Relatos de poder (11 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Relatos de poder
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—¿Cuál era esa hazaña de guerrero, don Juan?

—Ya dije que Genaro sólo vino a enseñarte una cosa: el misterio de los seres luminosos soñadores. Tú querías saber del doble. Empieza en los sueños. Pero luego preguntaste. «¿Qué es el doble?» y yo te dije que el doble es uno mismo. Uno mismo sueña el do­ble. Eso debería ser sencillo, pero no tenemos nada de sencillos. Quizá los sueños comunes que uno tiene sean sencillos, pero eso no significa que uno sea sen­cillo. Una vez que uno aprende a soñar el doble, se llega a esta encrucijada extraña, y en un momento dado uno se da cuenta de que el doble es quien lo sueña a uno mismo.

Yo había anotado todas sus palabras. También les había prestado atención, pero no las comprendía.

Don Juan repitió sus aseveraciones.

—La lección de anoche, como te dije, trataba del so­ñador y el soñado, o quién sueña a quién.

—Perdone usted —dije.

Ambos echaron a reír.

—Anoche —prosiguió don Juan— casi, casi escoges despertar en el sitio de poder.

—¿Qué quiere usted decir, don Juan?

—Ésa habría sido la hazaña. Si no te hubieras en­tregado a tus hábitos de imbécil, habrías tenido poder suficiente para inclinar la balanza y, sin duda alguna, eso te habría matado de miedo. Por fortuna o por desgracia, como sea el caso, no tuviste poder suficiente. De hecho, malgastaste tu poder en confusiones hasta el punto que casi no te quedó lo bastante para salvar tu vida.

—Así pues, como puedes entender muy bien, entre­garte a tus caprichitos no es sólo estúpido y un des­perdicio total, sino que también es perjudicial. Un guerrero que se agota no puede vivir. El cuerpo no es cosa indestructible. Habrías podido enfermarte de gravedad. No sucedió así, simplemente porque Gena­ro y yo desviamos parte de tu imbecilidad.

El pleno impacto de sus palabras empezaba a ha­cerse sentir en mí.

—Anoche, Genaro te guió por los laberintos del do­ble —prosiguió don Juan—. Sólo él es capaz de hacer eso por ti. Y no fue visión ni alucinación cuando te viste tirado en el piso. Podrías haberte dado cuenta de ello con infinita claridad si no te hubieras perdido en tu vicio de hacerte el niñito, y podrías haber sa­bido entonces que tú mismo eres un sueño, que tu do­ble te está soñando, de la misma manera en que tú lo soñaste anoche.

—¿Pero cómo puede ser eso posible, don Juan?

—Nadie sabe cómo sucede. Sólo sabemos que sí su­cede. Ése es nuestro misterio como seres luminosos. Anoche tenías dos sueños y pudiste despertar en cual­quiera, pero tú no tenías ni siquiera suficiente poder para entender eso.

Me miraron fijamente unos momentos.

—Yo creo que sí entiende —dijo don Genaro.

EL SECRETO DE LOS SERES LUMINOSOS

Don Genaro me deleitó durante horas con algunas instrucciones absurdas para manejar mi mundo coti­diano. Don Juan dijo que yo debía tener mucho cui­dado y seriedad con las recomendaciones de don Ge­naro, pues aunque eran chistosas no eran un chiste.

A eso del mediodía, don Genaro se puso en pie y sin decir palabra se metió al matorral. Yo iba tam­bién a levantarme, pero don Juan me retuvo gentil­mente y, en tono solemne, anunció que don Genaro iba a hacer otra prueba conmigo.

—¿Qué se trae? —pregunté—. ¿Qué me va a hacer?

Don Juan me aseguró que no necesitaba preocu­parme.

—Te acercas a una encrucijada —dijo—. Cierta en­crucijada a la que todo guerrero llega.

Tuve la idea de que hablaba de mi muerte. Pareció anticipar mi pregunta y me hizo seña de callar.

—No vamos a discutir este asunto —dijo—. Basta decir que la encrucijada a la cual me refiero es la explicación de los brujos. Genaro cree que ya estás listo para recibirla.

—¿Cuándo me la va usted a dar?

—No sé cuándo. Tú eres el que la va a recibir; por lo tanto, depende de ti. Tú decidirás cuándo.

—¿Qué tal ahora mismo?

—Decidir no significa escoger un momento arbitra­rio —dijo—. Decidir significa que has puesto tu espíritu en orden impecable, y que has hecho todo lo posible por ser digno del conocimiento y el poder.

—Pero hoy debes resolverle a Genaro una adivinan­za que te va a altar Se nos ha adelantado y nos va a esperar por ahí en el matorral. Nadie sabe el sitio donde estará, ni la hora específica de ir a verlo. Si eres capaz de determinar la hora correcta para salir de la casa, también podrás llegar al sitio donde está.

Dije a don Juan que no imaginaba a nadie capaz de resolver tal acertijo.

—¿Cómo puede el hecho de salir de la casa a fina hora especifica, guiarme a donde está don Genaro? —pregunté.

Don Juan sonrió y se puso a tararear una melodía. Parecía disfrutar mi agitación.

—Ése es et problema que Genaro te ha puesto —dijo—. Si tienes bastante poder personal, decidirás con certeza absoluta la hora justa para salir de la casa. Cómo te guiará el salir a la hora precisa es algo que nadie sabe. Y sin embargo, si tienes poder sufi­ciente, tú mismo atestiguarás que, es así.

—¿Pero cómo voy a ser guiado, don Juan?

—Nadie sabe eso tampoco.

—Yo creo que don Genaro me está tomando el pelo.

—Entonces ten cuidado —dijo—. Si Genaro te toma el pelo, lo más probable es que te lo arranque.

Don Juan rió de su propio chiste. No pude secun­darlo. Mi temor al peligro inherente en las manipu­laciones de don Genaro era demasiado real.

—¿Puede usted darme alguna pista? —pregunté.

—¡No hay pistas! —dijo, cortante.

—¿Por qué quiere hacer esto don Genaro?

—Quiere probarte —repuso—. Digamos que le im­porta mucho saber si ya estás listo para recibir la ex­plicación de los brujos. Si resuelves la adivinanza, querrá decir que has juntado suficiente poder per­sonal y estás listo. Pero si lo echas a perder, será porque no tienes poder suficiente, y en ese caso la explicación de los brujos no tendría sentido para ti. Yo pienso que deberíamos darte la explicación sin cuidarnos de que la entiendas o no; ésa es mi idea. Genaro es un guerrero más conservador; quiere las cosas en el orden debido y no cederá hasta pensar que estás listo.

—¿Por qué usted no me habla por su cuenta de la explicación de los brujos?

—Porque Genaro debe ser quien te ayude.

—¿Por qué es así, don Juan?

—Genaro no quiere que te diga por qué —dijo­—. Todavía no.

—¿Me perjudicaría conocer la explicación de los brujos? —pregunté.

—Yo creo que no.

—Entonces, don Juan, dígamela, por favor.

—¡No le hagas! Genaro tiene ideas precisas sobre este asunto, y debemos observarlas y respetarlas.

Hizo un gesto imperativo para callarme.

Tras una pausa larga y desesperante, aventuré una pregunta:

—¿Pero cómo puedo resolver esta adivinanza, don Juan?

—De veras no lo sé, por eso no puedo aconsejarte —dijo—. Genaro es muy eficaz. Planeó la adivinan­za nada más para ti. Puesto que lo está haciendo para beneficiarte, él está entonado sólo contigo; por lo tanto, sólo tú puedes escoger la hora justa para salir de la casa. Él mismo te llamará y te guiará por me dio de su llamada.

—¿Cómo será su llamada?

—Eso yo no lo sé. Su llamada es para ti, no para mí. Te topará directamente en tu voluntad. En otras palabras, debes usar tu voluntad para saber cuál es su llamada.

—Genaro siente la necesidad de asegurarse de que el poder personal que has juntado hasta hoy en día es lo suficiente para convertir tu voluntad en una unidad que funcione.

«Voluntad» era otro concepto que don Juan había delineado con gran cuidado, pero sin aclararlo. Yo había entendido a través de sus explicaciones que la «voluntad» era una fuerza emanada de la región um­bilical a través de una abertura invisible debajo del ombligo, abertura a la cual llamaba «boquete». Se alegaba que sólo los brujos cultivaban la «voluntad». Les llegaba envuelta en el misterio y les daba la capa­cidad de realizar prodigios extraordinarios.

Comenté a don Juan que no había posibilidad de que algo tan vago pudiera ser una unidad funcional en mi vida.

—Allí es donde te equivocas —dijo—. La voluntad se desarrolla en un guerrero pese a toda la oposición de la razón.

—¿No puede acaso don Genaro, siendo brujo, sa­ber, sin ponerme a prueba, si estoy listo o no? —pre­gunté.

—Por supuesto que puede —dijo—. Pero ese cono­cimiento no te será de valor ni consecuencia alguna, porque nada tiene que ver contigo. Tú, y no Genaro, eres el que está aprendiendo; y por lo tanto, tú mis­mo debes reclamar el conocimiento como poder. A Genaro no le interesa un comino saber que él sabe, pero sí le interesa saber que tú sabes. Tú debes des­cubrir si tu voluntad trabaja o no. Éste es un asunto muy difícil de aclarar. Pese a lo que Genaro o yo se­pamos de ti, tú debes comprobar por ti mismo que estás en la posición de reclamar el conocimiento como poder. En otras palabras, tú mismo debes convencer­te de que puedes ejercer tu voluntad. Si no estás convencido, hoy te convencerás. Pero si no puedes llevar a cabo esta tarea, Genaro sabrá que a pesar de todo lo que él ve en ti, tú no estás listo todavía.

Experimenté una aprensión abrumadora.

—¿Es necesario todo esto? —pregunté.

—Esto es lo que Genaro pide, y esto es lo que se debe obedecer —dijo en tono firme pero amistoso.

—¿Pero qué tiene don Genaro que ver conmigo?

—Puede que a lo mejor hoy lo sepas —dijo son­riendo.

Imploré a don Juan sacarme de esa situación into­lerable y explicar toda la misteriosa conversación. Riendo, me dio palmadas en el pecho e hizo un chis­te sobre un levantador de pesas mexicano que tenía enormes músculos pectorales pero no podía hacer trabajos físicos pesados porque tenía la espalda débil.

—Cuida esos músculos —dijo—. No deben ser nada más para lucir.

—Mis músculos no tienen nada que ver con lo que estaba usted diciendo —respondí, belicoso.

—Cómo no —dijo—. El cuerpo tiene que estar perfecto antes de que la voluntad funcione como una unidad.

Don Juan había desviado una vez más la dirección de mis averiguaciones. Me sentí inquieto y frustrado.

Me levanté y fui a la cocina a beber agua. Don Juan me siguió y sugirió que practicase el rebuzno que don Genaro me había enseñado. Fuimos a un lado de la casa; me senté en una pila de leña y me di a reproducirlo. Don Juan hizo algunas correccio­nes y me dio instrucciones sobre mi respiración: el resultado fue una relajación física completa.

Regresamos a la ramada y tomamos asiento nueva­mente. Le dije que a veces me irritaba conmigo mis­mo por ser tan indefenso.

—No hay nada malo en sentirse indefenso —dijo—. Todos nosotros nos sentimos así. Acuérdate que he­mos pasado una eternidad como niños indefensos. Como ya te lo he dicho, en estos momentos eres como un niño que no puede salirse solo de la cuna, y mu­cho menos actuar por su cuenta. Genaro te saca de tu cuna, pues digamos, levantándote de los sobacos. Un niño quiere actuar y, como no puede, se queja. No hay nada malo en eso; pero darse por entero a la­mentos y protestas es otro asunto.

Me exigió conservar la calma; sugirió que le hicie­ra preguntas un rato, mientras pasaba a un mejor es­tado mental.

Durante un momento perdí el hilo y no supe qué preguntar.

Don Juan desenrolló un petate y me indicó sen­tarme en él. Luego llenó de agua un guaje grande y lo puso en una red portadora. Parecía prepararse para un viaje. Volvió a sentarse y, con un movimien­to de cejas, me instó a iniciar el interrogatorio.

Le pedí que me hablara más de la polilla.

Me escudriñó con una larga mirada y chasqueó la lengua.

—Eso era un aliado —dijo—. Tú lo sabes.

—¿Pero qué es en realidad un aliado, don Juan?

—No hay manera de saber lo que es exactamente un aliado, así como no hay tampoco manera de saber lo que es exactamente un árbol.

—Un árbol es un organismo viviente —dije.

—Eso no me dice mucho —respondió—. Yo tam­bién puedo decir que un aliado es una fuerza, una tensión. Eso ya te lo he dicho, pero eso no dice mu­cho sobre un aliado.

—Igual que en el caso de un árbol, el único modo de saber lo que es un aliado es experimentándolo. Por años enteros he luchado por prepararte para el interesantísimo encuentro con un aliado. A lo mejor no te has dado ni cuenta, pero te demoraste años pre­parándote para presentarte con el árbol. Presentarte con el aliado no es distinto. Un maestro debe fami­liarizar a su discípulo poco a poco con el aliado, pe­dazo por pedazo. En el curso de los años, has guar­dado una gran cantidad de conocimiento al respecto y ahora eres capaz de armar todo ese conocimiento para vivir al aliado del mismo modo en que vives al árbol.

—No tengo idea de estar haciendo eso, don Juan.

—Tu razón no se da cuenta, porque para empezar no acepta la posibilidad del aliado. Por fortuna, no es la razón lo que arma al aliado. Es el cuerpo. Tú has percibido al aliado en muchos estados y en mu­chas ocasiones. Cada una de esas percepciones fue guardada en tu cuerpo. La suma de todos esos pedazos es el aliado. Yo no conozco otra manera de describirlo.

Dije no concebir que mi cuerpo actuara por sí solo, como una entidad separada de la razón.

—No hay separación, pero hemos hecho una —di­jo—. Nuestra razón es mezquina y siempre anda lu­chando al cuerpo. Esto, desde luego, es sólo un decir, pero el triunfo de un hombre de conocimiento es que ha rejuntado a los dos. Como tú no eres hombre de conocimiento, tu cuerpo hace ahora cosas que tu ra­zón no puede comprender. El aliado es una de esas cosas. No estabas loco, ni tampoco soñabas cuando percibiste al aliado aquella noche, aquí mismo.

Le pedí que me explicara más acerca de la pava rosa idea, que él y don Genaro me implantaron, de que el aliado era una entidad que me estaba esperan­do al filo de un pequeño valle encajonado en las montañas del norte de México. Me hablan dicho que tarde o temprano yo tenía que cumplir esa cita con el aliado y luchar con él.

—Esas son maneras de hablar de misterios para los cuales no hay palabras —dijo don Juan—. Genaro y yo dijimos que al borde de esa planicie te esperaba el aliado. Eso era cierto, pero no tiene el sentido que tú quieres darle. El aliado te espera, seguro, pero no al borde de ninguna planicie. Está aquí mismo, o allí, o en cualquier otro sitio. El aliado te espera, igual que la muerte te espera, en todas partes y en ninguna en particular.

—¿Por qué me espera el aliado a mí?

—Por la misma razón que la muerte te espera —di­jo—, porque naciste. No hay posibilidad de expli­car en este momento lo que eso significa. Primero debes vivir al aliado. Debes percibirlo en toda su fuerza, y acaso entonces la explicación de los brujos pueda darte luz. Por ahora has tenido poder sufi­ciente para aclarar por lo menos un punto: que el aliado es una polilla.

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