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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Rumbo al Peligro (3 page)

BOOK: Rumbo al Peligro
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—Una parada más, Little —dijo Bolitho—, y después les pagaré a todos una ronda.

Estas palabras les animaron de inmediato. Seis marineros, un cabo de infantería de marina y dos críos con sus tambores que parecían soldaditos de plomo recién sacados de la caja. A ninguno de ellos le preocupaban los tristes resultados de su caminata de pueblo en pueblo. Normalmente, la aparición de Bolitho y su grupo despertaba escaso interés, excepto entre los niños y algunos perros asilvestrados que les mordían los talones. Las viejas costumbres tardan en desaparecer cuando se está tan cerca del mar. Eran demasiados los que recordaban todavía el pavor que todos habían sentido ante la aparición de las terribles rondas de enganche, capaces de arrancar a un hombre del seno de su familia para embarcarlo en un navío del rey, en el que sufriría las crueles vicisitudes de una guerra cuyas causas muy pocos comprendían todavía ahora. Y muchos de aquellos hombres jamás volvieron a sus casas.

Por el momento, Bolitho había conseguido cuatro voluntarios. Cuatro, y Palliser esperaba veinte. Los había enviado escoltados al bote antes de que se les ocurriera cambiar de opinión. Dos de ellos eran marinos, pero los otros eran trabajadores de una granja que habían perdido sus empleos «injustamente», habían dicho ambos. Bolitho sospechaba que en realidad tenían otras razones, razones de peso, para enrolarse voluntariamente, pero no era el momento de hacer preguntas.

Iniciaron lentamente la marcha a través del césped desierto; la hierba embarrada salpicaba de lodo los zapatos y las medias nuevas de Bolitho.

Little había avivado el paso, y Bolitho se preguntó si habría hecho bien ofreciéndoles un trago.

Interiormente lo tomó con indiferencia. Hasta entonces nada había ido a derechas. Aquella situación difícilmente podía empeorar.

—¡Allí hay algunos hombres, señor! —siseó Little. Se frotó las manos y le dijo al cabo—: Bueno, Dipper, es el momento de que tus chicos empiecen a tocar una canción, ¿vale?

Los dos marineritos esperaron a que su cabo les diera la orden; entonces, mientras uno de ellos iniciaba un enérgico redoble en su tambor, el otro sacó un pífano de la correa que llevaba en bandolera y atacó una especie de danza.

El cabo se llamaba Dyer, por lo que Bolitho le preguntó a Little:

—¿Por qué le llama usted Dipper?
[2]

Little sonrió burlón, mostrando un buen surtido de dientes rotos, inconfundible señal de que era un peleador nato.

—¡Caramba, señor, pues porque antes era carterista, hasta que se le hizo la luz y decidió unirse a los buenos!

El pequeño grupo que había frente a la posada se esfumó en cuanto vio acercarse a los marinos.

Sólo quedaron dos personas, la pareja más extravagante que uno pudiera imaginar.

Uno de ellos era menudo e inquieto, y su aguda voz se elevaba con facilidad por encima del sonido del pífano y el tambor. El otro era grande y fuerte, iba desnudo de cintura para arriba, y sus brazos y puños colgaban a los lados como si fueran armas esperando el momento de ser utilizadas.

El hombre pequeño, un charlatán que se había enfurecido al principio al ver que su audiencia desaparecía de repente, vio a los marinos y les hizo señas para que se acercaran, lleno de excitación.

—¡Bueno, bueno, bueno, mira qué tenemos aquí! Los hijos del mar, nuestros queridos marinos británicos. —Se quitó el sombrero ante Bolitho—. ¡Y con un auténtico caballero al mando, de eso no cabe duda!

—Que los hombres rompan filas, Little —dijo Bolitho con hastío—. Le diré al posadero que traiga cerveza y queso.

El charlatán estaba voceando:

—¿Cuál de estos valientes muchachotes será el que se atreva a combatir contra mi luchador? —decía mientras sus penetrantes ojos les escrutaban—. ¡Una guinea para el hombre capaz de aguantar dos minutos luchando con él! —La moneda refulgió un instante entre sus dedos—. No es necesario ganar, mis valerosos chicos; ¡basta con luchar y mantener el tipo durante dos minutos!

Había conseguido que todos le prestaran atención, y Bolitho oyó cómo el cabo le murmuraba a Little:

—¿Qué le parece, Josh? ¡Toda una jodida guinea!

Bolitho se detuvo en la puerta de la posada y observó por primera vez al luchador profesional. Parecía tener la fuerza de diez hombres, y sin embargo, había algo patético en su aspecto que le hacía parecer desesperado. No se estaba fijando en ninguno de los marineros, sino que mantenía la mirada perdida en el vacío. Tenía el tabique nasal roto, y su rostro reflejaba el castigo sufrido en múltiples peleas. Combates librados en ferias rurales, para la pequeña burguesía de las granjas, para cualquiera que estuviera dispuesto a apostar para ver a dos hombres luchando hasta que uno de ellos alcanzase su sangrienta victoria. Bolitho no sabía con seguridad a quién despreciaba más, si al tipo que vivía a costa del luchador o al que hacía sus apuestas basadas en el sufrimiento de aquel hombre.

—¡Estaré dentro, Little! —gritó secamente.

De repente, la idea de tomar un vaso de cerveza o de sidra le atrajo como si un trasgo juguetón le estuviera haciendo señas.

Little estaba ya pensando en otras cosas.

—A la orden, señor —dijo.

Era una posada pequeña y acogedora, y el mesonero, cuya cabeza casi rozaba el techo, se apresuró a recibir a Bolitho. En el hogar brillaba un chispeante fuego, y la estancia estaba invadida por los aromas del pan recién horneado y el jamón ahumado.

—Siéntese aquí, teniente. Me ocuparé de sus hombres enseguida. —Notó la expresión de desaliento de Bolitho y comentó—: Con su permiso, señor, pero está perdiendo el tiempo por estos alrededores. La guerra se llevó de aquí a demasiados hombres tras el redoble de tambor, y los pocos que volvieron se marcharon a ciudades grandes como Truro o Exeter en busca de trabajo. Yo mismo, ahora —prosiguió meneando la cabeza con resignación—, quizá habría firmado si fuera veinte años más joven. Además… —y dejó la frase en el aire con una sonrisa bonachona.

Poco después, Richard Bolitho estaba sentado en una silla de alto respaldo junto al fuego, dejando que el lodo de sus medias se fuera secando, con la casaca desabotonada para hacerle espacio a la excelente empanada que le había servido la esposa del mesonero. Un perro grande y viejo estaba tendido a sus pies, respirando acompasadamente al calor del fuego y soñando con alguna hazaña de tiempos pasados.

—¿Te has fijado en él? —le susurró el mesonero a su esposa—. Nada menos que un oficial del rey. ¡Dios mío, pero si todavía es un crío!

Bolitho se desperezó, todavía amodorrado y bostezando. Pero los brazos se le quedaron como paralizados en el aire cuando oyó fuertes gritos cargados de ira entremezclados con grandes risotadas. Se puso en pie de un salto, buscando a tientas su espada y su sombrero e intentando abotonarse la casaca al mismo tiempo.

Fue hasta la puerta casi corriendo, y cuando salió dando traspiés al frío del exterior, vio a los marineros y a los infantes de marina forcejeando entre ellos muertos de risa, mientras el menudo charlatán vociferaba:

—¡Habéis hecho trampa! ¡Tenéis que haber hecho trampa!

Little lanzó la guinea de oro al aire para volver a cazarla al vuelo hábilmente.

—Yo no he hecho trampa, amigo. Justo y honrado, ¡así es Josh Little!

—¿Qué está pasando aquí? —interrumpió bruscamente Bolitho.

—Ha derribado al luchador invencible, señor —balbució el cabo Dyer medio sofocado por la risa—. ¡Jamás había visto nada igual!

Bolitho miró fijamente a Little.

—¡Hablaré más tarde con usted! Ahora forme a los hombres; nos quedan aún varios kilómetros hasta la próxima población.

Giró en redondo y se quedó mirando, atónito, cómo el charlatán se dirigía al luchador. Este se encontraba en pie, en la misma posición que cuando lo viera por primera vez, como si nunca se hubiera movido de allí; que hubiera sido derribado parecía ya poco menos que impensable.

El charlatán cogió una cadena más o menos larga y gritó:

—¡Esto por tu maldita estupidez! —La cadena golpeó la espalda desnuda del luchador—. ¡Esto por hacer que pierda mi dinero! —Y de nuevo se oyó el ruido de otro latigazo.

Little miró a Bolitho con inquietud.

—Ejem… señor…, voy a devolverle a esa sabandija su dinero; no estoy dispuesto a ver cómo azotan al pobre diablo como si fuera un perro.

Bolitho tragó saliva. El corpulento luchador podría haber matado a su verdugo con un sólo golpe. Quizá hacía tanto tiempo que había tocado fondo que ya no era capaz de sentir nada, ni siquiera dolor.

Aquello era más de lo que Bolitho podía soportar. El hecho de haber empezado con mal pie a bordo de la
Destiny
, su fracaso a la hora de reclutar el número de voluntarios requerido, todo eso lo había sabido encajar. Pero el denigrante espectáculo que se le ofrecía ahora a la vista fue la gota que colmaba el vaso.

—¡Eh, usted! ¡Deténgase! —Bolitho avanzó hacia él dando zancadas; sus hombres le observaban entre respetuosos y divertidos—. ¡Suelte esa cadena inmediatamente!

El charlatán pareció acobardarse un instante, pero enseguida recobró su seguridad. No tenía nada que temer de un joven teniente. Y aún menos en una región en la que sus servicios, por los que recibía la correspondiente remuneración, eran requeridos con frecuencia.

—¡Tengo mis derechos!

—Deje que yo me encargue de ese gusano, señor —gruñó Little—. ¡Yo le daré sus condenados derechos!

La situación se le estaba escapando de las manos. Habían aparecido en escena algunos lugareños, y Bolitho vio mentalmente la imagen de sus hombres enzarzados en una batalla campal con la mitad de la comarca antes de poder llegar hasta el bote.

Le dio la espalda al desafiante charlatán y se encontró frente a frente con el luchador. Visto de cerca parecía aún más grande, pero a pesar de lo llamativas que resultaban su corpulencia y su fuerza bruta, Bolitho se fijó sólo en sus ojos, semiocultos por unos párpados magullados que habían perdido su forma natural tras años de recibir golpes.

—¿Sabe quién soy?

El hombre asintió lentamente, con la mirada fija en los labios de Bolitho, como si leyera en su boca las palabras.

—¿Se enrolaría como voluntario al servicio del rey? —le preguntó amablemente Bolitho. Vaciló al ver la dolorosa comprensión en sus ojos antes de seguir diciendo: ¿Se uniría conmigo a la tripulación de la fragata
Destiny
, en Plymouth?

Entonces, con tanta lentitud como antes, aquel hombre volvió a asentir, y sin dedicar siquiera una mirada al boquiabierto charlatán, recogió su camisa y una pequeña bolsa.

Bolitho se giró hacia el charlatán y le miró con una cólera sólo comparable al sentimiento de satisfacción que le producía el pequeño triunfo que acababa de conseguir. De todas formas, una vez fuera del poblado liberaría de su compromiso al luchador.

—¡No puede hacer eso! —aulló el charlatán.

Little avanzó hacia él amenazante.

—Deje de armar ruido, amigo, y muestre un poco más de respeto por un oficial del rey; de lo contrario… —dejó el resto de la frase a la propia imaginación del hombrecillo.

Bolitho se humedeció los labios antes de ordenar:

—Todos a formar. ¡Cabo, tome el mando!

Vio al luchador observando atentamente a los marineros y le llamó.

—¿Cómo se llama?

—Stockdale, señor. —Pronunció su nombre como arrastrando cada sílaba. Sus cuerdas vocales debían de haber sufrido magulladuras en tantos combates que incluso la voz le salía quebrada.

—Stockdale —repitió Bolitho con una sonrisa—. No le olvidaré. Es usted libre de marcharse cuando quiera. —Y, lanzando una significativa mirada a Little, añadió—: Antes de que lleguemos al bote, por supuesto.

Stockdale miró serenamente al enclenque charlatán, que estaba sentado en un banco, con la cadena todavía colgando de la mano. Luego carraspeó cuidadosamente para aclararse la voz y dijo:

—No, señor. No pienso abandonarle. Ni ahora ni nunca.

Bolitho le vio unirse a los demás. La diáfana sinceridad de aquel hombre le había conmovido extrañamente.

—No tiene de qué preocuparse, señor —le dijo Little en voz baja, y se inclinó hacia él hasta el punto que Bolitho notó el olor a cerveza y queso de su aliento—: En cuanto lleguemos todo el barco sabrá lo que acaba de suceder. Pertenezco a su división, señor, ¡y puede estar seguro de que le romperé la crisma al primer bergante que intente crearle problemas!

Un débil rayo de sol se reflejó juguetón en el reloj de la iglesia, y mientras el pelotón de reclutamiento marchaba estoicamente hacia el siguiente poblado, Bolitho se sintió alegre por lo que acababa de hacer.

Empezó a llover, y oyó a Little decir:

—Ya no nos alejaremos mucho más, Dipper; pronto estaremos de vuelta en el barco tomando un trago.

Bolitho observó los anchos hombros de Stockdale. Un voluntario más. Eso hacía un total de cinco. Agachó la cabeza para protegerse el rostro de la lluvia. Faltaban todavía quince.

En la siguiente población les fue aún peor, sobre todo porque ni siquiera había posada, y el granjero del lugar sólo les permitió pasar la noche en un establo que no utilizaba, y aun a eso se mostró reacio. Aseguró que tenía la casa llena de forasteros, pero que de todas formas. Aquellas tres palabras, de todas formas, resultaban muy, pero que muy elocuentes.

El establo tenía goteras en una docena de lugares, y hedía como una sentina; los marineros, como la mayoría de los de su clase, estaban habituados a un forzoso aseo que venía determinado por los reducidos espacios en que se alojaban dentro de los barcos, y no dejaron de expresar en alta voz su descontento.

Bolitho no podía recriminárselo, y cuando el cabo Dyer se presentó ante él para notificarle que el voluntario Stockdale había desaparecido replicó:

—No me sorprende, cabo, pero no deje de vigilar discretamente al resto del grupo.

Estuvo pensando mucho rato en la huida de Stockdale, preguntándose por qué experimentaba un sentimiento de pérdida tan acusado. Quizá las sencillas palabras de Stockdale le habían emocionado más profundamente de lo que él creía, quizá aquel hombre había simbolizado para él un cambio de suerte, como una especie de talismán.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó Little—. ¡Mire eso!

Stockdale, empapado por la lluvia, entró en la zona iluminada por el farol y depositó un saco a los pies de Bolitho. Todos los hombres se apiñaron a su alrededor mientras del saco iban saliendo tesoros iluminados por el resplandor amarillo. Algunos pollos, pan tierno y vasijas de barro llenas de mantequilla, medio pastel de carne y, lo más importante, dos grandes tinajas de sidra.

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