la muchacha saliera del ascensor, fue alcanzado por Corrales, que llegaba resoplando.
—Joder, Maestro, hay que ver lo buenas que están estas delincuentes modernas, en mis tiempos tenían todas las tetas caídas y los dientes podridos...
Pero el inspector pidió silencio con un gesto y asomó un poco la cabeza.
Las puertas del ascensor se abrieron, y la muchacha salió y echó a andar sobre el suelo cimentado del aparcamiento, produciendo potentes ecos.
De pronto se detuvo para abarcar toda la extensión del aparcamiento con una mirada; se quitó los zapatos y siguió andando deprisa y en completo silencio.
Entretanto, los Encapuchados 2 y 3, que habían salido desde la plaza en pos de Corrales, estaban también apostados, pero un tramo de escalera más arriba, observando los movimientos de aquel Travolta al que seguían y del otro, pequeño y con pinta de japonés, con el que se había reunido en el segundo sótano.
La muchacha, entretanto, había desaparecido al doblar el recodo de la caja de escalera, de modo que el inspector y Corrales avanzaron hasta la siguiente esquina para no perderle la pista —y otro tanto hicieron los Encapuchados 2 y 3 a sus espaldas—. Desde su nueva posición, el inspector oyó voces que, aunque trataban de ser discretas, se veían amplificadas por el eco. No le pareció seguro asomar la cabeza; en lugar de eso se puso a hacer extraños movimientos: agachándose, estirando el cuello, alzándose de puntillas o tirándose en el suelo y reptando.
—Joder, Maestro, ¿ahora se pone a hacer gimnasia? Pero el inspector volvió a pedir silencio sin dejar de contorsionarse. Con sus extraños movimientos, estaba tratando de encontrar una posición tal que pudiera ver en las superficies de los relucientes coches aparcados un buen reflejo de lo que ocurría más allá del recodo. Finalmente, estirado de lado en el suelo, consiguió distingir en la puerta trasera de un Mercedes negro la proyección que buscaba.
Así, aunque distorsionados como en un espejo de feria, vio a la muchacha y a no menos de tres individuos con los que se había reunido junto a un vehícu lo grande de color granate. Uno de los individuos parecía estar mirando atentamente algo que, en el reflejo sobre el Mercedes, resultaba indistinguible. Sí se distinguieron, en cambiouna vez que el inspector dobló y dirigió sus pabellones auriculares con las manos para minimizar el efecto del eco— las palabras que intercambiaban:
—¿Lo has contro?, abulta pocopreguntó una voz de hombre.
—Y qué querías, pues, que pidiera 100.000 euros en calderilla... He metido los billetes en el bolso y he salido pitando, joder.
—¿Seguro que no te han seguido?
—Y yo qué sé... Los guardaespaldas eran los de Pronosti, la hostia, yo ya he cumplido vistiéndome de pija fascista.
—Pues éstos ya tendrían que estar aquí... A ver, número 5, vete arrancando y encara la salida, que en cuanto aparezcan los de Pronosti salimos zumbando. El inspector —y hasta Corrales, que con tanto espionaje estaba muerto de ganas de fumaroyó el sonido de un motor de arranque y, siempre en el reflejo de la puerta del Mercedes, vio que el vehículo se movía con las luces de marcha atrás encendidas. Luego se oyó un crujido y el vehículo se detuvo en seco produciendo un chirrido de goma contra cemento.
—Que t'has dejao el retrovisor en la columna, oyes —dijo una nueva voz masculina.
—Ten cuidao, joder, a ver si te cargas el Reconector —apoyó la misma voz que había hablado antes. De modo que el Reconector estaba en la furgoneta, y eso era todo lo que el inspector necesitaba saber.
Sin más demora, el Maestro se levantó del suelo y abandonó su posición atrincherada para caminar decididamente hacia el vehículo y los individuos que estaban junto a él. Su figura, menuda y de pasos rápidos y sigilosos, pasó desapercibida hasta que llegó a pocos metros del grupo. Entonces se detuvo, saludó muy ceremoniosamente en gasso y, sacando de alguna parte su placa dorada, dijo:
—Interpol: Innombrables detenidos, Reconector confiscado, ah, sí.
Corrales, que hasta el momento se había conformado con atisbar asomando el cuello, no quiso perderse el momento de gloria y saltó a la palestra poniéndose las gafas del FBI:
—Chst: ya habéis oído al inspector —dijo—. Al que se mueva le meto un paquete que se va a cagar patas pa'bajo...
La reacción de los cuatro Encapuchados fue diversa.
El n.°4, en su timidez, levantó las manos.
El n.°5, sentado al volante del Chrysler, apagó el motor y se bajó para enterarse de qué pasaba, pues. El n.° 6 permaneció inmóvil tratando de calibrar si cuatro jóvenes patriotas vascos debían dejarse detener por un Travolta fofo y un alfeñique de ojos invisibles, ambos aparentemente desarmados.
Y la n.° r, que había sido sorprendida cuando se estaba abrochando las hebillas de sus añoradas botas militares, se incorporó arremangándose un poco la falda de tubo por si había pelea.
Fue n.° 6, en su calidad de cerebro y relaciones públicas del komando, el que rompió el silencio tenso dirigiéndose en castellano al inspector:
—Perdone la indiscreción, señor Interpol, pero ¿llevan ustedes sus armas de fuego reglamentarias?, porque de lo contrario me temo que les van a dar mucho po'1 culo.
El inspector entendía las palabras «fuego» y «culo» —la primera gracias a las advertencias de seguridad de Sony y la segunda gracias a Corrales—, pero no tenía el placer de conocer la palabra «armas» y mucho menos la palabra «reglamentarias», de modo que desvió un momento la mirada hacia Corrales en busca de aclaración.
—Nada, que pregunta aquí el señor delincuente si lleva usté la pipa —explicó prudentemente Corrales, viendo que la cosa podía ponerse fea si los señores delincuentes optaban por la insurgencia.
—Ah, no: yo no fuma mucho po'l culo —contestó el inspector, poniéndose un poco Gouda, como quien declina amablemente una invitación presumiblemente obscena.
Entretanto, los chicarrones de Pronosti, que habían seguido el diálogo desde su posición parapetada, decidieron que era el momento de salir a campo abierto y el n.° 61os vio acercarse a espaldas del Travolta y el chino sin ojos. El n.° 2 pasó hacia el Chrysler apartando de su camino a Corrales, que de resultas del encontronazo fue a parar de nalgas al suelo —«Chst, cuidadito con tocar a la Guardia Civil», dijo Corrales desde allí, tratando de levantarse a toda prisa pero cambiando de opinión cuando el gigante se volvió hacia él y le hizo «Uh»—. El n.° 3, por su parte, trató de empujar también al inspector, pero su manotazo no encontró más apoyo que el aire que el Maestro dejó ocupando su lugar, de tal modo que el Encapuchado, llevado por la inercia de su propio movimiento, dio un pequeño traspiés. Cuando, visiblemente contrariado, se volvió en redondo en busca de la escurridiza figura del inspector, se encontró con la placa dorada de la Interpol delante de sus narices.
—Tú detenido —dijo el inspector, alzando el brazo como si fuera un árbitro sacando la tarjeta amarilla.
Fue entonces cuando el Encapuchado n.º 3 lanzó un mamporro con toda la manaza abierta que casi zumbó en el aire, zuuuuf. Pero el inspector hizo otra armoniosa y líquida finta de aikiro para, con sorprendente lentitud que habría requerido ritmo de adagio, evitar el manotazo, sacar un juego de esposas de no se supo dónde, cerrar fuertemente uno de los aros entorno a la muñeca derecha del chicarrón, mantener las esposas agarradas mientras se deslizaba un paso hasta el otro chicarrón, tomarle a éste también la mano derecha, luxarle el meñique según las enseñanzas del jiu— itzu para disuadirlo de resistirse, hacerla volar en el aire en una llave de judo —o quizá un molinete de rock'n'roll—, pasársela por entre sus propias piernas (las del chicarrón), y finalmente atraparla con el aro que quedaba libre en las esposas.
—Tú también detenido dijo, volviendo a alzar la placa como un árbitro.
El resultado es que los paisanos de Pronosti cayeron al suelo unidos por las manos derechas, pero en una posición tan complicada que sería excesivo tratar de describirla al detalle. Sí podría decirse que se asemejaba vagamente a un conato de apareamiento recreativo, lo que, a juicio de los propios chicarrones, no resultaba demasiado euskaldún, al extremo de que ambos trataron a toda costa de deshacer el lío dando giros y volteretas, que habrían sido quizá estimulantes desde el punto de vista erótico pero resultaban a todas luces infructuosas a efectos de liberarse.
—Ahora ya me habéis cabreao —dijo Corrales, que había tenido tiempo de levantarse y se aplicó rápidamente a darle patadas en el culo al chicarrón que lo había tirado al suelo—. Y ahora qué, valiente, eh..., ahora qué.
El inspector, en cambio, se desentendió de ellos y se plantó ante el trío formado por los Encapuchados números 4, 5 y 6 —n.° 1 seguía todavía peleándose con las hebillas de las botas, sentada en el interior del coche—. Frente a él, n.° 5 y n.° 6 se miraron entre sí, quizá tratando de valorar la mejor estrategia a seguir. Las opciones básicas eran dos: enfrentarse como valientes a aquel canijo sin ojos y liberar a los de Pronosti, o huir como gallinas abandonando a sus fieles compañeros a su suerte.
En menos de un segundo, el privilegiado cerebro de n.° 6 encontró una buena excusa que justificara inclinarse por lo segundo:
—¿Al coche, hay que salvar el Reconector! —gritó. A lo cual se aplicaron todos menos la Encapuchada n.° 1, que ya estaba adentro con la falda de tubo medio arremangada, lo que le costó a n.° 4 darse un coscorrón chichonero contra el quicio de la portezuela.
El inspector bien habría podido entonces desenfundar su sable imaginario y, de cuatro certeros tajos, inutilizar las ruedas del vehículo para coartar la esca pada. Pero siguiendo la consigna de la Interpol de causar los mínimos daños a personas y propiedades, prefirió concentrar su chi para catapultarse de un salto hasta el techo del Voyager haciendo papilla varias leyes de Newton.
Stuk, sonó el golpe en el interior del vehículo, donde n.° 5, nervioso, no acertaba con los cables que tenía que empalmar para arrancar el motor. Stuf, sonó otra vez la chapa del techo, e inmediatamente n.° 5 vio aparecer por la ventanilla la cabeza del canijo sin ojos puesta del revés, lo que le daba un inquietante aspecto de murciélago feo tirando a vampiro. Luego, el murciélago metió una mano en el habitáculo y le tiró de su muñeca hacia afuera, de tan endiablada manera, presionándole entre los huesecillos carpianos, que n.° 5 no tuvo más remedio que ceder al tirón quejándose flojito y de a poquito«Ay, ay, ay, ay, ay... »—, y sacar la otra mano de entre los cables bajo el volante para tratar de liberarse. Pero el invertidoen sentido topológicoaprovechó la coyuntura para engarzarle unas esposas en ambas manos, no sin antes pasar la cadena por el soporte del retrovisor, lo que dejó a n.° 5 impedido para otra cosa que no fuera quedarse allí sentado viendo cómo el vampiro desaparecía de la ventanilla.