Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—¿Sabe en qué barco?
—No, no lo oí.
—¿Estará fuera mucho tiempo?
—No me lo dijo. ¿Quiere que le deje algún recado si sé de ella?
—No, gracias.
Se había marchado precipitadamente. Estaba seguro de que se encontraba ya a bordo de un barco camino a algún sitio más allá de su alcance. Y ahora sabía con certeza lo que antes sólo había sido una suposición.
Estaba muerta de miedo por alguien o algo y tenía que descubrir por qué.
La recepción del hospital de Växjö reaccionó con gran rapidez.
—Larsson, Karin Elisabeth, sí, es correcto, una persona con ese nombre estuvo ingresada en la planta de ginecología desde el nueve del agosto hasta el primero de octubre del año pasado.
—¿Por qué?
—Eso tiene que preguntárselo al médico jefe.
El médico jefe de la planta de ginecología dijo:
—Sí, es posible que me acuerde. Le llamaré en cuanto haya echado un vistazo a su historial.
Mientras Martin Beck esperaba, observó las fotos y leyó la descripción que había redactado después de las conversaciones con Gota Isaksson. Resultaba aún insuficiente, pero era bastante mejor que la de hacía unas horas.
Altura: aproximadamente 186 centímetros. Constitución física: normal. Color de pelo: rubio ceniza. Ojos: probablemente azules (verdes o grises), redondos, algo saltones. Dientes: blancos, sanos.
La llamada se produjo una hora después. El médico había encontrado el historial de la paciente.
—Sí, era lo que pensaba. Llegó por su propio pie la noche del nueve de agosto. Recuerdo que estaba a punto de irme a casa cuando me pidieron que la reconociera. La habían llevado a observación y sangraba mucho por los genitales. Aparentemente llevaba ya un tiempo así, porque había perdido bastante sangre y no se encontraba en muy buen estado. Pero no tenía afectado ningún órgano vital. Al preguntarle qué le había ocurrido, se negó a contestar. No es la primera vez que las pacientes de esta planta se niegan a explicar qué les ha causado las hemorragias. Naturalmente, la razón puede deducirla usted mismo, aunque la verdad es que, en la mayoría de los casos, se lo sacamos tarde o temprano. Pero ella no dijo nada al principio y luego mintió. ¿Quiere, comisario, que lea directamente del historial? Si no, puedo darle una versión más sencilla.
—Sí, por favor —le rogó Martin Beck—. El latín no es mi fuerte.
—Ni el mío, dicho sea de paso —contestó el médico.
Procedía del sur de Suecia, de la provincia de Escania y hablaba con calma, ordenada y metódicamente.
—Como decíamos, sangraba abundantemente y le dolía, así que le pusimos una inyección. La hemorragia provenía del útero y de heridas en la vagina. Localizamos heridas en la boca del útero y en la pared posterior de la vagina, debieron producirse con un objeto duro y afilado. En torno al esfínter, en la desembocadura de la vagina, descubrimos unos cortes que indicaban que el instrumento también debió ser considerablemente grueso. No es inusual este tipo de lesiones graves en mujeres a las que se les realiza un aborto de forma negligente, o en aquellas que intentan abortar por su cuenta. Pero le puedo decir con toda seguridad, señor comisario, que nunca jamás había visto nada parecido. Quedó prácticamente descartado que ella se pudiera haber hecho a sí misma una intervención de ese tipo.
—¿Fue eso lo que comentó? ¿Que se lo había causado ella misma?
—Sí, fue lo que nos contó cuando habló por fin. Intenté que me explicara cómo, pero mantuvo todo el tiempo que se lo había hecho ella. No le creí, ella lo sabía, y al final ni siquiera se molestó en parecer convincente, simplemente repetía su versión: me lo hice yo misma, me lo hice yo misma, como un disco rayado. Lo raro es que ni siquiera había estado embarazada. Es cierto que tenía el útero dañado, pero si hubiese estado embarazada tendría que haber sido en una fase tan temprana que resulta imposible pensar que lo supiera.
—¿Qué le ocurrió, según usted?
—Algún loco perverso. Parece demasiado siniestro y jodido, hablando claro, pero estoy casi seguro de que intentaba proteger a alguien. Me preocupaba, así que la retuvimos hasta el uno de octubre, aunque podríamos haberle dado el alta antes. Además, yo nunca abandoné la esperanza de que admitiera la verdad. Pero lo negaba una y otra vez hasta que al final tuve que dejarla salir. No pude hacer nada más. Por cierto, comenté el asunto con conocidos de la policía y algo intentaron, pero tampoco les fue posible esclarecer el asunto.
Martin Beck guardó silencio.
—No sé exactamente cómo ocurrió, como le decía —siguió el médico—. Fue con algún tipo de objeto, pero no resulta fácil determinarlo. Tal vez una botella. ¿Le ha ocurrido algo?
—No, sólo quería hablar con ella.
—Me temo que va a ser complicado.
—Ya —dijo Martin Beck—. Gracias por su ayuda. Se guardó el bolígrafo en el bolsillo sin haber apuntado nada.
Martin Beck se masajeó el nacimiento del pelo con las puntas de los dedos mientras miraba la foto del hombre de la gorra.
Pensó en la mujer de Växjö, su temor le había hecho ocultar la verdad de forma insistente y con obstinación, y la había llevado a huir. No podía desviar la mirada de la foto y murmuró «¿por qué?», aunque sabía que sólo había una sola respuesta a aquella pregunta.
Sonó el teléfono. Era el médico.
—Se me olvidó comentarle algo que puede que le interese. La paciente en cuestión había sido ingresada anteriormente en el hospital, en concreto a finales de diciembre del sesenta y dos. Se me olvidó, porque por entonces yo estaba de vacaciones, y porque trabajaba en otra planta. Pero leí su historial al convertirse en mi paciente. Aquella vez se había fracturado dos dedos de la mano izquierda, el índice y el del corazón. Estaban rotos en la primera articulación, o sea cerca de la mano. También en aquella ocasión se negó a confesar lo que le había ocurrido. Le preguntaron si se había caído por las escaleras y entonces respondió que sí, que eso había pasado. Pero según el colega que se ocupó de ella eso no era posible. Los dedos se le habían roto hacia atrás, hacia el dorso de la mano; no había otros daños. No sé mucho más, recibió el tratamiento habitual con escayola, etcétera, y la curación llevó el proceso normal.
Martin Beck le agradeció la llamada y colgó, volvió a coger el teléfono enseguida y marcó el número del restaurante SHT. Pudo oír el bullicio de la cocina y alguien que gritaba «tres filetes Lindström» justo al lado del auricular. Pasaron unos minutos antes de que se pusiera Göta Isaksson.
—Hay mucho ruido por aquí —dijo—. ¿Que dónde nos encontrábamos cuando se dio de baja? Sí, claro que me acuerdo, en Gotemburgo. Cuando partimos por la mañana ella ya no estaba y la suplente no se incorporó hasta llegar a Töreboda.
—¿Dónde se alojaron en Gotemburgo?
—Yo solía quedarme en la pensión del Ejército de Salvación, en Postgatan, pero ella no lo sé. Probablemente a bordo o en un hotel. Lo siento, pero tengo que salir corriendo. Los comensales me están esperando.
Martin Beck llamó a Motala y Ahlberg escuchó en silencio.
—Así que se fue al hospital de Växjö directamente desde Gotemburgo —concluyó—. Hay que averiguar dónde pasó la noche del ocho al nueve de agosto. Tuvo que suceder entonces.
—Se encontraba bastante mal —dijo Martin Beck—. Es extraño que pudiera trasladarse a Växjö en ese estado.
—Quizás el que lo hizo vivía en Gotemburgo. En ese caso, habría ocurrido en su casa.
Permaneció en silencio un rato. Luego añadió:
—Si lo vuelve a hacer, lo cogeremos. ¿Por qué no nos dio su nombre, maldita sea, si sabe quién es?
—Estaba asustada —contestó Martin Beck—. Temía por su vida.
—¿Crees que es demasiado tarde para localizarla?
—Sí —aseguró Martin Beck—. Sabía lo que hacía cuando se fue, podría estar fuera de nuestro alcance durante años, y ahora nosotros también sabemos lo que pretendía.
—¿Qué? —preguntó Ahlberg.
—Huir para salvar su vida —dijo Martin Beck.
Una gruesa capa de nieve sucia y acuosa cubre las calles y los tejados de las casas, caen gotas de las estrellas de Navidad grandes y amarillas suspendidas entre las fachadas de los edificios de Regeringsgatan. Llevan colgadas un par de semanas, a pesar de que falta casi un mes para la Navidad. La gente camina nerviosa y apretujada por las aceras, y en la calzada el tráfico fluye con dificultad en una lenta corriente. De vez en cuando, un coche pisa el acelerador y adelanta algunos puestos de la caravana, salpicando sucia aguanieve con las ruedas. El agente Lundberg parece ser el único que no tiene prisa. Pasea por Regeringsgatan con las manos en la espalda en dirección sur junto a los escaparates navideños. El agua de la nieve derretida en los tejados cae en pesadas gotas sobre la gorra del uniforme y el aguanieve bajo sus chanclos de goma. Llega hasta Smålandsgatan, donde ni hay tanta aglomeración de gente ni la circulación es tan densa. Baja la cuesta con prudencia para no resbalarse y se detiene ante el edificio que antiguamente albergaba la comisaría del distrito de Jakob; se sacude el agua de la gorra. Es joven, lleva poco tiempo en el cuerpo de policía y no se acuerda de la vieja comisaría, cerrada hace años, cuyo distrito pertenece ahora a la comisaría de Klara.
El agente Lundberg es de la policía de Klara y tiene una gestión que realizar en Smålandsgatan. En la esquina con Norrlandsgatan hay una pastelería. Entra. Le han encargado recoger un sobre de una de las camareras, pero no sabe lo que contiene. Mientras espera, se apoya en la barra y echa un vistazo a su alrededor.
Son las diez de la mañana y sólo están ocupadas tres o cuatro mesas. En el sofá de enfrente hay un señor sentado ante una taza de café. A Lundberg le suena de algo e intenta hacer memoria. El tipo está rebuscando dinero en los bolsillos, mientras mira como ausente al policía. A Lundberg se le eriza el pelo de la nuca. ¡El hombre del Canal de Gota!
Está casi seguro de que es él. En la comisaría ha visto las fotografías varias veces y tiene su imagen grabada en la memoria. Preso de la emoción, casi se olvida del sobre, pero se lo dan en el mismo momento en que el hombre se levanta y deja unas monedas encima de la mesa. No se cubre la cabeza, ni lleva abrigo y, al acercarse a la puerta, Lundberg constata que su estatura, constitución física y color de pelo encajan con la descripción.
A través de la puerta de cristal, le ve girar a la derecha, levanta la mano con un rápido movimiento hacia la visera de la gorra para despedirse de la camarera y se apresura a seguirlo. El hombre sube la calle una decena de metros, luego tuerce a la derecha y entra a un pasaje abovedado, Lundberg llega justo a tiempo para ver cómo se cierra una puerta que da a aquel pasadizo. En la puerta hay un letrero que dice:
J. A. ERIKSSON TRANSPORTES Y MUDANZAS.
OFICINA.
En la parte superior de la puerta hay un cristal. Lundberg entra lentamente al pasaje. Al pasar intenta echar un vistazo a través del cristal, pero sólo logra ver otro cristal en ángulo recto con la puerta. En el patio hay dos camiones, en cuyas puertas está escrito en letras blancas: J. A. ERIKSSON TRANSPORTES.
Se da la vuelta y vuelve a pasar por delante de la puerta de la oficina. Esta vez más despacio aún, con el cuello estirado y muy atento. Al otro lado de los cristales se encuentran dos o tres módulos separados por tabiques y cuyas puertas dan al pasillo. En la puerta más cercana, que conduce al módulo menor, consigue leer CAJA en una ventanilla corrediza abierta en el cristal. En la siguiente puerta pone OFICINA SR. F. BENGTSSON.
El hombre alto se encuentra de pie allí dentro, al otro lado del cristal, hablando por teléfono. De espaldas a Lundberg, está mirando hacia una ventana pintada de blanco. Se ha cambiado la chaqueta por una bata negra y tiene una mano metida en el bolsillo. Un hombre vestido con mono y gorra de visera entra por una puerta al fondo del pasillo. Lleva unos papeles en la mano. Al abrir la puerta del despacho, mira hacia la salida, Lundberg sigue tranquilamente por su camino y sale a la calle.
Acaba de realizar su primer seguimiento.
—Por fin, joder —exclamó Kollberg—. Me apunto al primer turno.
—Probablemente come a las doce —dijo Martin Beck—. Date prisa y llegarás a tiempo. Un chaval espabilado, ese Lundberg, si es que ha acertado. Llámame esta tarde en cuanto puedas y enviaré a Stenström para que te releve.
—Creo que hoy me puedo arreglar solo. Si quiere, que me sustituya esta noche.
—Hasta luego.
A las doce menos cuarto Kollberg estaba in situ. Enfrente del edificio de la empresa de transportes, había una cervecería donde se sentó junto a la ventana. Sobre la mesa, una taza de café y una pequeña maceta pintada de rojo con un tulipán marchito, una ramita de abeto y un polvoriento papá Noel de plástico. Se dispuso a tomar su café tranquilamente y no desvió la mirada del portal de enfrente. Llegó a la conclusión de que las cinco ventanas de la izquierda pertenecían a la empresa de transportes, pero no pudo distinguir nada tras los cristales, ya que la mitad inferior de todos ellos estaba pintada de blanco.
Un camión con el nombre de la empresa salió por el pasaje, Kollberg miró el reloj. Las doce menos tres minutos. Dos minutos más tarde la puerta de la oficina se abrió y salió un tipo alto con un abrigo gris oscuro y sombrero negro. Kollberg dejó una corona y cincuenta céntimos en la mesa, se levantó y se puso el sombrero sin desviar en ningún momento la mirada del hombre, que bajó de la acera y cruzó la calle en diagonal pasando de largo la cervecería. Cuando Kollberg salió, le vio dar la vuelta a la esquina hasta Norrlandsgatan. Le siguió, pero no hizo falta caminar mucho. A unos veinte metros de la esquina, entró en un restaurante autoservicio.
Había cola y el hombre esperó con paciencia. Al llegar al mostrador, cogió una bandeja, una pequeña botella de leche, pan y mantequilla, pidió algo en la ventanilla, pagó y se sentó en una mesa vacía de espaldas a Kollberg.
Cuando la chica de la caja gritó «trucha asalmonada», se levantó y fue a buscar su plato. Comió lentamente y con concentración, sólo alzó la vista del plato cuando se llevó a la boca el vaso de leche. Kollberg fue a por una taza de café y se sentó de tal manera que pudiera verle la cara. Después de un rato, se convenció de que efectivamente se trataba de la misma persona de la película.