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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (31 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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Apenas nos referimos a su madre. Durante todo el tiempo que hablamos, comió con un apetito voraz. En un momento dado dijo:

—¿Leíste el poema de sir Adrian Porson en
The Times
? Es raro: la conocía mejor que nadie. La amó durante toda su vida ¿sabes? y, sin embargo, no parece tener nada en absoluto que ver con ella.

»De todos nosotros, quien se entendía mejor con ella era yo, pero no creo que jamás la haya querido de verdad. Al menos, no como ella deseaba y se merecía. Es extraño que no la quisiera, porque soy de naturaleza afectuosa.

—Nunca llegué a conocer de verdad a tu madre.

—No te gustaba. A veces pienso que cuando la gente quería odiar a Dios, odiaba a mamá.

—¿Qué quieres decir con eso, Cordelia?

—Bueno, verás… Era como una santa, pero sin serlo. Nadie podría odiar de verdad a un santo ¿verdad? En el fondo tampoco somos capaces de odiar a Dios. Cuando se quiere odiar a El y a sus santos, es preciso encontrar algo parecido a ellos mismos, pretender que es Dios, y entonces odiarlo. Supongo que piensas que digo tonterías.

—Una vez oí casi lo mismo, en boca de alguien muy diferente de ti.

—Oh, hablo muy en serio. Lo he pensado mucho. Parece explicar a la pobre mamá.

Y aquella extraña niña se dedicó a ingerir su cena con renovada fruición.

—Es la primera vez en mi vida que me llevan a mí sola a cenar en un restaurante.

Más tarde comentó:

—Cuando Julia se enteró de que iban a vender Marchers dijo: «Pobre Cordelia. Ahora no tendrá su baile de puesta de largo». Solíamos hablar de eso, como antes hablábamos de que yo iba a ser su dama de honor. Aquello tampoco salió como pensamos. Cuando Julia tuvo su baile, me dejaron bajar a la sala durante una hora para sentarme en un rincón con tía Fanny que me dijo: «Dentro de seis años se celebrará una fiesta como ésta en tu honor». Creo que tengo vocación…

—No sé lo que eso significa.

—Significa que puedo hacerme monja. Si no tienes vocación es inútil, por muchas ganas que tengas de serlo. Y si tienes vocación, no hay otro remedio, por mucho que lo odies. Bridey cree que tiene vocación y no la tiene. Antes yo pensaba que Sebastian la tenía y la odiaba, pero ahora ya no lo sé. Todo ha cambiado tanto tan de repente…

Pero a mí no me interesaba aquella charla de convento. Esa tarde había sentido cómo el pincel cobraba vida en mis manos; había probado un bocado de la grandiosa y suculenta tarta de la creación. Esa noche era un hombre del Renacimiento, del renacimiento de Browning. Yo, que había pisado las calles de Roma vestido de terciopelo genovés y que había visto las estrellas a través del catalejo de Galileo, me burlaba de los frailes, de sus libros polvorientos, de sus ojos hundidos y desconfiados y de sus razonamientos intrincados y quisquillosos.

—Te enamorarás —dije.

—Oh, espero que no. Oye, ¿puedo tomar otro de esos riquísimos merengues?

Libro Tercero: Tirando del hilo
1

Mi tema es la memoria, aquel anfitrión alado que se cernía a mi alrededor una mañana gris, durante la guerra.

Estas memorias, que son mi vida —porque no poseemos nada con certeza, excepto nuestro pasado—, me acompañaron siempre. Como las palomas de San Marcos, estaban en todas partes, bajo mis pies, de una en una, por parejas, reunidas en pequeños grupos locuaces, asintiendo con la cabeza, pavoneándose, parpadeando, arrullando las tiernas plumas del cuello, posándose a veces si permanecía quieto, sobre mi hombro; hasta que, de repente, sonaron las salvas de mediodía y, en un instante, con un revoloteo y un batir de alas, el pavimento se quedó desierto y el cielo entero se oscureció con un tumulto de aves. Así fue aquella mañana durante la guerra.

Durante casi diez años largos y muertos, después de aquella velada con Cordelia, me dejé llevar por un camino exteriormente repleto de cambios e incidentes, pero nunca, durante esa época, excepto alguna vez en mi pintura —y aun así con intervalos cada vez más espaciados—, me sentí vibrar con la misma vitalidad que a lo largo del tiempo que duró mi amistad con Sebastian. Supuse que era la juventud lo que se iba, no la vida. Me sostenía mi trabajo, ya que elegí dedicarme a lo que sabía hacer bien. La calidad de mi trabajo mejoraba de día en día, y me gustaba hacerlo. De paso, diré que era algo que en aquella época nadie más intentaba hacer. Me convertí, pues, en un pintor arquitectónico.

Más aún que la obra de los grandes arquitectos, amaba los edificios que envejecían en silencio al paso de los siglos, que captaban y guardaban lo mejor de cada generación, dando tiempo a que el orgullo del artista y la vulgaridad del filisteo quedaran suavizados, enmendando el trabajo burdo del obrero descuidado. Inglaterra está repleta de tales edificios, y durante la última década de su grandeza, los ingleses parecieron darse cuenta por primera vez de algo a lo que hasta entonces no habían dado importancia. Saludaban su belleza y perfecciones en el momento mismo de su extinción. De aquí venía mi éxito, que superaba ampliamente mis méritos. Nada excepcional había en mi obra, como no fuera mi creciente experiencia técnica, mi entusiasmo por el tema y mi independencia de los conceptos populares.

La crisis económica de la época, que dejó a muchos pintores sin trabajo, sirvió para realzar mi éxito, cosa que no dejó de constituir, por sí solo, un síntoma de la decadencia. Al secarse los pozos de agua, la gente trataba de beber en el espejismo. A raíz de mi primera exposición, me llamaron desde todos los rincones del país para retratar las casas que pronto iban a ser abandonadas o demolidas. Es más; mi llegada precedía a menudo tan sólo en unos cuantos pasos a la del subastador como un presagio del fin.

Publiqué tres espléndidos infolios:
Residencias rurales de Ryder
,
Hogares ingleses de Ryder
y
Arquitectura aldeana y provincial de Ryder
. De cada título se vendieron mil ejemplares a cinco guineas el volumen. Los que me encargaban un cuadro quedaban habitualmente satisfechos, ya que no existían conflictos de intereses entre mis patrocinadores y yo: ambos queríamos la misma cosa. Sin embargo, con el paso de los años, empecé a añorar algo que había conocido en la sala de estar de Marchmain House y experimentado una o dos veces desde entonces, el sentimiento de la intensidad e individualidad, y la convicción de que no todo era producto de una mano diestra. En una palabra: la inspiración.

En busca de esta decreciente iluminación me fui al extranjero, a la manera de Augusto, cargado con el bagaje de mi profesión para renovarme con ayuda de estilos desconocidos. No fui a Europa, cuyos tesoros estaban a salvo, incluso demasiado bien guardados, sometidos a cuidados expertos, ocultos tras enorme reverencia. Europa podía esperar. Habría tiempo para Europa, pensé; llegarían demasiado pronto los días en que iba a necesitar un ayudante para montar mi caballete y trasladar mis pinturas; en que ya no sería capaz de aventurarme a más de una hora de distancia de mi cómodo hotel; en que me harían falta suaves brisas y el calor tenue del sol. Tal sería el momento de pasear mi vista cansada por Alemania o Italia. Entonces mientras aún conservaba las fuerzas, me proponía visitar las tierras salvajes donde los soldados han abandonado sus guarniciones y la selva va recuperando sus antiguas fortalezas.

En consecuencia, en lentas y nada fáciles etapas, viajé a través de México y América Central, por un mundo donde había todo lo que yo necesitaba, el contraste con los lujosos parques y vestíbulos ingleses debería haberme estimulado y proporcionado la paz interior. Busqué la inspiración entre palacios desventrados y claustros ahogados por la maleza, iglesias abandonadas donde los vampirescos murciélagos colgaban de la cúpula como vainas de guisantes resecadas, y sólo se movían las hormigas que, incesantemente activas, excavaban túneles en los sitiales de madera noble; en ciudades sin camino de acceso y mausoleos donde una familia de indios se abrigaba de las lluvias tiritando de fiebre. Allí, en condiciones de trabajo muy duras, a veces enfermo y, en ocasiones, arriesgando mi seguridad, realicé los primeros dibujos de lo que iba a ser
América latina de Ryder
. Cada cuatro o cinco semanas descansaba. Una vez arribado a una zona de comercio o de turismo, recuperaba mis fuerzas, montaba mi estudio, transcribía mis esbozos, empaquetaba cuidadosamente mis lienzos acabados y los mandaba a mi agente en Nueva York, tras lo cual reemprendía la marcha, con mi reducido séquito, para adentrarme en las inhóspitas vastedades.

No me preocupaba mucho de mantenerme en contacto con Inglaterra. Seguí los consejos de las gentes del lugar para elegir mi itinerario y no tenía ruta preestablecida, de modo que gran parte de mi correspondencia no me llegó nunca y el resto se acumulaba hasta que había más de la que podía leer de una vez. Solía llenar mi bolsa con un manojo de cartas y leerlas cuando me apetecía, cosa que ocurría en circunstancias tan incongruentes que el contenido se me antojaba un clamor de voces distantes que llegaban a hacérseme incomprensibles. Así, leía mientras me balanceaba en mi hamaca debajo de la mosquitera a la luz del farol de seguridad; flotando río abajo, tumbado en medio de la canoa, mientras los guías a mi espalda mantenían perezosamente la proa alejada de la orilla y el agua oscura discurría a nuestro paso, a la sombra verde de los inmensos árboles que se alzaban por encima de nosotros y con los monos que chillaban bajo la luz del sol, muy arriba, entre las flores del techo de la selva; en el pórtico de un rancho hospitalario, donde tintineaban los cubitos de hielo y los dados, y un gato montés jugaba con su cadena sobre el césped recién cortado. El contenido de la correspondencia pasaba por mi mente sin dejar huella, como los datos personales que en los trenes norteamericanos intercambian los viajeros con tanta liberalidad.

Pero a pesar de ese aislamiento y de la prolongada estancia en un mundo extraño, yo no cambié; seguía siendo una pequeña parte de mí mismo, que pretendía conservarse como un ser entero. Deseché las experiencias de aquellos dos años junto con mis ropas tropicales, y volví a Nueva York igual que me había marchado. Traía un buen botín —once óleos y una cincuentena de dibujos— y, cuando en su día los expuse en Londres, los críticos de arte, muchos de los cuales habían empleado hasta entonces el tono condescendiente que les inspiraba mi éxito, aclamaron un matiz nuevo y más rico en mi obra: «El señor Ryder», escribió el más respetado de ellos, «se eleva como un joven salmón al desafío catalizador de una cultura nueva y descubre una faceta poderosa en la perspectiva de sus potencialidades… Al enfocar la combinación francamente tradicional de su elegancia y su erudición sobre el torbellino de la barbarie, el señor Ryder se ha encontrado por fin a sí mismo».

Palabras halagadoras, pero, desgraciadamente, en modo alguno ciertas. Mi esposa, que se había trasladado a Nueva York para recibirme, sintetizó la verdad con más acierto al ver los frutos de nuestra separación exhibidos en el despacho del agente:

—Desde luego son verdaderamente brillantes y, en el fondo, muy hermosos, con una hermosura algo siniestra, pero tengo la impresión de que no eres exactamente

.

Algunas veces en Europa tomaban a mi mujer por norteamericana a causa de su manera a la vez pulcra y desenvuelta de vestirse, y por la calidad curiosamente higiénica de su belleza; en Norteamérica, ella asumía un estilo muy inglés, reticente y delicado. Llegó un par de días antes que yo y me estaba esperando en el muelle cuando atracó mi barco.

—Ha pasado mucho tiempo —me dijo cariñosamente al abrazarnos.

No se había unido a la expedición. Explicó a nuestros amigos que el país no era apropiado, y que debía cuidar de nuestro hijo. Ahora teníamos también una hija, comentó, y me volvió a la memoria que algo de eso se había dicho antes de mi partida, como una razón más para no acompañarme. También había mencionado algo a ese respecto en sus cartas.

—No creo que hayas leído mis cartas —me dijo aquella noche cuando, por fin, a hora avanzada y después de cenar con varios amigos y pasar unas horas en un cabaret, nos hallamos solos en la habitación del hotel.

—Algunas se perdieron. Recuerdo perfectamente que me decías que los narcisos bajo los frutales eran de ensueño, que la niñera era una joya y que la cama imperial estilo regencia era un hallazgo, pero, francamente, no me acuerdo de haber leído que tu nuevo bebé se llamaba Caroline. ¿Por qué la llamaste así?

—Por Charles, naturalmente.

—¡Ah!

—Nombré madrina a Berta Van Halt. Pensé que así nos haría un buen regalo. ¿Qué crees que le regaló?

—Es sabido que Berta Van Halt es tacaña. ¿Qué?

—Un vale de quince chelines para un libro. Ahora que Johnjohn tiene una compañera…

—¿Quién?

—Tu hijo, querido. No le habrás olvidado a él también, ¿verdad?

—Por el amor de Dios, ¿por qué tienes que llamarle así?

—Es el nombre que él se inventó. ¿No es precioso? Ahora que Johnjohn tiene con quien jugar, creo que sería mejor que no tuviéramos más hijos durante algún tiempo ¿no te parece?

—Lo que tú digas.

Johnjohn habla mucho de ti. Reza todas las noches para que vuelvas sano y salvo.

Hablaba mientras se desvestía, esforzándose por mostrarse serena; luego se sentó ante su tocador, se pasó un peine por el cabello y, dándome la espalda desnuda, mirándose en el espejo, preguntó:

—¿Me pongo la cara de dormir?

Era una frase familiar, una frase que no me gustaba. Significaba que ella quería saber si debía quitarse el maquillaje, cubrirse la cara de crema y sujetarse el cabello con una red.

—No, al menos no en seguida.

Así sabía lo que yo esperaba de ella. Para eso también tenía costumbres ordenadas e higiénicas, pero su sonrisa de bienvenida denotaba alivio a la vez que triunfo. Más tarde, nos separamos el uno del otro y nos quedamos fumando, tumbados en las camas gemelas, distanciadas por un pasillo. Miré mi reloj. Eran las cuatro, pero ninguno de los dos tenía sueño, porque en aquella ciudad reina en el aire una especie de neurosis que sus habitantes toman equivocadamente por energía.

—Me parece que no has cambiado en absoluto, Charles. —No, me temo que no.

—¿Quieres cambiar?

—Es la única prueba de que uno sigue vivo.

—Pero es posible que cambiaras y dejaras de quererme. —Siempre existe ese riesgo.

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