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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1913-1927 (14 page)

BOOK: Relatos 1913-1927
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Poco después se levantó y se dirigió lentamente hacia la barra de atrás, sin que Kampe lo notara. Allí estuvo un rato sin hacer mayores intentos por abrirse paso. Dejó pasar a dos clientes y un camarero. Luego sacó, con expresión bastante tonta, unos cuantos cigarrillos que llevaba en el bolsillo de la americana.

Cuando volvió a la mesa, parecía haber sufrido una transformación; jugueteaba con los cigarrillos en el bolsillo de su americana y se veía de muy mal humor. Pero se sentó otra vez tranquilamente detrás de su diario vespertino. Entonces yo empecé a despotricar contra la cerveza sin prestar atención al torrente verbal de Kampe. Aún recuerdo haber dicho que era un brebaje tibio y repugnante, cuya dudosa procedencia de algún charco inmundo se sentía nada más probarla, y en la que anidaba una tifoidea segura. Freddy sonrió maliciosamente.

Creo que ya había concluido el combate consigo mismo. Le resultaban intolerables varias cosas: estar sentado allí sin poder beber nada porque algo importante dependía de que no se debilitase; tener ganas de beberse aquel líquido cargado de tifoidea y ser demasiado débil para hacer lo que irracionalmente le apeteciera, y, sobre todo, indignarse de su irracionalidad. Es probable que al mismo tiempo viera a la muchacha con cara de compromiso, las camas de nogal y las estanterías, de modo que se puso en pie y pagó.

Nadie abrió la boca en el taxi que nos condujo al Palacio de los Deportes.

Al llegar a este punto de su relato, el boxeador notó que su manga estaba en un charco de cerveza y se la secó con el pañuelo. Aunque todos veíamos bastante claro cuál sería el resultado final del combate, yo pregunté por redondear el diálogo:

—¿Y qué pasó?

Lo dejaron k.o. en el segundo asalto. ¿O esperaba usted otra cosa?

—No, pero ¿por qué cree usted que lo dejaron k.o.?

—Es muy simple. Cuando salimos del local, yo sabía que Freddy se había formado una mala opinión de sí mismo.

—Eso está clarísimo —repliqué yo—. Pero ¿qué debería hacer un hombre en la situación de Freddy, según usted?

El tipo acabó su cerveza y dijo:

—Un hombre debe hacer siempre lo que le apetezca. Esa es mi opinión. ¿Sabe una cosa? La precaución es la madre del k.o.

El currículum vitae del boxeador Samson-Körner

Cuando hay que escribir algo sobre la propia vida, resulta realmente difícil compaginar todo el material disponible. Pero lo peor es que, bien mirado, cada cosa tiene dos lados; generalmente un lado que se paga más o menos caro, y otro que puede costar un dineral. De ahí que sea importantísimo considerar cada cosa en función de este último.

Por eso quiero empezar diciendo que nací en Beaver, Estado de Utah, EE.UU., en el distrito mormónico, casi a orillas del Gran Lago Salado. También puedo insinuar por qué nací allí: porque ninguna línea de ferrocarril pasa por Beaver, Estado de Utah, EE.UU. Allí podrá usted casarse con doce mujeres, pero si desea echarle un vistazo a mi casa natal, no podrá llegar como no sea andando.

Este es uno de los lados del asunto. Y muy importante, pues sólo gracias a él he sido un verdadero yankee y me he librado de tener que jugar al póquer tras una alambrada de púas durante cuatro años.

Por otro lado, nací en Zwickau, Sajonia, porque allí vi por primera vez la luz del mundo. En Zwickau viví aproximadamente trece años, la mayor parte en el hotel «Deutscher Kaiser», propiedad de un tío mío. Ahí aprendí un juego consistente en abrir puertas, cargar maletas y lustrar botines. Lo cual me fue de enorme utilidad cuando, apenas un año más tarde, en Inglaterra, estuve casi con el agua al cuello. Pude conseguir un puesto en un hotel de Cardiff, pues estas cosas son iguales en todas partes; siempre lo he sostenido. Entre Londres y Hamburgo la diferencia no es tan grande, y si hay gente para la que existen cosas más importantes que el que a uno le abran la puerta, le carguen la maleta y le lustren el calzado, esa gente está totalmente equivocada.

En un principio quise estudiar en Zwickau, durante cuatro meses, el oficio de electrotécnico. Y hubiera llegado a ser un electrotécnico tan bueno como cualquier otro si mi padre no se hubiera casado por segunda vez. Esa fue la razón por la que me marché de Zwickau y renuncié a mis estudios de electrotécnica. No tardé en renunciar también a una hermosa colección de otros oficios. En Aue, adonde me dirigí primero —sin que mi padre dijera una palabra, por lo demás, ya que preferí no pedirle consejo— trabajé como camarero en un restaurante. Allí conocí a alguien que me hizo entrar como peón de labranza en un cortijo cercano a Altenburg. Aquel cortijo fue la razón principal de que poco después, a los catorce años, me hallara camino de Inglaterra. Pues allí, cerca de Altenburg, leí por primera vez algo acerca de Hamburgo.

A partir de ese momento puse la mira en Hamburgo. Al principio llegué sólo hasta Eisenach, donde conocí a un señor que negociaba con cerveza. Me permitía conducir su coche repartidor a cambio de que siguiera algunos cursos en la escuela vespertina. Y esa fue la gota que, por decirlo de algún modo, colmó el barril de cerveza. Y me fui a Hamburgo.

No hice el viaje en tren, aunque mi padre me había enviado doscientos marcos suplementarios a Eisenach. Pensé que me harían mucha falta en Hamburgo y viajé «andando».

Cuando llegué a Hamburgo éramos tres. En los caminos comarcales siempre había chicos de mi edad cuya meta era Hamburgo. Allí me sorprendió muchísimo no encontrar tanta agua como yo hubiera necesitado, y en cambio sí un buen número de establecimientos donde a uno lo desplumaban en menos que canta un gallo. Por veinte peniques la noche alquilé una buhardilla en un albergue de St. Pauli. Buscábamos un barco en el que pudiéramos trabajar, pero eran terriblemente estrictos con los papeles y, además, sólo querían dejarnos viajar en calidad de grumetes, lo que hubiera sido muy desagradable como oficio. Yo procuraba mantener siempre mi dinero a un determinado nivel, comprando y revendiendo todo tipo de cosas, sobre todo zapatos viejos en buen estado, cosas que cualquiera necesita y con las que se puede ganar unos reales. Pero el dinero se derretía como mantequilla al sol, y, además, la cosa empezó a ponerse «negra». Con esto quiero decir que la policía tenía la mirada puesta en nosotros. Los ojos de esos policías parecían cerezas colgadas de sus tallitos cuando veían a un chico sin papeles. Entonces me trasladé a Bremerhaven.

Al llegar ahí ya sabía por experiencia que lo primero es buscarse un lugar donde dormir para que el dinero no se esfume tan rápido; pues en un hotel no puede usted controlar sus céntimos como en un cuartucho al que sólo va a dormir. Pero en Bremerhaven los barcos tampoco se interesaron mayormente por mí, y tuve que pasarme la mayor parte del tiempo en las tabernas del puerto para al menos oír hablar del mar. Tiempo tenía, y muchísimo. Era alto y fuerte como un muchacho de veinte años por lo menos, y un cara dura como no hay dos. Pero no conseguía subirme a esos malditos barcos, y mi dinero seguía derritiéndose como mantequilla al sol, es decir, ya era sólo una manchita de grasa al sol. Por entonces conocí a otro chico de Sajonia que estaba en una situación parecida, y ambos empezamos a sentarnos a la mesa de los marineros ingleses, quienes preferían bajar a tierra que arreglar y limpiar su barco. Pues para eso estábamos nosotros, y con gusto nos pagaban por limpiar la sala de máquinas. Entonces se me ocurrió quedarme también en el barco cuando las máquinas que limpiaba se pusieran en funcionamiento y llegar así hasta Londres, les gustara o no a ellos.

Una tarde le dije al pequeño sajón:

—Hoy nos estibamos.

Y cuando el barco zarpó por la noche, nos instalamos abajo, en la carbonera, y viajamos a Londres. Al principio fue muy agradable, pese a la oscuridad y estrechez del lugar; pero poco después surgió el primer problema gordo. Cuando estaba amaneciendo me empecé a marear. Era un continuo subir y bajar y mi estómago aguantó todo aquel vaivén hasta que dije:

—Yo aquí no me quedo. Subiré a tomar aire.

No armaron demasiado lío al vernos. Yo dije: «Viajo con vosotros», y ellos entendieron mi mensaje porque with, en inglés, significa lo mismo. Nos dieron de comer y nos hicieron trabajar un poco al aire libre.

A las nueve llegó el primer timonel y lo primero que oímos fue que el barco no se dirigía a Londres, sino a Amberes.

—Bien —dije—. Pues iremos a Amberes.

Pronto reinó un ambiente de gran cordialidad. También el tiempo mejoró. Nos instalamos en cubierta a pelar patatas. Vimos pasar muchos barcos. Aquello duró tres días. Luego entramos en el Escalda, que era un poco más aburrido, y al atardecer del tercer día llegamos realmente a Amberes. Allí nos hicieron bajar a tierra en seguida.

No conocíamos Amberes en lo más mínimo y nos costó un gran esfuerzo mantenernos durante cuatro días. Por suerte, el carpintero del barco, que se había encariñado con mi pequeño sajón, nos dio unos cuantos céntimos antes de que nos echaran a tierra. Además, siempre llegábamos puntualmente al «rancho», es decir que a las horas de comida nos colábamos entre la tripulación de los distintos barcos y les tendíamos nuestros platos. Por entonces ya teníamos cierta experiencia.

Al cuarto día nos dijo el carpintero:

—Zarpamos esta noche; seguro que no os volveré a ver.

Por la tarde ya estábamos de nuevo en la carbonera. Es mejor no cambiar muy a menudo la gente con la que se ha de tratar. Poco después entramos nuevamente en el Canal de la Mancha y yo me volví a marear. Subí otra vez a cubierta y ellos se alegraron de que estuviéramos allí de nuevo y pelásemos patatas. En Cardiff (Inglaterra) nos volvieron a echar a tierra.

El carpintero de a bordo nos dio otra vez unos cuantos chelines y nos dijo:

—Hasta la vista.

Pero nosotros queríamos ir a Londres. Cierto es que quedaba al otro extremo de la isla, pero era una gran ciudad con muchas posibilidades. Nos volvimos a estibar.

Esta vez ya no fueron tan amables. Cuando nos hicieron salir del escondite tuvimos que trabajar como negros y, sin embargo, nos despacharon en la lancha del práctico con una carta en la que se leía «Police». Nos dijeron que nos dirigiéramos allí. Pero nosotros pensamos que los policías no eran el tipo de gente que nos convenía y preferimos tirar la carta al agua. En la lancha del práctico me vino un mareo terrible. El práctico nos hizo bajar en Landsend, de donde volvimos andando a Cardiff, con la moral por los suelos. No se podía llegar así a Londres. Más tarde lo conseguiríamos, pasando por Alejandría.

En Cardiff, una vez más, no ocurrió nada. Ya iba siendo hora de que tomásemos medidas más drásticas. Fuimos a ver al cónsul alemán en Bristol. Pero el tipo advirtió en seguida que no teníamos a nadie que nos respaldara y nos despachó con unos cuantos chelines. Nosotros, entonces, decidimos volver a Cardiff.

En la playa había un montón de barcas y ni un alma en ellas. Nos subimos a una. Cuando quisimos hacernos a la mar, no vimos nada de agua alrededor. Había bajado la marea. Además, hacía mucho frío. Mi amigo… pero lo que viene ahora tiene, claro está, sus dos lados. Por un lado hacía un frío atroz y sólo llevábamos puesta ropa liviana; por otro lado, el hombre al cual pertenecía la barca —y la chaqueta y las botas que había dentro— no habría vacilado en prestarle esas abrigadoras prendas a mi amigo de haber estado allí presente. Además no era culpa nuestra si el hombre no se pasaba todo el día sentado en su embarcación. De modo que nos llevamos la chaqueta y las botas. Recuerdo que luego caminamos casi una hora por un puente larguísimo. Y al final oscureció. Nos deslizamos al interior de un granero y, de pronto, un
policeman
altísimo se plantó ante nosotros y nos hizo señas de que lo siguiéramos. En el puesto de guardia nos pidieron nuestra documentación; pero no les entendíamos muy bien y, por si las moscas, dijimos que nos acababan de regalar la chaqueta. No parecieron muy dispuestos a creérselo. Maliciosamente nos preguntaron de dónde veníamos, y al oír que habíamos atravesado el puente, nos dijeron que eso estaba prohibidísimo y nos metieron cinco días en chirona.

No tomamos todo aquello muy en serio, porque son los riesgos que hay que correr si se quiere emprender algo. No habíamos atravesado el puente porque fuera algo particularmente necesario para nuestro sustento, y al hacerlo tampoco habíamos querido perjudicar a nadie. Pero por otra parte teníamos en nuestro haber una serie de actividades que sólo por inadvertencia no nos habían valido el calabozo, como suele ocurrirle a todo el mundo. Con la inmoralidad sucede, en mi opinión, lo siguiente: si uno no tuviera frío cuando hace frío y el hambre no se le fuera al comer un pedazo de pan, la moral ocuparía un sitial mucho más elevado. Seguro que entonces habría mucho menos gente en las cárceles.

Por el simple hecho de atravesar a pie un puente —que además no era precisamente idóneo para caminar, pues estaba destinado sólo al ferrocarril (de la chaqueta semirregalada prefiero no hablar)— tuvimos que languidecer cinco días en la cárcel de Bristol.

La prisión era muy agradable. Nos tenían que alimentar como a cualquier otro, y aunque habíamos perdido imprudentemente el honor, era estupendo dar vueltas silbando y con las manos en los bolsillos en el reducido círculo de esas cuatro paredes, que eran particularmente gruesas para que la gente peligrosa como nosotros no pudiera evadirse y la isla quedara a salvo de nuestros embates.

También podíamos observar a nuestras anchas a los demás delincuentes, ya que el guardián nos encontraba muy correctos, y si bien decía que nos tenía estrechamente vigilados, aquello era más bien un cumplido. Cuando jugábamos a las cartas llegaba incluso a decir que creía necesario ponernos grilletes, pero que no los había en tallas tan pequeñas. Pues nos enseñó a jugar a las cartas. Era muy gordo y estaba bastante enfermo y necesitado de movimiento por prescripción facultativa; de ahí que debiera jugar a las cartas. Pero como no teníamos ni un real, y el juego sin dinero es como la comida sin sal, le dimos mil vueltas a las posibilidades de ganar algo, hasta que al final el gordo nos propuso pagarnos unos céntimos por fumar en pipa. Nunca lo habíamos hecho, y el guardián nos dijo que le divertiría vernos fumar. Aceptamos, y él invitó a la función a un amigo suyo, un asaltante de bancos que se hallaba a dos celdas de distancia de nosotros. Suministró la pipa otro recluso, acusado de robo con homicidio según el guardián, y que a juzgar por su estado debía de haber repetido el plato varias veces. Nos costó muchísimo ganar ese dinero fumando, y lo perdimos con una facilidad asombrosa jugando a las cartas.

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