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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

Retorno a Brideshead (23 page)

BOOK: Retorno a Brideshead
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—¿No empieza a aburrirte ese asunto? —me preguntó—. ¿Por qué todo el mundo lo dramatiza tanto?

—Porque le queremos.

—Yo también le quiero, a mi manera, supongo, pero ojalá se comportara como todo el mundo. Me crié con un secreto vergonzoso de familia; ya sabes, papá. No se debía hablar de él delante de los criados, no se podía hablar de él delante de nosotros cuando éramos pequeños. Si mamá piensa convertir a Sebastian en un trapo sucio familiar, me parece excesivo. Si quiere estar continuamente borracho, ¿por qué no se larga a Kenia o a alguna parte donde no importe?

—¿Y por qué importa menos ser desgraciado en Kenia que en otra parte?

—No te hagas el tonto, Charles. Me entiendes perfectamente.

—¿Quieres decir que no te verías metida en tantas situaciones embarazosas? Bueno, lo único que intento expresar es que me temo que habrá una situación embarazosa esta noche si Sebastian se sale con la suya. Está de mal humor.

—¡Qué va! Un día de cacería le sentará de maravilla.

Era conmovedor ver hasta qué punto todo el mundo confiaba en las virtudes de un día de campo. Lady Marchmain, que me hizo una visita durante la mañana, se burlaba de sí misma a cuenta de eso con aquella delicada ironía que la había hecho famosa.

—Siempre he odiado la caza —me confesó— porque parece producir un cierto tipo de cinismo brutal en personas normalmente muy agradables. No sé a qué se debe, pero desde el momento en que se visten y montan a caballo, se convierten en una manada de prusianos. ¡Y son tan jactanciosos luego! ¡Cuántas noches he cenado horrorizada de ver a hombres y mujeres que conozco convertidos en patanes atontados, presumidos y monomaníacos…! Y, sin embargo, ¿sabes? debe ser algo que viene de siglos atrás, porque hoy me siento muy animada al pensar que Sebastian está allí con ellos. «En el fondo no le debe pasar nada grave», me digo. «Ha ido de cacería», como si fuera la respuesta a una oración.

Me interrogó sobre mi vida en París. Le describí mi alojamiento con vistas al río y las torres de Notre-Dame.

—Espero que Sebastian pueda acompañarme cuando vuelva y quedarse un tiempo conmigo.

—Sería maravilloso —dijo lady Marchmain, con un suspiro que parecía expresar lo inalcanzable.

—Espero que venga conmigo a Londres.

—Charles, sabes que eso no es posible. Londres es el peor sitio. Ni siquiera el señor Samgrass fue capaz de controlarle allí. No tenemos secretos en esta casa; ¿sabes que desapareció durante las navidades? Samgrass lo encontró gracias a que no podía pagar la cuenta en el sitio donde se había metido, y llamaron a casa. Espantoso. No, Londres es imposible; si no es capaz de comportarse aquí, con nosotros… Debemos procurar que esté feliz y sano aquí durante un tiempo, cazando, y luego le volveremos a mandar al extranjero con Samgrass… Verás, todo esto lo he pasado ya.

Estaba a punto de replicarle lo que ambos sabíamos: «No fue capaz de conservarle a él; él se escapó. Sebastian también lo hará. Porque ambos la odian a usted».

Se oía la corneta y los gritos de los cazadores en el valle, a nuestros pies.

—Allí están; ya vuelven por los bosques de la finca. Espero que esté disfrutando.

Y de este modo, con Julia y con lady Marchmain, llegué a un callejón sin salida, no porque no nos entendiéramos sino porque nos entendíamos demasiado bien. Brideshead vino a almorzar y también abordó el tema que ya corría por toda la casa, como un incendio muy hondo en la cala de un barco, bajo la línea de flotación, negro y rojo en la oscuridad, que saliese a la luz en acres bocanadas de humo por debajo de las escotillas y de las tuberías. Con Brideshead me hallaba en un mundo extrañó, un mundo para mí muerto, en un paisaje lunar de lava estéril, un lugar elevado donde escaseaba el oxígeno.

—Espero que se trate de dipsomanía —comentó—. En ese caso sería simplemente una gran desgracia que todos debemos ayudarle a sobrellevar. Antes temí que se emborrachara deliberadamente cuando y porque quería.

—Eso es exactamente lo que hacía; lo que ambos hacíamos. Es lo que sigue haciendo cuando está conmigo. Yo podría lograr que no pasase de ahí si su madre confiara en mí. Si le molestan con guardianes y tratamientos, dentro de unos años estará físicamente consumido.

—No tiene nada de
malo
estar físicamente destrozado ¿sabes? No existe ninguna obligación moral de convertirse en director de Correos o en maestro montero de una jauría, ni de caminar diez millas al día a la edad de ochenta años.


Malo, obligación moral
… —objeté—. Ya has vuelto otra vez al tema de la religión.

—No lo he abandonado ni por un momento —repuso Brideshead.

—¿Sabes una cosa, Bridey? Si alguna vez se me ocurriera convetirme al catolicismo, sólo tendría que hablar contigo cinco minutos para renunciar a la idea. Consigues reducir al absurdo lo que en principio pudieran parecer proposiciones bastante sensatas.

—Es extraño que me digas eso. No es la primera vez que me lo dicen. Es una de las muchas razones por las que no creo que fuera un buen sacerdote. Supongo que debe ser algo relativo al funcionamiento de mi mente.

Durante el almuerzo Julia no dejó de pensar en su invitado que iba a llegar dentro de poco. Fue a la estación para esperar el tren y le trajo a casa a la hora del té.

—Mamá, mira el regalo de navidad que me ha traído Rex.

Era una pequeña tortuga viva, con las iniciales de Julia montadas en diamantes sobre el caparazón, y aquel objeto ligeramente obsceno (que resbalaba impotente en el suelo encerado, caminaba a grandes pasos encima de la mesa de juego, avanzaba torpemente sobre una alfombra, se encogía al tacto, estiraba el cuello y meneaba la cabeza arrugada y antediluviana) se convirtió en parte memorable de la velada, uno de esos detalles vitales que atraen la atención cuando están en juego asuntos más graves.

—Pobrecita —dijo lady Marchmain—. Me pregunto si comerá lo mismo que una tortuga normal y corriente.

—¿Qué haréis cuando se muera? —preguntó el señor Samgrass—. ¿Se podrá meter otra tortuga dentro del caparazón?

A Rex se le había hablado del problema de Sebastian —de lo contrario no hubiera podido soportar durante mucho tiempo la atmósfera de tensión reinante— y ya tenía preparada su solución. La expuso con jovialidad y abiertamente durante el té; después de haber pasado el día entero entre susurros, era un alivio ver que el tema se discutía en voz alta.

—Mandadle a Borethus, en Zurich. Borethus es el hombre que necesitan. Hace milagros todos los días en su sanatorio. Ya saben cómo bebía Charlie Kilcartney, ¿no?

—No —dijo lady Marchmain con aquella ironía dulzona tan suya—. No, me temo que no sé cómo bebía Charlie Kilcartney.

Julia frunció las cejas mirando a la tortuga al ver cómo se burlaban de su pretendiente, pero Rex Mottram era insensible a una malicia tan delicada.

—Dos esposas le dejaron por imposible —prosiguió—. Cuando se comprometió con Sylvia, ella le puso como condición que se sometiera a un tratamiento en Zurich. Y funcionó. Volvió al cabo de tres meses transformado en un hombre nuevo. Y no ha probado una gota desde entonces, ni siquiera cuando Sylvia le dejó plantado.

—¿Y por qué le dejó plantado?

—Bueno, el pobre Charlie se volvió bastante aburrido cuando dejó de beber. Pero no les cuento la historia por eso.

—No, supongo que no. En realidad, imagino que el objetivo de la historia es animarnos.

Julia dirigió una expresión furiosa a su tortuga.

—También trata casos relacionados con problemas sexuales ¿saben?

—Vaya, qué amistades más raras va a hacer Sebastian en Zurich.

—Hay que reservar las plazas con dos meses de anticipación, pero creo que si yo lo pidiera se encontraría sitio. Podría llamarle desde aquí esta noche.

(En sus momentos más amables, Rex demostraba un entusiasmo amenazador, como si forzara a un ama de casa desganada a comprar una aspiradora.)

—Lo pensaremos.

Estábamos pensándolo cuando Cordelia volvió de la montería.

—¡Oh, Julia! ¿Pero, qué es
esto
? ¡Qué
horror
!

—Es el regalo de navidad de Rex.

—Vaya, lo siento. Siempre meto la pata. Pero ¡qué cruel! Debió dolerle muchísimo.

—No sienten nada.

—¿Cómo lo sabes? Apuesto a que sí.

Cordelia dio un beso a su madre, a quien no había visto en todo el día, estrechó la mano a Rex y llamó al timbre para pedir huevos.

—He merendado en casa de la señora Barney, desde donde llamé para que fuera el coche a buscarme, pero todavía tengo hambre. Ha sido un día fabuloso. Jean Strickland-Venables se ha caído en el barro. Fuimos al galope desde Bengers hasta Upper Eastry sin una sola parada. Debe haber unas cinco millas ¿no crees, Bridey?

—Tres.

—Como no has ido al galope… —Con la boca llena de huevos revueltos, nos fue narrando la jornada de caza—. Deberíais haber visto a Jean salir del barro.

—¿Dónde está Sebastian?

—Es una vergüenza. —Las palabras, en aquella voz clara e infantil, sonaban como una campana mortuoria, pero prosiguió—: Mira que salir así, con esa horrible chaqueta y esa corbata tan fea, como si viniera de la academia de equitación del capitán Morvin… Ni siquiera le he reconocido, y espero que nadie más se haya dado cuenta de que era él. ¿No ha vuelto? Debe haberse perdido.

Cuando Wilcox vino a retirar el servicio, lady Marchmain le preguntó:

—¿Alguna noticia de lord Sebastian?

—No, milady.

—Debe haberse quedado a tomar el té con alguien. Es raro en él.

Media hora más tarde, Wilcox entró con la bandeja de los cócteles y anunció:

—Lord Sebastian acaba de llamar para que le vayan a buscar a South Twining.

—¿South Twining? ¿Quién vive allí?

—Ha llamado desde el hotel, milady.

—¿South Twining? —dijo Cordelia—. ¡Caramba! ¡Pues sí que se ha perdido!

Sebastian llegó con la cara enrojecida y los ojos demasiado brillantes, febriles; vi que estaba más que medianamente ebrio. —Querido muchacho —dijo lady Marchmain—, me alegro de verte tan saludable otra vez. El día al aire libre te ha hecho mucho bien. Las bebidas están en la mesa; sírvete, te lo ruego.

No había nada raro en sus palabras, excepto el hecho de que las pronunciara. Seis meses antes no lo hubiera hecho. —Gracias —dijo Sebastian—. Lo haré.

Un golpe, esperado, repetido, asestado sobre un hematoma, sin escozor ni sorpresa; un simple dolor sordo e insoportable y la duda de si sería posible aguantar otro igual: tal era mi sensación frente a Sebastian aquella noche durante la cena al ver sus ojos nublados y sus movimientos vacilantes, y oír su voz espesa interrumpiendo inoportunamente la conversación después de largos silencios ausentes. Cuando por fin lady Marchmain, Julia y los criados nos dejaron solos, Brideshead dijo:

—Mejor que te vayas a la cama, Sebastian.

—Primero voy a beber un poco de oporto.

—Sí, bebe oporto si quieres. Pero no entres en la sala de estar.

—Demasiado borracho, maldita sea —dijo Sebastian, sacudiendo pesadamente la cabeza—. Como antaño. Los caballeros siempre estaban antaño demasiado borrachos para reunirse con las damas.

(Y sin embargo,
no era
como antaño ¿sabes? —me dijo más tarde Samgrass, que quería discutir el incidente conmigo, no era en absoluto como antiguamente. Me pregunto en qué reside la diferencia. ¿En la falta de buen humor? ¿La falta de compañerismo? Hasta creo que ha estado bebiendo a solas hoy. ¿De dónde habrá sacado el dinero?)

—Sebastian ha subido a su habitación —anunció Brideshead cuando llegamos a la sala de estar.

—¿Ah, sí? ¿Queréis que os lea algo?

Julia y Rex jugaron una partida de báciga; la tortuga, importunada por el pequinés, se replegó dentro de su concha; lady Marchmain leyó
The Diary of a Nobody
en voz alta hasta que, a hora bastante temprana, dijo que había que irse a dormir.

—¿No puedo quedarme un ratito mas, mama? ¿Sólo tres partidas?

—Muy bien, querida. Ven a verme ante de irte a la cama. Estaré despierta.

Era evidente para Samgrass y para mí que Julia y Rex querían que les dejáramos solos, así que nosotros también nos marchamos. Pero no era evidente para Brideshead, quien se sentó cómodamente a leer
The Times
, que aún no había leído aquel día. Entonces, camino de nuestros dormitorios, el señor Samgrass dijo lo de:

—No era como antaño…

A la mañana siguiente pregunté a Sebastian:

—Dime sinceramente, ¿quieres que me quede?

—No, Charles; me parece que no quiero.

—¿No te sirvo de ayuda?

—De ninguna ayuda.

Así pues, subí para despedirme de su madre.

—Hay algo que quiero preguntarte, Charles. ¿Le diste dinero a Sebastian ayer?

—Sí.

—¿Sabiendo casi con certeza cómo lo iba a gastar?

—Sí.

—No lo entiendo. Simplemente, no entiendo cómo alguien puede ser tan cínicamente malvado.

Hizo una pausa, pero no creo que esperara respuesta alguna; tampoco había nada que yo pudiera decir, a menos que quisiera volver a empezar la misma discusión interminable de siempre.

—No voy a reprochártelo —continuó—. Dios sabe que no soy quién para reprochar nada a nadie. Cualquier fracaso de mis hijos es un fracaso mío. Pero no lo entiendo. No comprendo cómo has podido ser tan agradable en muchos aspectos y luego hacer algo que revela tanta insensibilidad, tanta crueldad. No entiendo cómo hemos podido quererte tanto. ¿Nos odiabas durante todo este tiempo? No comprendo qué hemos hecho para merecer esto.

Sus palabras me dejaron indiferente; nada en mi interior se sentía ni remotamente conmovido por su infortunio. Era como muchas veces había imaginado la expulsión del colegio. Casi esperaba que me dijera: «Ya he escrito para informarle a tu pobre padre». Pero al alejarme, y volverme para lanzar la que parecía mi última mirada a la casa, sentí como si abandonara una parte de mí mismo; que fuera donde fuera, a partir de entonces notaría su falta y la buscaría sin esperanza, como dicen que hacen los fantasmas cuando van a los lugares donde habían enterrado los tesoros que necesitaban para pagar su viaje al más allá.

«Nunca volveré», me dije.

Una puerta se había cerrado, la pequeña puerta de la pared que busqué y encontré en Oxford. Si la abría ahora, ya no descubriría ningún jardín encantado.

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