Aunque sabía que Lucas me había perdonado por ello, aquello fue como un bofetón en la cara.
—Es fácil hacer promesas. Pero si hubieras estado allí, si hubieras visto a Lucas tumbado, muerto, sabiendo que puedes elegir entre perderlo para siempre o poder hablar de nuevo con él en tan solo unas horas… Entonces no habría resultado tan sencillo. —De nuevo deseé que los espectros pudieran llorar; era muy doloroso cargar con un recuerdo tan triste y no tener modo de dejarlo salir—. Por muy difícil que sea para él, Lucas tiene amigos. Me tiene a mí. ¿De verdad te parece que eso es peor que no tener nada nunca, para siempre?
Dana guardó silencio unos segundos.
—No lo sé —admitió al final—. Pero lo que digo quiero que lo tengas en cuenta. ¿Vale, cariño? —Sus ojos se encontraron con los de Raquel—. Si alguna vez me transformo en vampiro, asegúrate de que nunca, nunca, vuelva a ver el amanecer.
—Lo prometo.
La voz de Raquel era tan tranquila, tan segura, que su amor por Dana llenó toda la habitación. Si Lucas y yo hubiésemos hablado más acerca de eso —si yo le hubiera hecho esa promesa—, ¿habría tenido la fuerza para dejarlo marchar? ¿Habría sido tan fuerte como Raquel? No estaba segura.
Raquel y Dana permanecieron largo rato mirándose, Raquel sosteniendo con fuerza la mano de Dana. Finalmente, Dana se volvió hacia mí.
—¿Y has venido hasta aquí para hablar de todo esto? ¿De Lucas? —Su tono de voz se suavizó levemente—. ¿Acaso necesita hablar conmigo? Porque… si hace falta que me cuele en esa locura de academia para vampiros por él, lo haré.
Raquel le espetó:
—¿Y qué pintáis otra vez en la Academia Medianoche? ¿Os habéis vuelto locos?
Después se echó atrás otra vez, todavía temerosa de mí.
—En cierto modo, todo va bien. La señora Bethany ni siquiera se enfadó. Es como si odiara tanto la Cruz Negra que se regocijara por haber conseguido a Lucas. —Aunque hasta entonces no había reparado en ello, de repente tuve claro que eso explicaba en parte su reacción—. De todos modos, yo no sugeriría que apareciera por allí una cazadora de la Cruz Negra. Sin embargo, pronto habrá otra excursión a Riverton. A menos que… ¿sabéis si la Cruz Negra planea volver a ir a por él si sale del internado?
—La próxima vez la señora Bethany va a tener a gente esperándolos —respondió Dana—. Y la Cruz Negra lo sabe. Si alguna vez vuelven a atacar a Lucas, irán a por él al momento, pero no atacarán Riverton tras fracasar allí la primera vez.
—Entonces quizá funcione. Dana, ¿podrías regresar a Riverton? Me parece que Lucas cree que no quieres verlo.
—A ese chico siempre le ha faltado un tornillo. —La mueca de Dana me dio a entender que quería a Lucas tanto como antes—. Dinos el día y allí estaremos.
Me fijé por primera vez en nuestro alrededor: se trataba de una habitación de hotel barata pero confortable, con un revoltijo de cosas que indicaba que llevaban algún tiempo allí. En la Cruz Negra era imposible ahorrar dinero y disponer de alojamiento privado; se suponía que el dinero pertenecía al grupo y no a cada individuo.
—Así que es cierto, lo habéis hecho. Habéis abandonado la Cruz Negra de verdad.
—Tampoco es que nos quedasen muchas salidas después de apuntar contra Kate —dijo Raquel. Por primera vez me miró sin estremecerse—. Pero no dudaríamos en volver a hacerlo, de corazón.
Hizo una mueca; temía haber cometido una falta de delicadeza al haber dicho algo así a un muerto.
Dana suspiró.
—Empezamos a dudar después de lo que os hicieron en Nueva York. La guinda fue cuando atacaron a Lucas en Filadelfia. Nos piramos hace un par de semanas. Nos hemos refugiado aquí, pero alguna vez encontraremos un sitio de verdad. Ganamos el salario mínimo y estamos bien.
—Puede que solo comamos pasta —añadió Raquel—, pero comemos.
En la habitación se hizo un silencio extraño. Entonces tomé la palabra:
—Raquel, la verdad es que he venido aquí para hablar contigo.
—Lo siento.
Raquel temblaba, pero finalmente se levantó de la cama. Llevaba una camiseta vieja y desgastada, unos pantalones de chándal y, claro está, la pulsera de piel, la que yo recordaba tan bien que había tenido el poder de conducirme hasta allí.
—Bianca, lo siento mucho, de verdad. No puedes imaginarte cómo… Bueno, olvídalo, no importa cómo me siento. Tú fuiste una buena amiga, yo debería haberte protegido y no lo hice. Me equivoqué. Si quieres acosarme o… lo que sea, me lo merezco.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de cuánto necesitaba oír eso. Sin embargo, también tenía algunas cosas que decirle.
—Te mentí. Tenía mis motivos, pero te mentí. De haberte dicho la verdad, tal vez nada habría terminado tan mal.
—Eso no me disculpa de lo que hice —respondió Raquel con voz temblorosa. No dejaba de apretarse las manos, estaba tan nerviosa que me sorprendió—. Podrían haberte matado. Pero matado de verdad. Ya sabes qué quiero decir. Cuando me di cuenta de lo que pretendían hacer… De haberlo sabido, nunca habría hablado. Jamás.
—Lo sé. De hecho, creo que siempre lo supe. Por otra parte, vosotras ayudasteis a Lucas cuando más lo necesitaba. Eso es lo que importa.
Sonreí a Raquel con timidez y ella intentó devolverme la sonrisa. El peso de su antigua traición pendía sobre nosotras, pero, de algún modo, ahora parecía menos agobiante. Nos llevaría algún tiempo cerrar la herida, pero al menos habíamos podido aclararlo todo. Volvíamos a estar en el mismo bando. El tiempo curaría todo lo demás, me dije.
—De todos modos, no he venido hasta aquí para hablar de eso contigo —expliqué.
Mi afirmación pilló a Raquel desprevenida. Tras mirar a Dana, que también estaba asombrada, dijo:
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—Es por el espectro que tenía tu casa encantada —contesté preparándome para lo que añadiría a continuación—: El que te hizo daño.
Raquel me dirigió una intensa mirada con sus ojos oscuros, como rogándome que no mencionara una cosa tan dolorosa.
—¿Qué pasa con él?
—Vamos a encargarnos de él… Para siempre.
Resultó que Dana y Raquel vivían en una zona residencial de Boston, no muy lejos de donde Raquel había crecido.
Además, al marcharse, se habían llevado consigo una furgoneta de la Cruz Negra.
—Hay quien dice que esto es robar —comentó Dana alegremente mientras nos metíamos en la camioneta destartalada, que olía a pólvora y a maíz frito—. Pero, como vimos que la Cruz Negra se la robaba a un vampiro muerto, lo considero algo así como reciclar el vehículo. Suena mejor, ¿no te parece?
—Pues al parecer también habéis reciclado unas cuantas armas. —Miré el arsenal que había en la parte trasera—. Estacas, agua bendita… ¿Y qué es eso? ¿Un lanzallamas?
—Nunca se sabe cuándo pueden venir bien —dijo Raquel. Aquello me hizo sonreír.
Pero las bromas no duraron mucho. Conforme nos acercábamos a la casa, Raquel se fue poniendo tensa. Ella iba delante con una escopeta y yo era el fantasma del asiento de atrás.
—¿Cómo se supone que vamos a hacerlo? —preguntó.
—Resulta bastante sencillo.
En realidad, no mencioné que no lo había hecho nunca. A fin de cuentas, no había ninguna necesidad de ponerla más nerviosa, ¿verdad?
—Solo necesitamos un espejo. ¿Lleváis alguna polvera? Ya sabéis, eso para los polvos, maquillaje.
Estábamos paradas en un semáforo, y tanto Dana como Raquel se volvieron y me miraron fijamente, asombradas. Al cabo de un segundo, Dana dijo:
—¡Hola! ¿Nos conocemos?
—Vale. Está claro. No hay maquillaje en el coche —dije—. Pero tenemos que conseguir un espejo.
Hicimos una parada rápida en una tienda abierta las veinticuatro horas para comprar una polvera. A pesar de que mi forma era bastante sólida, me costó bastante manejarme con el envoltorio, así que dejé que Raquel se encargara de ello. Arrancó el papel y el plástico con manos temblorosas, con más agitación de la necesaria.
—Llevo mucho tiempo sin hablarles —dijo levantando la tapa de la polvera—. Y ahora me plantaré allí tranquilamente a las dos de la madrugada en plan: «Eh, ¿os acordáis del fantasma que decíais que no existía?».
—Puede que no tengamos que despertarlos —respondió Dana. Empezó a caer una lluvia fina, y activó el limpiaparabrisas con su soniquete suave. Plap, plap—. Oye, Bianca, ¿cazar espectros es ruidoso?
—Bueno, puede serlo. Pero no tiene por qué. —Deseé que aquello fuera cierto—. Intentaremos no hacer ruido.
Raquel siempre había dejado muy claro que ella no venía de una familia tan acomodada como las de la mayoría de los alumnos vivos y muertos de Medianoche. Con todo, su vecindario no era tan malo como yo lo había imaginado. Tal vez pequé de ser demasiado infantil, porque había pensado que ser pobre significaba vivir en una chabola de esas que enseñaban en los programas malos de televisión, con coches incendiados y bandas de delincuentes por todas partes. Solo se trataba de un barrio tranquilo de casas pequeñas sin grandes patios. En lugar de miseria y violencia, las cosas simplemente eran grises y estaban descuidadas, con algunos
graffiti
desolados y sin gracia en los contenedores de basura.
—¡Qué suerte que llueva! —dijo Raquel—. De no ser así, todo el mundo estaría por la calle.
La casa que había en el centro del bloque pertenecía a la familia de Raquel. En cuanto nos apeamos del coche, supe que no había nadie.
—¿Dónde estarán? —preguntó Dana cuando vimos unas cajas de mudanza a través de la ventana—. Los muebles están en su sitio, así que no se han mudado.
—Puede que estén con Frida. —Raquel aguzó la vista—. Parece como si hubieran levantado parte del suelo de la cocina. Tal vez las tuberías se hayan vuelto a reventar y estén arreglándolo.
—No están en casa —dije—, y eso es lo que importa. Podemos hacerlo ahora.
Raquel se quedó muy quieta.
—No estoy segura de poder hacerlo.
Dana le pasó un brazo por encima de los hombros.
—Vale. Si prefieres quedarte aquí fuera, no hay problema. ¿Verdad, Bianca?
Estaba a punto de darle la razón, pero me detuve.
—Puedes quedarte fuera si quieres —contesté—, pero creo que deberías enfrentarte a esa cosa.
Raquel, con los labios apretados, sacudió la cabeza.
—Vamos, Raquel. ¿Desde cuándo rehúyes una pelea? —Ella ya no me sostenía la mirada, pero proseguí—: Si no ves cómo ocurre todo esto, siempre tendrás miedo. Siempre. Pero, si ves cómo lo derrotamos, eso será lo último que recordarás de él. ¿No es lo que preferirías ver?
—Basta ya, ¿vale? —Dana se interpuso—. No la fuerces.
—No —replicó Raquel. Tocó el hombro de Dana, apartándola suavemente—. Bianca tiene razón. Iré.
Mientras la lluvia caía suavemente a nuestro alrededor, repiqueteando en el toldo metálico que había sobre nuestras cabezas, Dana forzó la cerradura de la puerta delantera con la misma rapidez que lo habría hecho Lucas. «Lástima no haber estado en la Cruz Negra lo bastante para aprender ese truco», me dije.
La puerta se abrió con un crujido. Dana entró de puntillas, intentando no hacer ruido; Raquel, con el rostro pálido, la siguió. Yo adopté una forma vaporosa, y me convertí en una niebla de color azul para seguirlas.
—Guau —dijo Raquel claramente sorprendida—. Esto es… bueno, espeluznante.
—¡Chissst! Estamos intentando no hacer ruido. —Dana sostenía la polvera ante ella, como si quisiera emplearla a modo de escudo. Yo tendría que cogérsela, pero solo lo haría cuando hubiera adquirido forma de nuevo.
—Tranquilas —dije—. Tarde o temprano, querremos que se entere de que estamos aquí.
Proyecté mi conciencia por toda la casa y descubrí que era capaz de percibir la disposición de las habitaciones sin verlas, y que sabía cuál de estas había sido la de Raquel, pues una parte de su esencia permanecía allí.
Junto con algo más.
La voz emitía en una frecuencia que no era realmente un ruido, sino una vibración en el éter que compartíamos. «Pequeñita, pequeñita. Has vuelto para jugar».
Raquel empezó a temblar.
—Está ahí —susurró—. Puedo notarlo.
Ni ella ni Dana habían oído la voz; las dos miraban alrededor de forma frenética, como a la espera de que el espectro viniera de cualquier sitio en cualquier momento. Raquel, en cambio, había detectado la presencia de esa cosa a un nivel más profundo del que yo era capaz de comprender. Me maravilló la profundidad del vínculo, la intensidad con que aquel espectro había hundido sus garras en ella.
«¿Me has traído compañeras de juego?».
De pronto vislumbré una habitación, no la que había, sino una realidad distinta y falsa que me rodeaba, ligeramente transparente pero también cerrada, como una celda de cristal. Parecía un pequeño cuarto de juegos. Al principio pensé que se trataría de la habitación de Raquel cuando era pequeña, pero luego me di cuenta de que me equivocaba: ella nunca pasaría más de una noche en una habitación tan de color rosa y llena de volantes, con cama con dosel y muñecas apiladas. Jamás había visto tantas muñecas…
Y tampoco había visto que unas muñecas me devolviesen la mirada. De algún modo me observaban, con los ojos negros y vidriosos demasiado vivos. Oí el suave frufrú de sus enaguas sedosas, y una de ellas estaba ladeada, como si hubiera caído. Estaban vivas, y a la vez no lo estaban; miraban y a la vez no miraban; y todo era tremendamente espeluznante. Todo aquello me dio muchísimo miedo, y eso que yo era un espectro.
«Parece la idealización de alguien sobre cómo tiene que ser una habitación infantil —me dije—. Es una versión exagerada del lugar en que una niña dormiría. Algo creado por una persona que ha dedicado demasiado tiempo en pensar en niñas pequeñas acostadas en su cama».
—Muéstrate —exigí. En la otra realidad, la de verdad, vi que Raquel y Dana se sobresaltaban—. ¡Deja de esconderte detrás de las muñecas! ¡Sal!
—Las muñecas —susurró Raquel. Seguramente había soñado con ellas antes.
En la habitación del sueño, las muñecas crujieron un poco y luego se desplomaron, de modo que sus rizos dorados y castaños se enredaron. En el centro, estaba él.
Si no hubiera percibido el profundo terror que sentía Raquel, me habría echado a reír. Aquel espectro no daba miedo: solo estaba gordo y un poco calvo. Y tampoco era muy alto. Pero al escrutarme fijamente, mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro, algo en el vacío de su mirada y en el ansia de su sonrisa me inquietó enormemente.