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Authors: Dylan Thomas

Tags: #Cuento, Relato

Retrato del artista cachorro (3 page)

BOOK: Retrato del artista cachorro
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Nos arrastramos disparando nuestras ametralladoras entre los arbustos, nos escondimos a un silbido, en medio del altísimo pasto, y nos quedamos acurrucados, atentos al quebrarse de una ramita o al secreto abrirse de la maleza.

En cuclillas, ansioso y solitario, proyectando una sombra de ébano en medio del bullir de la jungla de Gorsehill, mientras saltaban en el aire pájaros y peces imposibles, escondido bajo flores de cuatro tallos, altas como caballos, en la temprana tarde, mi amigo Jack Williams, invisible, estaba cerca de mí, en aquella cañada próxima a Carmarthen. Sentí todo mi cuerpo joven como un animal agitado que me rodeara, sentí el escozor de las rodillas hincadas, el corazón alborotado; el largo calor entre las piernas, el sudor ardiéndome en las manos, los túneles que se hundían en mis oídos, las bolitas de roña entre los dedos del pie, los ojos en sus órbitas, la voz retenida, el galopar de la sangre, los recuerdos que volaban alrededor y dentro de mí, tensos, atentos, esperando el instante para saltar. Allí, jugando a los indios, tuve conciencia de mí mismo en el centro exacto de una historia viva, y mi cuerpo era mi aventura y mi nombre. Salté, excitado, y otra vez trepé a empujones por entre los espinos desgarrantes.

—¡Te veo! ¡Te veo! —gritó Jack, y echó a correr detrás de mí—. ¡Bang! ¡Bang! ¡Muerto!

Yo era joven, violento, vivo; pero me dejé caer, obediente.

—Ahora trata de matarme a mí —dijo Jack—. Cuenta hasta ciento.

Cerré un ojo, lo vi correr hacia lo alto ruidosamente y luego volver de puntillas y trepar a un árbol; y después conté hasta cincuenta, corrí al pie del árbol y lo maté mientras subía.

—¡Cae! —grité.

Se negó a caer, de modo que yo también trepé, y nos aferramos a las ramas más altas; y desde arriba espiamos el retrete, en una esquina del prado. Gwilym estaba sentado, con los pantalones bajos. Parecía pequeño y negro. Estaba leyendo un libro y movía las manos.

—¡Te estamos viendo! —le gritamos.

Se subió rápidamente los pantalones y metió el libro en el bolsillo.

—¡Te estamos viendo, Gwilym!

Salió.

—¿Dónde?

Agitamos nuestras gorras.

—¡En el cielo! —gritó Jack.

—¡Volando! —grité yo.

Extendimos los brazos como alas.

—¿Por qué no vuelan hasta abajo?

Nos balanceábamos en las ramas, riendo.

—Pájaros —dijo Gwilym.

Cuando entramos para recibir nuestra cena y nuestra reprimenda teníamos la ropa desgarrada, mojadas las medias, pegajosos los zapatos; musgo verde y corteza en las manos y en las caras. Annie estaba silenciosa esa noche, aunque me llamó sinvergüenza y dijo que no sabía lo que pensaría Mrs. Williams; y que Gwilym debía saber mejor lo que hacía. Hicimos muecas a Gwilym y le pusimos sal en el té, pero después de la cena dijo:

—Pueden venir conmigo a la capilla, si quieren. Antes de irse a la cama.

Encendió una vela en lo alto de su púlpito ambulante. Era poca luz para el enorme granero. Los murciélagos se habían ido. Sus sombras aún colgaban cabeza abajo a lo largo del techo. Gwilym ya no era mi primo con ropas de domingo, sino un desconocido alto, en forma de pala, vestido con capa. Su voz se volvió demasiado profunda. Las pilas de paja parecían tener vida. Pensé en el sermón del carretón: nos miraban, miraban el corazón de Jack, la lengua de Gwilym estaba marcada, mi murmullo —«Mírale los ojitos»— sería siempre recordado.

—Ahora recibiré vuestras confesiones —anunció Gwilym desde el carro.

Jack y yo nos pusimos de pie, descubiertos, en el círculo de luz; pude sentir el temblor del cuerpo de Jack.

—Tú primero.

El dedo de Gwilym, brillante como si lo hubiera metido en la llama de la vela hasta quemarlo, me señaló; di un paso hacia el púlpito, alzando la cabeza.

—Confiésate —dijo Gwilym.

—¿Qué tengo que confesar?

—Lo peor que hayas hecho.

Yo había dejado que azotaran a Edgar Reynolds a causa de haberle quitado sus deberes; había robado de la cartera de mi madre; había robado de la cartera de Cwyneth; había robado doce libros en tres visitas a la biblioteca y los había tirado en el parque; había bebido una copa de mis propios orines para conocer su gusto; había golpeado a un perro con una vara para obligarlo a que se acurrucase y me lamiera la mano; con Dan Jones, había espiado por el ojo de la cerradura mientras se bañaba la doncella de su casa; me había cortado la rodilla con un cortaplumas, había mojado un pañuelo con la sangre y había dicho que me había salido del oído, para fingir que estaba enfermo y asustar a mi madre; me había bajado los pantalones para mostrarle a Jack Williams lo que tenía; había visto cómo Billy Jones golpeaba a una paloma con el atizador de la chimenea hasta matarla, y me había reído primero y vomitado después; con Cedrik Williams me había metido en la casa de Mrs. Samuels y juntos volcamos tinta en las sábanas de su cama.

Dije:

—No he hecho nada malo.

—Vamos, confiésate —insistió Gwilym. Me miraba con ceño.

—¡No puedo! ¡No puedo! —grité—. No he hecho nada malo.

—¡Confiésate!

—¡No quiero, no quiero!

Jack comenzó a lloriquear.

Gwilym abrió la puerta de la capilla y lo seguimos al patio de la granja, pasando junto a los cobertizos negros y corcovados en dirección a la casa; Jack sollozó durante todo el trayecto. Juntos, ya en la cama, Jack y yo confesamos nuestros pecados.

—Yo también robé de la cartera de mamá; tenía libras y libras.

—¿Cuánto robaste?

—Tres peniques.

—Una vez yo maté a un hombre.

—No, no puede ser.

—¡Te lo juro por Dios! Le pegué un tiro en el corazón.

—¿Cómo se llamaba?

—Williams.

—¿Sangró?

Pensé en el arroyo que lamía las paredes de la casa.

—Como un cerdo —dije.

Las lágrimas de Jack se habían secado.

—Gwilym no me gusta. Está loco.

—No. Una vez encontré un montón de poesías en su cuarto. Todas dedicadas a muchachas. Después me las mostró, pero había cambiado los nombres de las muchachas por el de Dios.

—Es religioso.

—No, no lo es. Sale con actrices. Conoce a Corinne Griffith.

Nuestra puerta estaba abierta. A mí me gustaba cerrar la puerta de noche porque prefería tener un fantasma dentro del dormitorio a pensar que uno pudiera entrar; pero a Jack le gustaba abierta. Lo jugamos a la suerte y ganó. Oímos chirriar la puerta de enfrente y luego pasos en el pasillo de la cocina.

—Es Tío Jim.

—¿Cómo es?

—Parece un zorro. Come lechones y pollos.

El cielo raso era delgado; podíamos oír todos los ruidos, el crujido de la silla del bardo, el tintineo de los platos, la voz de Annie diciendo:

—¡Media noche!

—Está borracho —dije. Guardamos silencio, esperando oír alguna pelea.

—A lo mejor le tira los platos —dije. Pero Annie lo reconvino suavemente.

—Ésa no es forma de estar, Jim.

Tío murmuró algo.

—Falta un lechón —prosiguió ella—. Oh, ¿por qué haces eso, Jim? Ya no nos queda nada. No podremos seguir así.

—¡Dinero, dinero, dinero! —dijo él. Supe que estaba encendiendo la pipa. Después la voz de Annie se hizo tan baja que no pudimos entender sus palabras, y Tío dijo:

—¿Te pagó los treinta chelines?

—Están hablando de tu mamá —le dije a Jack.

Durante largo rato Annie habló en voz muy baja; tratamos de pescar sus palabras. «Mrs. Williams», decía, y «automóvil», y «Jack», y «duraznos». Me pareció que lloraba, porque su voz se quebró en la última palabra.

La silla de Tío Jim crujió otra vez; quizá golpeara con el puño la mesa. Le oímos gritar:

—¡Yo le daré duraznos! ¡Duraznos, duraznos! ¿Quién se cree que es? ¿Es que los duraznos no son bastante buenos? Al infierno con su maldito automóvil y su maldito hijo. Tratando de ofendernos…

—¡No; calla, Jim; vas a despertar a los chicos! —dijo Annie.

—¡Los voy a despertar, sí, y les voy a romper el alma a latigazos también!

—¡Por favor, por favor, Jim!

—¡Tendrás que echar al chico, o lo echaré yo! ¡Que se vaya a sus malditas tres casas!

Jack se tapó la cara con las mantas y sollozó en la almohada.

—¡No quiero oír, no quiero oír! ¡Le escribiré a mamá! ¡Que me lleve!

Bajé de la cama para cerrar la puerta. Jack no volvería a hablarme. Me quedé dormido, acunado por las voces de abajo, que se fueron haciendo más suaves.

Tío Jim no apareció para el desayuno. Cuando bajamos, habían limpiado los zapatos de Jack, y su ropa estaba zurcida y planchada. Annie le dio dos huevos duros y uno a mí. Y me perdonó cuando bebí la leche del plato.

Después del desayuno, Jack caminó hasta el puesto del correo. Yo me llevé el
collie
tuerto para cazar conejos en las colinas, pero el perro, que ladraba a los patos, me trajo un zapato de algún vagabundo desde unos setos y se echó frente a una conejera, agitando el rabo. Tiré algunas piedras a la laguna desierta, y el
collie
regresó cansadamente, trayéndome uno de los palos que le arrojé.

Jack se dirigió, malhumorado, hacia la húmeda cañada, las manos en los bolsillos, la gorra echada sobre un ojo. Dejé al
collie
oliscando una cueva de topo y trepé a lo alto del árbol, en el rincón del retrete. Abajo, Jack jugaba a los indios, cazando cabelleras entre los arbustos, sorprendiéndose a sí mismo detrás de los árboles, escondiéndose en el pasto. Lo llamé una vez, pero hizo como que no me oía. Jugaba solo, silenciosa, salvajemente. Lo vi de pie, con las manos en los bolsillos, haciendo equilibrio en el barro, a la orilla del arroyo que corría al pie de la cañada. Mi rama cedió de pronto, y las copas de los arbustos subieron hacia mí violentamente. «¡Me caigo!», grité, pero mis pantalones me salvaron y me aferré al árbol; fue un instante tremendo de aventura, pero Jack no levantó la mirada, y el instante se perdió. Bajé, sin dignidad, hasta el suelo.

Temprano, después de un almuerzo silencioso, mientras Gwilym leía las Escrituras, escribía himnos a las muchachas o dormía en su capilla, Annie horneaba pan y yo me tallaba un silbato de madera en el desván, arriba del establo, oí que el automóvil se acercaba otra vez al corral de la granja.

Jack salió corriendo de la casa, al encuentro de su madre, vestido con su mejor traje; y al tiempo que ella pisaba las piedras recogiendo su falda, le oí decir:

—Y te llamó vaca maldita, y dijo que me iba a romper el alma a latigazos, y Gwilym me llevó al granero de noche para que me mordieran las ratas, y Dylan es un ladrón, y la vieja me destrozó la chaqueta…

Mrs. Williams envió al chofer a buscar el equipaje. Annie acudió a la puerta, tratando de sonreír y de hacer una reverencia, arreglándose el cabello, limpiándose las manos en el delantal.

—Buenas tardes —dijo Mrs. Williams, y se sentó con Jack en la parte trasera del automóvil; y los dos contemplaron las ruinas de Gorsehill.

El chofer volvió. El automóvil se alejó, espantando a las gallinas. Yo salí corriendo del establo para saludar a Jack con la mano. Iba muy rígido, sentado junto a su madre. Agité mi pañuelo.

Una visita a mi abuelo

En medio de la noche me desperté de un sueño colmado de látigos y de lazos largos como serpientes, con diligencias que huían por pasos montañosos y amplios galones borrascosos a través de campos sembrados de cactos, y oí que el viejo, en la habitación vecina, gritaba:

—¡Ea!… ¡Ea!… —haciendo trotar la lengua sobre el paladar.

Era la primera vez que me quedaba en casa de mi abuelo. Las tablas del suelo habían chillado como ratones cuando trepé a la cama, y los ratones que minaban las paredes habían crujido como maderas, como si otro visitante caminara sobre ellos. Era una templada noche de verano, pero las cortinas aleteaban y las ramas golpeaban contra la ventana; yo me había tapado la cabeza con las sábanas, y pronto galopaba, rugiente, por las páginas de un libro.

—¡Ea, hermosos! —gritaba abuelito. Su voz sonaba muy joven y fuerte, y su lengua tenía cascos poderosos y transformaba su habitación en una inmensa pradera. Decidí ir a ver si se sentía mal o si se habían incendiado las ropas de su cama, porque mi madre me había dicho que solía encender la pipa bajo las mantas, y me había pedido que corriera a socorrerlo si olía a quemado durante la noche. Atravesé la oscuridad de puntillas hasta su puerta, rozando los muebles y haciendo caer un candelabro con gran ruido. Me asusté cuando vi que había luz en su habitación, y al abrir la puerta oí que abuelito gritaba ¡sooo!…, fuerte como un toro con megáfono.

Estaba sentado, balanceándose de un lado a otro, como si la cama corriera por un camino áspero; los bordes nudosos del cubrecama eran sus riendas; sus invisibles caballos se perdían en la sombra, más allá de la vela de su mesa de noche. Sobre el camisón de franela blanca tenía puesto un chaleco rojo con botones de bronce del tamaño de nueces. El hornillo de su pipa, rebosante de tabaco, ardía entre los pelos de su barba como un manojo de heno quemándose en la punta de una horquilla. Al verme, sus manos soltaron las riendas y se quedaron quietas y azules, la cama se detuvo en medio de un camino llano, la lengua se envolvió en silencio y los caballos se detuvieron, quedos.

—¿Pasa algo, abuelo? —pregunté, aunque sus ropas no se incendiaban. A la luz de la vela su rostro parecía una colcha andrajosa colgada en el aire negro y remendada con barbas de chivo.

Me miró dulcemente. Después resopló por la pipa, desparramando chispas y transformando su largo vástago en silbato, y gritó:

—¡No hagas preguntas!

Al cabo de una pausa, añadió astutamente:

—¿Nunca has tenido pesadillas, chico?

—No —contesté.

—Oh, sí, sí has tenido.

Le conté que me había despertado una voz que azuzaba caballos.

—¿Qué te dije? —interrumpió—. Comes demasiado. ¿Dónde se han visto caballos en un dormitorio?

Hurgó debajo de la almohada, sacó una bolsita tintineante, desató cuidadosamente sus cordones y puso en mi mano un soberano, diciéndome:

—Cómprate una torta.

Le di las gracias y le deseé buenas noches. Cuando cerré la puerta, oí su voz que gritaba, fuerte y alegre: «¡Vamos! ¡Arre!», y el sacudirse de la cama viajera.

Por la mañana desperté de un sueño con briosos caballos sobre una llanura sembrada de muebles, con hombres enormes y nebulosos que cabalgaban seis potros a la vez y los azuzaban con sábanas ardientes. Abuelo se desayunaba, vestido de negro. Cuando concluyó, dijo:

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