Robopocalipsis (21 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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Yo retrocedo a la puerta de la cabina. El marco me sirve de apoyo. No sé cómo me siento; solo que me siento distinto. Cambiado, de algún modo.

Me fijo en que está oscureciendo. Se eleva humo de la ciudad. Se me ocurre una idea práctica. Tenemos que salir de aquí antes de que suceda algo peor.

Arrtrad se dirige a mí entre sollozos. Me agarra por el brazo, con las manos húmedas de las lágrimas, el agua del río y el fango de las amarras.

—¿Sabías que pasaría esto?

—Deja de llorar —le espeto.

—¿Por qué? ¿Por qué no se lo has dicho a nadie? ¿Y tu madre?

—¿Qué pasa con ella?

—¿No se lo has dicho a tu madre?

—Ella estará bien.

—No está bien. Nada está bien. Tú solo tienes diecisiete años, pero yo tengo hijos. Dos hijos. Y podrían estar heridos.

—¿Cómo es que no los he visto nunca?

—Están con mi ex, pero podría haberles advertido. Podría haberles dicho lo que se avecinaba. La gente está muerta. Muerta, Lurker. Eso de ahí era una familia. Había un puto niño en ese coche. Solo era una criatura. Dios mío. ¿Qué te pasa, colega?

—No pasa nada. Deja de llorar. Todo es parte del plan, ¿sabes? Si tuvieras algo de cerebro, lo entenderías, pero no lo tienes. Así que hazme caso.

—Sí, pero…

—Hazme caso y no nos ocurrirá nada. Vamos a ayudar a esas personas. Vamos a encontrar a tus hijos.

—Eso es imposible…

Entonces me detengo en seco. Estoy empezando a enfadarme un poco. Parte de mi antiguo ardor está regresando para reemplazar el aturdimiento.

—¿Qué te he dicho de eso?

—Lo siento, Lurker.

—Nada es imposible.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Cómo podemos encontrar a mis hijos?

—Hemos sobrevivido por un motivo, Arrtrad. Ese monstruo. Esa cosa. Ha jugado sus cartas. Está usando las máquinas para hacer daño a la gente, pero nosotros somos espabilados. Podemos ayudar. Salvaremos a todos esos pobres corderos de ahí fuera. Los salvaremos y nos darán las gracias. Nos adorarán. Saldremos ganando. Todo es parte del plan, colega.

Arrtrad aparta la vista.

Es evidente que no se cree una palabra. Parece que tenga algo que decir.

—¿Qué? Adelante —digo.

—Perdona, pero nunca me has parecido alguien a quien le guste ayudar. No me malinterpretes…

De eso se trata, ¿no? Nunca he pensado mucho en los demás. O no he pensado nada en ellos. Pero esas palmas pálidas contra la ventana… No puedo dejar de pensar en ellas. Tengo la sensación de que me acompañarán mucho tiempo.

—Sí, ya lo sé —digo—. Pero no has visto mi parte compasiva. Todo es parte del plan, Arrtrad. Tienes que confiar en mí. Ya verás. Hemos sobrevivido. Tiene que haber sido por un motivo. Ahora tú y yo tenemos un objetivo. Somos nosotros contra esa cosa. Y vamos a vengarnos. Así que levanta y únete a la lucha.

Tiendo la mano a Arrtrad.

—¿Sí? —pregunta él.

Sigue sin creerme del todo, pero yo estoy empezando a confiar en mí mismo. Tomo su mano entre la mía y lo levanto de un tirón.

—Sí, colega. Imagínatelo. Tú y yo contra el mismísimo diablo. A muerte. Hasta el final. Algún día apareceremos en los libros de historia. Te lo garantizo.

Por lo visto, este suceso representó un punto de inflexión en la vida de Lurker. A medida que la Nueva Guerra empezaba a recrudecerse, parece que dejó atrás todas sus infantiles preocupaciones y comenzó a comportarse como un miembro de la raza humana. En posteriores registros, la arrogancia y la vanidad de Lurker se mantienen intactos, pero su impresionante egoísmo parece haber desaparecido junto con el coche plateado
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

8. Madera de héroe

Deja que la policía se encargue de esta mierda, tío.

CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE

HORA CERO

Esta narración está compuesta por una serie de datos combinados de cámaras y satélites que rastrearon toscamente las coordenadas GPS del teléfono que yo tenía en la Hora Cero. Como mi hermano y yo somos los sujetos de observación, he decidido narrar lo ocurrido a partir de mis recuerdos. Por supuesto, en su momento no teníamos ni idea de estar siendo vigilados
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Mierda. Aquí está, el día antes de Acción de Gracias. El día que todo empezó. Mi vida hasta entonces no había sido nada del otro mundo, pero al menos no me perseguían. No me sobresaltaba cuando estaba oscuro, preguntándome si algún bicho metálico intentaría cegarme, amputarme un miembro o contagiarme como un parásito.

Comparada con eso, mi vida antes de la Hora Cero era perfecta.

Estoy en Boston y hace un frío de mil pares de cojones. El viento me corta en las orejas como una cuchilla de afeitar mientras persigo a mi hermano por el centro comercial al aire libre Downton Crossing. Jack tiene tres años más que yo y, como siempre, está intentando hacer lo correcto. Pero yo me niego a hacerle caso.

Nuestro padre murió el verano pasado. Jack y yo viajamos al oeste y lo enterramos. Y eso fue todo. Dejamos a nuestra madrastra sola en California con un montón de maquillaje embadurnado de lágrimas y todo lo que papá tenía.

Bueno, casi todo.

Desde entonces, he estado durmiendo en el sofá de Jack. Gorroneando, lo reconozco. Dentro de unos días me voy a Estonia a hacer un encargo de periodismo gráfico para
Nat Geo
. Intentaré encontrar el próximo trabajo directamente desde allí para no tener que volver a casa.

Dentro de cinco minutos, el mundo entero perderá la puta chaveta. Pero yo no lo sé; solo intento alcanzar a Jack, tranquilizarlo y conseguir que se serene.

Agarro a Jack del brazo derecho antes de que lleguemos al ancho túnel descubierto que atraviesa el centro comercial por debajo de la calle. Jack se da la vuelta y, sin pensárselo dos veces, el muy capullo me da un puñetazo en la boca. El canino superior derecho me abre un agujerito en el labio inferior. Todavía tiene los puños levantados, y cuando me toco el labio con el dedo, lo tengo manchado de sangre.

—Creía que en la cara estaba prohibido, cabronazo —digo, expulsando nubes de vaho.

—Tú me has obligado, tío. He intentado escapar —contesta él.

Ya lo sé. Él siempre ha sido así. A pesar de todo, estoy un poco asombrado. Es la primera vez que me pega en la cara.

Debo de haberla cagado más de lo que pensaba.

Pero Jack ya tiene en el rostro esa expresión de «Lo siento». Sus brillantes ojos azules están fijos en mi boca, calculando el daño que me ha hecho. Sonríe burlonamente y aparta la vista. Estoy bien, creo.

Me lamo la sangre del labio.

—Oye, papá me lo dejó a mí. Estoy sin blanca. No tenía otra opción. He tenido que venderlo para viajar a Estonia y ganar dinero. Para ver si funciona.

Mi padre me regaló una bayoneta especial de la Segunda Guerra Mundial. La he vendido. Me he equivocado, y lo sé, pero no puedo reconocerlo delante de Jack, mi hermano perfecto. Él es un puñetero bombero de Boston y es miembro de la Guardia Nacional. Eso sí que es tener madera de héroe.

—Pertenecía a la familia, Cormac —dice—. Papá arriesgó la vida por ella. Era parte de nuestra herencia. Y tú la has empeñado por unos cientos de pavos.

Se detiene y respira hondo.

—Vale, esto me está sacando de quicio. Ahora mismo ni siquiera puedo hablar contigo o acabaré tumbándote.

Jack se marcha con paso airado. Cuando la mina terrestre andante color tierra aparece al final del túnel, reacciona en el acto.

—¡Cuidado, todo el mundo! Fuera del túnel. ¡Una bomba! —grita.

La gente responde inmediatamente a la autoridad de su voz. Incluso yo. Varias docenas de personas se pegan contra la pared mientras el artefacto de seis patas pasa lentamente por delante de ellos sobre los adoquines. El resto de la gente sale del túnel presa de un pánico controlado.

Jack se dirige al medio del túnel, un pistolero solitario. Saca una Glock de calibre 45 de la pistolera que lleva debajo de la chaqueta. Agarra el arma con las dos manos y apunta con ella al suelo. Yo salgo de detrás de él con vacilación.

—¿Tienes una pistola? —susurro.

—En la guardia muchos tenemos una —dice Jack—. Oye, no te acerques a esa mina corredora. Puede moverse mucho más rápido que ahora.

—¿Mina corredora?

Los ojos de Jack no se apartan en ningún momento de la máquina del tamaño de una caja de zapatos que avanza por el medio del túnel. Artillería del ejército de Estados Unidos. Sus seis patas se mueven de una en una con bruscas sacudidas mecánicas. Tiene una especie de láser en la parte trasera que dibuja un círculo rojo en el suelo a su alrededor.

—¿Qué hace aquí, Jack?

—No lo sé. Debe de haber salido del arsenal de la Guardia Nacional. Está en modo de diagnóstico. Ese círculo rojo es para que un encargado de demolición establezca la distancia de detonación. Llama al número de emergencias.

Antes de que pueda sacar el móvil, la máquina se detiene. Se reclina sobre cuatro patas y levanta las dos patas delanteras en el aire. Parece un cangrejo furioso.

—Está bien, más vale que retrocedas. Está buscando un objetivo. Voy a tener que dispararle.

Jack levanta la pistola. Mientras camino hacia atrás, grito a mi hermano:

—¿No estallará?

Jack adopta una postura de disparo.

—No si solo le disparo a las patas. De lo contrario, sí.

—¿Eso no es malo?

La mina corredora da zarpazos al aire, encabritada.

—Está apuntando, Cormac. O la desactivamos nosotros o nos desactiva ella.

Jack mira por la mirilla entornando los ojos. A continuación aprieta el gatillo, y un estallido ensordecedor retumba en el túnel. Los oídos me resuenan cuando vuelve a disparar.

Hago una mueca, pero no se produce ninguna explosión grande.

Por encima del hombro de Jack, veo la mina corredora tumbada boca arriba, arañando el aire con las tres patas que le quedan. Acto seguido, Jack se sitúa en mi línea de visión, establece contacto visual conmigo y habla despacio.

—Cormac. Necesito que consigas ayuda, colega. Yo me quedaré aquí y vigilaré esa cosa. Sal del túnel y llama a la policía. Diles que manden una brigada de artificieros.

—Claro —digo.

No puedo apartar la vista del cangrejo averiado tumbado en el suelo. Tiene un aspecto resistente y militar, fuera de lugar en este centro comercial.

Salgo del túnel corriendo y me interno en la Hora Cero: el nuevo futuro de la humanidad. Durante el primer segundo de mi nueva vida, pienso que lo que estoy viendo es broma. ¿Cómo no va a serlo?

Por algún motivo, me imagino que un artista ha llenado el centro comercial de coches teledirigidos como parte de una instalación. Entonces veo los círculos rojos alrededor de cada aparato. Docenas de minas corredoras están atravesando el centro, como invasores de otro planeta avanzando a cámara lenta.

Toda la gente ha huido.

De repente se produce un violento estallido a varias manzanas de distancia. Oigo gritos lejanos. Coches de policía. Las sirenas de emergencia empiezan a sonar, aumentando y disminuyendo de volumen mientras giran.

Unas cuantas minas corredoras parecen sorprendidas. Se encabritan sobre las patas traseras, agitando las delanteras.

Noto una mano en el codo. La cara de facciones marcadas de Jack me mira desde el túnel oscuro.

—Algo pasa, Jack —digo.

Él escudriña la plaza con sus duros ojos azules y toma una decisión. Así, sin más.

—El arsenal. Tenemos que traerlo aquí y arreglar esto. Vamos —dice, agarrándome el codo con una mano.

En la otra, veo que todavía tiene la pistola.

—¿Y los cangrejos?

Jack me lleva a través del centro comercial, informándome con frases breves y sucintas.

—No te metas en sus zonas de detonación, los círculos rojos.

Nos subimos a una mesa de picnic, lejos de las minas corredoras, y saltamos entre los bancos del parque, la fuente central y los muros de hormigón.

—Perciben las vibraciones. No camines siguiendo una pauta. Salta.

Cuando ponemos pie en el suelo, nos lanzamos rápidamente de un punto a otro. A medida que avanzamos, las palabras de Jack se conectan y forman ideas concretas que penetran en mi confusión y mi asombro.

—Si ves que están buscando un objetivo, lárgate. Atacarán en grupo. No se mueven muy rápido, pero hay muchas.

Saltando de obstáculo en obstáculo, nos abrimos camino cuidadosamente a través de la plaza. Al cabo de unos quince minutos, una mina corredora se detiene en la entrada de una tienda de ropa. Oigo los golpecitos de sus patas en el cristal. Una mujer con un vestido negro está en mitad de la tienda, observando al cangrejo a través de la puerta. El círculo rojo brilla a través del cristal y refracta unos centímetros. La mujer da un paso hacia la máquina, movida por la curiosidad.

—¡Señora, no! —grito.

¡Bum! La mina corredera explota, hace añicos la puerta y lanza a la mujer hacia atrás contra la tienda. Los otros cangrejos se detienen y agitan sus patas delanteras unos segundos. A continuación, uno a uno, siguen arrastrándose a través del centro.

Me toco la cara y veo mis dedos manchados de sangre.

—Mierda, Jack. ¿Estoy herido?

—Es de cuando te pegué, tío. ¿Te acuerdas?

—Oh, sí.

Seguimos avanzando.

Cuando llegamos al límite del parque, las sirenas de emergencia de la ciudad dejan de aullar. Ahora solo oímos el viento, el correteo de las patas metálicas sobre el hormigón y algún que otro estallido amortiguado de una explosión lejana. Está oscureciendo, y en Boston hace cada vez más frío.

Jack se detiene y me posa la mano en el hombro.

—Cormac, lo estás haciendo muy bien. Ahora necesito que corras conmigo. El arsenal está a menos de un kilómetro y medio de aquí. ¿Estás bien, Big Mac?

Asiento con la cabeza, temblando.

—Estupendo. Correr es bueno. Nos mantendrá en calor. Sígueme de cerca. Si ves una mina u otra cosa, evítala. No te separes de mí, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Jack.

—Y ahora, a correr.

Jack escudriña el callejón que tenemos enfrente. Las minas corredoras están disminuyendo, pero una vez que hemos salido del centro comercial, me doy cuenta de que allí habrá espacio para máquinas más grandes… como coches.

Mi hermano me dedica una sonrisa reconfortante y echa a correr. Lo sigo. No tengo otra elección.

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