Retrato en sangre (69 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—Es por costumbre profesional, lo siento.

—Ya. ¿No querría dejarla aquí depositada?

—Jefe, si no le importa, tengo que marcharme pronto, y me resultaría más cómodo llevarla conmigo encima. Seguro que puede usted forzar un poco alguna norma por un compañero de profesión.

Holt le sonrió e hizo un leve gesto con la mano para indicar que podía quedarse con el arma.

—Es que en esta isla no nos gustan mucho las armas. Nunca sirven para nada bueno.

—Jefe, eso también sucede en la gran ciudad.

Le mostró el periódico al policía. Éste leyó rápidamente la hoja.

—Sí, ya me acuerdo, pero vagamente. Un tipo que quedó atrapado en un remolino, me parece. No pudo hacer nada. —Levantó la vista hacia Mercedes Barren—. Imagino que en Miami no tienen remolinos en las playas.

—No, jefe.

—Bueno, un remolino se forma cuando el movimiento de las olas levanta parte de la arena del fondo, como si abriera un agujero. El agua entra por ahí, y de pronto tiene que volver a salir. A un par de cientos de metros de la costa, desaparece. El problema es que la mayoría de la gente forcejea como loca al sentir que la arrastra la corriente de la playa. No saben que lo único que tienen que hacer es dejarse llevar y luego volver nadando. O, si tienen que hacer algo, nadar paralelo a la playa. Lo más normal es que la resaca del remolino abarque tan sólo veinte o treinta metros. Pero no, la gente no mantiene la calma. Agitan brazos y piernas, se agotan, y se acabó. Más papeleo para mí y una salida de los guardacostas en busca del cadáver. En South Beach ocurre una o dos veces al año.

—El periódico sólo dice South Beach.

Holt siguió leyendo.

—Aquí dice que la familia se quedaba en West Tisbury, pero no aclara dónde.

—Ya lo sé. Pensé que a lo mejor usted se acordaba.

Holt negó con la cabeza y volvió a mirar el periódico.

—¿Y qué tiene que ver esto con los amigos que ha venido a visitar?

Mercedes Barren rió.

—En fin, jefe, es una historia muy larga, pero voy a tratar de resumirla. Mis amigos tienen alquilada la casa, y se encontraron con este periódico viejo. Sabían que yo iba a venir a verlos y se les ocurrió que esto me resultaría interesante, de modo que me lo enviaron a Miami, junto con unas instrucciones para encontrar el sitio en cuestión. Bueno, pues se lo crea o no, he perdido el papelito de las instrucciones y el número de teléfono, pero aún conservo este periódico. Así que ahora intento localizarlos.

—Aja.

—Estoy segura de que a lo largo del verano debe de pasar por aquí mucha gente de lo más raro.

—Ajá.

—Bueno, pues póngame en la lista de los turistas raritos y ayúdeme a averiguar adonde tengo que ir.

Holt sonrió de pronto.

—Sería una lista larguísima, si me diera por hacer una.

Rieron los dos.

—Lo sospechaba —dijo la detective.

El policía volvió a fijarse en el periódico.

—Supongo que podríamos hacer una llamada a alguna inmobiliaria para ver si se han ocupado ellos del alquiler. Pero tardaríamos un montón de tiempo. Hoy en día hay muchas inmobiliarias en esta isla. ¿Ha probado a llamar al
Gazette
?

—Sí, pero a estas horas ya han cerrado.

Holt caviló unos instantes.

—Bueno, tengo una idea, a lo mejor tenemos suerte.

Tomó el micrófono que conectaba con la policía y dijo:

—Central, aquí Uno Adam Uno, otra vez.

—Hola, Holt —respondió Lizzie Barry—. Ya deberías haberte ido a casa. Seguro que se te está enfriando la cena en la mesa.

—Central, tengo en la oficina a una mujer que busca a unos amigos. Es una historia muy larga, pero sus amigos se quedan en la misma casa en que se quedó un tipo llamado Allen el verano en que se ahogó. Hace veinte años. ¿Te acuerdas de ese caso? Cambio.

La radio crepitó durante unos instantes.

—Por supuesto que me acuerdo, Holt. Estaba dándose un baño por la tarde. Fue aquel verano que sufrimos la ola de calor, acuérdate, cuando llegamos incluso a cuarenta grados. Lo recuerdo porque aquel mismo día se me murió el perro. De un golpe de calor. Era un perro muy bueno, Holt, ¿no te acuerdas de él?

Holt no se acordaba.

—Claro. Claro. ¿No era un setter?

—No, un golden retriever.

—Ah. —Holt esperó a que la voz continuara hablando, pero no fue así—. Bien, central…, Lizzie, ¿recuerdas dónde vivía aquel tipo? Cambio.

—Creo que sí. No estoy segura, pero me parece que se quedaba junto a la gran charca de Tisbury. En Finger Point. Claro que podría estar equivocada.

—Gracias, Lizzie. Diez-cuatro.

—Cuando quieras, Holt. Cambio y corto.

Holt Overholser colgó el micrófono.

—Qué le parece —dijo—. La buena de Lizzie es como una enciclopedia. Se acuerda prácticamente de todo lo que sucede aquí. Por lo menos de todo lo que resulte emocionante. Pero, oiga, le va resultar más bien peligroso intentar dar con ese sitio de noche. Debería buscar un hotel para dormir, y ya se acercará mañana por la mañana.

—Me parece una buena idea. Pero ¿podría simplemente indicármelo en el mapa?

Holt se encogió de hombros. Fue hasta la pared y le mostró a la detective la entrada arenosa por la que se accedía y dónde giraba el camino sin asfaltar. También le enseñó la bifurcación y qué ramal conducía a Finger Point. No recordaba cuánto hacía que no iba él por aquel lugar; probablemente los mismos veinte años que habían transcurrido desde el accidente. Sacudió la cabeza.

—Tiene que aprendérselo de memoria —dijo—. Allí no hay iluminación de ninguna clase, todo parece igual. Podría perderse de verdad. Espere a mañana.

—Es un buen consejo, jefe. Se lo agradezco. Creo que voy a acercarme a Vineyard Haven a buscar un hotel. Pero le agradezco el esfuerzo.

—No hay problema.

Holt Overholser acompañó a Mercedes Barren al exterior, donde ya había oscurecido.

—Esta noche hace calor —comentó—. Hace tres días bajó la temperatura a ocho grados, así que estos viejos huesos aún están diciendo que vamos a tener un otoño adelantado y un invierno duro. Claro que cuando se llega a mi edad todos los inviernos son duros.

Mercedes Barren rió.

—Jefe, por la pinta que tiene usted, seguro que es capaz de aguantar lo que el invierno le eche encima.

—Bueno, imagino que ahí abajo, en Miami, no se preocupan mucho del frío.

—Así es. —La detective sonrió—. ¿Me recomienda algún hotel?

—Son todos bastante buenos.

—Gracias otra vez.

—Cuando quiera. Pásese por aquí y charlaremos del trabajo de los policías.

—Puede que lo haga —respondió Mercedes Barren.

Holt observó cómo ella volvía a subirse a su coche. No advirtió la instantánea desaparición de aquella actitud amistosa y abierta, que fue sustituida de inmediato por una concentración rígida y una mirada dura. La detective salió de la entrada de la pequeña comisaría de policía. Entonces fue cuando Holt empezó a saborear ya el pescado que lo aguardaba, aunque advirtió que la detective Barren había tomado la carretera que conducía no al pueblo, sino al interior de la isla, y eso hizo que se detuviera un momento, con una ligera preocupación, antes de dirigirse a su casa.

La detective Mercedes Barren condujo con cuidado a través del negro de la noche.

«Con esta oscuridad me va a costar más trabajo dar con la casa —pensó—, pero en cambio me va a resultar más fácil acercarme a Douglas Jeffers sin que me vea, lo cual me proporcionará una ventaja.»

No tenía en mente ningún plan concreto, salvo el de no concederle ninguna oportunidad a su presa.

«Le dispararé por la espalda si es preciso —decidió—, y si puedo. No dudaré. No esperaré. Sencillamente aprovecharé para disparar cuando se presente la ocasión.»

«Un solo tiro, con eso bastará.»

«Es todo lo que voy a conseguir, y es todo lo que necesito.»

Continuó con la vista fija en la carretera, un poco por delante del trecho que alcanzaban a iluminar los faros del coche, buscando el desvío que la llevaría en dirección a Finger Point.

Las imágenes de aquel día parecían distantes, y sin embargo se entrometían en su concentración. Visualizó a los «niños perdidos», sentados alrededor de ella, en equilibrio al borde de su perversión, observándola. Se dijo que los había manejado bastante bien. Se quedó momentáneamente perpleja por el poder que tenían las sugerencias, el hecho de que decir las palabras adecuadas en el contexto adecuado podía desatar casi cualquier conclusión. Se fue de aquella sala totalmente convencida de que Martin Jeffers había ido a buscar a su hermano en el lugar en que había fallecido el padre adoptivo de ambos. Aquel convencimiento permaneció firme, inquebrantable, cuando se acercó a una de las ventanas de su apartamento con una palanca para neumáticos y penetró en él como lo había hecho en la ocasión anterior, sólo que esta vez hizo caso omiso del ruido que pudiera hacer y no disimuló en absoluto estar actuando a hurtadillas.

Fue directamente al dormitorio en busca de lo que necesitaba: el periódico viejo y descolorido. Experimentó una rabia momentánea al leer la reseña buscando detalles y descubrir que ésta era menos específica de lo que necesitaba.

En cambio, ese viejo policía de pueblo había estado perfecto.

Recordó cómo salió a toda prisa de Nueva Jersey, peleando contra el tráfico vespertino del área que rodeaba Manhattan, gritando de frustración por las retenciones en la carretera.

Tuvo que esperar lo que se le antojó una eternidad en Woods Hole, paseando nerviosa en el interior de la oficina del transbordador con los puños cerrados. El propio trayecto en el transbordador había resultado tedioso, las imágenes de postal de la puesta de sol y los veleros surcando las verdes aguas la irritaron sobremanera.

Pero, para compensar el malestar, obtuvo un éxito especial cuando acudió a la oficina de alquiler de coches que estaba más cerca del embarcadero. El hombrecillo que aceptó su tarjeta de crédito y le entregó las llaves, también la informó de que tenía toda la razón, que en el transbordador de la mañana había llegado en efecto un tal Martin Jeffers.

—Dijo que tenía asuntos en la isla. ¿Es amigo suyo?

—Bueno, en realidad somos de la competencia.

—Algo de inmobiliarias, seguro. Ustedes siempre están yendo de acá para allá, intentando adelantarse al siguiente que venga.

Ella no lo corrigió.

—Bueno, ganar dinero no es nada fácil.

—Aquí, sí. Esto está lleno de bandidos. —El empleado miró el carné de conducir. No viene por aquí mucha gente de Florida. Vienen sobre lodo de Nueva York, Washington, Boston. Pero de Miami, no.

—Yo trabajo para una empresa grande —mintió la detective—. Tienen muchas oficinas.

—Bueno —siguió diciendo el empleado—, en mi opinión, ya tenemos demasiado desarrollo urbanístico aquí, la verdad.

La detective Barren captó un deje de rabia en su tono de voz.

—¿Usted cree? —replicó—. Yo trabajo para una empresa especializada en la restauración de propiedades antiguas. No como mi colega Jeffers; él lleva moteles y bloques de pisos.

—Maldición —dijo el empleado—. Ojalá no le hubiera dado el coche.

—¿Qué tipo de coche le ha dado?

—Un Chevy Celebrity blanco. Matrícula ocho, uno, siete, seguido de tres jotas. Búsquelo bien.

—Gracias —contestó la detective Barren—. Lo buscaré. ¿Dijo exactamente adonde se dirigía?

—No.

—Bueno, ya daré con él.

—Buena suerte. Devuelva el coche mañana antes de las ocho de la tarde para no tener que pagar el recargo.

Encendió las luces largas y descendió por una pequeña bajada de la carretera. Cada cien metros veía otro camino sin asfaltar que salía a la derecha, y maldijo enfadada para sus adentros porque todos parecían iguales.

«Sigue adelante, no te pares. Busca la entrada de arena, como te ha dicho el policía.»

Se cruzó con otro coche, que le dio las luces para indicarle que bajara las suyas. Ella así lo hizo, y el otro coche se deslizó por su lado con un fuerte estruendo en aquella estrecha carretera. Ella tuvo la sensación de haber pasado a escasos centímetros del otro y sintió un momento de pánico. Vio cómo se perdían las luces rojas traseras y de pronto volvió a engullirla la oscuridad.

Miró fijamente la noche.

—Es aquí —dijo en voz alta, reconfortada por el sonido de su propia voz en el interior del coche—. Estoy segura de que es aquí. —Siguió adelante y fue reduciendo la velocidad poco a poco—. Vamos, vamos, ¿dónde estás?

Se encontraba sola y a la deriva, con la isla oscura como el océano. Contempló el perfil del horizonte, y a duras penas logró distinguir dónde terminaban los árboles y dónde comenzaba el cielo. Sintió una cierta inquietud, como si estuviera suspendida sobre el agua, asida a una delgada cuerda. Notó la tensión que le inundaba todo el cuerpo. Sintió que estaba cerca. Experimentó una sensación de ahogo, como si se hubiera agotado todo el aire del interior del coche.

«Él está aquí, estoy segura. Pero ¿dónde? ¿Dónde?»

Hizo rechinar los dientes; estrujó el volante con las manos hasta que se le pusieron los nudillos blancos; se gritó a sí misma, casi chillando para contrarrestar la soledad del automóvil y de la noche:

—¡Vamos, vamos!

Y entonces vio el desvío.

Anne Hampton se hallaba sentada a la mesa, con la mirada fija en el cuaderno abierto que tenía ante sí. Leyó lo que había escrito: «Hago lo que hago porque tengo que hacerlo, porque quiero hacerlo. Porque todos tenemos dentro algo que nos dice lo que tenemos que hacer, y si no hacemos caso, nos asfixia con el deseo de hacerlo.»

A continuación había anotado la respuesta del hermano: «Puedes pedir ayuda. No tiene por qué ser así.»

Anne Hampton movió la cabeza en un gesto negativo. Aquélla era una táctica completamente errónea para tratar con Douglas Jeffers. Volvió a leer los apuntes. Aquella parte de la conversación databa de hacía cuatro horas. Tal vez tuviera algún otro método en mente, pero lo dudaba. En su opinión, el hermano parecía perdido, incapaz de comprender la situación, arrastrado a aquella confrontación y, luego, apenas capaz de articular una frase, y no digamos ya de persuadir a su hermano mayor de que depusiera el arma. Cerró los ojos. «Yo podría habérselo dicho —pensó—; podría haberle dicho que ya estaba todo organizado, que no hay forma de escapar, que no existe un final para el guión más que el que Douglas Jeffers inventó antes, en otra época, en el pasado, cuando yo todavía era una estudiante e hija de alguien y siglos antes de convertirme en la biógrafa de un asesino."

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