Roseanna (7 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: Roseanna
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—Te llama un tío por teléfono. En medio de Perry Mason... qué oportuno... Maldita sea, hay que cambiar de sitio el teléfono.

Maldita sea, hay que empezar a encargarse ya de la educación de los hijos.

Maldita sea, ¿qué le dices a una hija que acaba de cumplir trece años, adora a los Beatles y ya tiene tetas?

Entró con sigilo en el salón como si pidiera perdón por existir, echó una mirada apacible al gran abogado defensor Perry Mason, cuyo rostro perruno y decrépito llenaba en ese momento la pantalla de la televisión, y se llevó el teléfono al recibidor.

—Hola —dijo Ahlberg—. Oye, creo que tengo algo.

—¿Sí?

—¿Recuerdas que hablamos de los barcos del canal? Los que pasan por aquí durante el verano a las doce y media y a las cuatro.

—Sí.

—He intentado comprobar el tráfico de barcos pequeños y de barcos de carga durante aquella semana, es prácticamente imposible dar con todos los que vinieron por aquí. Pero hace una hora, de repente, uno de los chavales de la policía se acordó de que el verano pasado vio un barco de pasajeros por el mausoleo de Baltazar von Platen en dirección al oeste en plena noche. No me supo decir exactamente cuándo, ni se le ocurrió comentármelo hasta ahora. Tenía una patrulla especial por esa zona algunas noches. Parece disparatado, pero jura que es verdad. Se fue de vacaciones al día siguiente y se le olvidó.

—¿Reconoció el barco?

—No, espera. He llamado a Gotemburgo, a un par de funcionarios de la compañía naviera. Y uno de ellos me comentó que podría ser cierto. Creía que el barco se llamaba
Diana
y me dio la dirección del capitán.

Hubo un breve silencio. Se oyó cómo Ahlberg encendía una cerilla.

—Conseguí contactar con el capitán. Me dijo que por supuesto se acordaba, aunque habría preferido olvidarlo. Primero tuvieron que pararse durante tres horas a causa de la niebla en Havringe y luego se rompió un tubo de vapor del motor...

—Máquina.

—¿Qué?

—De la máquina. Del motor, no.

—Vale. De todas maneras estuvieron detenidos más de ocho horas en Söderköping hasta que lo repararon. Significa que se retrasaron casi doce horas y que pasaron Borenshult después de medianoche. No atracaron ni en Motala ni en Vadstena, sino que fueron directamente a Gotemburgo.

—¿Cuándo ocurrió eso? ¿Qué día?

—El segundo viaje de vuelta después de la fiesta de San Juan, es decir, la noche del cinco.

Los dos permanecieron en silencio por lo menos durante diez segundos.

Luego, Ahlberg recordó:

—Cuatro días antes de encontrarla. Volví a llamar al chico de la compañía naviera para verificar las fechas. Quería saber por qué, y entonces le pregunté si todos los de a bordo habían llegado bien a Gotemburgo. ¿Y quién pudo no llegar bien? me preguntó. Pues no lo sé, le contesté. Ha debido pensar que estaba loco.

Hubo otro silencio.

—¿Crees que puede significar algo? —preguntó Ahlberg al final.

—No lo sé —contestó Martin Beck—. Tal vez. De todas maneras has hecho un buen trabajo.

—Si resulta que todos los que subieron a bordo llegaron a Gotemburgo, no aportará gran cosa.

Su voz revelaba una peculiar mezcla de decepción y modesto triunfo.

—Tenemos que comprobar todos y cada uno de los datos —añadió Ahlberg.

—Por descontado.

—Hasta luego.

—Hasta luego. Te llamaré.

Martin Beck se quedó un rato con la mano en el auricular, luego frunció el ceño y cruzó el salón como un sonámbulo. Cerró la puerta despacio y se sentó delante de la maqueta, llevó la mano derecha hasta uno de los estays del mástil de mesana, pero la dejó caer enseguida.

Siguió allí una hora más; hasta que su mujer entró y le mandó a la cama.

Capítulo 8

—No tienes muy buen aspecto que digamos —comentó Kollberg.

Efectivamente, Martin Beck no se sentía bien. Estaba constipado, le dolían la garganta y los oídos, y tenía pitidos en los bronquios. Siguiendo la evolución habitual, el resfriado había entrado en su fase más dolorosa. Aun así, había desafiado deliberadamente la enfermedad y la guerra en casa, pasando todo el día en su despacho. Había escapado de los cuidados asfixiantes que le hubieran caído encima de haberse quedado en cama. Desde que los niños se habían hecho mayores y no la necesitaban tanto como antes, su esposa, con entusiasmo fervoroso e inoportunidad enfermiza, había asumido el papel de enfermera del hogar y los recurrentes períodos gripales de su marido constituían para ella eventos tan importantes como los cumpleaños y períodos festivos.

Además, por alguna razón, le daba cargo de conciencia quedarse en casa.

—¿Qué haces aquí si no estás bien?

—No me pasa nada.

—No le des tantas vueltas a esa historia. No ha sido precisamente nuestro primer fracaso. Ni será el último, lo sabes tan bien como yo. Y eso no nos hace ni mejores ni peores. Por cierto, ¿es algo que merece la pena? ¿Ser un buen poli?

—No estoy pensando en eso.

—No te comas la cabeza. Es malo para la moral.

—¿La moral?

—Sí, imagínate la cantidad de mierda que uno puede llegar a pensar si sólo se dedica a eso. Las cavilaciones son la madre de la ineficacia —sentenció Kollberg, y se marchó.

Terminó siendo un día aburrido y sin acontecimientos, lleno de estornudos, escupitajos y gris rutina. Llamaron a Motala dos veces, más que nada para animar a Ahlberg, quien a la luz del nuevo día, se había dado cuenta de que su descubrimiento no servía de nada mientras no se pudiera relacionar con el cadáver de la presa de la esclusa.

—Supongo que resulta fácil sobrestimar las cosas cuando se lleva mucho tiempo trabajando como un perro sin resultado.

Ahlberg lo dijo herido y apesadumbrado. Su voz casi partía el corazón.

La chica desaparecida de Räng seguía sin dar señales de vida. No le preocupaba. Medía ciento cincuenta y cinco centímetros y tenía el pelo teñido y peinado al estilo de la Bardot.

A las cinco cogió un taxi para volver a casa, pero se bajó a la salida del metro y anduvo el último trecho; cualquier cosa antes que aguantar otra destructiva discusión sobre dinero, consecuencia sin duda de que su mujer le viera llegar en taxi.

No fue capaz de comer nada, pero se tomo sorbo a sorbo una manzanilla. «Sólo faltaba que me doliera también el estómago», pensó Martin Beck. Luego se fue a la cama y se durmió casi enseguida.

A la mañana siguiente se sentía algo mejor, se bebió con estoica tranquilidad una taza de agua con miel muy caliente y se comió un panecillo. La discusión sobre su estado de salud y las absurdas exigencias a los funcionarios con cargo por parte de las autoridades estatales se alargaron y cuando llegó a Kristineberg ya eran las diez y cuarto.

Había un telegrama sobre su mesa.

Un minuto más tarde Martin Beck, por primera vez durante sus ocho años de servicio, entró en el despacho de su jefe sin llamar, a pesar de que la lucecita roja de su puerta estaba encendida.

El omnipresente Kollberg estaba sentado en el borde del escritorio estudiando el plano de una planta en un edificio de apartamentos.

Hammar se encontraba donde siempre, en su silla, con su pesada cabeza apoyada entre las manos. Los dos miraron pasmados al recién llegado.

—He recibido un telegrama de Kafka.

—Vaya alegría ya por la mañana —ironizó Kollberg.

—Se llama así. Policía criminal de Lincoln, en Estados Unidos. Ha identificado a la mujer de Motala.

—¿Puede hacerse por telegrama? —preguntó Hammar.

—Eso parece.

Lo dejó sobre la mesa. Los tres leyeron el texto:

THAT'S OUR GIRL ALL RIGHT. ROSEANNA MCGRAW, 27, LIBRARIAN. EXCHANGE OF FURTHER INFORMATIONS NECESSARY AS SOON AS POSSIBLE. KAFKA, HOMICIDE.

—Roseanna McGraw —repitió Hammar—. Bibliotecaria. ¿A que no lo esperabais?

—Yo tenía una teoría —reconoció Kollberg, que era de Mjölby—. ¿Dónde está Lincoln?

—En Nebraska, en algún lugar del interior —contestó Martin Beck—. Creo.

Hammar volvió a leer el mensaje.

—Bueno, supongo que habrá que ponerlo todo en marcha de nuevo —concluyó—. Ahora tiene mejor pinta. ¿Pero cómo pudo acabar aquella mujer en Motala?

Devolvió el telegrama.

—Enviarán más datos por carta, supongo. Esto no aporta gran cosa.

—De sobra para nosotros —agradeció Kollberg—. Hasta ahora nadie nos había mostrado demasiada consideración.

—Muy bien —dijo Hammar tranquilamente—, primero tú y yo tenemos que arreglar esto.

Martin Beck volvió a su despacho, estuvo un rato masajeándose el nacimiento del pelo con las puntas de los dedos. La primera sensación sobrecogedora de éxito, en cierta medida, se había desvanecido. Les costó tres meses conseguir una información que solían tener gratis desde el principio en noventa y nueve casos de cada cien. Ahora quedaba el verdadero trabajo.

La embajada y el fiscal provincial tenían que esperar. Se acercó el teléfono y marcó el prefijo de Motala.

—Sí —contestó Ahlberg.

—Ha sido identificada.

—¿Seguro?

—Eso parece.

Ahlberg no dijo nada.

—Era americana. De un lugar llamado Lincoln, en Nebraska. ¿Lo estás apuntando?

—Ya lo creo.

—Se llamaba Roseanna McGraw. Deletreo: RUDOLF-OLOF-SIGURD-ERIK-ADAM-NIKLAS-NIKLAS-ADAM, otra palabra: MARTIN mayúscula-CESAR-GUSTAV mayúscula-RUDOLF-ADAM-WILHELM. ¿Lo tienes?

—Completo.

—Tenía veintisiete años y era bibliotecaria. Es todo lo que puedo decirte de momento.

—¿Cómo lo has sabido?

—Rutina. Al final denunciaron su desaparición. No a través de la Interpol, sino de la Embajada.

—El barco —dijo Ahlberg.

—¿Qué?

—El barco. ¿De dónde saldría un turista americano sino de un barco? Quizá no del mío precisamente, pero de algún yate. De vez en cuando pasan yates.

—No sabemos si era turista.

—Es verdad. Me pondré enseguida. Averiguaré en veinticuatro horas si conocía a alguien aquí o vivía en la ciudad.

—Vale. Te llamaré en cuanto sepa algo más.

Martin Beck terminó la conversación estornudando a Ahlberg en el oído.

Cuando iba a pedirle disculpas, ya había colgado.

A pesar de que el dolor de cabeza no había cedido y de que tenía los oídos taponados, hacía mucho tiempo que no se encontraba tan bien. Se sentía como un corredor de maratón antes del pistoletazo de salida. Sólo había dos cosas que le preocupaban. El asesino había salido antes de la señal y les llevaba una ventaja de tres meses, y Martin Beck ni siquiera sabía en qué dirección correr.

En algún lugar bajo esta superficie de inquietantes perspectivas y especulaciones en valores desconocidos, su cerebro de policía había comenzado a planificar la investigación rutinaria de las próximas cuarenta y ocho horas. Daría algunos resultados, eso lo sabía de antemano. Tan seguro como que la arena cae en un reloj de arena.

La verdad es que durante tres meses apenas había pensado en otra cosa. El momento en el que por fin empezaría la investigación. Había sido como avanzar chapoteando en un pantano en la más absoluta oscuridad. Ahora podía sentir el primer trozo de tierra firme bajo sus pies. El siguiente no estaría lejos.

No esperaba resultados rápidos. Si Ahlberg descubría que la mujer de Lincoln había trabajado en Motala o se había alojado con unos conocidos, o el simple hecho de que hubiera estado alguna vez en la ciudad, quedaría tan sorprendido o más que si el asesino entrara por la puerta de su despacho y dejara encima de su mesa la prueba definitiva.

Sin embargo, confiaba bastante en las informaciones complementarias de Estados Unidos, aunque no se sentía demasiado impaciente. Pensó en todos los datos que había que tramitar con el colega de América, y luego en la tozuda insistencia de Ahlberg, sin fundamento alguno, de que la mujer había llegado en barco. Lo lógico era naturalmente que el cuerpo hubiera sido trasladado hasta el agua en coche. El automóvil representaba el nuevo dios del hombre; había asumido la mayoría de las funciones, incluso la de transporte ilegal de cadáveres.

Poco después se preguntó qué aspecto tendría el teniente detective Kafka, y si la comisaría en la que trabajaba se parecería a las que se solían ver en la tele. También preguntó qué hora sería en ese momento en Lincoln, dónde había vivido la mujer, y si en su casa, cerrada con llave y con fundas blancas sobre los muebles, reinaba el silencio; si el aire de allí dentro estaría viciado y contaminado de un fino polvo estancado.

Se dio cuenta de que sus conocimientos geográficos sobre América del Norte eran muy difusos. No tenía ni idea dónde se encontraba Lincoln y Nebraska no le decía mucho más que otro montón de nombres propios.

Después de comer se fue a la biblioteca y echó un vistazo al mapamundi. Pronto encontró Lincoln, era una ciudad del interior, en realidad no podía estar más en el centro de Estados Unidos. Probablemente se trataba de una ciudad bastante grande, pero no pudo consultar ningún libro con datos sobre urbes estadounidenses. Con la ayuda de su agenda de bolsillo, calculó la diferencia horaria, siete horas. Ahora eran las dos y media de la tarde, así que en casa del agente de Lincoln habían dado las siete y media de la mañana y probablemente Kafka estuviera todavía en la cama leyendo el periódico matutino.

Permaneció algunos minutos delante del mapa, luego puso el dedo en un punto negro del tamaño de la cabeza de un alfiler en el extremo sureste del estado de Nebraska, cerca de los 100° de longitud Oeste de Greenwich, y se dijo a sí mismo:

—Roseanna McGraw.

Repitió el nombre unas cuantas veces más para fijarlo en su memoria.

Al volver, Kollberg, en la silla de su despacho, se entretenía enganchando clips en una interminable cadena.

Antes de que les diera tiempo a decir nada, sonó el teléfono. Era la centralita.

—La central telefónica avisa de una llamada desde Estados Unidos. Llegará dentro de unos treinta minutos. ¿Puede contestar entonces?

De manera que el teniente detective Elmer B. Kafka no estaba en la cama leyendo el periódico. Otra conclusión precipitada más.

—Desde Estados Unidos, joder —exclamó Kollberg.

La llamada llegó más o menos a los tres cuartos de hora. Al principio sólo se oía un ruido confuso y muchas teleoperadoras hablando a la vez, luego llegó una voz sorprendentemente clara y nítida. Mantuvieron la conversación en inglés.

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