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Authors: Arthur Schnitzler

Tags: #Drama

Relato Soñado (6 page)

BOOK: Relato Soñado
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De pronto, una de las mujeres se situó junto a Fridolin y le susurró… porque nadie, como si también las voces debieran permanecer secretas, hablaba en voz alta:

—¿Por qué tan solo? ¿Por qué no bailas también?

Fridolin vio que, desde el otro ángulo, dos caballeros lo miraban fijamente, y sospechó que la criatura que tenía al lado (la cual tenía un delgado cuerpo de muchacho) le había sido enviada para ponerlo a prueba y tentarlo. Sin embargo, abría ya los brazos hacia ella para atraerla hacia sí, cuando otra de las mujeres se separó de su bailarín y corrió derecha hacia Fridolin. Él supo enseguida que era la que antes le había advertido. Ella hizo como si lo viera por primera vez, y le susurró, aunque tan claramente que tuvieron que oírla también en el otro ángulo:

—¿Por fin has vuelto? —y riendo alegremente:— Es inútil, te he reconocido. —Y, volviéndose a la del cuerpo de muchacho:— Déjamelo dos minutos. Luego podrás tenerlo otra vez, si quieres hasta el amanecer. —Y más bajo, a él, como contenta:— Es él, sí, él.

La otra se asombró:

—¿De veras? —y se dirigió ligera hacia los caballeros.

—No me preguntes nada —dijo entonces la que se había quedado a Fridolin—, ni te asombres de nada. He tratado de engañarlos, pero te lo advierto ya: a la larga no dará resultado. Huye antes de que sea demasiado tarde. Y en cualquier momento puede ser ya demasiado tarde. Y ten cuidado de que no te sigan los pasos. Nadie debe saber quién eres. De otro modo, tu tranquilidad, la paz de tu existencia, habrán terminado para siempre. ¡Vete!

—¿Volveré a verte?

—Imposible.

—Entonces me quedo.

Un temblor recorrió el cuerpo desnudo de ella, transmitiéndosele a él y ofuscándole casi los sentidos.

—No puede estar en juego más que mi vida —dijo—, y para mí tú la vales en este momento.

Le cogió las manos, tratando de atraerla hacia sí. Ella susurró otra vez, como desesperada:

—¡Vete!

Él se rió, oyendose como se oye en los sueños.

—Ahora comprendo dónde estoy. ¿No estáis ahí, todas vosotras, para que se vuelva uno loco al veros? Sólo quieres divertirte especialmente conmigo, para volverme completamente loco.

—¡Va a ser demasiado tarde, vete!

Él no quiso escucharla.

—¿No hay aposentos secretos para que se retiren las parejas que acaban de conocerse? ¿Se despedirán todos los que están aquí con un cortés beso en la mano? No tienen aspecto de eso.

Y señaló a las parejas que, al sonido furioso del piano, seguían bailando en la habitación de al lado, superiluminada y espejeante: unos cuerpos ardientes y blancos apretados contra sedas azules, rojas y amarillas. Le pareció como si ahora nadie se ocupase de él ni de la mujer que tenía al lado; los dos estaban en el salón central, casi a oscuras y completamente solos.

—Esperanza inútil —susurró ella—. Aquí no hay aposentos como los que sueñas. Es el último minuto. ¡Huye!

—Ven conmigo.

Ella sacudió violentamente la cabeza, como desesperada. Él se rió de nuevo, sin reconocer su propia risa.

—Te burlas de mí. ¿Han venido aquí esos hombres y mujeres sólo para inflamarse mutuamente y rechazarse luego? ¿Quién puede prohibirte venir conmigo si quieres?

Ella suspiró profundamente, bajando la cabeza.

—Ah, ahora entiendo —dijo él—. Es el castigo que habéis establecido para quien se introduce aquí sin ser invitado. No hubierais podido imaginar otro más cruel. Evítamelo. Indúltame. Ponme otra penitencia. ¡Pero no la de marcharme sin ti!

—Estás loco. Yo no puedo irme de aquí, ni contigo… ni con ningún otro. Y quien intentara seguirme perdería su vida y la mía.

Fridolin estaba como borracho, no sólo de ella, de su cuerpo perfumado, de su boca al rojo, no sólo por la atmósfera de aquella sala, por los secretos voluptuosos que lo rodeaban…; estaba ebrio y sediento a la vez de todas las experiencias de aquella noche, ninguna de las cuales había terminado; de sí mismo, de su audacia, de la transformación que sentía en su interior. Y rozó con las manos el velo que envolvía la cabeza de ella, como si quisiera quitárselo.

Ella le sujetó las manos.

—Una noche se le ocurrió a uno, a uno, bailando, arrancar el velo de la frente de una de nosotras. Le arrancaron a él la máscara del rostro y lo echaron a latigazos.

—¿Y… ella?

—Quizá hayas leído algo de una muchacha joven y hermosa… que, hace sólo unas semanas, se envenenó la víspera de su boda.

Él se acordaba, incluso del nombre. Lo pronunció ¿No se trataba de una muchacha de familia principesca, prometida a un príncipe italiano?

Ella asintió.

De pronto se presentó uno de los caballeros, el más distinguido de todos, el único vestido de blanco; y con una inclinación breve, sin duda cortés pero también imperiosa, invitó a bailar a la mujer que hablaba con Fridolin. A éste le pareció que ella titubeaba un instante. Sin embargo, el otro la había ya enlazado por la cintura y se alejaba con ella girando hacia las otras parejas de la iluminada sala contigua.

Fridolin se encontró solo, y ese abandono súbito cayó sobre él como una helada. Miró a su alrededor. En aquel momento, nadie parecía ocuparse de él. Quizá fuera aquélla su última posibilidad de alejarse impunemente. Pero él mismo no sabía qué lo mantenía paralizado en su rincón, en donde no se sentía ahora visto ni observado… si el temor a una retirada sin gloria y un tanto ridícula; el deseo no aplacado y atormentador de aquel maravilloso cuerpo de mujer, cuyo perfume seguía acariciándolo; o el pensamiento de que todo lo ocurrido hasta entonces había sido quizá una prueba para su valor y que, como premio, tendría a aquella mujer espléndida… En cualquier caso, le resultaba claro que no podía seguir soportando aquella tensión y que, cualquiera que fuese el peligro, tenía que ponerle fin. Cualquiera que fuese su decisión, no podía costarle la vida. Quizá se encontraba entre locos, tal vez entre libertinos, pero desde luego no entre granujas ni delincuentes. Y se le ocurrió la idea de dirigirse a ellos, darse a conocer como un intruso y ponerse a su disposición de forma caballeresca. Sólo de esa forma, como con un acorde majestuoso, podría concluir aquella noche, si quería que significara algo más que una sucesión vaga y confusa de aventuras sombrías, melancólicas, grotescas y lascivas, de las que ninguna había llegado hasta su final. Y, tomando aliento, se dispuso a ello.

En aquel instante, sin embargo, alguien susurró a su lado: «¡La contraseña!». Un caballero de negro se había acercado a él de improviso y, como Fridolin no respondiera enseguida, repitió su pregunta. «Dinamarca», dijo Fridolin.

—Exacto, señor, ésa es la contraseña de entrada. ¿Y la contraseña de la casa, si me lo permite?

Fridolin guardó silencio.

—¿No quiere tener la amabilidad de decirnos la contraseña de la casa? —La voz sonaba cortante.

Fridolin se encogió de hombros. El otro avanzó hacia el centro de la sala y levantó la mano, el piano enmudeció y se interrumpió el baile. Otros dos caballeros, uno de amarillo y el otro de rojo, se acercaron.

—La contraseña, señor —dijeron simultáneamente.

—La he olvidado —respondió Fridolin con sonrisa vacía, sintiéndose muy tranquilo.

—Es una desgracia —dijo el caballero de amarillo, porque aquí da igual haber olvidado la contraseña que no haberla sabido nunca.

Los otros hombres enmascarados acudieron en tropel y, a ambos lados, las puertas se cerraron. Fridolin se quedó solo, con su hábito de monje, en medio de todos aquellos caballeros vestidos de colores.

—¡Fuera la máscara! —gritaron varios al mismo tiempo.

Como para protegerse, Fridolin extendió los brazos. Le hubiera parecido mil veces peor ser el único sin máscara entre todos aquellos enmascarados que encontrarse de pronto desnudo entre personas vestidas. Y, con voz firme, dijo:

—Si alguno de los señores se considera ofendido en su honor por mi presencia, estoy dispuesto a darle satisfacción de la forma acostumbrada. Pero sólo me quitaré la máscara si todos ustedes hacen lo mismo, señores.

—No se trata ahora de ninguna satisfacción —dijo el caballero vestido de rojo, que hasta entonces no había hablado— sino de expiación.

—¡Fuera la máscara! —ordenó otro de nuevo, con una voz clara e insolente que recordó a Fridolin el tono de mando de un oficial—. Queremos decirle a la cara, y no a su máscara, lo que le espera.

—No me la quitaré —dijo Fridolin en tono aún más cortante— y ay de quien se atreva a tocarme.

Un brazo buscó súbitamente su rostro, como para arrancarle la máscara, cuando de pronto se abrió una puerta y apareció una de las mujeres (Fridolin no podía dudar de quién era) vestida de monja, como la había visto la primera vez. Pero detrás de ella, en la sala excesivamente iluminada, se podía ver a las otras, desnudas y con el rostro velado, apretadas entre sí, mudas, como un rebaño asustado. Sin embargo, las puertas volvieron a cerrarse.

—Dejadlo —dijo la monja—, yo estoy dispuesta a rescatarlo.

Se produjo un silencio breve y profundo, como si hubiera ocurrido algo monstruoso, y luego el caballero de negro que había sido el primero en pedir a Fridolin la contraseña se dirigió a la monja con estas palabras:

—¿Sabes a lo que te comprometes?

—Lo sé.

Una especie de profundo suspiro recorrió la sala.

—Está usted libre —dijo el caballero a Fridolin—, abandone al punto esta casa y guárdese de seguir investigando unos secretos en cuya antesala ha penetrado. Si tratara de poner a alguien sobre nuestra pista, tuviera éxito o no…; estaría usted perdido.

Fridolin permaneció inmóvil.

—¿Así que… me rescata esta mujer? —preguntó.

No hubo respuesta. Algunos brazos señalaron la puerta, indicándole que se alejara sin demora.

Fridolin sacudió la cabeza.

—Impónganme, señores, la pena que quieran, pero no puedo tolerar que otra persona pague por mí.

—Ya nada puede cambiar —dijo ahora muy suavemente el caballero negro— la suerte de esta mujer. Cuando aquí se hace una promesa, no se puede retirar.

La monja asintió lentamente, como para confirmarlo.

—¡Vete! —dijo a Fridolin.

—No —respondió éste alzando el tono—. Para mí la vida no tiene ya valor si he de marcharme sin ti. No te pregunto de dónde vienes ni quién eres. Qué puede significar para ustedes, mis desconocidos señores, representar hasta el final o no esta comedia de disfraces, aunque pueda tener un final serio. Sean quienes sean, señores, tendrán en cualquier caso otra existencia distinta de ésta. Yo en cambio no estoy interpretando ninguna comedia, tampoco aquí y, aunque hasta ahora lo haya hecho obligado, renuncio. Siento que he tropezado con un destino que no tiene ya nada que ver con esta mascarada, y vaya revelar mi nombre y a quitarme la máscara, asumiendo todas las consecuencias.

—¡No lo hagas! —exclamó la monja—. ¡Te perderías sin poder salvarme! ¡Vete! —Y, volviéndose a los otros:— Aquí estoy, aquí me tenéis… ¡Todos!

El oscuro disfraz se desprendió de ella como por encanto, y ella se quedó allí en todo el esplendor de su blanco cuerpo, cogió el velo que le ceñía frente, cabeza y nuca y, con un maravilloso gesto circular se lo soltó. El velo cayó al suelo, y unos cabellos oscuros se precipitaron sobre sus hombros, pecho y caderas… pero antes de que Fridolin pudiera captar la imagen de su rostro se vio agarrado por unos brazos irresistibles, arrebatado y llevado hacia la puerta; un momento después se encontró en el vestíbulo, la puerta se cerró a sus espaldas, un criado enmascarado le trajo el abrigo, le ayudó a ponérselo y la puerta de la casa se abrió. Como empujado por una fuerza invisible, avanzó rápidamente, se encontró en la calle, la luz se apagó a sus espaldas, miró a su alrededor y vio allí la casa silenciosa, con sus ventanas cerradas de las que no salía ningún resplandor. Tengo que grabármelo bien, pensó ante todo. He de volver a encontrar la casa, y todo lo demás ya se verá.

La noche lo rodeaba; a cierta distancia por encima de él, allí donde su coche debía esperarlo, lucía rojiza y mortecina una farola. Desde el fondo de la callejuela avanzó el coche fúnebre, como si lo hubiera llamado. Un criado le abrió la portezuela.

—Tengo mi propio coche —dijo Fridolin. El criado negó con la cabeza—. Si se ha ido, volveré a pie a la ciudad.

El criado respondió con un gesto de la mano tan poco servicial que excluía cualquier oposición. La chistera del cochero se alzaba ridículamente alta en la noche. El viento soplaba con fuerza y por el cielo volaban nubes violetas. Fridolin, después de sus recientes experiencias, no podía dudar de que no le quedaba otro remedio que subir al coche, el cual se puso inmediatamente en movimiento.

Cualquiera que fuera el riesgo, estaba decidido a aclarar, en cuanto pudiera, aquella aventura. Le parecía que su vida no tenía ya el menor sentido si no lograba encontrar de nuevo a la incomprensible mujer que, en aquellos momentos, estaba pagando el precio de su salvación. Qué precio, era muy fácil de imaginar. Pero ¿qué motivo tenía ella para sacrificarse por él? ¿Sacrificarse…? ¿Era una mujer para la que lo que la aguardaba ahora, aquello a lo que se sometía, significara un sacrificio? Si participaba en aquellas reuniones (y no podía ser aquella la primera vez, porque se mostraba muy conocedora de las costumbres de la casa), ¿qué podía importarle ponerse a disposición de aquel caballero o de todos ellos? Sí, ¿podía ser otra cosa que una prostituta? ¿Podían ser otra cosa todas aquellas mujeres? Prostitutas… sin duda alguna. Aunque todas ellas llevasen una segunda vida, por decirlo así burguesa, además de aquélla, que era una vida de prostituta. ¿Y no sería todo lo que acababa de vivir, probablemente, una diversión infame que se habían permitido a su costa? ¿Una diversión prevista, preparada, incluso posiblemente ensayada para el caso de que, alguna vez, alguien no invitado apareciera? Y, sin embargo, si volvía a pensar en aquella mujer que le había advertido desde un principio y ahora estaba dispuesta a pagar por él, en su voz, en su porte, en la regia nobleza de su cuerpo desnudo había habido algo que no podía ser mentira. ¿O tal vez era sólo que su súbita aparición, la de Fridolin, había hecho el milagro de transformarla? Después de todo lo que le había pasado esa noche (y al pensarlo no creía pecar de vanidad) no consideraba imposible un milagro así. ¿Tal vez había momentos, noches, pensó, en que, de hombres que en circunstancias normales no tienen ningún poder especial sobre el otro sexo, se desprende un hechizo extraño e irresistible?

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